Con frecuencia, en mis discusiones con progresistas, aparece el siguiente argumento: la derecha históricamente no hace más que retroceder posiciones. Se opone al divorcio y a los anticonceptivos, para terminar aceptando a regañadientes la "realidad social"; se opone al aborto y al matrimonio gay, y lo mismo. En el futuro, no sé qué innovaciones plantearán los progresistas, pero sin duda se repetirá el mismo argumento. La ideología subyacente es que no existe más verdad que la que determine en cada momento la "realidad social". Lo correcto es lo que la mayoría de la gente cree que es correcto. Si mañana un 51 % de la población ve con buenos ojos la poligamia, la eugenesia o el infanticidio ¿por qué no se iban a legalizar?
Parece que los progresistas no se atienen a este principio cuando se oponen a determinadas ideas que son bastante populares, como por ejemplo la cadena perpetua. Pero no hay contradicción. Los progresistas creen que en el futuro todo el mundo pensará como ellos, con lo cual la realidad social terminará coincidiendo con la legal; y si el proceso se puede acelerar, mejor. El progresista es la persona que va montado en la irresistible marcha de la historia. (Esto, por cierto, se llama marxismo, con Marx o sin Marx.) Las tendencias sociales existen en el presente, como la planta existe ya en potencia en una semilla. (Son las "contradicciones" del materialismo dialéctico.) La realidad es dinamismo, contiene la dimensión temporal, como ya vio Heráclito. El mañana puede leerse en el hoy, si se conoce la clave. Por eso sigue siendo exacto que el progresismo es la ideología de lo fáctico, o si queremos ponernos más metafísicos, la concepción según la cual el deber-ser se identifica con el ser, con la inmanencia. El marxismo a fin de cuentas era un hegelianismo de izquierdas.
Los liberal-conservadores, conservadores o personas de derechas (uso estas palabras como sinónimos, o al menos me gustaría que lo fuesen) pensamos exactamente lo contrario. La verdad es la verdad, el bien es el bien, triunfen o fracasen. Lo que la gente suele entender por conservador, un defensor del statu quo, no es más que un quietista, que ignora la naturaleza cambiante de la realidad. El progresista también se coloca del lado del vencedor, pero del vencedor de mañana, de la revolución que cree inevitable. En cambio, el auténtico conservador, el hombre de principios, es como lo retrata Borges: "a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas". El bien se realizará o no, pero sigue siendo el bien, porque los valores, si existen, solo pueden ser trascendentes, estar más allá de los hechos. (Como sostuvo el conocido integrista Ludwig Wittgenstein, en Tractatus, 6.41) Las personas de derechas podemos estar equivocadas, pero no consideramos que una encuesta de opinión, ni el calendario ("¡a estas alturas del siglo XXI!") sean argumentos. Ni lo más reciente es por definición mejor que lo viejo, ni la mayoría tiene razón por el mero hecho de serlo.
Es verdad que la derecha se opuso al divorcio, y que hoy los de derechas se divorcian igual o casi igual que los de izquierdas. Pero el divorcio seguirá siendo una equivocación, aunque ya no quedara una sola persona que pensara así. Porque el divorcio no es la libertad para separarte de tu cónyuge (eso siempre existió), sino que la administración te reconozca una nueva unión. O lo que es lo mismo, que quien no debiera haberse casado pueda volver a cometer el mismo error cuantas veces quiera. Y los anticonceptivos no son la libertad de tener relaciones sexuales (eso siempre existió) sino que fundar una familia deje de ser la prioridad. En suma, que la gente no tenga unos lazos más sólidos entre sí que los que tiene con el Estado.
Cuando un individuo o una sociedad toman un camino equivocado, el progreso no consiste en continuar avanzando obcecadamente en la misma dirección, sino en tomar una distinta, o incluso desandar lo andado. Puede que eso sea imposible, y que nadie sea capaz de frenar un tren que se dirige hacia el abismo, pero no por ello estamos obligados a creer que en el fondo del precipicio está la Arcadia Feliz.
sábado, 29 de diciembre de 2012
viernes, 28 de diciembre de 2012
Otra tragedia de la que seguiremos sin aprender nada
Una mujer de 33 años con cuatro hijos, entre ellos una bebé de 16 meses, tiene perfecto derecho a mantener una relación amorosa con un joven de 25 años al que apenas conoce.
Una mujer de 33 años con un bebé a cargo también tiene la obligación de mantener una conducta responsable, aunque solo sea por la criatura que depende de sus cuidados.
Una mujer de 33 años con cuatro hijos tiene la experiencia suficiente para saber que los varones jóvenes sin ocupación conocida son potencialmente individuos peligrosos. Aunque no conozca las estadísticas, y aunque no se lo hubieran dicho sus padres, debe imaginar, por puro sentido común, que un porcentaje muy alto de los delincuentes son varones jóvenes.
Una sociedad que confunde el "derecho a x" con "x no tiene nada de malo" o incluso "x es sanísimo" es una sociedad inmadura, degradada, en la cual es más fácil que ocurran tragedias como la que hemos conocido hoy: Días después de su desaparición, una niña de 16 meses ha sido encontrada muerta.
