domingo, 27 de febrero de 2011

El gobierno prohíbe las medianas de cerveza

Otra prohibición más, a estas alturas, ya no puede sorprendernos. Ni tampoco los pretextos sanitarios de Leire Pajín, con sus consideraciones semianalfabetas sobre los índices de alcoholismo, cirrosis hepática y barriga cervecera. ¿No estuvieron a punto de criminalizar el consumo del vino, con una etiqueta disuasiva? ¡En el país de los Rioja, Ribera de Duero, Priorato! (Los franceses todavía se lamentan de que la medida no prosperase.)

El contenido de la medida en sí, como ya he dicho recientemente, es lo de menos. A mí, como me sucede con la ley antitabaco, me afecta poco. En casa siempre tengo un pack o dos de los de media docena de quintos y fuera, la verdad es que bebo poco, y me decanto generalmente por la cerveza de barril. Podrían perfectamente haber optado por prohibir los quintos, en lugar de las medianas, con justificaciones sobre el ahorro del vidrio (ahora se consumirá más por la misma cantidad de cerveza). Pero ya digo, el contenido de la prohibición no es lo importante. Lo que les apasiona a esta panda de indocumentados con ínfulas de Soviet Supremo es mandar, meterse en nuestras vidas. ¡Y cómo disfrutan con los debates que generan! Se regocijan con el juego de opiniones contrapuestas de editorialistas y columnistas, con que no hagamos otra cosa que hablar de ellos.

Lo que sí me sigue desconcertando (aunque tampoco demasiado, no crean) es que, pese a todo, todavía encuentren tantos defensores. Estoy esperando a ver el reportaje de mañana de El País sobre los costes económicos de las enfermedades asociadas al alcohol, con recuadros dedicados a resumir dramáticas historias personales de vidas rotas por esta droga legal. Por supuesto, no faltará en el mismo periódico la columna de algún "friki anarcoide" (Blanco dixit) cagándose en todo el consejo de ministros, que nunca está de más poner una vela a Dios, por si acaso. Y tampoco me extrañaría algún editorial criticando al gobierno por la timorata insuficiencia de la medida.

Por supuesto, debemos organizarnos resueltamente contra esta enésima prohibición, no importa si es más o menos grave, si es o no la puntilla para el sector de la hostelería. Ni siquiera importa si he echado mano de una "mentira factual para decir una verdad moral", según las ilimitadas posibilidades de manipulación que nos ha descubierto (al menos, a los que no somos de izquierdas) la doctrina de Javier Cercas. Si los habitantes católicos de Cloppenburg (región de Münster), en los años treinta, fueron capaces de hacer rectificar a los propios nazis la ordenanza que imponía retirar los crucifijos de los colegios*, los españoles de 2011 no vamos a ser menos. Claro que los socialistas jamás llegarían a los extremos del nacional-socialismo.
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*Stefania Falasca, Un obispo contra Hitler, Ed. Palabra, Madrid, 2008, pag. 130, nota 8.

domingo, 20 de febrero de 2011

El payaso sin máscara

Miguel Ángel Revilla, presidente de Cantabria, es un tipo dado a las payasadas. Y quien más le ríe las gracias es la progresía. Aunque lo peor es cuando se supone que habla en serio. Como cuando en enero de 2008 dijo que la crisis económica era un mero "constipado". Luego, en verano de ese año, aventuró que se saldría de la crisis a finales del 2009. Esto lo dijo en una "lección de economía" (sic) que ofreció en el programa de Buenafuente. En un cúmulo de sandeces desenfrenadamente demagógicas, allí afirmó, haciendo las delicias del público con sus gracietas sobre la foto de las Azores, que el origen de la "desaceleración económica" (sic) estaba en la guerra de Irak, la cual había costado "3.000 billones de dólares". Literal. Incluso llega a escribirlo en una pizarra. Alguno dirá que un error de cifras lo comete cualquiera. Pero resulta que este señor es licenciado en Ciencias Económicas. O al menos eso dice la Wikipedia.


No se quedó allí la cosa. Como explicación de las causas de la guerra, su tesis bebe en las fuentes de Gila, más que de Clausewitz. Asegura que todo fue para vender armas. "George, qué hacemos con los misiles", le habrían preguntado a Bush los fabricantes de armamento por teléfono. Si alguien cree que estoy caricaturizando al personaje, por favor, que vea el vídeo.

Por último, como no podía ser menos, el profesor Revilla propone su receta para salir de la crisis: Obra pública, carreteras, vías férreas y "pisos baratos", como ya "se inventó en 1932 en Estados Unidos". Lo cual produjo esa maravillosa prosperidad de los años treinta, cabría añadir. (Lo de construir "pisos baratos", en un país donde sobran miles de viviendas, es de antología del disparate.)

Ahora hemos sabido que Revilla fue falangista prácticamente hasta la muerte de Franco, pese a que venía presumiendo de haber luchado contra el régimen anterior. Claro, debió tratarse de esa clase de lucha denodada que sostuvieron Juan Luis Cebrián y tantos otros que hoy reparten carnés de demócratas. Realmente, ahora me encaja todo mucho más. El antiamericanismo de trazo grueso, a lo Blas Piñar; el keynesianismo de oídas, a lo Instituto Nacional de la Vivienda... Y entiendo mejor por qué nunca me han hecho gracia sus chocarrerías aldeanas.

viernes, 18 de febrero de 2011

Diarrea legislativa


Y ahora, después de la ley antitabaco, prohibido circular en ciudad a más de 30 km/h. ¿Cuál será la próxima prohibición? No es difícil imaginar multitud de normas que seguramente contribuirían a mejorar la salud de la población, e incluso a disminuir la mortalidad por determinadas causas.

