sábado, 28 de diciembre de 2013

Las vueltas que da la vida

Rubalcaba dice sentirse avergonzado de que en Francia sólo Le Pen padre haya apoyado el anteproyecto de ley del aborto de Gallardón. En cambio, no parece que se sienta avergonzado de las muchas coincidencias ideológicas del PSOE con el Frente Nacional. La formación ultraderechista ha propuesto una medida laicista radical como prohibir los "signos religiosos ostentosos", es sumamente beligerante contra el "ultraliberalismo" y la "tiranía de las finanzas", defiende incrementar el salario mínimo, etc.

Cada vez que algún miembro del PSOE propone alguna medida contraria a la libertad económica o a la libertad religiosa, desde el PP deberían afearle sus coincidencias con el lepenismo. Desgraciadamente, no lo harán, porque probablemente algunas de esas medidas también las comparta la cúpula de un partido que, con mayoría absoluta, ha subido los impuestos y está prorrogando las políticas de ingeniería social y del pacto con ETA del anterior gobierno socialista.

No estoy de acuerdo con Jean-Marie Le Pen en que la nueva ley del aborto que pretende tramitar el gobierno de España sea una victoria indudable de las posiciones provida. Todo dependerá de su aplicación. Pero si Le Pen, o el presidente de Ecuador, Rafael Correa, o quien sea, dicen que matar a un feto humano no es ningún "derecho", en esto tienen absoluta razón, aunque yerren gravemente en muchas otras cosas. Por cierto, no he sabido que el PSOE haya criticado a Correa por haberse negado rotundamente a legalizar el aborto en su país.

Y es que la izquierda, de tan "avanzada" que es, ha realizado hace tiempo una circunvolución casi completa y se ha situado tras la derecha "retrógrada" y "cavernaria". No les sorprenda que un día la alcance y descubra que lo más progresista es el derecho a la vida, los impuestos bajos y la libertad económica. Algo análogo ya ha ocurrido otras veces: en Estados Unidos, el partido de Obama fue en sus orígenes el defensor de los esclavistas sureños. Y en un lugar llamado España, el PSOE fue un ardiente apologista de la dictadura del proletariado, hasta el punto de que, para implantarla, se sublevó violentamente contra la II República. Hoy, en cambio, es la oficina principal de reparto de carnés de demócrata y de beatería republicana.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Navidad multicultural

La tarde del día de Navidad, tras haberse marchado los familiares que habíamos invitado a comer, mis hijos encendieron la tele, y estuvieron viendo un episodio de una serie de humor; no me hagan decir cuál, porque no tengo ni idea. El argumento consistía en que un supercomputador despótico y analítico (que se manifestaba mediante el holograma de un señor gordito) trataba de impedir que Papá Noel accediera a un edificio bajo su control (dentro del cual se encontraba la pandilla de chicos y chicas protagonistas), porque lo consideraba un tipo de amenaza. Los jóvenes, para hacer cambiar de idea a esa inteligencia artificial, trataban de explicarle "el espíritu de la Navidad", tema recurrente de tantas películas y teleseries algo bobaliconas.

Cuál fue mi grata sorpresa cuando los chicos empezaron a escenificar una escena del Nacimiento, con Reyes Magos incluidos. Y digo sorpresa porque generalmente, en todo este tipo de productos audiovisuales que nos llegan de la primera democracia del mundo, se habla mucho de amor, de paz, de valores familiares, etc., pero sin aludir remotamente al nacimiento de Jesús, al auténtico significado de la Navidad; supongo que para no soliviantar a los protestantes que deploran las imágenes religiosas. Pero mi satisfacción duró poco, porque a continuación, los jóvenes ensayaron una representación de la Hanukkah hebrea, y después una de no sé qué mito escandinavo. Cuando el holograma, fríamente lógico, les reprocha a los niños que esas representaciones carecen de validez racional, una de las niñas le habla de la fe. Entonces, el computador, sobrepasado por el concepto, se bloquea, y el edificio queda liberado.

Nótese la idea vacía de la fe que trasluce el producto televisivo. Fe es creer en "algo", no importa demasiado si se trata de Jesucristo, de una tradición judía o un mito neopagano. No importa lo que celebre la gente, la cuestión es celebrar "algo". La fe reducida a un sentimiento más o menos pasteloso, en suma. Me dirán que qué esperaba de una teleserie infantil. Evidentemente, no esperaba nada. Posiblemente los guionistas sean judíos, agnósticos o ambas cosas (dudo que noruegos adoradores de Odín), cosas todas ellas a las que tienen pleno derecho, faltaría más. Pero a lo que no tienen derecho es a decir que la Navidad (natividad del Señor) es lo mismo que la Hanukkah, el solsticio de invierno o cualquier otro rito que se celebre en fechas cercanas.

Recordar que la Navidad es la principal festividad cristiana no tiene que ofender a nadie, es simplemente enunciar un hecho objetivo, como lo es señalar que la pizza es un alimento de origen italiano. Podemos sostener que en Nochebuena y el 25 de diciembre, cada cual celebra lo que quiere. Muy bien, pero en ese caso, unos celebrarán la Navidad y otros, otra cosa. Afirmar que equivale a la Navidad cualquier cosa, con tal de que se celebre en determinada época del calendario, es sencillamente un fraude semántico. Y además -esta vez sí- resulta ofensivo, porque se trivializa un término central de la cultura cristiana y de ninguna otra. Aunque quizá lo peor es que tal mensaje multicultural nos lo cuelen en programas infantiles supuestamente inofensivos.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Envidiables esclavos

Juan Manuel de Prada ha escrito artículos admirables en defensa del catolicismo. Pero entre estos no cuento aquellos en los que carga contra el Gran Satán del Mercado. El último que he leído de esta guisa se titula "Esclavitud", publicado en la revista dominical de ABC del pasado 22 de diciembre.

Nos explica De Prada que el trabajo es "causa eficiente de una economía sana", lo cual ignoro qué significa, seguramente debido a mis limitaciones intelectuales, que son muchas, y lo digo sin ironía alguna. Pero a continuación añade que "allá donde la economía está degenerada" (léase: bajo la férula del capitalismo-salvaje-y-explotador), el trabajo se ha convertido en "mero instrumento al servicio de la producción". Y yo que creía que precisamente esa era la esencia del trabajo... Un servidor pensaba que el agricultor trabajaba para producir cereal y patatas; que el ganadero lo hacía para producir leche, huevos y carne; que el trabajador industrial produce sartenes, ordenadores y zapatos; que el agente comercial produce contratos, que el médico produce servicios sanitarios y el policía, servicios de seguridad. Yo pensaba, en suma, que la Biblia tenía razón cuando decía que el hombre obtendrá el alimento del suelo con fatiga, y con el sudor de su rostro comerá el pan. (Génesis, 3, 17-19.)

Sí, ya sé lo que sostienen algunos: que el trabajo debe permitir que el hombre se gane dignamente su sustento. Pero ¿qué es esto si no otra forma de decir lo mismo, que el hombre necesita pan, calzado y que alguien lo cure cuando enferma? Y esto no se obtiene sin esfuerzo, sin preocupación, sin desvelos, porque ningún producto ni servicio surge de los árboles sin más, ni cae del cielo. El trabajo es consustancial a un mundo de recursos escasos. Si todos tuviéramos garantizada la subsistencia desde el primer día que ingresáramos en el mercado laboral, eso no sería trabajo, no sería afán, no sería esfuerzo. Sería el Jardín del Edén.

De Prada le enmienda la plana a Adam Smith y dice que no es el egoísmo lo que mueve a la mayoría de trabajadores, sino el miedo: "ese miedo que... impulsa [al trabajador] a aceptar trabajos cada vez más miserables, condiciones de contratación cada vez más leoninas y tratos cada vez más envilecedores, porque sabe que la cola del paro es muy larga." A esta situación laboral, nuestro autor contrapone la del esclavo antiguo, que (salvo ese pequeño detallejo de la libertad) "gozaba de una estabilidad hoy impensable para cualquier trabajador (y quimérica para los más jóvenes)". Más aún, el esclavo tenía garantizados "alojamiento, manutención y vestido, un lujo inalcanzable para muchos trabajadores de nuestra muy progresada civilización occidental."

Los dos rotundos errores en los que reposan esas citas textuales son precisamente de la misma naturaleza que los que De Prada reprocha a ese hombre de paja al cual denomina "economicismo clásico".

Uno es un error empírico. Pues que las condiciones laborales se hayan endurecido en los últimos cinco años es un fenómeno que viene después de muchas décadas, en que ha sucedido lo contrario en todo Occidente. Habría que analizar por qué ocurre ahora esto. Sostener que es una consecuencia del capitalismo-salvaje-y-depredador es una tesis que podemos considerar, pero para ello habrá que explicar por qué durante doscientos años, ese mismo capitalismo-salvaje-y-depredador ha tenido consecuencias exactamente opuestas: una elevación de la renta per cápita sin precedentes en la historia de la humanidad.

El otro es el error teológico. Se comete cuando se sugiere que es un derecho inalienable del hombre gozar de un empleo fijo y bien pagado para toda la vida, y tener la certidumbre de que el mes que viene, o el trimestre, o el año que viene, podrá seguir pagando el alquiler o la hipoteca de su casa. Qué duda cabe de que se trata de aspiraciones honradas. Pero excluir la libertad de la comparación entre el trabajador contemporáneo y el esclavo antiguo convierte en absolutamente falaz dicha comparación; pues precisamente es la total renuncia a la libertad la que le proporciona al esclavo su seguridad. Cuando a Jesucristo le plantearon este tipo de preocupaciones materiales respondió con uno de los pasajes más liberadores del Evangelio:

"Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, pero Dios los alimenta." (Lucas, 12, 22-24.)

Considerar que es indignante que el hombre carezca de contrato laboral indefinido y de catorce pagas: esto sí que es economicismo del más estrecho. Yo al menos no disfruto de esas condiciones, y aunque ya me gustaría, les aseguro que no experimento ningún resentimiento hacia quienes viven mucho mejor, con o sin merecimiento; ni ninguna envidia hacia los esclavos.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Las falacias ideológicas más comunes

Según el diccionario de la Academia, una falacia es un “engaño, fraude o mentira con que se intenta dañar a alguien”. Bien es verdad que, una vez puesta en circulación, una falacia puede hallarse en boca de muchas personas que realmente no abrigan mala intención, pues sinceramente creen en los engaños que contribuyen a seguir difundiendo. Pero lo decisivo es que las falacias nacen con una finalidad manipuladora. Por eso, dentro de este subgénero del error, quizá la falacia por excelencia sea la de tipo ideológico, es decir, aquella destinada a tratar de desmotivar o desconcertar a quienes de otro modo ofrecerían resistencia ante determinados abusos del poder político.

Una falacia puede consistir en un razonamiento incorrecto. Estas son relativamente fáciles de desmontar, puesto que en realidad no es imprescindible ser profesor de lógica formal para razonar correctamente, salvo en casos muy complejos que no suelen darse en el debate público. Más frecuentemente, las falacias se basan en premisas que en sí mismas no son ni demostrables ni refutables. Pero nótese que una premisa indemostrable no es en sí misma una falacia, pues sin ellas no podría existir ningún conocimiento humano, ni siquiera la matemática. Lo falaz es pretender encubrir ese carácter indemostrable, sustrayéndolo a la crítica y la discusión. A continuación enumero algunas de las falacias ideológicas más comunes.