Las relaciones efímeras, los "otros modelos de familia", la "libertad sexual" convertida en valor supremo (por encima del amor, la fidelidad y la familia "tradicional") conducen a esto, a la desprotección de los niños. Que caiga todo el peso de la ley (demasiado liviano, por desgracia) sobre el repugnante asesino y sus posibles cómplices. Y que caiga de una vez la venda de los ojos de una sociedad que sigue creyendo en la utopía de la "liberación" de la moral, que es como si los peces quisieran "liberarse" del mar. El ser humano es un ser moral. Cuando se lo desarraiga de su medio, su vida se convierte en un errar sin sentido, como el pez que da vueltas incansablemente en una pecera. Lo habíamos sabido siempre, pero nos empeñamos con verdadera obcecación en desaprenderlo.
Una mujer de 33 años con un bebé a cargo también tiene la obligación de mantener una conducta responsable, aunque solo sea por la criatura que depende de sus cuidados.
Una mujer de 33 años con cuatro hijos tiene la experiencia suficiente para saber que los varones jóvenes sin ocupación conocida son potencialmente individuos peligrosos. Aunque no conozca las estadísticas, y aunque no se lo hubieran dicho sus padres, debe imaginar, por puro sentido común, que un porcentaje muy alto de los delincuentes son varones jóvenes.
Una sociedad que confunde el "derecho a x" con "x no tiene nada de malo" o incluso "x es sanísimo" es una sociedad inmadura, degradada, en la cual es más fácil que ocurran tragedias como la que hemos conocido hoy: Días después de su desaparición, una niña de 16 meses ha sido encontrada muerta.
Las relaciones efímeras, los "otros modelos de familia", la "libertad sexual" convertida en valor supremo (por encima del amor, la fidelidad y la familia "tradicional") conducen a esto, a la desprotección de los niños. Que caiga todo el peso de la ley (demasiado liviano, por desgracia) sobre el repugnante asesino y sus posibles cómplices. Y que caiga de una vez la venda de los ojos de una sociedad que sigue creyendo en la utopía de la "liberación" de la moral, que es como si los peces quisieran "liberarse" del mar. El ser humano es un ser moral. Cuando se lo desarraiga de su medio, su vida se convierte en un errar sin sentido, como el pez que da vueltas incansablemente en una pecera. Lo habíamos sabido siempre, pero nos empeñamos con verdadera obcecación en desaprenderlo.
miércoles, 26 de diciembre de 2012
Teorema de Juncágoras
Oriol Junqueras, presidente de ERC y vicepresidente (de facto, por ahora) de Cataluña, citó en televisión hace poco unas palabras de Pitágoras de Samos (el del teorema), que reproduzco de memoria: "La democracia está para hacer las leyes, no las leyes para limitar la democracia."
He tratado de comprobar la fuente, sin éxito. Ni en Vidas de los más ilustres filósofos griegos, de Diógenes Laercio, ni en la antología de Alberto Bernabé (De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos, Alianza Editorial, 1988), ni en una somera búsqueda en Google he encontrado ni rastro de la atribución a Pitágoras de estas palabras. Pero Junqueras es doctor de Historia del Pensamiento Económico, por lo que alguna credibilidad intelectual merece; más desde luego que un servidor, que no es doctor en nada, así que doy por fundada la cita. De todos modos, no deja de sorprender que fuera Pitágoras quien dijera eso, cuando por lo que sabemos fue un hombre de tendencias aristocratizantes. Incluso alguna fuente, como el citado Diógenes Laercio, se hace eco de la noticia según la cual fue ejecutado por unas turbas de Crotona, temerosas de que el filósofo y matemático tuviera algo que ver en una conspiración tiránica.
Dicho lo cual, y yendo al fondo del asunto, la anterior proposición sobre la democracia y la ley incurre en un rotundo error, porque las leyes, las haga quien las haga, están precisamente para limitar la democracia, claro que sí. Por muy democrática y bolivariana que sea una tiranía, no deja de ser una tiranía. Por mucho que el pueblo adore las cadenas, estas no dejan de ser cadenas. Con los votos y sin ellos, todos los tiranos que ha habido en la historia y que habrá en el futuro, aseguran contar con el respaldo del pueblo, ¡y con frecuencia tienen razón! Una ley es lo contrario de la (mal llamada) ley de Lynch, los códigos penales son lo contrario de la lapidación pública y los tribunales populares, las constituciones (contra una de las cuales, la española en vigor, apunta Junqueras) son lo contrario de la democracia asamblearia o plebiscitaria. Ninguna democracia está legitimada para aprobar el robo o abolir la libertad de expresión; luego no es cierto que esté por encima de la ley.
Hace años, en las últimas elecciones en las que se presentó Jordi Pujol, las paredes de Cataluña se llenaron con el siguiente teorema: CIU + ERC = CAT. A la vista está que han terminado siendo premonitorias. Tenemos un gobierno basado en un pacto entre ambos partidos que, si se aplica, convertirá a Cataluña en la región de Europa con impuestos más altos, endurecerá la persecución a esos peligrosos sujetos que se atreven a rotular "Peluquería para caballeros", y encima amenaza con una secesión territorial cuyos costes de todo tipo los catalanes pagaríamos durante años. No se podía esperar menos de quien cree que la democracia está por encima de la ley. Lo que quizás en su día no se entendió era el significado del segundo miembro de la ecuación: CAT. No significa Cataluña, ni tampoco se refiere al cuadrado de la hipotenusa. Es CATástrofe.