Inciso: Otra cosa distinta es la mortalidad total. Por ejemplo, si prohibiéramos por completo los vehículos a motor, el efecto inmediato sería hundirnos en la autarquía y la miseria, por lo que la esperanza de vida de la población retrocedería a niveles preindustriales. Es decir, moriría mucha más gente por causas indirectas de la prohibición que la que se salvaría como consecuencia directa de ella. Muchas normas bienintencionadas, aunque no sean tan drásticas, incurren en este error, tener sólo en cuenta los efectos inmediatos. Pero no quería hablar de eso.

No, lo realmente perverso de la diarrea legislativa del Estado es que no hay límite a lo que se puede regular, normativizar, fiscalizar. Desde el momento en que aceptamos que el Estado nos puede obligar a cualquier cosa por nuestro bien (y no limitarse a protegernos de la coacción o el fraude), estamos un poco más cerca de la tiranía. No quiere esto decir que inevitablemente vayamos a transitar ese camino hasta el final, pero sí que hemos dado un paso más en esa dirección. El mundo es mejorable, sin duda, pero lo sería mucho más por la eliminación de leyes innecesarias que por la introducción de otras nuevas, por benéficos que supuestamente sean sus efectos.

Ahora bien, debemos precavernos de caer en el error de Rousseau. Las normas en sí mismas no son malas. Todo lo contrario, sin normas no podría existir la civilización. La propiedad privada es una norma: Me prohíbe tomar cualquier cosa que desee. El matrimonio es otra norma, que también implica prohibiciones y obligaciones muy claras.

El problema no son las normas, sino la forma en que se generan. Toda norma creada deliberadamente por alguien que se arroga autoridad para ello, en realidad no es una norma, sino una orden, un mandato. Los mandatos también son necesarios (pensemos por ejemplo en una medida policial o judicial), pero no pueden jamás sustituir a las leyes, porque ello supondría que la autoridad se sitúa por encima de ellas. Un gobierno que se crea imbuido de la misión de mejorar la sociedad (en lugar de dejar que lo haga por sí misma), creando unas (falsas) leyes detrás de otras, inmiscuyéndose en todos los asuntos de la gente, en lugar de servirla, es lo contrario del Estado de Derecho, aunque se revista de su apariencia. El Estado debe ser un guardián de las normas que está sometido a ellas.

La norma verdadera no es un mandato, sino una constricción no creada por nadie, que ha surgido espontáneamente de la evolución social. Aunque pueda tener forma de código escrito, o incluso religioso, éste no hace más que sancionar una realidad previa. Así son las normas más importantes de la civilización, las que conforman instituciones como el mercado y la familia. Los gobernantes pretextan que la realidad es cambiante, y es preciso adaptar la legislación a los nuevos tiempos. Pero si la realidad puede cambiar por sí sola, también pueden hacerlo las normas, aunque sea lentamente. Intentar acelerar transformaciones que estamos lejos de comprender (porque estamos sumidos en ellas)   acaba obstaculizando el progreso, más que favorecerlo.

Los "progresistas" objetan que el laissez faire -como lo denominan despectivamente- conduce a crisis, desigualdades e injusticias. Naturalmente, esta es una teoría imposible de refutar. Como el paraíso en la Tierra no ha existido jamás ni existirá, siempre habrá quien lo atribuya a que las normas espontáneas son imperfectas, y deben ser reformadas. En cambio, por mucho que la ingeniería social demuestre una y otra vez que es más eficaz produciendo infiernos que ningún paraíso, el "progresista" siempre encontrará una explicación, una disculpa, un atenuante. Como sus decretos (sus coacciones) no consiguen el resultado que buscaba, en lugar de abandonar sus prejuicios dirigistas, se empecina en ellos. Lo que se necesita -concluye- es más control, más regulación todavía.

Por supuesto, la justificación de este avasallamiento de la sociedad se ve coronada por el concepto de democracia. Puesto que las "leyes" (órdenes) las elaboran los representantes elegidos por el pueblo, el individuo debe acatarlas. Pero la naturaleza del amo (sea una parlamento o un monarca) no cambia para nada el hecho de la esclavitud. El autogobierno del pueblo no es más que una ficción metafísica. La gran virtud del sufragio es que permite reemplazar el personal gobernante sin violencia. Pero su gran defecto es que promueve la falsa idea de que las leyes proceden de una voluntad consciente (sea el pueblo o un consejo de sabios) en lugar de la evolución espontánea de la sociedad.

