domingo, 21 de junio de 2009

La destrucción de la familia y su finalidad


¿Puede existir una sociedad sin familia? En 1932, Aldous Huxley publicó Brave New World, una novela de ciencia-ficción (traducida al español como Un mundo feliz) en la cual imaginaba un futuro en el cual la familia ha sido erradicada de raíz [valga la redundancia]. El título original, dicho sea incidentalmente, procede de Shakespeare, La tempestad, acto V, cuando Miranda pronuncia estas palabras:

"¡Oh prodigio! ¡Qué arrogantes criaturas son éstas! ¡Bella humanidad! ¡Oh espléndido mundo nuevo, que tales gentes produce!" (Traducción de Luis Astrana Marín.)

En la distopía descrita por Huxley, los seres humanos son producidos industrialmente por el Estado, y por supuesto criados, educados y atendidos por el Estado desde que nacen hasta que mueren. No existen por tanto padres, madres, hermanos, abuelos... Los niños aprenden en la escuela que en el pasado el ser humano era un animal vivíparo, y que los padres criaban a los hijos, como hacen los animales. No es de sorprender que en estas sórdidas condiciones, la gente no fuera feliz: Los sentimientos que ligaban a los individuos con lazos biológicos o monogámicos entre sí eran tan intensos que se convertían en una fuente constante de conflictos y de sufrimiento; existían cosas tan horribles como el dolor por la muerte de un ser querido, o los celos, o el deseo sexual insatisfecho. Afortunadamente -se les enseña a los niños del Mundo Feliz- esa fase primitiva de la evolución humana ha sido superada para siempre. Ahora "nadie es de nadie", todo el mundo es feliz porque no existen lazos obscenamente intensos entre individuos, las relaciones monogámicas estables han desaparecido y el sexo es sólo una diversión más, carente por completo de cualquier connotación pasional o amorosa. Pero al mismo tiempo puede decirse que todo el mundo es del Estado, y absolutamente nada ni nadie escapa al control de la tecnocracia gobernante.

Desde luego, estamos lejos de la reproducción extrauterina en grandes plantas industriales, aunque seguramente mucho menos de lo que podía pronosticarse hace siete u ocho décadas. Sin embargo, en el plano cultural existe una serie de tendencias que apuntan con inflexible lógica hacia la instauración en un futuro no tan lejano de ese Mundo Feliz.

La primera y más evidente es que, al tiempo que no deja de perfeccionarse la reproducción asistida, en su sentido más amplio (desde el seguimiento médico del embarazo hasta la inseminación artificial), se promueve desde todos los ángulos que la gente no tenga hijos. El énfasis en la anticoncepción y el aborto, el vaciado de sentido del término matrimonio y por tanto el desprestigio de la monogamia heterosexual, la banalización del sexo (de la cual habla Teresa Giménez Barbat en un reciente artículo), son aspectos que al menos desde los años sesenta han repercutido de manera clara en el descenso de la natalidad en el mundo desarrollado.

La segunda tendencia, complementaria de la anterior, es la de que los hijos no tengan padres. Es lo que se denomina con el eufemismo de los "otros modelos de familia". La llamada familia tradicional, con los dos progenitores al cuidado de los hijos, se presenta como una construcción cultural en pie de igualdad con otras posibles, y se reivindica la familia monoparental, que obviamente es más dependiente del Estado.

La tercera tendencia viene a completar este proceso. Si a pesar de todo siguen existiendo familias "tradicionales", se trataría de destruir la autoridad de los padres, restringiendo su derecho a controlar la educación de los hijos, sus decisiones en cuestiones tan graves como el embarazo de una niña de dieciséis años o legislando sobre las relaciones en el ámbito doméstico (dar un cachete a un niño puede ser ya motivo de perder la patria potestad, al menos temporalmente).

No se trata de que exista una especie de Plan maquiavélico para destruir la familia, sino de que instintivamente, el poder político tiende a favorecer la disolución de todo tipo de vínculos tradicionales entre los individuos, para poder actuar más libre de trabas. Esta atomización social produce un tipo de ser humano que carece de otras referencias culturales y psicológicas que las que el Estado (es decir, una minoría autolegitimada) tiene a bien proveer. Significa la destrucción de cualquier límite ideológico a lo que dicha minoría está autorizada a hacer, y por tanto conduce a un despotismo mucho más perfecto y minucioso que todos los habidos hasta la fecha. Y cuenta con la colaboración de una clase de intelectuales, no sólo estrictamente de izquierdas, que están prestos a denunciar cualquier oposición o mera descripción de este proceso como una forma de reacción o integrismo religioso. Son aquellos que han perdido el instinto de la libertad, que es el permanente estado de alerta contra el poder, y han convertido su liberalismo en una especie de credo hueco y ritualista, exclusivamente preocupado por celebrar la libertad sin meditar acerca de las condiciones que la favorecen, como si ésta pudiera fundarse sobre meras consideraciones abstractas que no tuvieran en cuenta el conocimiento empírico acerca de la naturaleza humana.

NOTA AÑADIDA EL 30/08/09: La novela de Huxley parece plantear una interesante paradoja: La existencia de un Estado que no requiere de la coacción (que es lo que en última instancia defiende al Estado). Pero se trata de una falsa impresión. Un Estado todopoderoso como el que plantea Huxley no tendría problema alguno en eliminar violentamente el menor atisbo de oposición, porque nada habría que se lo impidiera. Por otra parte, en los inicios de la novela se relata someramente la historia de la implantación del "mundo feliz", tras guerras y matanzas terribles, y desde luego no se nos ocurre cómo la humanidad podría llegar a una situación semejante sin una enorme violencia previa, que barriera las fuertes resistencias que habría cuando el proceso de eliminación de la familia y otras instituciones fuera ya inocultable.