Tirios y troyanos
Según argumenta Roberto Augusto en un artículo, "la identificación con una ideología, sea la que sea, es una barrera mental." La pretendida superación de los términos derecha e izquierda es un tema recurrente de la reflexión política. Sin ir más lejos, en mi libro Contra la izquierda (perdón por la autocita) y en este mismo blog he hablado varias veces sobre ello. El locus classicus es el célebre pasaje de Ortega, en su "Prólogo para franceses" de La rebelión de las masas: "Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral." Aunque este pasaje se ha citado muchas veces, quizás no siempre se lo ha situado en su adecuado contexto: 1937, una época en la que, como señalaba Ortega en el mismo párrafo, las derechas prometían revoluciones y las izquierdas proponían tiranías.
Hoy sin embargo, las cosas son distintas: la derecha promete bienestar y la izquierda lo mismo. Ambas se distinguen por lo que entienden por bienestar. Para la derecha es la renta per cápita y para la izquierda son los sentimientos per cápita. La derecha vende realismo y la izquierda romanticismo. El pecado de la derecha suele ser olvidar que no solo de pan vive el hombre: lo que mueve verdaderamente el mundo no es el dinero, ni el petróleo, no es Wall Street; son las ideas. (Y si nos ponemos pesimistas como Revel, las ideas falsas.) El verdadero realismo consiste en comprender la fuerza motriz del pensamiento. "Son las ideas, estúpido." La izquierda, por su parte, lo tiene mucho más claro, y ahí reside su peligro. Si bien la teoría marxista relega las ideas a epifenómenos de las relaciones de producción, es decir, de la economía, fue un marxista, Gramsci, quien se percató de que para construir la utopía socialista primero había que transformar la mentalidad social, asaltar el palacio de la cultura. La derecha sigue creyendo que se puede gobernar sin ideas; la izquierda no se conforma con tan poca cosa como gobernar, quiere transformar, es decir, dominar las almas y los cuerpos, porque el verdadero poder no se ejerce meramente sobre el cuerpo sino sobre la mente. La ironía es que Gramsci comprendiera esto gracias al fascismo, que si triunfó en Italia fue debido a su dominio de la cultura, a la adhesión de la mayoría de figuras intelectuales del momento.
Por esta razón me considero de derechas: Precisamente porque creo que las ideas pueden trastocar el mundo con resultados impremeditados, no pueden dejarse en manos de aprendices de brujo. Y recelo siempre de quienes pontifican que, para pensar por nuestra propia cuenta, debemos prescindir de "etiquetas". La veo como una posición adanista. Lo normal es que, si uno reflexiona por sí mismo, no llegue muy lejos. Lo aconsejable es leer y así poder darse cuenta de que algunas ideas que apenas entrevemos oscuramente, ya han sido pensadas antes por otros, y con mucha mayor clarividencia. Lo honesto es reconocer que nuestras ideas no son inclasificables, sino que seguramente se pueden catalogar, se pueden adscribir a una determinada tradición intelectual. Lo habitual es que, si intentamos mínimamente pensar por nuestra cuenta, acabemos descubriendo antes o después que simpatizamos más con güelfos o gibelinos, montescos o capuletos, tirios o troyanos, aun conservando nuestro criterio autónomo. Esto no nos convierte en sectarios, no significa que debamos ponernos incondicionalmente detrás de ninguna bandera.
Sostiene Roberto Augusto que "lo importante no es ser de izquierdas o de derechas, sino la verdad". Totalmente de acuerdo. Pero ¿qué le hace suponer que la verdad no está ya descubierta? Precisamente la diferencia decisiva entre la izquierda y la derecha es que la segunda cree que la verdad ya fue descubierta hace tiempo. Puede ser una posición equivocada, pero entonces la razón se hallará más cerca de la izquierda, en cuyo ADN está cuestionar la tradición. De lo cual se deduce que, a fin de cuentas, existen fundamentalmente dos grandes concepciones del mundo, y solo dos. No las llamemos izquierda y derecha, si no queremos, pero algún nombre habrá que darles.
Hoy sin embargo, las cosas son distintas: la derecha promete bienestar y la izquierda lo mismo. Ambas se distinguen por lo que entienden por bienestar. Para la derecha es la renta per cápita y para la izquierda son los sentimientos per cápita. La derecha vende realismo y la izquierda romanticismo. El pecado de la derecha suele ser olvidar que no solo de pan vive el hombre: lo que mueve verdaderamente el mundo no es el dinero, ni el petróleo, no es Wall Street; son las ideas. (Y si nos ponemos pesimistas como Revel, las ideas falsas.) El verdadero realismo consiste en comprender la fuerza motriz del pensamiento. "Son las ideas, estúpido." La izquierda, por su parte, lo tiene mucho más claro, y ahí reside su peligro. Si bien la teoría marxista relega las ideas a epifenómenos de las relaciones de producción, es decir, de la economía, fue un marxista, Gramsci, quien se percató de que para construir la utopía socialista primero había que transformar la mentalidad social, asaltar el palacio de la cultura. La derecha sigue creyendo que se puede gobernar sin ideas; la izquierda no se conforma con tan poca cosa como gobernar, quiere transformar, es decir, dominar las almas y los cuerpos, porque el verdadero poder no se ejerce meramente sobre el cuerpo sino sobre la mente. La ironía es que Gramsci comprendiera esto gracias al fascismo, que si triunfó en Italia fue debido a su dominio de la cultura, a la adhesión de la mayoría de figuras intelectuales del momento.