El debate no es si la velocidad máxima debe estar en 30 o en 50 km/h, ni si en el teatro debe aplicarse la prohibición de fumar en lugares de trabajo. La cuestión es: ¿Quién se ha creído que es el gobierno para cambiar nuestras vidas sin pedirnos permiso para ello, aunque sea "por nuestro bien"?

miércoles, 16 de febrero de 2011

Entre la horca y la guillotina

Tomar partido tiene el inconveniente de que no caes simpático a todo el mundo. Lo más socorrido, pues, es criticar al gobierno, pero dejando claro que la oposición no nos parece mucho mejor, o incluso que todavía es peor. Esta viñeta de Faro, dibujante del Diari de Tarragona, es un ejemplo perfecto de a lo que me refiero:


Elegir entre Zapatero y Rajoy es como elegir "entre la horca o la guillotina". Por supuesto, este mensaje es el oficioso en Cataluña, donde está bien visto mostrar la misma aversión a todos los partidos españolistas. Con todo, resulta chocante tal rotundidad. Es evidente que Rajoy no entusiasma ni a sus propios votantes, pero no entiendo por qué debe suscitar el mismo rechazo un candidato a presidente del gobierno que quien ha ejercido este cargo siete años, como si la competencia o incompetencia de ambos estuviera igual de contrastada.

Es cierto que Rajoy fue ministro en varios gobiernos de Aznar, pero esto es algo muy distinto de presidente del gobierno. Y en todo caso, las encuestas de aquellos años lo mostraban como uno de los ministros más valorados, incluso en 2003, cuando arreciaron las campañas de agitación por el Prestige y la guerra de Iraq.

Pese a ello, las encuestas actuales parecen confirmar el estado de ánimo de la viñeta. Según el adelanto del Barómetro de enero del CIS, un 62,3 % de los encuestados opina que Rajoy en la presidencia lo haría igual o peor que ZP, frente a un 28,4 % que cree que lo haría mejor y un 9,4 % que no sabe/no contesta. Asimismo, un 80,7 % manifiesta que ZP les inspira poca o ninguna confianza, pero RJ no le anda muy a la zaga: El 78,8 % confía poco o nada en él.

Ahora bien, conviene no hacer una valoración precipitada de estos datos. Para empezar, los mismos encuestados afirman mayoritariamente que si las elecciones se celebraran mañana, votarían al PP (28,3 % frente al 21,5 % del PSOE). El propio estudio del CIS ofrece una estimación de voto del 44,1 % para el PP y el 34 % para el PSOE, más de diez puntos de diferencia. Por tanto, cabe preguntarse si de verdad cree la gente, tal como declara, que RJ es "igual o peor" que ZP.

Pero sobre todo, hay un dato que nos dice mucho sobre el valor que podemos conceder a este tipo de sondeos. En la pregunta 28, un 45,1 % afirma haber votado al PSOE en las elecciones del 2008, frente al 27,8 % que reconoce haber votado al PP. Pues bien, en realidad, quienes votaron al PSOE fueron el 43,6 %, mientras que quienes lo hicieron por el PP fueron ¡el 40,11 %! ¿Qué sucede, que algunos ya no se acuerdan de lo que votaron o les da vergüenza admitirlo?

Lo dicho: Por lo visto muchos creen que diciendo pestes del gobierno y de la oposición de manera más o menos equidistante quedan muy bien y que así se tiene la fiesta en paz. Suerte que el voto es secreto, porque si no, en este país del qué dirán tendríamos ZP para los restos.

domingo, 13 de febrero de 2011

El legado totalitario de Zapatero

Ignacio Arsuaga y Miguel Vidal Santos son los autores de un opúsculo titulado Proyecto Zapatero, editado por HazteOir.org*.

Aunque suene a tópico comercial, el libro es de lectura imprescindible. No porque diga nada estrictamente nuevo, sino por cómo lo dice: Con la encomiable brevedad de un compendio y utilizando las propias declaraciones de Zapatero, así como las de otros miembros del gobierno y del PSOE.

Quienes acusan a Zapatero de haber traicionado sus ideas de izquierdas con los ajustes económicos (reforma laboral, de las pensiones, etc) incurren en un error fundamental. En realidad, la economía nunca ha sido una prioridad para el presidente socialista. Para él tiene una función meramente instrumental, que es aportar los suficientes recursos al Estado para que éste pueda realizar su agenda radical, el proyecto de ingeniería social en el cual estamos embarcados desde hace siete años, “con el fin último de arrasar las instituciones básicas de la sociedad e imponer su proyecto cultural sobre el conjunto de los ciudadanos.” (p. 13)

Proyecto Zapatero es una descripción del proceso, más que una explicación. Los autores ponen de relieve cosas en teoría más que sabidas, pero que por ello mismo podemos acabar olvidando, como cuando señalan que “nunca antes en la España democrática había existido un poder como el que ostenta Rodríguez Zapatero. El Partido Socialista Obrero Español gobierna durante la segunda legislatura de Zapatero en 23 capitales de provincia, más Santiago de Compostela, Mérida, Vigo y Gijón. Controla 9 autonomías e innumerables diputaciones. A través de la administración pública local y regional tiene en sus manos las llaves de numerosas cajas de ahorro y de instituciones financieras y económicas de todo tipo.” (p. 23)

El zapaterismo, pues, no surge de la nada, y no se reduce a un proyecto mesiánico nacido en la cabeza de una sola persona. Tiene precedentes tanto intelectuales (laicismo, relativismo, feminismo radical, pro abortistas, etc) como estructurales (heredados del felipismo). Cada una de sus medidas políticas, consideradas aisladamente, se podrían ver como concesiones electoralistas a la parroquia progre. Pero el conjunto no puede ser explicado de manera tan superficial. Ofrece todo el aspecto de un plan coherente y premeditado para debilitar el papel de la familia, la Iglesia y cualquier otro vínculo tradicional entre los individuos, que quedan así a merced absoluta del Estado.

