Pese a no ser creyente, pocas cosas me producen más hastío que la ligereza con la cual muchos ateos argumentan su postura y, lo que es peor, extraen de ella conclusiones en los ámbitos de la ética y la política. Un ejemplo de ello es un texto de Massimo Pigliucci, “Faith and Reason”, publicado en su blog Rationally Speaking. (Traducción aquí.)
Pigliucci se define como biólogo y filósofo. Su probidad en el primer campo no la conozco, pero como filósofo es un perfecto chapuzas. Cuando uno critica el concepto de fe contraponiéndolo al de razón, lo mínimo que se le puede pedir es que utilice correctamente esa facultad que tanto defiende, es decir, que sus argumentos no sean burdas falacias o simplificaciones.
Pigliucci niega que la fe sea una virtud. Pienso lo mismo, si entendemos virtud en un sentido moral. De hecho, la propia doctrina católica considera la fe como una “gracia” de Dios, es decir, algo de cuyo mérito no debería ufanarse su poseedor. Pero no contento con eso, el autor asegura que la fe es “algo irracional y potencialmente dañino para la salud”. Su argumento, resumidamente, es el siguiente: Creer algo contra toda evidencia, o sin evidencia suficiente, nos puede conducir a tomar decisiones erróneas. Luego la fe religiosa es nociva.
En este razonamiento subyacen dos equívocos. Primero, el autor pretende despistarnos diciendo que habla de la fe en sentido genérico, no sólo de la “variedad religiosa”. Pero luego descarga toda su artillería sobre dicha variante. Esto es sencillamente hacer trampa, porque la fe en Dios, o en Jesucristo, no implica necesariamente la fe en los amuletos, los horóscopos o cualquier grosera superstición que se nos ocurra. De hecho, a veces son quienes no creen en Dios quienes más fácilmente están dispuestos a creer en cualquier cosa, y no al revés.
Segundo, el autor juega a la confusión entre lo que carece de evidencias, y lo falso o improbable. Pero no es lo mismo. A menudo tomamos decisiones correctas basándonos en una información insuficiente o incluso inexistente. De hecho, como especialista en el tema de la evolución, Pigliucci sabe perfectamente que nuestro cerebro no es en absoluto una tabla rasa que construye su conocimiento del mundo físico basándose exclusivamente en la experiencia, sino que funciona gracias a multitud de supuestos y subrutinas surgidas por selección natural, que nos permiten sobrevivir con una información muy deficiente. Es más, es posible incluso que muchos de estos supuestos consistan en tesis incorrectas sobre el mundo físico, pero que sirven como aproximaciones en la mayoría de las circunstancias. Dicho claramente, incluso aunque una creencia fuera falsa, no necesariamente es perjudicial. ¿Cuántas personas han superado una grave enfermedad gracias, en parte, a tener una gran fe en Dios? Pregúntenle a muchos médicos, independientemente de sus creencias personales, y les responderán si la fe religiosa, como el carácter optimista, es un inconveniente o una ventaja terapéutica.
Pero la falacia más inepta es la que remata el artículo. Dice Pigliucci que “el hecho de que ni un solo problema –ya sea científico, filosófico o socio-político– haya sido resuelto alguna vez o tan siquiera modestamente mejorado por la fe”, demuestra que ésta no puede ir más allá de la razón. La pregunta es si la fe realmente pretende “resolver” o “mejorar” nada. Comparar dos cosas de finalidades distintas tomando como referencia la finalidad de una de ellas, es sencillamente cómico. Es como si yo dijera que un coche es mejor inversión que una casa, y retara a cualquiera a que me pusiera como ejemplo alguna casa que se haya desplazado por sí sola un milímetro de su posición, mientras que el coche permite recorrer miles de kilómetros.
La fe no es un método de conocimiento, y por tanto no se le puede reprochar que no sirva para aumentar nuestro saber. Y si algunos creyentes afirman lo contrario, se equivocan, pero no extrapolemos el error de una parte al todo. Pigliucci, acostumbrado a debatir con los creacionistas, tiende a pensar que todas las personas religiosas son como ciertos fanáticos integristas del Medio Oeste norteamericano. Pero su formación científica le debería impedir precisamente caer en tales simplificaciones.
En su estilo de brocha gorda, Pigliucci concluye aludiendo al terrorismo islámico y a las cruzadas (noten, aquí sí, la exquisita equidistancia) como ejemplos de los desastres provocados por la fe religiosa. Hay que reconocer que, al menos hasta el siglo XVIII, los pretextos religiosos para toda clase de fechorías han dominado la escena, aunque bien es verdad que tampoco había mucho donde elegir. Pero desde la revolución francesa para acá, los motivos antirreligiosos han recuperado el tiempo perdido de manera pavorosa. Como podrán imaginarse a estas alturas, Pigliucci ni siquiera menciona este hecho, no se plantea la posibilidad de un balance ponderado sobre la aportación histórica de la religión cristiana a nuestra civilización, y las consecuencias que han tenido los intentos de erradicarla, independientemente de la cuestión de si contiene un núcleo de verdad o no.
En una cosa estoy de acuerdo con Pigliucci. Si algo caracteriza a nuestra sociedad, no es un exceso de racionalidad, sino su escasez. Y su artículo es un buen ejemplo de lo último.