Por esta razón me considero de derechas: Precisamente porque creo que las ideas pueden trastocar el mundo con resultados impremeditados, no pueden dejarse en manos de aprendices de brujo. Y recelo siempre de quienes pontifican que, para pensar por nuestra propia cuenta, debemos prescindir de "etiquetas". La veo como una posición adanista. Lo normal es que, si uno reflexiona por sí mismo, no llegue muy lejos. Lo aconsejable es leer y así poder darse cuenta de que algunas ideas que apenas entrevemos oscuramente, ya han sido pensadas antes por otros, y con mucha mayor clarividencia. Lo honesto es reconocer que nuestras ideas no son inclasificables, sino que seguramente se pueden catalogar, se pueden adscribir a una determinada tradición intelectual. Lo habitual es que, si intentamos mínimamente pensar por nuestra cuenta, acabemos descubriendo antes o después que simpatizamos más con güelfos o gibelinos, montescos o capuletos, tirios o troyanos, aun conservando nuestro criterio autónomo. Esto no nos convierte en sectarios, no significa que debamos ponernos incondicionalmente detrás de ninguna bandera.
Sostiene Roberto Augusto que "lo importante no es ser de izquierdas o de derechas, sino la verdad". Totalmente de acuerdo. Pero ¿qué le hace suponer que la verdad no está ya descubierta? Precisamente la diferencia decisiva entre la izquierda y la derecha es que la segunda cree que la verdad ya fue descubierta hace tiempo. Puede ser una posición equivocada, pero entonces la razón se hallará más cerca de la izquierda, en cuyo ADN está cuestionar la tradición. De lo cual se deduce que, a fin de cuentas, existen fundamentalmente dos grandes concepciones del mundo, y solo dos. No las llamemos izquierda y derecha, si no queremos, pero algún nombre habrá que darles.
lunes, 24 de diciembre de 2012
Metafísica navideña
Este año mi mujer y yo queríamos renovar nuestro belén y, en el mercadillo que todas las navidades se instala en la Rambla Nova de Tarragona, encontramos una bonita figura que nos gustó más que el tradicional pesebre de estilo supuestamente "realista". Es un nacimiento de cerámica, de una sola pieza, en el que no aparecen más que el niño Jesús, la Virgen María y San José, y que en el interior permite colocar una vela, cuya luz se difunde a través de una especie de ventanuco en forma de estrella. Lo hemos puesto al pie del árbol (otro símbolo cristiano), y en lugar de la vela hemos colocado una de las luces con las que iluminamos el abeto de plástico. Hemos rescatado de nuestro viejo belén el buey y la mula, un ángel que hemos colgado de una de las ramas del árbol, e incluso hemos mantenido una figurita de San Nicolás, a la derecha del nacimiento. Todo puede parecer muy sincretista, pero lo importante es recordar el significado de la iconografía, manteniendo el motivo central del nacimiento de Cristo. No sabemos cómo debió ser el pesebre al que se refiere el evangelio de San Lucas. Creo que a todo cristiano le gustaría, si fuera posible, viajar atrás en el tiempo, como en las novelas de J. J. Benítez (de las que tuve bastante con leer en diagonal la primera parte de Caballo de Troya), para poder contemplar ese momento irrepetible de la historia, junto con la crucifixión. Sin embargo, hay razones metafísicas profundas para suponer que el viaje al pasado es imposible. Si el pasado pudiera reescribirse, si los actos humanos pudieran borrarse una vez realizados, la libertad humana sería una quimera, como en ciertas especulaciones de la física cuántica sobre universos paralelos, en los que infinitos dobles nuestros viven todas las vidas posibles, cometen todas las heroicidades y todas las ignominias. Y sin la libertad, no habría ni pecado, ni salvación, ni Dios. No, estoy firmemente convencido de que ni siquiera Dios puede hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido nunca, porque es una contradicción lógica, y ya Santo Tomás de Aquino afirmó que no limita la omnipotencia divina decir que no puede hacer algo contradictorio, porque una contradicción, algo que es y no es a la vez, no es nada. Así que el Nacimiento y la Pasión estarán para siempre vedados a nuestros ojos, por mucho que avance la tecnología. Hecho que está ligado inextricablemente al misterio del tiempo, de la Creación y de la Salvación. Y para celebrar este misterio nos reunimos las familias cristianas, comemos polvorones y bebemos champán. ¡Feliz Navidad a todos!
miércoles, 19 de diciembre de 2012
La secesión legal
CiU y ERC han pactado, como era de prever, la celebración de un referéndum sobre la secesión de Cataluña. Sin ninguna duda, el gobierno central tiene absoluta legitimidad para impedirlo. Las leyes están para cumplirlas, y Cataluña no puede separarse legalmente de España sin que antes se reforme drásticamente la constitución por el procedimiento que prevé el artículo 168: Mayoría de dos tercios del congreso y el senado, disolución de las Cortes, elecciones legislativas, ratificación de la nueva constitución por dos tercios de las nuevas Cortes y referéndum (en toda España, por supuesto).