Por supuesto, desde el punto de vista izquierdista, las cosas son muy diferentes. Las reformas impulsadas desde el gobierno solo pretenden liberar a los individuos de sus ataduras tradicionales, liberar a las mujeres, a los homosexuales, a los creyentes de religiones minoritarias o no creyentes, a las minorías nacionales, etc. El progre sinceramente cree esto, y es una cuestión metodológicamente irrelevante si Zapatero y sus colaboradores también se lo creen.

Demostrar que la crítica conservadora se corresponde mucho más con la realidad se sale por completo de los límites de un libro como este. Requeriría exponer previamente una determinada concepción de la sociedad, en la línea del “orden extenso” teorizado por Hayek en su obra La fatal arrogancia**. Esta es una obra fundamental, aunque insuficiente. El profesor austriaco pensaba que instituciones como la propiedad privada y el mercado son el resultado de procesos evolutivos espontáneos e involuntarios, es decir, ajenos a cualquier planificación racional. Por lo cual cualquier proyecto de ingeniería social (que él llamaba constructivismo) es una empresa insensata. E intuía que esto se podía extrapolar a otras instituciones o principios tradicionales, como la unidad familiar y las prescripciones sobre moral sexual de la cultura judeocristiana. Por desgracia, deliberadamente evitó desarrollar aquellas ideas que según él -quizás en un exceso de modestia- entraban en terreno ajeno a sus competencias, que se circunscribían fundamentalmente a la economía.

Zapatero es un ejemplo paradigmático de la fatal arrogancia a la que se refería Hayek, y que va más allá del término estricto de lo que se entiende habitualmente por socialismo. Aunque el constructivismo es un producto en gran medida del racionalismo (es decir, de una concepción errónea del alcance de la razón), se ha dado incluso en movimientos religiosos, “que en su día intentaron acabar tanto con la unidad familiar como con el derecho de propiedad, a cuya cabeza figuraron los gnósticos, maniqueos, bogomilos y cátaros.” (p. 98) Y más adelante insistía en ello al afirmar lo siguiente:

“Resulta, pues, que aunque se supone que el concepto de ‘liberación’ es nuevo, sus demandas de exoneración de las costumbres morales son arcaicas. Los que defienden esta liberación podrían destruir las bases de la libertad y romperían los diques que impiden que los hombres dañen irreparablemente las condiciones que hacen posible la civilización.” (p. 115, negritas mías.)

Hayek por cierto acusaba al “liberalismo racionalista” de Voltaire, Bentham y Russell de haber hecho renacer con más fuerza que nunca estas demandas seudoemancipatorias, distinguiéndolo del “liberalismo político derivado de los viejos whigs ingleses”. De esta rama torcida del genuino liberalismo surgió el socialismo y las demás ideologías que conforman la izquierda contemporánea, el feminismo radical, el multiculturalismo, etc, y que en realidad conducen a una exaltación del Estado como el Gran Emancipador.

Hayek rastrea hasta Descartes los orígenes de “este moderno racionalismo”, el cual “no sólo desecha la tradición, sino que no duda incluso en afirmar que la razón está en condiciones de perseguir directamente cualquier meta sin necesidad de intermediaciones, así como que, con autonomía plena, puede crearse, sobre la base de la razón, un mundo nuevo, una nueva moral, un nuevo orden legal y hasta un nuevo y más adecuado lenguaje.” (p. 94)

Con posterioridad a Descartes, el pensador que más influyó en las tendencias constructivistas modernas fue Rousseau, quien “en su intento de liberar a la humanidad de toda constricción ‘artificial’, transformó lo que hasta entonces había sido considerado prototipo del salvaje en héroe de la clase intelectual”. (p. 95)

El Buen Salvaje se encuentra siempre detrás de todas las reformas de Zapatero. Para tratar de convencernos de que el aborto o la eutanasia suponen un aumento de la “libertad”, o que formas de “familia” distintas de la monogamia heterosexual son igual de buenas, se apela sistemáticamente a sentimientos primarios. Se nos evoca a mujeres encarceladas por abortar y se nos presentan ejemplares estampas “familiares” de gays o lesbianas con niños en adopción, o engendrados con nuevas técnicas reproductivas. La intención es presentar como un desalmado insensible a quien abrigue dudas sobre las consecuencias a largo plazo de alteraciones de lo que, hasta no hace mucho, la gran mayoría de la sociedad consideraba como lo normal y lo decente. Palabras que por sí solas ya son objeto de burlas, cuando no de escandalizada indignación. El mero hecho de sugerir un debate sobre estos temas se considera sospechoso, como si la discrepancia fuera en sí misma un crimen. Y de hecho, con la tipificación de los delitos de homofobia y otros nuevos que pretende legarnos el régimen de Zapatero, en gran medida ya lo es.