1) Falacia sentimental: los buenos sentimientos justifican cualquier acto, aunque sus efectos sean catastróficos. Es una falacia muy extendida en economía, donde conduce a controles de precios u otras medidas intervencionistas cuyos efectos suelen ser exactamente los contrarios a las supuestas intenciones de quienes las aplican. También es una falacia común en bioética; así entre los defensores del aborto, que se arrogan el monopolio de la empatía hacia las mujeres que abortan, pero curiosamente no experimentan ninguna hacia los indefensos embriones o fetos humanos que son víctimas de su permisividad.

2) Falacia relativista: puesto que es lícito que cada cual viva como quiera (sin dañar a terceros), cualquier estilo de vida tiene el mismo valor y merece recibir la misma consideración. Así por ejemplo, se considera que las parejas homoparentales o monoparentales son tan idóneas para adoptar niños (en igualdad de otros factores) como un padre y una madre, y cualquiera que ose expresar la menor duda al respecto no solo yerra, sino que atenta contra la libertad de determinados individuos, por lo que si es necesario, debe ser acallado. Se trata de un caso claro de non sequitur. Libertad para x no equivale a x es tan bueno como. Más bien al contrario, la libertad, en su sentido más profundo, no es elegir el color de mi camisa, sino poder elegir entre el bien y el mal, entre la salvación y la perdición. Por tanto, por definición, las opciones fundamentales jamás son equiparables.

3) Falacia del experto: determinadas afirmaciones no pueden ser discutidas racionalmente porque se consideran avaladas por un supuesto consenso académico. Con frecuencia, este consenso es más una invención periodística que una realidad, pero incluso aunque existiera, no justifica la clausura de ningún debate. Un claro ejemplo de abuso monstruoso de esta falacia es el discurso del cambio climático, en el que quienes discrepan de las tesis oficialistas son llamados “negacionistas”, con una intención criminalizadora poco disimulada.

4) Falacia de la suma cero: la riqueza es una magnitud fija; por tanto, toda desigualdad procede de que algunos (individuos, clases sociales, países) se apoderan de más bienes de los que les corresponden. Aunque probablemente sea mucho más antigua, puede hallarse una formulación clásica en Montaigne, en su ensayo titulado “El provecho del uno es daño del otro” (Ensayos, I, XXI). Esta falacia es utilizada sistemáticamente por todos los defensores del socialismo, es decir, de que los estados violen las libertades económicas y el derecho a la propiedad privada, so pretexto de redistribuir la riqueza entre los más pobres. El resultado es que se destruyen los incentivos de la creación de riqueza que precisamente permiten negar la mayor (que aquella es una magnitud estática) y en consecuencia se bloquea la movilidad social, eternizando la pobreza que supuestamente quieren combatir (no sin antes aprovecharse de sus votos).

5) Falacia del caldo de cultivo o del buen salvaje: el hombre es bueno por naturaleza; por tanto, todos los males tienen causas sistémicas. Contra abundantes evidencias empíricas, se pretende que la violencia y el terrorismo en particular nacen de la pobreza o de las injusticias (el “imperialismo”). De esta manera se consigue desplazar la culpa siempre hacia agentes distintos de quienes la ejercen, que así se ven justificados para proseguir con sus acciones violentas.

6) Falacia del derecho a decidir o democrática: cualquier cosa puede y debe decidirse por voluntad popular. Esta falacia supone ignorar que la democracia no es un método para conocer la verdad (como si esta dependiera del número de quienes asienten a una determinada tesis), sino de elegir a los gobernantes de manera pacífica. Cualquier extensión ilegítima del principio democrático conduce en realidad a exacerbar o multiplicar los conflictos, pues no hay cuestión que no pueda ser objeto de polémica.

7) Falacia igualitaria: todos tenemos los mismos derechos; por tanto (y aquí viene la deducción incorrecta), la finalidad de la vida civilizada es que todos acabemos siendo iguales de hecho. Esta falacia tiene su desarrollo más delirante en la ideología de género. Según esta, toda diferencia sexual, salvo las estrictamente fisiológicas, tiene un origen cultural impuesto por el patriarcado, una especie de conspiración eterna y universal de los varones contra las mujeres. El feminismo radical es una teoría blindada contra cualquier contrastación empírica, pues incluso si algunas mujeres admiten priorizar la dedicación a la familia en lugar de su profesión, se nos dirá que es porque han interiorizado la opresión masculina.

8) Falacia estatista: los poderes económicos se mueven por intereses egoístas; los políticos, no. Esta falacia es constante en el discurso político, dominado por salvadores que se erigen en defensores de los intereses del pueblo, de los débiles y de los supuestamente oprimidos, pero que a cambio exigen poderes incondicionales.

9) Falacia darwinista: la historia entera es una lucha constante por el poder. (De los explotadores sobre los explotados, de los hombres sobre las mujeres, de los blancos sobre las demás razas, etc.) En esta falacia se fundamentan los peores totalitarismos, como el comunismo y el nacional-socialismo, pero también las majaderías paranoicas de la corrección política, nacidas en los campus universitarios de Estados Unidos. (Historias de la literatura que sustituyen el estudio de “varones blancos muertos” como Shakespeare por el de alguna infumable escritora negra y lesbiana, y demás patologías intelectuales por el estilo.)

10) Falacia de la víctima: la parte más débil de un conflicto siempre tiene la razón. Esta falacia es una consecuencia de la falacia igualitaria. Puesto que todos los seres humanos son iguales en derechos, incorrectamente se deduce que cualquier diferencia tiene necesariamente un origen injusto, y no solo eso, sino que se justifica que esa parte más débil (o simplemente minoritaria) inicie un conflicto que en muchos casos ni siquiera existía. Esto se manifiesta claramente en las teorizaciones de los movimientos terroristas, revolucionarios y nacionalistas. Estos perciben (con razón) al estado y las fuerzas de seguridad como entes muy superiores a sus organizaciones, lo que ya en sí mismo convierten en una forma de opresión intolerable, de “fuerzas de ocupación” que no les permiten disfrutar de una libertad quimérica (edad dorada) que nunca existió más que en sus confusas mentes.

11) Falacia del precio justo. En realidad, es una consecuencia de la falacia de la suma cero, aunque por su popularidad es útil distinguirla. Efectivamente, si la riqueza es una magnitud dada e inamovible, cada bien tendrá un precio relativo invariable, aunque la experiencia y el sentido común lo contradigan una y otra vez. Esta falacia suele ir unida a demagogias resentidas sobre los altos sueldos de los ejecutivos del sector privado, o a las elevadas sumas pagadas por el fichaje de futbolistas, mientras se pasan por alto los costes salariales de burocracias insostenibles.

12) Falacia cronológica: determinadas instituciones, creencias o conductas son mejores porque son nuevas (modernismo) o por el contrario porque son antiguas (tradicionalismo). En nuestros días domina abrumadoramente la variante modernista. Esta falacia suele ir acompañada de perezosos latiguillos como “a estas alturas del siglo XXI” o “tal cosa nos devuelve a la Edad Media”. Para combatirla basta notar que la democracia existe hace 2.500 años, con lo cual los modernistas, para ser consecuentes, deberían desdeñarla. De hecho, es lo que hicieron comunistas y fascistas.

13) Falacia naturalista: lo natural (identificado con lo fáctico) es la medida de lo bueno. Que algo sea natural, frecuente o simplemente habitual nos obliga a aceptarlo de algún modo. Esta falacia hunde sus raíces en una concepción materialista o positivista de la existencia. En ocasiones puede parecer que tiene un origen teológico (pensemos en la expresión “contra natura”) pero conviene distinguir una cosa de la otra. La falacia naturalista se basa en la idea de que los conceptos morales surgen en un proceso evolutivo ciego (ver El gen egoísta, de Dawkins), mientras que el pensamiento teísta defiende exactamente lo contrario. Lo segundo podría estar equivocado, pero lo primero carece de sentido. ¿Por qué algo debería ser aprobado por el mero hecho de existir? En esta falacia se justifican multitud de argumentos ideológicos. Por ejemplo, que prohibir el aborto es absurdo, pues sólo promueve que haya abortos clandestinos. De este modo habría que justificar el asesinato y el robo, pues es obvio que no existe apenas ninguna ley que no sea violada por algunos individuos.

14) Falacia del agotamiento de los recursos. Es una variante de la falacia de la suma cero. Se considera que los recursos naturales (energía y materias primas) son cantidades físicas finitas, cuando en realidad el concepto de recurso va unido a la posibilidad tecnológica de su aprovechamiento. Por eso han fracasado tantas profecías agoreras, que no tenían en cuenta los avances en las técnicas de extracción y producción, en la sustitución de unos materiales por otros, etc., etc. Esta falacia incluye la falacia neomalthusiana, según la cual el crecimiento de la población mundial es un problema, cuando en realidad en Europa (y a medio plazo en todo el planeta) nos enfrentamos a la amenaza estrictamente opuesta: el envejecimiento de la población.

sábado, 21 de diciembre de 2013

La batalla decisiva

Salvo que introduzcamos una definición de "ser humano" convencional (lo que nos puede llevar por derroteros verdaderamente siniestros), negar que el ser humano empieza siendo un cigoto es negar una mera evidencia científica. Y si abortar es matar a un ser humano, la única ley admisible es la prohibición total, salvo en el caso extremo (mucho más raro de lo que se pregona, en el estado actual de la medicina) en el que la vida del nasciturus sea incompatible con la supervivencia de la madre.

Personalmente tengo dudas sobre el supuesto de violación, lo que requiere alguna explicación. Es cierto que, como ha señalado Elentir en la correspondiente (y como siempre, excelente) entrada de su blog, el concebido es un ser inocente, que no tiene culpa alguna de que su padre biológico haya usado la violencia para engendrarlo. Pero la mujer tampoco tiene culpa alguna. Hay aquí un conflicto real entre la libertad y la vida en el que cualquier solución será siempre mala: destruir una vida inocente u obligar a una mujer a ser madre del fruto de una brutal agresión. Ante este dilema, quizas sea lícito conceder libertad a la madre, teniendo en cuenta que no necesariamente todas optarán por abortar, y que el número de embarazos producto de la violencia sexual es estadísticamente casi irrelevante. [Reconozco que mi posición en este tema es algo oscilante, como se puede comprobar en mi entrada de hace un año, "Dilemas morales".]

Aparentemente, estas consideraciones pueden parecer encaminadas a defender la nueva ley del aborto patrocinada por el ministro Gallardón. Pero, aunque admito que -sobre el papel- me parece mucho mejor que la promulgada bajo el gobierno de Zapatero, debe señalarse que esta "Ley Orgánica de protección de la vida del concebido y los derechos de la mujer embarazada" va más lejos de los supuestos descritos. El legislador contempla como motivo para abortar legalmente cualquier peligro grave para la salud física y psíquica de la madre. En la práctica, esto no erradica el famoso "coladero" de la ley del 85, responsable de los más de cien mil abortos anuales que se están cometiendo actualmente. Es cierto que Gallardón introduce medidas contra ese fraude legal, como la necesidad de que dos médicos independientes certifiquen el problema de salud de la madre. Pero a nadie se le escapa lo fácil que será concertar a profesionales de la medicina que, por desgracia, cada vez están más ideologizados para tener manga ancha. Como ha señalado el director de InfoCatólica, Luis F. Pérez Bustamante, no hace falta ser un lince para imaginar que los médicos de los abortorios se firmarán recíprocamente los certificados que sean menester.