El problema de que el gobierno central impidiera el referéndum secesionista sería que los independentistas explotarían la situación con la demagogia acostumbrada y gritarían a los cuatro vientos que España no permite a los catalanes ejercer la democracia, pese a que desde 1976 han podido votar en cuarenta ocasiones (más de una vez al año, de promedio) en elecciones locales, autonómicas, generales, europeas y varios referendos, entre ellos el de la constitución y dos estatutos. Por desgracia, la escasa cultura política de la población catalana (en esto, muy parecida a la del resto de España), unida al servilismo hacia la Generalitat de la mayoría de medios de comunicación regionales, tanto públicos como privados, permitiría que este victimismo calase ampliamente y se pudiera llegar a una situación de grave tensión, con una sociedad catalana aparentemente unida en bloque contra el gobierno de Madrid.
Existe una alternativa legal a esta situación. Consiste en que el gobierno central autorizara un referéndum en Cataluña (cosa que el artículo 149, 1, 32ª le permite expresamente), con las siguientes condiciones:
1ª. Se negociaría entre el gobierno central y el autonómico la fecha y la redacción de la pregunta. (No valdría algo así como "¿Desea usted que Cataluña sea un estado independiente, próspero, libre y pacífico dentro de la Unión Europea, que se acabe el hambre en el mundo y que a todo catalán le toque la lotería al menos una vez en la vida?")
2ª. El sí a la secesión solo sería considerado válido si obtuviera un resultado superior al 50 % del censo. (No solo de los votos.)
3ª. En caso de ganar el no, no podría autorizarse otro referéndum de secesión en un determinado período de tiempo. (Por ejemplo 40 años, el tiempo que pronto llevará vigente la constitución.)
4ª. En caso de ganar el sí, el gobierno español se comprometería a reformar la constitución según el artículo 168, de manera que permitiera la secesión ordenada de Cataluña.
5ª. En caso de que el pueblo español no ratificara en referéndum la reforma constitucional, el gobierno catalán debería acatar el resultado, y comprometerse a no plantear de nuevo la autodeterminación antes de un período acordado.
Una virtud de esta alternativa legal es que los separatistas podrían perder el referéndum, con lo cual se aplazaría el problema durante bastante tiempo, quizás indefinidamente. Y previsiblemente el nacionalismo saldría bastante tocado. Lo peor que podría ocurrir sería lo previsto en la 5ª condición, que hubiera un "choque de trenes" entre los votantes catalanes y la voluntad del pueblo español expresada en referéndum. Pero creo que es difícil que se llegue a esta situación, por dos razones:
La primera es que, si una mayoría del censo de catalanes optara por la separación, en los términos descritos de legalidad y juego limpio, lo más probable es que el conjunto de los españoles también lo aprobara. Incluso muchos catalanes que votaríamos no sin dudarlo en el referéndum catalán, aceptaríamos con democrática resignación un resultado adverso, votando después sí en el referéndum nacional, o por lo menos absteniéndonos.
La segunda razón por la que no creo que se llegara al choque de trenes es que, después de todo, difícilmente los nacionalistas aceptarían la alternativa legal, es decir, se avendrían a negociar los términos del referéndum y, sobre todo, a pasar por la reforma constitucional. Y creo que esta puede ser la principal virtud de esta propuesta. Si el gobierno llegara a plantearla (aunque tampoco debe precipitarse), restaría credibilidad a las facilonas acusaciones de cerrazón e inmovilismo, y centraría el debate en la cuestión esencial, que es el respeto al Estado de derecho. Si los nacionalistas se niegan a la alternativa legal, el gobierno español se cargaría aún más de razón para impedir cualquier acción unilateral, es decir, ilegal. Porque la política por definición consiste en convencer, en sumar voluntades, en conseguir apoyos o como mínimo desmovilizar oponentes. Sin ello, no hay fuerza que valga, por muy legal que sea.
El problema de que el gobierno central impidiera el referéndum secesionista sería que los independentistas explotarían la situación con la demagogia acostumbrada y gritarían a los cuatro vientos que España no permite a los catalanes ejercer la democracia, pese a que desde 1976 han podido votar en cuarenta ocasiones (más de una vez al año, de promedio) en elecciones locales, autonómicas, generales, europeas y varios referendos, entre ellos el de la constitución y dos estatutos. Por desgracia, la escasa cultura política de la población catalana (en esto, muy parecida a la del resto de España), unida al servilismo hacia la Generalitat de la mayoría de medios de comunicación regionales, tanto públicos como privados, permitiría que este victimismo calase ampliamente y se pudiera llegar a una situación de grave tensión, con una sociedad catalana aparentemente unida en bloque contra el gobierno de Madrid.
Existe una alternativa legal a esta situación. Consiste en que el gobierno central autorizara un referéndum en Cataluña (cosa que el artículo 149, 1, 32ª le permite expresamente), con las siguientes condiciones:
1ª. Se negociaría entre el gobierno central y el autonómico la fecha y la redacción de la pregunta. (No valdría algo así como "¿Desea usted que Cataluña sea un estado independiente, próspero, libre y pacífico dentro de la Unión Europea, que se acabe el hambre en el mundo y que a todo catalán le toque la lotería al menos una vez en la vida?")
2ª. El sí a la secesión solo sería considerado válido si obtuviera un resultado superior al 50 % del censo. (No solo de los votos.)