Por supuesto que las cosas cambian a veces a mejor. Hace siglo y medio la esclavitud se consideraba aceptable. No hace muchas décadas, en muchos países europeos la homosexualidad era un delito, como hoy lo es en Irán y Arabia Saudí. Es evidente que nadie en su sano juicio puede lamentar cualquier cambio, y que siempre existirán situaciones de injusticia que deben remediarse. Pero el error del “progresismo” es exactamente simétrico a este: Que todo cambio, por el mero hecho de serlo, es bueno; que la radicalización de cualquier tendencia, necesariamente, supone una mejora. Embargados de esta ilusión, somos pasto de gobernantes iluminados que, trastocando el orden espontáneo, nos conducirán a donde más les convenga a ellos, que no es ciertamente a liberarnos de su poder.

Los sondeos de opinión indican que Zapatero no será reelegido. Pero como decía al principio, su proyecto trasciende las ambiciones de un solo individuo. Se impone, pues, en cuanto haya un cambio de gobierno tras las elecciones, un proyecto contrario de deszapaterización, que como mínimo interrumpa la dinámica de “extensión de derechos”, eufemismo neolinguïstico tras el cual se oculta la ambición totalitaria de convertir la libertad en la graciosa concesión de una administración cada vez más omnipresente e intervencionista. No será una tarea fácil, ni mucho menos, porque hemos avanzado mucho en el camino hacia el totalitarismo.
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* Ignacio Arsuaga y M. Vidal Santos, Proyecto Zapatero. Crónica de un asalto a la sociedad, HazteOir.org, 1ª ed., noviembre 2010.
** F. A. Hayek, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo, Unión Editorial, 1990

sábado, 12 de febrero de 2011

La enfermedad moral de la izquierda

La campaña de los medios progres para que la gente trague con una posible legalización del brazo político de ETA (se llame Sortu o, finalmente, de otra manera) se atiene al guión previsto. No se trata solo de los consabidos aspavientos de garantismo exquisito, de "dejar que hablen los jueces" y tal. Hay que acusar a la oposición de no querer el fin de ETA, nada menos. Y como si esto por sí solo no fuera gravemente ofensivo, hay que insultarla abiertamente. En un artículo que merece figurar en una antología universal del sectarismo, Joan B. Culla se descuelga hablando de "ultraderecha", como un Sopena cualquiera, y recetando una estancia en el manicomio para Mayor Oreja, entre otras lindezas. Y, efectivamente, se refiere a una especie de contubernio mediático y asociativo ultra que "condiciona al PP y, a través de él, se ha erigido en un serio obstáculo para cualquier final previsible de ETA."

"Polonia ataca a Alemania"... La desfachatez con la cual el nacional-progresismo es capaz de invertir la realidad sólo es comparable con el virtuosismo propagandístico del nacional-socialismo. Es evidente que a los socialistas les interesa una Batasuna legalizada, para restar votos al PNV (que no vayan a la abstención o al voto nulo) y poder gobernar sin el PP en el País Vasco. Pero también se puede decir de otra manera, que al PP le interesa lo contrario: "algunos saben (...) que sin la aplicación de la Ley de Partidos no estarían hoy cogobernando la Comunidad Autónoma Vasca." Esto tiene una indudable ventaja, y es que mientras los intereses electorales de la derecha son por definición mezquinos y rastreros, los de la izquierda ni siquiera deben llamarse intereses, qué grosería; son la voluntad del pueblo democráticamente expresada, "los derechos políticos del 10 % o el 15 % de la sociedad vasca". Incluso si pasan por negociar con terroristas.

Hay una enfermedad más grave que cualquier enfermedad mental, como la que Culla atribuye a Mayor Oreja, que es la enfermedad moral. Podrán ridiculizar y tachar de fachas a quienes adoptan una posición moral ante el terrorismo, a quienes no están dispuestos a admitir que los terroristas utilicen las instituciones democráticas para financiarse y tener acceso a información administrativa de los ciudadanos. Podrán fingir que les anima a ello un prurito legalista impecable, un "ansia infinita de paz" o cualquier hipócrita monserga de las que tratan de vendernos todos los días en los múltiples medios de comunicación que dominan. Pero siempre habrá millones a los que no nos convencerán, ni intimidarán. Y eso lo llevan mal, muy mal.

viernes, 11 de febrero de 2011

Y ahora el hermano

En mi post anterior comentaba unas palabras de Fernando Trueba. Su hermano David tiene una columna diaria en El País, que rara vez leo. Pero hoy (viernes) me ha dado por ahí. Se titula "Tele y Estado" y es una defensa de las televisiones públicas, frente a las voces de quienes proponen eliminar las autonómicas. Dice David Trueba que "Zapatero puede presumir de que bajo su mandato la televisión pública ha alcanzado un orden democrático más decente." No es la primera vez que oigo decir algo por el estilo, pero lo siento, sigo riéndome igual. Admito que no veo todos los días los informativos de La Uno (mi masoquismo no llega a tanto) pero lo que yo he observado es que sólo falta que la información meteorológica la presente Zapatero, o Rubalcaba.