Por supuesto, nada me gustaría más que equivocarme y que, dentro de un año, el drástico descenso de las tenebrosas estadísticas de abortos me llevara a reconciliarme con la "ley Gallardón". Pero tanto si ocurre esto como si no, no les quepa ninguna duda de que el histerismo feminoico, que ya alcanza niveles de descarado satanismo (con eslóganes del tipo "el aborto es sagrado" o "Jesús ha sido abortado") se empleará a fondo para movilizar a sus huestes contra el más tímido intento de defender la vida de los seres humanos más indefensos que existen. Y es aquí donde me temo que el gobierno del PP puede flaquear, diluyendo aún más los puntos loables de una ley ya de por sí fácil de burlar.

Habrá que estar atentos al desarrollo legislativo y a su aplicación. Y sobre todo, dar la batalla cultural, en la que está en juego todo. El aborto y la eutanasia legales son la máxima expresión del suicidio de una civilización cansada y envejecida, que ha dejado de creer en sí misma, que sólo aspira a vegetar subsidiada por un Estado que fagocita todas las energías, antes de que estas se apaguen definitivamente. No es la economía; es la eterna lucha de la vida contra la muerte, estúpido.

sábado, 14 de diciembre de 2013

No y No

La ocurrencia de descomponer en dos la pregunta sobre la separación de Cataluña ha surtido un primer efecto efímero: los comentaristas han dedicado buena parte de tiempo y espacio a consideraciones más o menos ingeniosas sobre el sentido de tal formato. Transcribo la doble pregunta para quienes hayan estado de ejercicios espirituales en Tierra Santa (qué envidia) los últimos días:

VOL QUE CATALUNYA ESDEVINGUI UN ESTAT?

En cas de resposta afirmativa,

VOL QUE AQUEST ESTAT SIGUI INDEPENDENT?

(Fuente: Portada del diario El Punt Avui del 13-12-13.)

La interpretación más audaz ha sido, como de costumbre, la de Salvador Sostres, para quien esta formulación representa una victoria negociadora de Durán Lleida, cuyo objetivo (y aquí viene lo original de su tesis) es hacer "prácticamente imposible que gane el a la independencia", dice Sostres.

Su razonamiento es el siguiente: Como mucho, habrá un 60 % de partidarios del a la primera pregunta; y de estos, siendo también generosos, un 70 % de partidarios del a la segunda. Esto supone menos de un 50 % (exactamente el 42 %, preciso yo) de los votantes. Derrota, por tanto, de los independentistas.

Declaro solemnemente no entender este argumento. Es decir, no veo por qué razón, si la pregunta sólo fuera la segunda (¿quiere que Cataluña sea un Estado independiente?), deberían aparecer más independentistas que si les ponemos el formidable obstáculo de tener que responder afirmativamente a una pregunta previa.

Es más, yo sostengo que, a todos los efectos, la pregunta es sólo una, aunque innecesariamente prolija. Pues está claro que Cataluña no puede esdevenir (llegar a ser) un Estado más que nominalmente, por la sencilla razón de que ya lo es de facto. Tiene su parlamento, su gobierno, sus televisiones y medios afines, sus maestros y, sobre todo, tiene su policía. No tiene ejército, pero tampoco lo tienen Andorra ni Costa Rica. No tiene moneda propia, pero tampoco la tienen España, Francia ni Alemania. Lo único que le queda es ser independiente, cosa que, de todos modos, tampoco lo será jamás de otro modo que nominalmente.

Cataluña puede ser como mucho tan poco independiente como lo son hoy la mayoría de estados que no serían capaces de defender su territorio e intereses de una agresión seria. Independientes de verdad en el mundo no creo que haya una docena de países, aquellos que tienen armamento nuclear y, si me apuran, Suiza, que a ver quién es el guapo que invade un país de reservistas armados y puentes minados. Los demás juegan a ser estados soberanos, es decir, a complicarles la vida a sus ciudadanos para que parezca que sin el oneroso intervencionismo de sus gobernantes no podrían vivir.

Así que yo no me dejo liar por la apariencia de pregunta doble. Pero, por si acaso, que quede clara mi doble respuesta: No y No.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Transparencia comunista

Izquierda Unida ha elaborado una página web llamada "Transparencia" (izquierda-unida.es/transparencia) en la cual informa de los ingresos y propiedades de sus diputados. Me voy a centrar sólo en la ficha del coordinador general, Cayo Lara. En ella se nos informa de que Cayo Lara percibe, en calidad de diputado, catorce pagas de 4.543 €; esto es, un promedio de 5.300 € al mes. Además de esto posee dos viviendas (una de ellas unifamiliar) y un huerto en Ciudad Real. A esto se añaden unos 15.500 euros en depósitos de varias cajas de ahorros y un modesto Peugeot 105, de trece años.

Lo del coche llama la atención. Ganando cinco mil euros al mes, ¿qué sentido tiene conservar semejante chatarra, por la que pagará impuestos, seguro, mantenimiento y reparaciones? Sólo se explica si es con el fin de ostentar una austeridad postiza. Aunque sólo sea para ir al huerto de vez en cuando, vale la pena comprarse un utilitario seminuevo, que los hay en magníficas condiciones por menos de lo que cobra al mes.

Tampoco me cuadra demasiado incluir los gastos de alojamiento y manutención. ¿Acaso los diputados no cobran dietas? Por otra parte, sabiendo las largas vacaciones que se pegan nuestros representantes, no es exacto sugerir que todos los meses tiene dichos gastos, a no ser que se trate de un promedio. En cualquier caso, las pagas son catorce, y los gastos, siendo generosos, se multiplican por doce. Restando también las aportaciones a IU (1.328 €), tendríamos que los ingresos mensuales netos del dirigente comunista son de 3.537 €. Pero ya digo, esto suponiendo que esos cuatrocientos euros de manutención no se los paguemos todos los españoles en concepto de dietas. Lo que es mucho suponer.

La intención de maquillar los datos para que parezca que Cayo Lara gana 2.780 €, una cantidad no excesivamente superior a la de un trabajador cualificado del sector industrial, es bastante obvia. Pero puestos a ser transparentes, sería interesante no ya que se nos presentaran los datos sin maquillaje, sino conocer además los ingresos y propiedades de su cónyuge. Porque, incluso suponiendo que su mujer no trabaje, no acabo de entender cómo un señor que ocupa cargos públicos o políticos como mínimo desde 1987, haya ahorrado sólo 15.000 euros. O se lo patea en vicios o hay por ahí algo más, que en esta demostración de "transparencia" se nos oculta.

Sí, ya sé lo que dicen algunos. Que sesenta mil euros son pocos para un diputado, que en los países de nuestro entorno ganan más y que unos políticos bien pagados tienen menos incentivos para corromperse. Pero les diré lo que pienso yo: que esto son estupideces aprendidas, pedanterías de tertuliano que se da aires de ser inmune al populismo. En realidad, la peor corrupción posible es que alguien pueda vivir de la política. Porque esto significa que no trabajará por el interés general, sino por aferrarse a su sillón el mayor tiempo posible.

Lo que nos demuestra Cayo Lara con su "transparencia" es que fuera de la política no tiene donde caerse muerto. Esto significa que, en comparación con la alternativa, sacarse cuatro o cinco mil euracos al mes es un verdadero chollo. Y encima queda como el amigo de los pobres y de los mileuristas.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Políticos, vendedores y curas

Es un tópico acusar a los políticos de embusteros, y también a los publicitarios. Pero quizás no nos hemos parado a pensar lo suficiente en lo que sucedería si políticos y vendedores dijeran siempre, y ante todo, toda la verdad y nada más que la verdad. Un político, un vendedor de crecepelo o un fabricante de lavadoras que dijeran la pura verdad, no se comerían un rosco. El político debería, por ejemplo, decir que un sistema sanitario gratuito (costeado por los contribuyentes) tiende al colapso, porque favorece una demanda ilimitada e inasumible. ("Ya que pago mis impuestos, tengo derecho a..., etc.") O que subsidiar durante dos años a los desempleados favorece que estos no se esfuercen lo suficiente en encontrar un trabajo, aunque no esté tan bien pagado como desearían. ("Para eso, prefiero seguir cobrando el paro.") Un político que fuera lo suficientemente honrado para decirle a la cara a los ciudadanos estas verdades, y otras muchas, se encontraría con que estos preferirían escuchar (y votar) a competidores menos escrupulosos con la verdad, más dispuestos a halagar al público y a decirle lo que este quiere oír, y por supuesto a tachar de "insensibles" a sus sinceros contrincantes.

Lo mismo le sucede a cualquier vendedor, que sabe que su producto, aunque sea bueno, rara vez es el mejor, y que tiene ventajas e inconvenientes frente a la competencia o frente a otras alternativas. Es obvio que si le planteara la cuestión al cliente en términos puramente racionales, este diferiría la adquisición y posiblemente acabara efectuándola a otro comerciante más avispado, que no renunciara a pulsar los resortes emocionales que nos llevan a toda decisión de compra, desde una determinada marca de champú hasta un seguro de vida. Todos los manuales de técnicas de ventas inciden en tratar de encontrar esos resortes, que en esencia se reducen a un único principio fundamental: agradar al cliente y no contrariarle bajo ninguna circunstancia; "el cliente siempre tiene la razón". Como observa un viejo manual de ventas titulado El placer de vender, de Jean T. Auer: "A nadie le gusta ser criticado; no critique pues a su cliente, ¡no lo corrija!"

Por lo dicho, es un error de principio esperar de un político que trate de elevarnos moralmente. Semejante expectativa es poco menos ingenua que esperar del dueño de un bar un discurso en contra del consumo inmoderado de alcohol. Ahora bien, un fenómeno de los tiempos modernos es que quien debería realizar esta función profética (en el sentido del Antiguo Testamento), quien debería sacudirnos de nuestra autocomplacencia, se ha desentendido hace mucho tiempo de su responsabilidad. Nos referimos a la clase intelectual. Por lo general, la mayoría de intelectuales, al igual que los políticos, han optado por caer simpáticos a cualquier precio, hasta el punto de que se permiten criticar a los gobernantes por no ser todavía más serviles ante las pretensiones y demandas de las masas (las llaman "derechos"), o por no cumplir promesas que son imposibles de cumplir, y que nunca deberían haberse hecho.

Lo que resulta ya verdaderamente chocante es cuando estos mismos intelectuales adoptan una postura de crítica hacia lo que ellos llaman "populismo" y se oponen firmemente a "legislar en caliente". Es decir, por un lado asumen las demandas de providencialismo estatal más irresponsables, y por el otro se muestran como exquisitos legalistas, que deploran exigencias tan legítimas como la cadena perpetua para el crimen de asesinato, o se atreven a afear a las víctimas del terrorismo su oposición a la excarcelación anticipada de los verdugos de sus familiares. Al parecer, inclinarse ante el pueblo sólo es válido cuando ello redunda en entregar más poder a los gobernantes, en entregarles más dinero y en exonerarlos de su obligación principal de salvaguardar el orden y la justicia. Y así vemos que estos mismos políticos que se reparten impúdicamente el poder judicial, se muestran hipócritamente impotentes ante decisiones judiciales aberrantes, con el apoyo de editorialistas "progresistas" por encima del bien y del mal.