3ª. En caso de ganar el no, no podría autorizarse otro referéndum de secesión en un determinado período de tiempo. (Por ejemplo 40 años, el tiempo que pronto llevará vigente la constitución.)
4ª. En caso de ganar el sí, el gobierno español se comprometería a reformar la constitución según el artículo 168, de manera que permitiera la secesión ordenada de Cataluña.
5ª. En caso de que el pueblo español no ratificara en referéndum la reforma constitucional, el gobierno catalán debería acatar el resultado, y comprometerse a no plantear de nuevo la autodeterminación antes de un período acordado.
Una virtud de esta alternativa legal es que los separatistas podrían perder el referéndum, con lo cual se aplazaría el problema durante bastante tiempo, quizás indefinidamente. Y previsiblemente el nacionalismo saldría bastante tocado. Lo peor que podría ocurrir sería lo previsto en la 5ª condición, que hubiera un "choque de trenes" entre los votantes catalanes y la voluntad del pueblo español expresada en referéndum. Pero creo que es difícil que se llegue a esta situación, por dos razones:
La primera es que, si una mayoría del censo de catalanes optara por la separación, en los términos descritos de legalidad y juego limpio, lo más probable es que el conjunto de los españoles también lo aprobara. Incluso muchos catalanes que votaríamos no sin dudarlo en el referéndum catalán, aceptaríamos con democrática resignación un resultado adverso, votando después sí en el referéndum nacional, o por lo menos absteniéndonos.
La segunda razón por la que no creo que se llegara al choque de trenes es que, después de todo, difícilmente los nacionalistas aceptarían la alternativa legal, es decir, se avendrían a negociar los términos del referéndum y, sobre todo, a pasar por la reforma constitucional. Y creo que esta puede ser la principal virtud de esta propuesta. Si el gobierno llegara a plantearla (aunque tampoco debe precipitarse), restaría credibilidad a las facilonas acusaciones de cerrazón e inmovilismo, y centraría el debate en la cuestión esencial, que es el respeto al Estado de derecho. Si los nacionalistas se niegan a la alternativa legal, el gobierno español se cargaría aún más de razón para impedir cualquier acción unilateral, es decir, ilegal. Porque la política por definición consiste en convencer, en sumar voluntades, en conseguir apoyos o como mínimo desmovilizar oponentes. Sin ello, no hay fuerza que valga, por muy legal que sea.
domingo, 16 de diciembre de 2012
Encuentros en la tercera fase
La inversión de valores es un proceso cultural por el cual las concepciones de una minoría intelectual se difunden entre las masas, y en el que podemos distinguir tres fases. En la primera, que podríamos llamar fase crítica, determinados valores tradicionales son sometidos a un análisis sesgado a fin de cuestionar sus fundamentos, omitiendo los argumentos favorables a estos. La segunda fase, o fase progresista, ya no se limita a introducir la duda, sino que trata de poner de relieve los supuestos efectos nocivos de la moral tradicional, y solo estos. En la tercera y última fase, que llamaré propiamente fase de la inversión de valores, las consecuencias de la subversión de los valores tradicionales, antaño consideradas indeseables, son presentadas como lo "normal", como algo bueno en sí mismo.
Para el éxito del proceso, en la fase crítica es muy importante dar a entender que el análisis racionalista no tiene ningún efecto en la moralidad, que se trata de una cuestión meramente académica, un mero debate entre personas civilizadas, porque de lo contrario los críticos pueden ser acusados de minar la moral tradicional, y obligados a cesar en su labor intelectual, o por lo menos a reconocer sus posibles consecuencias sociales y tenerlas en cuenta en su análisis.
En la fase progresista, sucede algo muy curioso. Se juzgan como perversas las consecuencias de la moral tradicional, pero esto todavía se sigue haciendo (en parte, al menos) con la propia escala de valores tradicional. En cierto modo, los valores se minan desde dentro. La finalidad es que quienes están todavía inmersos en ellos no interpreten la subversión como si les estuvieran arrebatando sus convicciones más profundas, sino al contrario, como si se tratara de purificarlas, de eliminar sus inconsistencias.
Por último, desarmada toda prevención, la inversión de valores puede ya consumarse. Los efectos de los nuevos antivalores, que en las dos primeras fases hubieran escandalizado, ahora ya se pueden reconocer sin generar rechazo, porque ya hemos sustituido, de manera gradual e insensible, los valores tradicionales por los nuevos antivalores. Ahora solo queda una labor de afianzamiento, en la cual es muy importante mantener vivo el temor a una restauración de los antiguos principios morales.
Un ejemplo. La moral judeocristiana desaprueba la homosexualidad. La crítica ilustrada a la religión mantuvo durante dos siglos la misma desaprobación, pero sustituyó el concepto de pecado por el de enfermedad. Se consideraba que las "perversiones" (como se las llamaba en la literatura médica no hace tantos años) no eran de carácter moral, sino anomalías de tipo psicológico o fisiológico. Después llegó la segunda fase, en la cual el concepto de enfermedad se sustituye por el de opción u orientación sexual. La homosexualidad ya no es considerada ni un pecado ni una enfermedad, sino una condición libremente elegida, y que debe ser respetada. El homosexual se convierte en gay o lesbiana, términos de connotación reivindicativa. Por último, en la tercera fase, no solo se respeta la homosexualidad, sino que se promueve y se propone como modelo alternativo a seguir. Actualmente nos encontramos en algún punto intermedio entre la segunda y la tercera fase, si no plenamente en la última.