Y los casos de corrupción del PSOE y del PP no me digan que reciben el mismo tratamiento. El Gürtel lo explican de manera que hasta un niño de teta lo pueda entender, incluyendo detalles tan fascinantes como el número de trajes que supuestamente le regalaron a Camps. En cambio, cuando se trata de casos como el Faisán (mucho más grave que una mera corruptela), se limitan a hacer mención de la última diligencia judicial, con lo cual fácilmente los espectadores menos avisados no se enteran ni de qué va la cosa.

Aunque lo realmente conmovedor del artículo es la coletilla final: "La sociedad no merece que el mercado sea el único que dicte lo que comen nuestros ojos." O sea, para Trueba, el mercado televisivo, que está formado por una pluralidad de empresas, debe ser contrapesado por el Estado. Y todo porque a él le gustaría un tipo de televisión (por ejemplo, que ofrezca más cine español, aunque la gente prefiera el de Hollywood) y cree que es lícito imponerla a los demás. Eso sí, seguro que en su columna reparte con frecuencia carnés de demócrata.

A mí la telebasura (Gran Hermano y similares) me repugna tanto o más que al señor Trueba. Por suerte, dispongo de un aparatejo con un montón de botoncitos que me permite cambiar de canal o incluso apagar la tele sin ni siquiera moverme del sofá. En todo caso, esa basura no se financia con dinero de mi bolsillo. Por el contrario, la propaganda de los gobiernos central y autonómicos, y el episodio 1.296 (sic) de "Tiempos revueltos", que ni sé lo que es ni me importa (acabo de consultar la programación de RTVE), esto sí que se paga con mis impuestos. ¿Quién es aquí el que dicta a quién?

miércoles, 9 de febrero de 2011

A Fernando Trueba le perdono esto y más

La izquierda por definición es el Bien. Por tanto, el Mal (una vez se ha reconocido como tal) no puede ser de izquierdas. Amén.

Ocurra lo que ocurra, el izquierdista pertrechado con este silogismo, o más exactamente entimema, siempre tendrá la razón. Podrá hacer concesiones parciales, pero el núcleo esencial de su posición es inatacable, porque él cree que su voluntad de "justicia social", de "un futuro mejor", etc, es sincera y con ello le basta para seguir sintiéndose de izquierdas. Ahora bien, lo que distingue al progre no es su bondad, que como en la mili, se le supone a todo el mundo, mientras no se demuestre lo contrario. Lo decisivo son los métodos políticos que apoyamos para tratar de materializar nuestro concepto del bien. De lo contrario caemos en la definición banalmente circular según la cual todo aquel que no se vea a sí mismo como un malvado, puede proclamarse de izquierdas. ¿Y quién se considera a sí mismo un malvado? Hasta el más aborrecible de los seres tiene para elegir entre cientos de excusas para justificarse, para defender lo indefendible.

Viene esto a cuento de las palabras de Fernando Trueba, para quien todas las dictaduras en el fondo son de derechas, gobierne el Partido Comunista o una teocracia tan fervientemente antiamericana y antiisraelí como cualquier izquierdista que se precie. Bueno, por sus declaraciones no queda claro que para él Cuba sea una dictadura, o sea que a Castro lo podemos considerar de izquierdas. Quién iba a decirlo...

Miren, ahora podría recrearme en los calificativos. Pero no lo haré, porque yo a Trueba estoy dispuesto a perdonarle esto y más. ¿Cómo no hacerlo a quien ha sabido juntar a tan buena gente? (Ahora, conecten el ordenador a unos buenos altavoces, disfruten y olvídense de lo anterior.)

Ekuazio

HB = EH = Askatasuna = Batasuna = SA = AuB = HZ = AG = ASB = EHAK-PCTV = ANV = D3M = II = Sortu = ETA

martes, 8 de febrero de 2011

¿El islam es compatible con la democracia?

En el debate acerca de si el islam es compatible o no con la democracia, no siempre distinguimos con suficiente claridad las tres cuestiones siguientes:

1) ¿El islam es compatible con la democracia y los derechos humanos?

2) Suponiendo que la respuesta anterior sea , ¿existe actualmente un islam moderado?

3) Suponiendo que la respuesta anterior sea también , ¿pertenece X al islam moderado?

Si la respuesta a la primera pregunta es no, evidentemente ya no cabe ni plantearse las dos siguientes. Dice Gabriel Albiac con rotundidad, en un artículo de ABC:

"Podemos jugar a engañarnos como queramos, pero el Islam -en cualquiera de sus variedades- es teológicamente incompatible con la universalidad ciudadana."

Sentada esta premisa, en relación con los acontecimientos de Egipto, concluye con lógica irreprochable:

"No hay otra fuerza institucional que pueda capitalizar la justa rabia de los jóvenes: ejército o mullahs."

Dicho más claramente, si cabe: Los países musulmanes no tienen remedio, su destino es estar sojuzgados por dictaduras laicas o por teocracias.

Quienes sostienen esta visión tan pesimista tienen a su favor el hecho de que no existen países democráticos en el mundo islámico, salvo la dudosa excepción de Turquía, hasta hace muy poco una democracia tutelada por los militares, y hoy gobernada por los islamistas supuestamente moderados. Pero en realidad, este hecho no demuestra categóricamente nada en relación al futuro. Hace varios siglos tampoco el Occidente cristiano era un modelo de libertad y tolerancia. En el siglo XVI fueron ejecutados Tomás Moro en Inglaterra y Miguel Servet en Suiza. Y todavía un siglo después, son de sobra conocidos los problemas que tuvo Spinoza en los muy liberales Países Bajos.