El origen de esta contradicción se halla en el mito del Buen Salvaje, que no es más que el olvido del pecado original. Para Pascal, el cristianismo se reduce a dos verdades fundamentales: "la corrupción de la naturaleza y la redención por Jesucristo." Desde el momento que desconocemos nuestra miseria, nuestra condición finita, creemos que podemos prescindir de Dios y por tanto nos negamos a escuchar a cualquiera que pretenda recordarnos que somos mortales, como susurraban los esclavos al oído de los cónsules romanos victoriosos. Esto conduce directamente a cosas tan nefastas como el Estado niñera, y a que los criminales sean equiparados a las víctimas. Y es tan difícil oponerse a esta corriente de autoendiosamiento del individuo, que incluso en las iglesias se echan en falta sermones incómodos, reprobatorios, que sacudan verdaderamente las conciencias; que no se limiten a una retórica muy cercana a la del progresismo, que no obliga a nada más que a experimentar buenos sentimientos, en los cuales los culpables siempre son otros, entidades etéreas como los "poderes políticos y económicos", o la "sociedad", con nuestra participación individual casi infinitesimalmente diluída.

Sorprende que el papa Francisco sostenga que la Iglesia no debe estar todo el día hablando de temas como el aborto, cuando apenas he escuchado nunca en una misa dominical alguna leve alusión al derecho a la vida del no nacido, y en cambio, sin ir más lejos, hace un par de semanas escuché a un cura criticar la sentencia del "Prestige", como un tertuliano al uso cualquiera. No sólo los intelectuales: ni siquiera los clérigos se atreven ya a echarnos en cara nuestra irresponsabilidad, nuestra concupiscencia y nuestros numerosos defectos, de una manera concreta y punzante, en la cual cada uno reconozca dolorosamente sus pecados, y no meramente una vaga mala conciencia compartida. Por supuesto, el término "pecado" está pasado de moda, y sólo se escucha en contextos rituales, rara vez en el sermón del cura.

Nos hemos acomodado, nos hemos acostumbrado demasiado a lo fácil, y cuando la realidad nos pasa factura, lo llamamos "crisis". Nos creíamos materialmente ricos, y acabamos de descubrir que somos pobres. Pero nos queda lo más importante, redescubrir nuestra pobreza esencial, nuestra miseria constitutiva: recuperar la humildad. Y de momento no se advierten síntomas de que estemos en camino de ello. Ni siquiera desde el papado actual, empeñado en ganar adeptos culpando al maestro armero del capitalismo, y a cualquiera que sea lo suficientemente impersonal para no contrariarnos demasiado.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Franco, ese dictador de derechas

Franco fue un dictador. Franco fue de derechas. La primera proposición no se puede discutir, salvo que cambiemos el uso habitual de las palabras por otro más excéntrico, en el que dictador signifique algo en lo cual no encaje la figura del militar gallego. La segunda proposición ha sido discutida, aunque con nulo éxito. Hay quien ha propuesto algo así como el silogismo siguiente: La izquierda es estatista. Franco era estatista; luego Franco era de izquierdas. Por supuesto, este silogismo es lógicamente tan falaz como uno que afirmara que los perros son mamíferos, Juan es un mamífero; luego Juan es un perro. Pero es que además podemos incluso cuestionar las premisas. No toda izquierda es estatista (al menos, en teoría). Y no todo autoritarismo es necesariamente estatista. Es decir, un estado puede no ser democrático, y aún así reducido y poco invasivo.

Parece claro que el franquismo fue de derechas en dos sentidos que suelen adscribirse a este término: la defensa de un estado reducido (el estado franquista equivalía grosso modo a una tercera parte del actual, en relación con el PIB) y la fundamentación ideológica en los principios de la moral católica. Por supuesto, en la derecha no predomina el liberalismo económico, ni antes ni ahora. En el régimen de Franco había un sector tan importante como el falangista, claramente antiliberal. (De la derecha actual no quiero hablar ahora, que me pongo de mal humor.) Pero lo que importa es que Franco era el que mandaba, y supo intuitivamente equilibrar los delirios nacional-sindicalistas con las mucho más sensatas nociones económicas de los cerebritos del Opus, para entendernos. El resultado no fue, ni mucho menos, plenamente coherente, pero sí aceptablemente liberal: progreso sostenido de la renta per cápita, tasas de paro prácticamente nulas y niveles de libertad individual muy superiores a los de Europa Oriental. Los españoles podían vivir donde querían (incluido el extranjero), trabajar e invertir donde querían, tener propiedades y beneficios, y la censura era cada vez más laxa.

El segundo aspecto (moral católica) tampoco creo que suscite muchas discrepancias. De hecho, la izquierda sigue, casi cuarenta años después de muerto Franco, recriminando a la Iglesia el haber apoyado a su régimen, en lugar de dejarse masacrar dócilmente por el Frente Popular. Por supuesto que la derecha, al igual que ocurre con el liberalismo económico, está muy lejos de ser por definición católica, especialmente en nuestros días. Pero lo cierto es que la España de Franco era un país en el que no existía el divorcio, las familias eran mucho más estables y predominaba un notable "orden burgués" (baja delincuencia, disciplina en las aulas, decencia en los medios de comunicación). Sería erróneo atribuir este orden exclusivamente a un efecto colateral de la dictadura: ejemplos como el de Venezuela demuestran que cierto tipo de autoritarismo es perfectamente compatible (por no decir cómplice) con elevadas tasas de criminalidad e inseguridad ciudadana.

Sentadas las precisiones anteriores, propongo la siguiente tesis: La izquierda odia mucho más al Franco derechista que al Franco dictador, aunque suele querer hacernos ver lo contrario, con el fin propagandístico de identificar derechismo y autoritarismo. Tres son las razones en las cuales se puede sustentar esta tesis.

En primer lugar, con las dictaduras de izquierda (léase Cuba, y antaño la URSS y la China maoísta), nuestros progresistas nunca han manifestado escrúpulos comparables, ni siquiera hoy, en que siguen negándose a condenar el comunismo con la misma intensidad con la que condenan el fascismo, pese a que el primero ha causado en el siglo XX muchas más muertes, debido posiblemente a su mayor duración y extensión. En el caso de España, esto lleva a relativizar y disculpar los crímenes del Frente Popular y del antifranquismo violento, como el de ETA. Esto nos inclina a pensar que, aunque no lo confiesen abiertamente, para ellos hay dictaduras malas y dictaduras buenas. Y las buenas son las suyas, obviamente.

En segundo lugar, la izquierda siempre ha exagerado las muertes y represalias atribuidas al franquismo, presentándolo como un régimen de terror que estuvo matando hasta el último minuto. En realidad, la mayor parte de condenas a muerte ejecutadas (que se calculan en torno a doce mil) recayeron en criminales con las manos manchadas de sangre durante la guerra civil o en terroristas que actuaron en tiempos de paz, como los integrantes del FRAP ejecutados apenas dos meses antes de la muerte del general Franco, en medio de una campaña internacional de protestas. Si el régimen franquista hubiera sido tan asesino como el de los actuales Irán o Corea del Norte, difícilmente hubiera llamado la atención el fusilamiento de cinco terroristas. Lo cierto es que la España de los años 60 y 70 era un país donde sólo comunistas y sobre todo terroristas corrían verdaderos riesgos, y aún así, los primeros campaban casi a sus anchas en la Universidad y en la Iglesia, cada vez más infiltrada. Finalmente, a la muerte de Franco, el régimen se autodisolvió pilotado por el sucesor del Jefe de Estado, el rey Juan Carlos, y el secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez.

En tercer y último lugar, la izquierda tampoco disimula, después de todo, su odio a los valores del mercado, la familia y el orden. Desde antiguo ha puesto bajo sospecha a los empresarios y comerciantes, ha cuestionado la autoridad paterna y ha saboteado con gran éxito la autoridad de maestros y agentes del orden. El resultado es la difusión de una mentalidad estatista y libertaria a la vez, que ha alimentado por un lado a un Leviatán estatal, entorpecedor de la libre iniciativa y causante, con sus regulaciones, de una tasa de desempleo que provoca rubor; y por otro un aumento notable de las familias desestructuradas, los abortos, el fracaso escolar, la delincuencia y la drogadicción.

Ante estos hechos objetivos, existen varias posiciones. Una es la de la izquierda, consistente en negarlos, atribuirlos a causas falsas o incluso interpretarlos como fenómenos loables, como manifestaciones de libertad. Así, a la degradación de la institución familiar se la presenta como una eclosión de "otros modelos de familia" que antes estaban reprimidos; y al aborto como un "derecho" de la mujer. El paro se atribuye a los siniestros mercados, que (por alguna razón incomprensible) no querrían que hubiera más producción, ni más consumo. Y el aumento de la delincuencia se relaciona con la pobreza, cuando si analizamos los datos, la relación es exactamente la inversa: en la España más pobre de los años sesenta había muchos menos robos, asesinatos, etc. Y también menos policías, proporcionalmente.

Otra actitud posible, aunque muy minoritaria, es la que atribuye las patologías sociales de nuestros días a la democracia en sí. Todo sistema político tiene ventajas e inconvenientes, pero no hay ninguna razón a priori por la cual la democracia deba estar unida al paro o a la delincuencia. Existen suficientes ejemplos en contra para que ahora sea preciso detenernos en ello. El problema surge cuando, bajo el disfraz de la democracia, la izquierda intenta implantar un régimen en el que no exista verdadera alternancia, cosa que por cierto sólo puede lograrse con la complicidad, la estolidez o la cobardía de la derecha.

Esto está conectado con una tercera actitud muy extendida entre la derecha, consistente en maldecir el franquismo por haberle acarreado tan mala fama. Es la que exponía Josep Martí en un interesante libro, que reseñé en su día, titulado Ets de dretes i no ho saps ("Eres de derechas y no lo sabes"), en el capítulo titulado precisamente "Maldito Franco". Según Martí (traduzco del catalán), "la persona que ha hecho mas daño al ideario conservador es Francisco Franco Bahamonde", porque ello ha sido aprovechado por la izquierda para "la identificación del tirano con los valores conservadores". Sin embargo, la reacción de la derecha ante esta estrategia no ha podido ser más torpe. En lugar de distinguir entre el dictador y el derechista, tratando de cortocircuitar esa falaz identificación, la derecha política, representada principalmente por el PP, o bien ha rehuido el debate (dejando a la izquierda todo el campo libre de la cultura), o bien ha renegado del franquismo como un todo (como hace de hecho Martí), aceptando con ello, implícitamente, las tesis izquierdistas.