Esta es la conclusión a la que llegué ayer, cuando vi en Tele5 la entrevista que Jordi González le realizó a Jorge Javier Vázquez. En ella se vertieron críticas de tono injurioso contra el alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, porque ha iniciado una campaña contra el cruising (práctica de "citas a ciegas" homosexuales en lugares públicos) en una playa del municipio. En un momento de la entrevista, no recuerdo quién preguntó retóricamente (cito de memoria): "¿Es que ahora no se podrá follar en la playa?" En otra época, no hace muchos años, cualquiera hubiera respondido: "Naturalmente que no". De hecho, la propia pregunta (por no hablar del empleo de ese vocabulario en televisión) hubiera sido impensable, pues el sentido del pudor y la decencia no había sido sistemáticamente desprestigiado por años de propaganda ideológica. Pero ahora la inversión de los valores está llegando a su culminación.
Para la Iglesia, la homosexualidad no es una enfermedad, sino una conducta libremente elegida. (Lo cual no es incompatible en absoluto con que pueda existir una inclinación homosexual de causas genéticas o ambientales.) En esto coincide exactamente con el movimiento gay, pero evidentemente su conclusión es la opuesta: Puesto que la sodomía (como se decía antaño) es voluntaria, se trata de una conducta pecaminosa. Y como todo pecado, puede ser perdonado si hay arrepentimiento sincero. Lo que implica, por cierto, que ese arrepentimiento no se puede forzar: de esto somos más conscientes ahora que en épocas pasadas, lo cual puede que sea un efecto indirecto de las dos primeras fases de la inversión de los valores. Pero este mismo proceso ha continuado su propia lógica subversiva. Ahora ya no hay nada de lo que arrepentirse, y por tanto, se ve como "normal" y hasta saludable que determinados individuos acudan a lugares públicos para practicar una promiscuidad desesperada y autodestructiva, es decir, para negar su propia dignidad como seres humanos, que es lo que defiende el cristianismo y, supuestamente, el movimiento gay. Pero claro, eso era todavía en la segunda fase.
Para el éxito del proceso, en la fase crítica es muy importante dar a entender que el análisis racionalista no tiene ningún efecto en la moralidad, que se trata de una cuestión meramente académica, un mero debate entre personas civilizadas, porque de lo contrario los críticos pueden ser acusados de minar la moral tradicional, y obligados a cesar en su labor intelectual, o por lo menos a reconocer sus posibles consecuencias sociales y tenerlas en cuenta en su análisis.
En la fase progresista, sucede algo muy curioso. Se juzgan como perversas las consecuencias de la moral tradicional, pero esto todavía se sigue haciendo (en parte, al menos) con la propia escala de valores tradicional. En cierto modo, los valores se minan desde dentro. La finalidad es que quienes están todavía inmersos en ellos no interpreten la subversión como si les estuvieran arrebatando sus convicciones más profundas, sino al contrario, como si se tratara de purificarlas, de eliminar sus inconsistencias.
Por último, desarmada toda prevención, la inversión de valores puede ya consumarse. Los efectos de los nuevos antivalores, que en las dos primeras fases hubieran escandalizado, ahora ya se pueden reconocer sin generar rechazo, porque ya hemos sustituido, de manera gradual e insensible, los valores tradicionales por los nuevos antivalores. Ahora solo queda una labor de afianzamiento, en la cual es muy importante mantener vivo el temor a una restauración de los antiguos principios morales.
Un ejemplo. La moral judeocristiana desaprueba la homosexualidad. La crítica ilustrada a la religión mantuvo durante dos siglos la misma desaprobación, pero sustituyó el concepto de pecado por el de enfermedad. Se consideraba que las "perversiones" (como se las llamaba en la literatura médica no hace tantos años) no eran de carácter moral, sino anomalías de tipo psicológico o fisiológico. Después llegó la segunda fase, en la cual el concepto de enfermedad se sustituye por el de opción u orientación sexual. La homosexualidad ya no es considerada ni un pecado ni una enfermedad, sino una condición libremente elegida, y que debe ser respetada. El homosexual se convierte en gay o lesbiana, términos de connotación reivindicativa. Por último, en la tercera fase, no solo se respeta la homosexualidad, sino que se promueve y se propone como modelo alternativo a seguir. Actualmente nos encontramos en algún punto intermedio entre la segunda y la tercera fase, si no plenamente en la última.
Esta es la conclusión a la que llegué ayer, cuando vi en Tele5 la entrevista que Jordi González le realizó a Jorge Javier Vázquez. En ella se vertieron críticas de tono injurioso contra el alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, porque ha iniciado una campaña contra el cruising (práctica de "citas a ciegas" homosexuales en lugares públicos) en una playa del municipio. En un momento de la entrevista, no recuerdo quién preguntó retóricamente (cito de memoria): "¿Es que ahora no se podrá follar en la playa?" En otra época, no hace muchos años, cualquiera hubiera respondido: "Naturalmente que no". De hecho, la propia pregunta (por no hablar del empleo de ese vocabulario en televisión) hubiera sido impensable, pues el sentido del pudor y la decencia no había sido sistemáticamente desprestigiado por años de propaganda ideológica. Pero ahora la inversión de los valores está llegando a su culminación.