Bien es verdad que en el Corán podemos leer numerosos pasajes manifiestamente contrarios a las ideas liberales, a la igualdad de hombre y mujer, etc. Pero también en la Biblia podríamos encontrar justificaciones literales para la intolerancia, y no por ello deducimos que el cristianismo ni el judaísmo sean incompatibles con las sociedades abiertas. Como dice el conocido escritor franco-libanés Amin Maalouf, perteneciente a la minoría árabe cristiana:

 "Todas las sociedades humanas han sabido encontrar, en el transcurso de los siglos, las citas sagradas que aparentemente justificaban sus prácticas del momento. (...) No cambian los textos, cambia nuestra mirada, que en cada época se fija en determinadas frases y pasa por otras sin verlas." (Identidades asesinas, Alianza Ed., 2005, pág. 57.)

Algunos autores, entre ellos el que acabo de citar, han señalado que el problema del islam es que carece de un autoridad religiosa fuerte, independiente del Estado, lo cual no favorece la separación del poder político y el religioso, y además permite con más facilidad las desviaciones radicales. Pero si esto es así (y efectivamente la tesis resulta muy plausible), se trataría de una contingencia histórica, que acaso pudiera cambiar en el futuro, o bien podría perder importancia al entrar en juego otros factores.

Luego están quienes en el extremo opuesto nos hablan del islam como una religión de paz y tolerancia, con una "esencia democrática", y hasta pretenden que nos traguemos que Mahoma era un "feminista de su época". Pero una cosa es la mamarrachada retórica de la Alianza de Civilizaciones, y otra muy distinta afirmar que una parte de la humanidad será por siempre refractaria a la democracia.

La segunda pregunta puede tener una respuesta trivial, que consiste en señalar que la mayoría de musulmanes son moderados, puesto que no van por ahí forrados de explosivos bajo el abrigo. Pero naturalmente, lo que nos interesa saber es el porcentaje de musulmanes que sinceramente deploran los atentados terroristas y no desean la implantación de un régimen teocrático. Esto no es nada fácil, aunque debe reconocerse que hasta ahora los indicios han estado de parte de los escépticos.

En el año 2000, el experto en islamismo Gilles Kepel publicó un libro, La Yihad. Expansión y declive del islamismo, en el que auguraba, como el título indica, que el radicalismo islamista estaba en decadencia, y observaba prometedoras señales de democratización en las sociedades musulmanas. Un año después se producían los atentados del 11-S. No he seguido a este autor, pero a juzgar por las obras que ha publicado después, sospecho que no debió dejar que ningún hecho, por espectacular que fuera, estropease su bonita teoría. Sin embargo, a la luz de los recientes acontecimientos en Túnez y Egipto, quién sabe si no terminará teniendo razón. Decía entonces Kepel:

"En esta fase, que se inicia con el siglo XXI, veremos sin duda alguna cómo el mundo musulmán entra de lleno en la modernidad, (...) sobre todo a través (...) de la revolución de las telecomunicaciones y de la información."

Por todo ello, creo que el debate, para evitar especulaciones de difícil contrastación, debería centrarse en la tercera de las preguntas, que en realidad son muchas, en función de por quién o quiénes sustituyamos la X. Ya en algunos medios nos están tratando de colar que los Hermanos Musulmanes representan un "islam moderado", y en El País no podía faltar estos días la entrevista al lobo con piel de cordero Tariq Ramadán, al que califican sin rubor como "un Martín Lutero musulmán". Con estos tontos útiles, claro, ¿para qué debería moderarse de verdad el islam?

La ideología islamista es en sí misma totalitaria, como lo eran el fascismo y el comunismo. Ahora bien, es imperativo separar esta ideología de la religión en la cual se inspira, y que profesan más de mil millones de personas en el mundo. Y para ello es necesario que nuestra civilización empiece por respetar su propia religión, el cristianismo, demostrando que las religiones monoteístas no son incompatibles con la modernidad. Ni buenismo multiculturalista, ni tampoco el falso realismo cínico del "choque de civilizaciones", que incurre en la misma negación de unos valores universales. Los valores de libertad individual, imperio de la ley, etc, sólo por razones históricas contingentes surgieron por vez primera en Occidente. No será fácil que se extiendan por todo el mundo, pero es el único camino.

Para Huntington, "las civilizaciones son las últimas tribus humanas". Amin Maalouf deplora con razón esta visión determinista, que nos impone a cada uno una identidad monolítica, de la cual sería vano intentar escapar, en función de si hemos nacido en Cádiz o en Tánger. Sin embargo, el problema no es, como sugiere el novelista en la obra citada, achacable a una determinada concepción errónea de las cosas (aunque esta tampoco ayude), sino que efectivamente, hay en la naturaleza humana una tendencia muy poderosa hacia la construcción de identidades tribales.