En lugar de ello, propongo una cuarta actitud, que consiste, como acabo de sugerir, en diferenciar entre el Franco dictador y el Franco de derechas. Podemos entrar en un debate sobre si hubiera sido posible impedir la guerra civil y la dictadura, pero se trata de una discusión estéril, por ucrónica. Más fecundo es reivindicar el Franco conservador, que precisamente por ser tal, eludió las brutalidades y disparates revolucionarios de los fascismos. En contra de la fábula que se nos ha tratado de inculcar en las últimas décadas, no sólo Franco no fue un dictador por ser de derechas, sino que fue este carácter de su pensamiento el que permitió dulcificar el aspecto dictatorial de su régimen, y que la prosperidad se abriera paso. Las principales amenazas que se ciernen hoy sobre España proceden de la baja natalidad, el excesivo endeudamiento y el separatismo, fenómenos a su vez estrechamente relacionados con el desprestigio de la familia tradicional, y con el olvido de valores cristiano-burgueses como el ahorro, la austeridad y el respeto a la ley. Casualmente, instituciones y valores típicamente de derechas.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Feminoicas

Estábamos mi mujer y yo en el skatepark, viendo a nuestros hijos, junto a decenas de otros niños y adolescentes, ejecutando acrobacias con sus monopatines, con la evidente intención de romperse algún hueso. En eso que veo a una niña montada en un patín con manillar y no puedo evitar advertir que es la única representante de su sexo. No sin cierta sorna, me pregunto qué dirían nuestras feministas paranoicas (permítanme el neologismo bárbaro: feminoicas) de este hecho: "una demostración patente de los procesos de aculturación sexista, que imponen a los niños y niñas roles de género, y bla, bla bla". ¡Cómo si yo no me hubiera resistido todo lo posible a comprarles a mis dos vástagos varones esas tablas suicidas!

El feminismo original sostenía que las mujeres son iguales a los hombres en derechos: que pueden desempeñar cualquier actividad y participar en política exactamente igual que cualquier varón. Algo que nos parece obvio a los occidentales del siglo XXI, pero que no se lo parece a los árabes, ni se lo parecía a nuestros abuelos.

El feminismo de segunda ola, o feminismo paranoico, parte de una idea completamente distinta. Lo que afirman las feminoicas es que cualquier desigualdad estadística observada en la conducta y las características culturales y económicas entre hombres y mujeres (incluidas sus elecciones) es necesariamente consecuencia de una injusta dominación de los primeros sobre las segundas. Por ejemplo: si nos encontramos con que hay un porcentaje claramente superior de ingenieros de caminos de sexo masculino (no sé si es así, pero supongámoslo), ello sólo puede deberse a una conspiración varonil para dificultar el acceso de las mujeres a esta profesión.

Uno de los mantras de las feminoicas es la brecha salarial. Como es cierto que, en conjunto, las mujeres cobran menos que los hombres, se deduce de ello que existe una discriminación más o menos soterrada, una confabulación de los empresarios para pagarles menos por el mismo trabajo. Sin embargo, la tesis de la confabulación no es la única explicación posible de esa diferencia salarial global. Porque sabemos que muchas más mujeres trabajan en jornadas parciales, muchas más mujeres que hombres solicitan bajas por maternidad y, sobre todo, muchas más mujeres optan por puestos o cargos conciliables con la vida familiar, aunque sean menos competitivos y menos bien pagados.

A esto las feminoicas responden que la culpa es de los varones, que se desentienden de la familia y las tareas domésticas, aprovechándose de la pócima de la culpabilidad que han instilado en un descuido en la copa de las mujeres, que por ello experimentan mucha más preocupación que sus parejas por no ser tildadas de "malas madres". Es decir, si las mujeres demuestran tener una escala de prioridades distintas a la de los hombres; si demuestran, estadísticamente hablando, ser menos obsesivas con su profesión, o con los puestos de mayor poder o prestigio económico y político, no es porque las mujeres sean así, sino porque han interiorizado ideas machistas, de las cuales es preciso liberarlas. Incluso aunque no muestren mucho interés en ello.

Existen numerosos estudios empíricos que demuestran que la concepción feminoica probablemente es falsa, en términos generales. (Una excelente presentación de estos resultados se puede hallar en el libro de Susan Pinker, La paradoja sexual, que toda feminoica debería leer, acompañándolo de ejercicios de relajación y una dieta rica en fibra.) El problema es que la dictadura de la corrección política convierte en algo verdaderamente heroico airear estos estudios. Nadie quiere que le ocurra como al presidente de la Universidad de Harvard, Larry Summers, que se vio obligado a dimitir en 2006 por haber señalado un hecho estadístico bien conocido, y es que, si bien hombres y mujeres tienen promedios similares de inteligencia y otras características psicológicas, la variabilidad masculina (las desviaciones por debajo o por encima de la media) es mucho mayor, lo que hace que existan más varones en el extremo superior (¡y en el inferior!) del talento humano, en disciplinas como la ingeniería o la matemática.

Incluso personas con alta formación interpretaron erróneamente que Summers estaba sugiriendo que las mujeres están menos dotadas para las ciencias que los hombres (cosa que por supuesto desmienten sus calificaciones académicas, universalmente, en todas las carreras). En realidad, lo que se deduce de la conferencia del presidente de Harvard era que ciertas diferencias en la distribución sexual podían deberse a diferencias en los rasgos psicogenéticos, y no a un machismo atávico, sin descartar tampoco a priori este factor. Susan Pinker relaciona estas diferencias genéticas con otros hechos sobradamente conocidos, como la mucha mayor propensión de los varones a padecer TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad) o a ingresar en el mundo de la delincuencia. La reflexión final de esta autora podría formularse como: "¿Por qué diablos las mujeres tenemos que seguir empeñándonos en imitar modelos masculinos de competitividad, poder y estatus, si lo que preferimos es alcanzar un equilibrio en el que la obsesión por la profesión y las ganancias no absorba todo lo demás?"

La tendencia, por desgracia, sigue siendo de dominio de la histeria feminoica, y esto se aprecia en la manera cómo derecha e izquierda compiten por ser más feministas que nadie. Así, el gobierno del PP amenaza con gastarse más de 40 millones de euros en promover el uso de móviles avanzados (o sea, con internet) entre las mujeres. Intentos como este de liberar a las mujeres a pesar de sí mismas suponen tratarlas como seres infantilizados, a los cuales hay que enseñar a descubrir sus propios intereses, independientemente de sus preferencias y predisposiciones.

El grado máximo de delirio del feminismo paranoico se muestra en la politización del matrimonio. Este deja de ser una institución en la que un hombre y una mujer se entregan mutuamente, para convertirse en un estricto equilibrio de poderes, hasta el punto que deja de comprenderse por qué debería existir, salvo como una unión de interés económico mutuo, basado en compartir una vivienda y unos gastos determinados. De ahí todo el discurso que pretende equiparar las familias monoparentales y homoparentales a la familia "tradicional", como se denomina con evidente ánimo despreciativo a la situación que cualquier niño del mundo desearía: tener una madre y un padre.

Los feminoicos y feminoicas de derecha e izquierda han puesto el grito en el cielo por un libro titulado (con torpe provocación, hay que decirlo) Cásate y sé sumisa, de la escritora italiana Costanza Miriano. Bueno, no se han limitado a rasgarse las vestiduras, sino que exigen directamente retirar el libro, en una franca manifestación del auténtico carácter despótico de las ideologías liberacionistas. Ellos han decidido de antemano cómo debe ser la relación entre dos personas de distinto sexo, excluyendo al posibilidad de una jerarquía libremente aceptada.

He dicho muy conscientemente jerarquía, palabra tabú fuera de las prácticas sadomasoquistas (en cuyo caso no provoca el menor recelo). No he leído el libro objeto de la polémica, pero sí he leído Mero cristianismo, de C. S. Lewis, que dedica un capítulo al tema del matrimonio, en el que defiende que este idealmente no está presidido por la igualdad entre hombre y mujer (nada que ver con la igualdad de derechos) y en que es preferible una preeminencia del hombre. Y sus argumentos me parecen sumamente convincentes y razonables. En primer lugar, Lewis concibe el matrimonio como una institución de vocación vitalicia, por lo cual, en caso de desacuerdo, sólo un "voto de calidad" de uno de los dos cónyuges puede evitar un bloqueo absurdo, o la disolución. Y en segundo lugar, el autor propone que esta prerrogativa encaja mejor con el carácter del hombre, por tener este un talante más ecuánime en las relaciones externas de la familia, lo que contrapesa el visceral (aunque bendito) "patriotismo familiar" de las mujeres, facilitando la cohesión social. Espero no estar dando información a nuestros censores de derecha e izquierda para que la emprendan ahora contra los libros de C. S. Lewis, ni contra el Nuevo Testamento.

Se compartan o no esos razonamientos, lo importante es que admitir la jerarquía (sea en la familia, en la empresa, en el ejército o incluso en la amistad), no tiene nada que ver con ningún rebajamiento de nadie, salvo cuando se convierte en un disfraz del abuso. La literatura nos ofrece ejemplos de relaciones de amistad jerarquizadas que nadie en su sano juicio consideraría atentatorias contra la dignidad humana. ¿Habría que "liberar" a Sancho Panza o al doctor Watson de la opresión intolerable sufrida a manos de don Quijote o de Sherlock Holmes?

Al día siguiente de mi sufrida visita a la pista de patinaje, presencié una escena con la que cierro estas reflexiones. Una soleada mañana, un matrimonio de ancianos almorzaba en la terraza de un bar. Por las palabras del marido, me percaté de que la mujer sufría un estado de senilidad severa, que requería cuidados constantes. Aquel, con paciente delicadeza, le estaba diciendo que no se bebiera toda el agua antes de comer. Me pareció conmovedora esa estampa de un matrimonio como los de antes, para toda la vida, en la salud y en la enfermedad. E imaginé que aquel amante esposo no se sentía más "esclavo" de lo que debía sentirse su mujer cuando durante años le estuvo lavando los calzoncillos. Ellos no concebían su matrimonio como un equilibrio de poder, sino como una relación de amor, en la cual uno lo da todo, sin esperar nada a cambio.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Dios y la libertad

La libertad es un concepto central del catolicismo, al igual que lo es del liberalismo. Si no somos libres para elegir entre el bien y el mal, conceptos como el de creación o salvación se convierten en misterios incomprensibles, esto es, en irracionales. ¿Por qué Dios habría creado a unos seres conscientes cuyos actos estuvieran ya predeterminados desde toda la eternidad? ¿Qué sentido tendría la moral si no hubiera realmente elección? Pero el concepto de libertad reside en un nivel todavía más profundo: en el mismo Dios. Pues un Dios que no fuera libre de crear el mundo, o de haberse encarnado en su Hijo, no sería un Dios personal, sino la forma equívoca en que Spinoza denominó a la "sustancia infinita", o como diría ahora cualquier sabio de taberna, "la energía".

Dicho esto, la traducción política de la idea metafísica de libertad no es algo evidente ni sencillo, como lo demuestran los desencuentros decimonónicos entre el liberalismo clásico (la libertad de prensa, el mercado libre, los derechos individuales, el sufragio universal, etc) y la Iglesia. Aunque ciertos debates parecen definitivamente superados desde el Concilio Vaticano II, persisten recelos desde ambos lados. Así, algunos católicos siguen mostrando su desconfianza hacia las reglas supuestamente inhumanas del mercado, que consideran incompatibles con las enseñanzas de los evangelios, y más concretamente con la Doctrina Social de la Iglesia. Por su parte, algunos liberales clásicos (coincidiendo en esto con los progresistas socialdemócratas) consideran que la moral católica, contraria al aborto, a las bodas gays y al sexo fuera del matrimonio, debe mantenerse en la más estricta privacidad, sin que la legislación pueda obstaculizar el "derecho de las mujeres sobre su propio cuerpo", favorecer un "modelo de familia" por encima de los otros o "decirle a la gente con quién se puede acostar".

