domingo, 28 de junio de 2009

Instinto estatalista

En escasos días se han sucedido las declaraciones de dos dirigentes socialistas, motivadas por el tema del aborto, que constituyen ejemplos de manual de cómo el poder elabora sus justificaciones ideológicas. Lástima que no viva Bertrand de Jouvenel, porque de lo contrario hubiera podido incluirlos en una reedición de su clásico Sobre el poder.

José Bono ha criticado a la Iglesia por intentar "imponer lo que piensa" a la sociedad, y ha añadido que "en España quien manda es el pueblo español a través de sus representantes, que no son los obispos, sino los diputados, senadores y el gobierno." Casi podemos oír el estruendo de la artillería, el fragor de la lucha titánica entre los dos poderes, el del Estado por un lado, con sus fuerzas de seguridad, sus televisiones, Hacienda y la DGT; y el de la Iglesia por otro, con sus... bueno, ya saben, con su poder omnímodo y aterrador.

El Estado siempre se presenta como el liberador frente a otro poder, enmascarando hábilmente el hecho de que aspira a convertirse en el único poder, si no lo es ya. La justificación democrática, la identificación con el "pueblo", no es más que la forma actual que presenta esa propensión natural.

De más enjundia fueron las declaraciones anteriores de José Antonio Alonso, quien dijo que "en el ámbito público la única moral posible es la de la Constitución". Desde un punto de vista lógico-formal, no es posible objetar nada a una afirmación como ésta. Ya desde los antiguos sofistas griegos, la idea de que la moral es convención, es decir, de que no existen unos principios éticos naturales o trascendentes, sino que la moral es una creación humana, ha fascinado a multitud de pensadores. Ahora bien, semejante concepción, estrechamente emparentada con la teoría positivista del derecho, es la más potente justificación imaginable para el poder político. Si no existe un derecho natural previo, en teoría no hay tampoco limitación alguna para el poder del estado, que hará y deshará las leyes a su conveniencia.

Llevando hasta las últimas consecuencias teóricas una afirmación como la de Alonso, la conclusión es que el asesinato está mal, no porque así lo dicte una moral universal preexistente a los actos del legislador, sino porque es lo que se desprende del artículo 15 de la Constitución de 1978. Insisto, desde un punto de vista estrictamente formal, se trata de una tesis sostenible. Pero me atrevo a afirmar que la mayoría pensará como yo, que además es una aberración. Cabría invitar, pues, al portavoz del grupo socialista a aclarar esta cuestión, a que nos diga si realmente ha pensado bien lo que ha dicho, o si esa práctica de pensar no se estila entre los adictos al zapaterismo. Posiblemente, la respuesta sea lo segundo, pero no logro eludir la sensación de que cierto instinto opera firmemente en los socialistas a través de su incuria intelectual: El instinto estatalista.