La buena noticia es que podemos escapar a ellas. Los jóvenes franceses de origen magrebí de las banlieues, con su estética entre rapera e islamista, seguramente no han optado por el radicalismo religioso por razones teológicas, sino porque han encontrado así la forma de justificar su odio y su victimismo contra una sociedad que ha cometido el error de prometerles el bienestar a cambio de ningún esfuerzo, de ningún mérito. Europa, a diferencia de Estados Unidos, ha lanzado el mensaje de que cualquiera que llegue aquí sólo tiene derechos. Y si a pesar de ello se siente insatisfecho con esta vida de dependencia de las ayudas estatales (cosa más que previsible), el inmigrante lo achacará (ayudado diligentemente por activistas subvencionados por ese mismo Estado) a un supuesto carácter excluyente y racista de los europeos, que por lo visto no dedicamos suficiente presupuesto público a que pueda seguir holgazaneando por nuestras calles.

No debería extrañarnos que los inmigrantes musulmanes no se integren, si les premiamos por no hacerlo, si les ofrecemos todo tipo de ayudas a las que los propios nativos no tenemos derecho. Cuando ser europeo u occidental, de nacimiento o de adopción, vuelva a ser un orgullo, una conquista, empezaremos a desactivar los delirios identitarios, basados en la religión o en cualquier otro aspecto cultural. Y de paso, si nos hacemos respetar en el exterior, la democracia volverá a gozar del prestigio que lleva a otros pueblos y otras culturas a querer importarla.

[16-02-11: Daniel Pipes: Islam y democracia. Totalmente de acuerdo.]

[20-02-11: Ignacio Cosidó: El islam democrático.]

jueves, 3 de febrero de 2011

La causa de las revueltas árabes

En una entrada anterior expuse mi posición genérica sobre la actitud que debería adoptar Occidente ante las dictaduras. En resumen, se podría definir como una especie de neoconservadurismo con matices conservadores clásicos. Para entendernos, esto significa que habrá casos en que por razones geoestratégicas no nos quedará más remedio que entendernos con regímenes moralmente indeseables, y habrá otros, por el contrario, en que estará justificada una política de intervención más o menos agresiva, con el objetivo de favorecer a la oposición democrática interna, o incluso una actuación militar desde el exterior. ¿Cínico pragmatismo? ¿Imperialismo? Que cada cual piense lo que quiera.

Creo que las prioridades de Occidente son, por este orden: Uno, defender su propia existencia. Dos, defender la democracia liberal fuera de su propio ámbito geográfico. Lo segundo, sin duda, es lo que más puede contribuir a lo primero, pero no siempre es factible. El utopismo y el buenismo, dejémoslos para los progres.

Aplicado a Egipto, esto quiere decir que aunque Estados Unidos, Europa e Israel se puedan haber equivocado apoyando durante tanto tiempo a Mubarak, es muy fácil decirlo ahora. Y resulta gracioso que quienes más culpan a Occidente y "los mercados" (por emplear el latiguillo de moda) de sostener a las corruptas dictaduras árabes, sean en gran parte los mismos que hablaban casi con arrobo del régimen "laico" y "moderno" de Sadam Hussein. Y que no expulsaran hasta ayer de la Internacional Socialista al partido de Mubarak, como hace unos días hicieron con el depuesto dictador de Túnez. Por no hablar de "las relaciones de amistad y cooperación entre el PSOE y el Partido Baas Árabe Socialista", que sigue gobernando en Siria tras su ilegalización en Irak. Pero claro, la culpa de que existan regímenes autoritarios es del capitalismo y bla bla bla.

Evidentemente, el detonante de la crisis en Túnez y Egipto es el empeoramiento de las condiciones de vida de la población, como consecuencia de la crisis económica global. Pero en países mucho más pobres no se observa un estallido social. Esto es un principio general: Las revoluciones se producen precisamente allí donde una parte de la población ha llegado a adquirir una cierto nivel económico y cultural. El papel de las redes sociales en las revueltas del norte de África ha sido obvio desde el principio y esto, en efecto, es Occidente y es el mercado libre, en cuyo seno han surgido internet, Google, Facebook y Twitter. La causa última de las revueltas árabes, miren por donde, no va a ser otra que la globalización salvaje neoliberal imperialista.

Desgraciadamente, nada garantiza que la democracia triunfe a medio plazo. La globalización no es un proceso determinista que genere automáticamente sistemas parlamentarios basados en el respeto a los derechos humanos. Ahí tenemos el sangrante ejemplo de China. Pero sí es una condición necesaria para que las libertades terminen arraigando.

Quienes sostienen que el capitalismo global es algo terrible, que comerciar o invertir equivale a robar, desde el acomodado estilo de vida que disfrutan en los países desarrollados (gracias a la inversión y el comercio) contribuyen ideológicamente a que los menos desarrollados no sigan ese camino, y por tanto permanezcan en el estancamiento y el autoritarismo, sea de tipo nacionalista, socialista o islamista. Dicen deplorar las dictaduras, pero principalmente cuando éstas no manifiestan abierta hostilidad a Occidente. Cuba y Venezuela por lo general les molan. De hecho, suelen estar más ocupados condenando a Israel o a Estados Unidos que no a dictaduras de ningún tipo. Que hoy se acuerden de los tunecinos y los egipcios es poco creíble, sobre todo cuando se empeñan en interpretar cualquier acontecimiento para insistir en los mantras de siempre. No aprendieron nada de la caída del muro de Berlín y no aprenderán tampoco nada ahora.