Francisco José Contreras, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla, profundiza en estas cuestiones en su último y, a mi parecer, más importante libro, Liberalismo, catolicismo y ley natural (ed. Encuentro, 2013). Con su habitual estilo de documentación portentosa y nitidez expositiva, Contreras tiene esa rara virtud de hacer accesibles los debates más elevados y hasta esotéricos a cualquier persona que simplemente ponga de su parte la pasión por la verdad y la razón. Pero tampoco se limita a presentarnos el estado de una cuestión. Contreras toma partido argumentadamente y sin ambigüedades, y resulta que este partido es lo más políticamente incorrecto que se puede ser en nuestros días: católico y liberal; por resumirlo rápidamente, provida, pro-familia y pro-mercado. Si alguien quiere saber cómo se pueden "conciliar" estos conceptos, inexcusablemente debe leer este libro. Pero, sobre todo, debería leerlo si está convencido de que los dos primeros son incompatibles con el tercero.

Los católicos no tienen desde luego la exclusiva de la incomprensión de los principios económicos básicos. Las falacias de la "suma cero", de que "los ricos cada vez son más ricos, y los pobres, más pobres", etc. están tan difundidas en las sociedades desarrolladas que resulta verdaderamente difícil escapar a ellas para cualquiera que no se salga de los circuitos de formación y comunicación establecidos o hegemónicos.

El capitalismo recibe dos tipos de críticas, las económicas y las culturales. Las primeras son las más burdas y fáciles de desmontar, pues por mucho que se quiera acusar a "los mercados" de la pobreza y la desigualdad, el hecho incontestable es que no existe ningún sistema económico que haya creado tanta riqueza, ni haya elevado socialmente a tantos millones de personas.

La crítica cultural, más propia del campo conservador, incide en los efectos supuestamente disolventes del capitalismo sobre la familia y los valores tradicionales. Sin embargo, todo parece indicar que tales efectos acaban socavando los mismos principios sobre los que se funda el liberalismo económico (la ética del trabajo, del ahorro, etc.). Si la cultura del hedonismo irresponsable es una consecuencia de la riqueza material (al menos en las generaciones que ya se han encontrado con esa riqueza como algo dado), no hay duda de que el capitalismo tiene mucho que ver en el desarrollo de la primera, pero de un modo indirecto y sobre todo no fatal. No todo el mundo que se enriquece rápidamente, o hereda una fortuna, va necesariamente a dilapidarla en orgías. Y si lo hace, parece más exacto culpar de ello a quien se deja arrastrar por los vicios que a un supuesto carácter intrínsecamente corruptor del dinero. Las sociedades occidentales mostraron de hecho una notable capacidad de progreso ordenado y mesocrático hasta que en décadas relativamente recientes (digamos que desde 1968 para acá, por simplificar), las ideologías emancipatorias empezaron a popularizar con gran éxito propagandístico el cuestionamiento del legado moral judeocristiano.

El liberalismo clásico no siempre imaginó los efectos culturales indeseados de la prosperidad económica y de la democracia, aunque atisbos geniales no faltaron (Tocqueville). Esta es posiblemente la razón por la que algunos de sus herederos actuales tienen dificultades para tomar una posición sobre temas como el aborto o la familia que no se salga de los clichés progresistas: los clásicos, sencillamente, dijeron muy poco al respecto, porque hace escasas décadas a nadie se le hubiera ocurrido, por ejemplo, dudar del carácter heterosexual del matrimonio. Este hueco conceptual, nada menos, es el que viene a llenar el libro de Contreras.

Aunque sus trece capítulos son todos ellos de gran enjundia, a mí particularmente me ha parecido insuperable el capítulo 11, "La crítica liberal del Estado del Bienestar", una verdadera lección magistral (en realidad, da para un curso) sobre el tema, que arranca con una sabrosa confesión personal de los devaneos socialdemócratas de juventud del autor. La conclusión es obvia: leyendo y pensando por nuestra cuenta, es posible escapar del imaginario estatalista, aunque en el caso de un catedrático hay que sumar el mérito que supone renunciar al reconocimiento del establishment académico y los aplausos fáciles. Ahora bien, tras leer Liberalismo, catolicismo y ley natural, uno no puede evitar un cierto pensamiento agridulce: ¡ojalá me hubiera encontrado mucho antes con un libro así! Cuánto tiempo, cuántas lucubraciones estériles, cuántas lecturas olvidables y prescindibles me hubiera ahorrado...

Junto con el capítulo mencionado, me ha resultado especialmente interesante el siguiente, titulado "Laicidad, razón pública y ley natural", quizás la clave de todo el libro, por la profundidad de su análisis. Contreras parte de una distinción elemental entre laicidad y laicismo. La primera tiene su raíz en el propio cristianismo (en contraste, por ejemplo, con el islam) y consiste en defender un Estado "neutral entre las diversas concepciones del mundo", el cual "permite que creyentes y ateos compitan sin discriminación en la plaza pública". Por el contrario, el estado laicista "encubre una situación de efectiva 'confesionalidad inversa': el Estado de hecho da por buena la visión del mundo atea, recela de la religión como una amenaza al sistema y trata a los creyentes como ciudadanos de segunda, impidiéndoles jugar el juego democrático en pie de igualdad con los ateos." (Pág. 299.)

Sentada esta distinción crucial, Contreras somete a examen la llamada "doctrina de las razones públicas" (elaborada por Rawls y otros), mostrándonos lo fácilmente que permite el deslizamiento desde la laicidad al laicismo, al excluir del debate público cualquier posición "sospechosa" de tener un fundamento religioso. La crítica que hace el autor de la concepción rawlsiana es doble. Por un lado, niega que la defensa del derecho a la vida del nasciturus (la batalla ideológica decisiva de nuestros días) tenga un fundamento religioso; por el otro, señala que la posición de los defensores del aborto tampoco es "neutral", sino que implica una metafísica materialista tan discutible, en principio, como la cosmovisión basada en la trascendencia. Ahora bien, existe una cierta tensión entre ambas críticas, que a Contreras no se le escapa, pero que creo que elude resolver, quizás prudentemente; aunque la cuestión es intelectualemente de las más apasionantes que se nos pueden plantear. En efecto, si decimos que los laicistas (o más concretamente, los pro-aborto) "tampoco" son neutrales, implícitamente estamos admitiendo que los provida no lo son, que no existen unas ciertas concepciones universales comunes, a partir de las cuales nos podríamos entender creyentes y no creyentes. O dicho de otro modo, de los dos argumentos contra el laicismo, sólo el segundo sería válido (que el laicismo es también una religión, en sentido lato), pero los laicistas tendrían razón cuando argumentan que la defensa de la vida desde la concepción tiene un fundamento teísta. ¡Lo que es muy distinto de afirmar que es irracional y que debe excluirse del debate! Creo que el autor en cierto modo admite esto cuando escribe, pág. 319:

"Quizás la tradición iusnaturalista sobrevaloró la posibilidad de un common ground moral entre la perspectiva teísta y la materialista; quizás las consecuencias morales de la existencia o inexistencia de Dios sean mayores de lo que queremos reconocer, convirtiendo ambas perspectivas en inconmensurables."

Podría quedar todavía un mínimo terreno común, en una especie de normas de etiqueta que obligaran a renunciar a cualquier interlocutor de la plaza pública al uso de argumentos de autoridad, o basados en algún tipo de revelación o gnosis esotérica. Pero personalmente dudo mucho que eso baste para la convivencia cívica. El conflicto de visiones es inevitable; sólo podemos impedir que degenere en violencia aceptando una reglas de juego democráticas, por las cuales tanto creyentes como ateos o agnósticos tengan las mismas posibilidades de influir en las mayorías, sin tiranizar ni excluir a las minorías (esto último es importante, porque permite cuestionar la legitimidad de gobiernos que imponen la ley islámica, aunque surjan de las urnas).

Resulta indignante que por el hecho de que un parlamento vote, por una amplia mayoría, una constitución que (manteniendo la aconfesionalidad del estado) reconoce principios básicos cristianos (es el caso de Hungría, asunto del que trata el capítulo 5), las instituciones europeas y los medios de comunicación pongan el grito en el cielo, hablando de fascismo y otros despropósitos, y amenacen con medidas contra ese país. Una sociedad en que no se pueda siquiera discutir sobre el aborto o el llamado "matrimonio homosexual" no es más libre, sino evidentemente menos. En este sentido, los intentos de borrar las raíces cristianas de Europa (véase el capítulo 3) son propios de una mentalidad intransigente y totalitaria que debería inquietarnos profundamente. El origen de tal mentalidad en el "antidiscriminacionismo" desbocado es otra reflexión que acomete el capítulo 7 del libro con gran brillantez. Y sobre sus consecuencias devastadoras (baja natalidad y envejecimiento de la población a medio plazo) nos alerta ya desde el capítulo 2, "El invierno demográfico europeo". El debate sobre el papel de las convicciones cristianas, por tanto, no es algo que deba preocupar sólo a los cristianos, sino que está en el centro de la cuestión de nuestra mera supervivencia como civilización. Sólo me queda rogar efusivamente que lean este libro. Si el lector coincide con sus ideas, porque le ofrece una claridad argumentativa que es vital para intentar frenar la decadencia europea. Y si está todavía en el sueño dogmático progresista, porque ya va siendo hora de despertar.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La generación Oriol

Aunque el presidente de ERC, Oriol Junqueras, nació en 1969, fue en los años setenta y ochenta cuando el nombre de origen carolingio Oriol se puso de moda entre esos padres catalanes que sólo leían el Avui y educaban a sus hijos en una burbuja de catalanismo esterilizado. Junqueras ha asegurado que con ocho años ya tenía muy claro que estaba contra la Constitución española: imaginen el régimen al que los padres tenían sometida a la criatura.

Según el INE, a 1 de enero de 2012, los españoles de nombre Oriol (el 95 % de los cuales residen en Cataluña) tenían una edad media de 17,9 años. La generación Oriol ya puede votar, junto con sus padres y abuelos. Estos pertenecen a ese 20 % (del que hablaba Albert Rivera hace escasos días, en una entrevista en Intereconomía) que está incondicionalmente a favor de la independencia de Cataluña, incluso aunque ello tuviera consecuencias ruinosas. (El grueso de independentistas, por el contrario, está formado por los idiotas que creen que en la nueva república catalana les va a tocar la Grossa.) Pero sus hijos ya no es que estén meramente a favor de la separación: es que son incapaces de comprender que un catalán pueda estar en contra, porque han sido adoctrinados en la idea monomaníaca de que el "estado español" es una estructura impuesta, completamente ajena a Cataluña. Son verdaderos analfabetos históricos, aleccionados por el tebeo nacionalista protagonizado por los almogávares, los malvados Felipe V y Franco, y el mártir Lluís Companys.

Si Cataluña llega a independizarse, el grueso de los independentistas (aquellos que se han tragado la milonga del Madrid ens roba) no tardará en despertarse en medio de una terrible resaca. No obstante, ahí van a estar los Orioles, con sus padres, para intentar sostener el código fuente de Mátrix, culpando mientras puedan a Madrid y a la quinta columna. Y no hay duda de que este esfuerzo será recompensado con la adecuada cuota de poder. Los Orioles proliferarán en la política catalana.

Pero, por supuesto, todo esto son menudencias, comparado con lo que sucederá cuando puedan votar todos los Mohamed que creen que el "estado español" es una estructura impuesta, completamente ajena a Al-Ándalus.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Vacaciones o pensiones

Sólo hay dos formas de gozar de un cierto nivel de renta tras dejar de trabajar: mediante lo que se ha ahorrado durante la vida laboral, o mediante aportaciones directas o indirectas de quienes están trabajando. Cualquier otro sistema de pensiones sólo puede consistir en alguna combinación de esos dos.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad (incluyendo lo que suele denominarse prehistoria), el segundo método ha predominado absolutamente. Los viejos, en cuanto eran incapaces de seguir trabajando en la caza, la agricultura o en oficios artesanos, pasaban a ser mantenidos por sus familiares, básicamente los hijos. Sólo con el desarrollo de la economía monetaria empezó a existir la posibilidad de que un campesino o un trabajador manual (no sólo un monarca o un terrateniente) ahorrara en previsión de la vejez.

Con el auge de la socialdemocracia, sin embargo, se volvió al sistema de aportaciones, esta vez indirectas, gestionadas por el Estado, que las obtiene a través de la cotizaciones sociales de los trabajadores. ¿Este sistema es mejor o peor que el del ahorro? En principio, ambos son igualmente válidos, en la medida en que permiten obtener el mismo resultado. Sin embargo, todo indica que lo ideal es una combinación de ambos. Por un lado, no todo el mundo puede siempre ahorrar lo suficiente, pese a haber trabajado durante muchos años, por lo que algún tipo de aportación de la familia, de asociaciones o del Estado será necesaria, al menos en parte. Pero por otro lado, el ahorro personal es lo único que garantiza realmente el disfrute de una renta de jubilación. El método de las aportaciones puede fallar, tanto si es directo (porque los familiares se desentiendan de uno) como si es indirecto, porque el gestor de las aportaciones sea despilfarrador o corrupto, o porque la proporción de trabajadores en activo se reduzca debido al envejecimiento demográfico. Esto último es lo que amenaza con colapsar los sistemas de pensiones de países como España, tal como ha mostrado Juan Ramón Rallo con un "gráfico del terror", que vale más que mil palabras.

Obsérvese que los problemas e insuficiencias de ambos métodos tienen una raíz moral. Los viejos lo pasarán mal si han sido malgastadores en su juventud, si sus hijos no cuidan de ellos, si las autoridades económicas son irresponsables, o si la gente se vuelve demasiado hedonista para asumir la tarea de tener los hijos suficientes, que garanticen al menos el reemplazo generacional. Argumentos supuestamente razonables para tener sólo un hijo o ninguno no faltan, pero contrastan con las elevadas tasas de fecundidad de épocas pasadas en las que existían muchas mayores dificultades.

Culpar a los políticos de la crisis del sistema de pensiones es sólo parcialmente justo. Unos políticos negligentes o despilfarradores suelen ser el reflejo de una sociedad en la cual tales defectos, y probablemente también los demás que he enumerado, son comunes, en todos los niveles. En cualquier caso, es obvio que los problemas no se resolverán, salvo momentáneamente, exigiendo al Estado que provea unos recursos que sólo pueden proceder (descontado el ahorro privado) de las rentas del trabajo. Si no hay suficientes trabajadores, el único medio de mantener el nivel de renta de quienes no trabajan es exprimir más a los primeros.

La solución, por tanto, sólo puede ser moral, lo que suele expresarse como un "cambio de mentalidad". Sólo cuando la gente deje de pensar que percibir la pensión de jubilación u otras prestaciones sociales es no sólo algo por supuesto legítimo y seguramente merecido, sino además un "derecho" que debe garantizarse incluso en contra de las matemáticas; sólo cuando abandonemos definitivamente la superstición interesada de los derechos sociales, la gente se dará cuenta de que asegurarse la vejez es una cuestión de previsión (lo que va unido a las virtudes de frugalidad y austeridad), de tener descendencia, de mantener la unión familiar y de saber transmitir estos principios morales, unidos al del respeto a los mayores. Sólo cuando dejemos de pensar exclusivamente en las próximas vacaciones (es un decir), puede que por añadidura nos sea concedido alcanzar un cierto bienestar material en la vejez. O al menos que nuestro hijo único no nos recluya en un asilo para que no le estropeemos las vacaciones.

domingo, 13 de octubre de 2013

Cómo hemos llegado a esto

Se supone que vivimos en una sociedad donde el nivel de alfabetización roza el 100 %. Una sociedad donde hay acceso universal a la educación primaria y secundaria, donde hay total libertad de expresión y de circulación de ideas, donde cualquiera puede acceder a información prácticamente ilimitada apretando un botón en su ordenador o en su teléfono móvil. Y donde, por ahora, siguen sin faltar los métodos tradicionales, como leer la prensa del bar o escuchar la radio, por no hablar de la tele omnipresente. Vivimos, se supone, en una sociedad donde es posible debatir y argumentar sobre lo que se quiera, y donde todo el mundo puede participar en cualquier debate, mediante cartas a los periódicos, blogs y redes sociales.

Pues bien, siendo todo esto así, resulta que un buen día, unas lunáticas deciden transmitir un mensaje de la siguiente manera: Se pintan en su torso una frase criminal y cretinoide como "El aborto es sagrado" e interrumpen, gritando desnudas, una sesión del Congreso de los diputados. Y se sienten orgullosas de su hazaña.

Su objetivo, desde luego, es muy claro: que se hable de ellas. Y esto desde luego lo han conseguido, incluyendo, muy a su pesar, al autor de este blog. ¿No sería mejor ignorarlas? El dilema es perverso: o bien replicamos intelectualmente la mamarrachada (con lo cual, involuntariamente, estamos de algún modo elevando su categoría) o bien la despreciamos, con lo cual permitimos que cada vez haya menos sitio en el espacio público para otras cosas que no sean la grosería, la estupidez y la canallada. Una opción puede ser tomárselo todo a guasa, componiendo sátiras lo suficientemente mordaces. Pero aunque esto sin duda es necesario y saludable, no me parece suficiente, pues puede transmitir la impresión de que no hay aquí un problema serio. Y desgraciadamente sucede todo lo contrario: actos como el referido son un síntoma de una degradación del debate público que viene de muy lejos, pero que por momentos parece no tener fondo. Ignoro hasta dónde podemos llegar en cuanto a zafiedad e imbecilidad, pero debemos preguntarnos con todo el rigor que sea posible cómo hemos llegado hasta aquí, si queremos empezar a revertir la situación.

Hay una cosa que está clara. Si para que se hable de alguien es necesario desnudarse y gritar frases que no superan el nivel de la subnormalidad, esto significa que todos esos medios y recursos comunicacionales a los que me refería están completamente infrautilizados. Tenemos más posibilidades que nunca para debatir racionalmente sobre todo lo humano o lo divino: sobre si la vida es sagrada, como defendemos los católicos, basándonos no sólo en nuestra fe en la Escritura y el magisterio de la Iglesia, sino en siglos de pensamiento cristiano, desde Agustín a Ratzinger; o si por el contrario todo valor moral es meramente convencional, como aseguraban los antiguos sofistas y Bertrand Russell. Sin embargo, el debate (por así llamarlo) se centra en si es correcto o no que unas energúmenas interfieran en pelotas en el parlamento.

Naturalmente, muy poca gente lee a Russell, y menos aún, posiblemente, a San Agustín. En el mejor de los casos, la gente lee columnas de opinión escritas por periodistas e intelectuales que es más probable que hayan leído al primero, e incluso a veces también al segundo, aunque no me hago excesivas ilusiones. Pero en estas columnas (al igual que en la mayoría de tertulias de radio y televisión) rara vez se vislumbran remotamente las fuentes del pensamiento clásico y contemporáneo. En general son ejercicios más o menos brillantes de distinción grosera entre un nosotros y un ellos, en los cuales ellos son, por supuesto, la derecha cavernícola y patriarcal. En definitiva, los intelectuales, en lugar de tratar de elevar el nivel intelectual de las masas, lo que han hecho es rebajarse a la pobre idea que tienen de ellas, en un claro ejemplo de círculo vicioso que sólo sirve para alimentar la degradación tanto de la masa como de la supuesta élite.

El resultado no es que las energúmenas tengan su minuto de gloria (que también), sino que cada año son abortados en España (aunque el problema es ciertamente mundial) unos cien mil nonatos. Y en parte hemos llegado a esto porque los intelectuales han hecho dejación de sus funciones, limitándose a transmitir "mensajes" y consignas que no requieren apenas esfuerzo, y que además son agradables y halagadores para muchos. Después de todo, puede que no haya tanta diferencia entre los gritos de cuatro guarras enseñando las tetas y las tonterías que a diario pronuncian y escriben, desde tribunas privilegiadas y en horario de máxima audiencia, personas indignas de los puestos que ocupan en la sociedad.

Beatificación en Tarragona



viernes, 20 de septiembre de 2013

La entrevista a Francisco

La larga entrevista al papa Francisco publicada en una revista jesuita ha provocado básicamente dos tipos de reacciones. Una es la de la mayoría de medios de comunicación, que han visto en ella a un papa que se muestra dispuesto a abrir la Iglesia a las ideas progresistas dominantes. La otra es la de quienes creen que se han manipulado sus palabras para hacerle decir algo que en absoluto pretendió el pontífice. Tras mi propia lectura, opino que la primera reacción es errónea, y que el papa no ha anunciado el menor cambio doctrinal. Pero también pienso que la segunda reacción, aun cuando no vaya en absoluto desencaminada, es demasiado piadosa: creo que el papa se ha equivocado en la manera de expresar ciertas cosas.

En general, la entrevista es bastante rica intelectualmente, y no cabe duda de que los medios han simplificado groseramente el contenido de sus 27 densas páginas. Si tuviera que destacar un fragmento de ella, sería el siguiente:

"Dios está en la vida de toda persona. Dios está en la vida de cada uno. Y aun cuando la vida de una persona haya sido un desastre, aunque los vicios, la droga o cualquier otra cosa la tengan destruida, Dios está en su vida. Se puede y se debe buscar a Dios en toda vida humana." (pág. 20).

Estas palabras son profundamente evangélicas. El papa no dice que ciertas conductas no sean malas; dice que a las personas que las tienen hay que ayudarlas, no condenarlas de manera inmisericorde, alejándolas aún más de la Iglesia. El papa critica tanto el rigorismo legalista como el laxismo de quien niega el pecado por un buenismo equivocado, lo que en definitiva supone privar de sentido al arrepentimiento, que es la única vía de curación.

El papa dice que siendo más joven se le pudo considerar ultraconservador por su estilo autoritario. En realidad está destrozando uno de los tópicos más caros al progresismo hegemónico: la idea de que la derecha es por definición autoritaria y más bien propia de cierta senilidad. Francisco, por el contrario, reconoce haber sido un joven impetuosamente autoritario, mas no "de derechas". ¿Qué entiende entonces por este término? Creo que a la luz de otras partes de la entrevista, como la antes transcrita, Francisco ha elegido muy mal la palabra derecha para referirse a lo que siempre habíamos denominado fariseísmo: la actitud rigorista de quienes creen que la medida de la salvación no es más que el cumplimiento de la ley, como si la mediación de Cristo fuera superflua.

En este sentido podemos entender el sentido de las palabras "no es necesario estar hablando de estas cosas [el aborto, el "matrimonio" gay, etc.] sin cesar". Francisco no cuestiona en absoluto la posición de la Iglesia al respecto, sino que lo que pretende decir es que el mensaje evangélico se funda ante todo en la esperanza de la salvación, más que en la condena de los pecadores.

Francisco se describe a sí mismo como "ingenuo", y desde luego debe serlo, porque de lo contrario habría elegido o matizado mejor ciertas expresiones, para evitar que fueran instrumentalizadas por los medios. Si hubiera sido menos ingenuo habría evitado que algunos interpretaran sus palabras como una forma de desentenderse del movimiento provida o el movimiento contra el gaymonio en Francia.

Como católico y de derechas, sólo me cabe rezar para que el papa Francisco siga siendo como es, pero que su locuacidad no le siga (ni nos siga) jugando malas pasadas.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Información

Acabo de leer un tuiteo de alguien que sostiene que vivimos en la época más informada, y la más mediocre intelectualmente. Seguramente acierta en lo segundo, pero no en lo primero, que no deja de ser un tópico. ¿A qué llamamos información? Con la información pueden ocurrir dos cosas. La primera, que exista, pero no se sepa o pueda encontrar. La segunda, que ni siquiera exista. Creo que la realidad es una mezcla de ambas cosas. Hay mucha información inencontrable, debido al famoso "ruido", y no me refiero sólo a la cháchara y la basura mediática. Basta entrar en cualquier librería para darse cuenta de la cantidad de gilipolleces que se llegan a publicar al año. Miles de libros que caerán en un merecido olvido en cuestión de pocos años. Pero luego está la información que sencillamente falta. La información no crece en los árboles, hay que elaborarla. Y existe una ingente cantidad de cuestiones que no se investigan, primero porque no existen recursos infinitos, pero segundo, porque los prejuicios han cegado la inquietud intelectual. Por "prejuicios" no me refiero principalmente a ideas atávicas y reaccionarias, sino más bien lo contrario, a ideas nuevas y hasta novísimas que pasan por evidentes, y de las que tenemos a rebosar. Producir información es difícil, y a menudo caro. Producir tonterías cuesta mucho menos.

Para encontrar la información y para producirla, es obvio que se necesita primero formación. Y la formación no es más que disponer de cierta información acumulada. Pero esto es algo que a su vez sólo nos puede trasmitir una persona ya formada, es decir, una persona que ya haya encontrado antes esa información, y que no se deje obnubilar por la primera idea supuestamente novísima que se encuentra en el periódico de la mañana. O dicho crudamente: la formación no puede existir sin autoridad. Y esto es algo que la pedagogía imperante no ha hecho más que desacreditar durante décadas. El profesor no tiene que ser un "mero" transmisor de conocimientos "memorísticos", sino un tío guay que excite la pasión por aprender. ¿Aprender el qué? No se sabe muy bien. "Valores", dicen. pero ¿a qué llamamos valores? Ah, y que todo esto sea divertido.

Los resultados de estas majaderías están a la vista: los alumnos no aprenden apenas nada que no se pueda olvidar al día siguiente de un examen, y encima tampoco se divierten. Aprender no puede ser divertido, porque hay muchas cosas que no pueden empezar a interesarnos hasta que no sabemos algo de ellas. Se requiere un esfuerzo inicial para formarse, y una vez más, esto significa autoridad, es decir, que alguien me obligue a formarme, porque me inspira respeto, y no tengo más remedio que admitir que no hay otro camino, aunque me pese, aunque preferiría estar haciendo otras cosas.

Es mentira que vivamos la época más informada. La información primordial, la que nos forma y nos permite seguir aprendiendo y producir más información de calidad, está en buena parte ahí, pero cada vez a más profundidad bajo el estiércol del entretenimiento masivo. Así que puede que en realidad no estemos más informados, sino menos. Y todo porque se ha extendido la fábula de que el conocimiento progresa en lucha contra la autoridad, cuando en realidad no puede florecer sin ella. Sin un canon, sin unas referencias transmitidas celosamente de generación en generación, todo se disuelve en el subjetivismo de la primera tontería que se le ocurre a cualquier tonto. Y así no hay manera de construir, de formar.

Sin formación, no podemos ni aprovechar ni producir verdadera información, solo recrearnos en chismes y tópicos. Por tanto, decir que es una época informada pero poco formada, es contradictorio. Sin formación, a todos los efectos es como si la información no existiera. La formación es información ya consolidada, son reservas contabilizadas, con las que podemos contar. Y no podemos producir petróleo donde no hay reservas. La oposición entre información y formación, bien que engañosamente sugerida por la propia etimología, es parte del problema, revela ella misma que a cualquier cosa la llamamos información, porque esta nos falta a raudales y nos conformamos con lo primero que aparentemente nos sirve de alimento. Es una paradoja estéril, porque en realidad no hay tal paradoja, sino una consecuencia lógica. Abolido el prestigio de la autoridad, se deja de estar formado y, por tanto, informado. La retórica sustituye al razonamiento, y el entretenimiento al aprendizaje. Tenemos lectores digitales con capacidad para almacenar miles de libros, que no servirán de nada si entre ellos no hay por lo menos el centenar de libros que verdaderamente importan. No sirve de nada que en Google podamos encontrar cualquier cosa, si no sabemos qué debemos buscar.

No, no somos la época más informada de la historia. Posiblemente sí seamos la más olvidadiza.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Diez consejos para no volverse marica

1) Un machote no utiliza paraguas, salvo si está diluviando en el estadio.

2) No hay que poner intermitentes cuando se gira a la derecha, o en una rotonda. Los machotes no deben demostrar sus sentimientos -ni siquiera sus intenciones.

3) Prohibido tajantemente emocionarse viendo una película. Si uno acaba de ver La lista de Schindler, dirá que es una película muy dura, adoptando una voz neutra, como si se dijera de un vino que es muy tánico en boca.

4) Beber agua helada recién sacada de la nevera, a grandes tragos. Si se contrae una faringitis, decir que ha sido gritando en un espectáculo de lucha libre.

5) Terminantemente prohibido ponerse los guantes de plástico que suministran en las gasolineras.

6) Prohibido lavarse las manos después de mear. En rigor, no hay que lavarse las manos nunca, o al menos no te deben ver hacerlo.

7) Está desaconsejado mostrar la menor reacción cuando uno come algo muy picante. Si se suda, hay que decir que hace calor. Por ejemplo: "Joder macho, qué calor hace en este puto restaurante".

8) Al estrechar la mano, hay que intentar romper los metacarpianos del otro, con una mirada franca y penetrante.

9) Nada de llevar monedero. Uno se saca las monedas del bolsillo sin mirar, deposita tres o cuatro sobre la barra y se guarda las sobrantes. Mejor aún no llevar suelto, un billete de veinte sirve para cualquier pequeño gasto del macho viril.

10) Cultivar exclusivamente aficiones viriles, que te ocupen todo el tiempo libre, como el deporte, la caza o la pesca. Leer es sospechoso, aunque puede hacerse una excepción con manuales de artes marciales o de mantenimiento del cazabombardero.

La Cataluña de los idiotas

Es curioso que ahora que sabemos que el universo tiene un diámetro de miles de millones de años luz, y está constituido por miles de millones de galaxias, haya gente que esté tan preocupada por poner una frontera en Alcanar. Pero tampoco es dificil de entender. Les han dicho que el universo es inmenso, y muy viejo, pero que no es más que materia, algo sin sentido ni propósito alguno. No es de extrañar que cualquier objetivo, cualquier finalidad, por fútil que pueda parecer, ocupe ese vacío de significado. Así, en un rincón del Mediterráneo, hay quien aspira a que el 0,006 % de la superficie terrestre tenga un estado propio.

Si ponemos entre paréntesis por un momento las consideraciones precedentes, tres son las razones que desaconsejan la separación de Cataluña:

La primera, que es ilegal. Un proceso de separación requiere una reforma constitucional. Los separatistas pretenden que se incumpla este procedimiento, lo cual puede tener dos consecuencias distintas. Una, que el gobierno, ante una secesión unilateral, se vea obligado a suspender la autonomía de Cataluña, con la posibilidad de que ello desemboque en un conflicto violento más o menos grave. La otra sería aún peor: que el gobierno no hiciera nada, y que por tanto se sentara el precedente de que la Constitución puede ser violada flagrantemente con total impunidad. Históricamente, esto ha sido la madre de todas las guerras y todas las dictaduras.

La segunda razón contra la independencia de Cataluña, es que supone para los catalanes entrar en un período de serias dificultades económicas (ríanse de las actuales), por mucho que el nacionalismo quiera darle la vuelta a este argumento. Pero quizás la más importante a largo plazo sea la tercera razón: la irrelevancia geopolítica de las dos entidades resultantes de la separación, la nueva España cercenada de una parte importante de su territorio, y por supuesto la insignificante Cataluña independiente, que no pintará nada en una Europa que, a su vez, se ha autocondenado a pintar cada vez menos en el mundo. Sin duda, la unidad de España es un patrimonio geopolítico desaprovechado desde hace tiempo por las élites políticas. Pero ante las incertidumbres del futuro, sería de una frivolidad suicida dilapidarlo.

No obstante, todos estos argumentos palidecen si se contemplan con una perspectiva más amplia. Porque la preservación de la unidad de España no garantiza que no haya conflictos graves en el futuro, ni garantiza que se pueda escapar a la decadencia económica y geopolítica, que en esencia no es más que un efecto secundario de la auténtica y devastadora decadencia, la demográfica. Con la actual tasa de natalidad, dentro de mil años (como ha señalado Alejandro Macarrón en su imprescindible obra El suicidio demográfico de España) no quedará ni un solo español; catalán, ni les cuento. Por supuesto, ni usted ni yo estaremos ahí para comprobarlo. Pero sí que estaremos, Dios mediante, dentro de unas décadas, cuando no exista suficiente población activa que pueda sostener, entre muchas otras cosas, el sistema de pensiones por las que actualmente cotizamos de manera obligatoria. La diversión estará asegurada.

Lo peor de la separación de Cataluña es que servirá para que millones de idiotas se sientan por unos días un poco mejor, a pesar de que no habrán solucionado absolutamente ningún problema real, y con toda probabilidad los habrán agravado, además de crear otros nuevos. Lo peor de la separación es su insignificante, su ridícula futilidad. Porque si al menos la senyera tuviera un significado, si simbolizara unos valores de trascendencia, de libertad o de civilización, estaría justificado incluso verter la propia sangre por ella. Pero ¿a qué aspiran los nacionalistas? ¿A tener un D.N.I. catalán? ¿A que el presidente de Estados Unidos reciba con honores de estado al presidente de la Generalidad? ¿A que Cataluña consiga cuatro o cinco medallas en los Juegos Olímpicos -como si quieren ser quince?

Porque si a lo que aspiran es a que en la nueva Cataluña independiente vayamos a cobrar las pensiones, y a "tenerlo todo pagado", como dijo Francesc Pujols, es que se merecen sobradamente el adjetivo calificativo que he deslizado al inicio del párrafo. Y por si alguien me echa en cara que insultar está muy mal: cuando los idiotas se convierten en peligrosos, ha llegado el momento en que ya no podemos continuar eludiendo el llamarlos por su nombre.