Para la Iglesia, la homosexualidad no es una enfermedad, sino una conducta libremente elegida. (Lo cual no es incompatible en absoluto con que pueda existir una inclinación homosexual de causas genéticas o ambientales.) En esto coincide exactamente con el movimiento gay, pero evidentemente su conclusión es la opuesta: Puesto que la sodomía (como se decía antaño) es voluntaria, se trata de una conducta pecaminosa. Y como todo pecado, puede ser perdonado si hay arrepentimiento sincero. Lo que implica, por cierto, que ese arrepentimiento no se puede forzar: de esto somos más conscientes ahora que en épocas pasadas, lo cual puede que sea un efecto indirecto de las dos primeras fases de la inversión de los valores. Pero este mismo proceso ha continuado su propia lógica subversiva. Ahora ya no hay nada de lo que arrepentirse, y por tanto, se ve como "normal" y hasta saludable que determinados individuos acudan a lugares públicos para practicar una promiscuidad desesperada y autodestructiva, es decir, para negar su propia dignidad como seres humanos, que es lo que defiende el cristianismo y, supuestamente, el movimiento gay. Pero claro, eso era todavía en la segunda fase.
miércoles, 5 de diciembre de 2012
Dónde está la gracia
Por el blog Contando estrelas me entero del enésimo ataque a los católicos perpetrado desde un canal de televisión, en concreto La Sexta. [En realidad se emitió desde Antena 3, como me rectifica el autor del blog, Elentir. Ver los comentarios a esta entrada.] Dado que esta ha sido absorbida recientemente por Antena 3, el autor del blog secunda la "huelga de audiencia" contra todos los medios del grupo de comunicación. No me parece muy atinado un boicot tan genérico. ¿Qué culpa tiene, por ejemplo, Carlos Herrera, que trabaja en Onda Cero, de los contenidos de un programa de una de las televisiones pertenecientes al grupo del señor Lara? Pero no quería hablar de esto, sino ir a la cuestión de fondo.
Les resumo rápidamente la mamarrachada. En el programa del canal citado, "El hormiguero", el humorista (?) Leo Bassi se dedica a mofarse de la Iglesia Católica, anunciando la fundación de una nueva religión llamada patolicismo, que girará en torno al culto a un patito de goma. Hasta aquí, simplemente no le veo la gracia. (En este sitio se puede ver el vídeo.) Es todo indeciblemente más vulgar que la patafísica inspirada en Alfred Jarry, pero la cosa no merecería mayor comentario. Sin embargo, no contento con esto, Bassi se interna decididamente en el terreno del mal gusto, invitando a los espectadores a acudir a la ceremonia "patólica" de una boda entre una mujer y una perra, para recrearse en el carácter zoofílico y lésbico (sic) del acto. Todo ello parece una parodia del sectarismo laicista elaborada por su peor enemigo. La pregunta que surge inevitablemente es: ¿Por qué esa furia anticlerical y anticatólica tan destemplada? Y solo me cabe una respuesta: Bassi está absolutamente convencido de que el catolicismo, además de equivocado, es una perfecta estupidez. Y para pensar esto, tiene que ser bastante estúpido uno mismo.
Personalmente, estoy convencido de que ciertas ideologías, como por ejemplo el socialismo, o ciertas religiones, como por ejemplo el islam, son erróneas. Pero nunca se me ha pasado por la cabeza que sean estúpidas. En todo caso, pueden ser estúpidos algunos entre quienes creen en ellas. ¡Incluso hay idiotas que defienden por accidente ideas acertadas! Por supuesto que existen argumentos inteligentes contra el cristianismo, lo que no significa que estén en lo cierto. Pero quien elabora o repite un argumento estúpido contra algo, inevitablemente se comporta como un tonto, tanto si ese algo es verdad como si es falso. Si lo primero, porque yerra; si lo segundo, porque perjudica su propia causa, al comprometerla con argumentos falaces. Naturalmente, no se trata de elevar las obscenidades de Bassi a la categoría de argumentos. Son simplemente estupideces de pésimo gusto, que más bien deberían tener el efecto de avergonzar a cualquier laicista. Por eso no creo que sea necesario ningún boicot, ni siquiera a "El hormiguero". Se lo hacen ellos solitos.
Les resumo rápidamente la mamarrachada. En el programa del canal citado, "El hormiguero", el humorista (?) Leo Bassi se dedica a mofarse de la Iglesia Católica, anunciando la fundación de una nueva religión llamada patolicismo, que girará en torno al culto a un patito de goma. Hasta aquí, simplemente no le veo la gracia. (En este sitio se puede ver el vídeo.) Es todo indeciblemente más vulgar que la patafísica inspirada en Alfred Jarry, pero la cosa no merecería mayor comentario. Sin embargo, no contento con esto, Bassi se interna decididamente en el terreno del mal gusto, invitando a los espectadores a acudir a la ceremonia "patólica" de una boda entre una mujer y una perra, para recrearse en el carácter zoofílico y lésbico (sic) del acto. Todo ello parece una parodia del sectarismo laicista elaborada por su peor enemigo. La pregunta que surge inevitablemente es: ¿Por qué esa furia anticlerical y anticatólica tan destemplada? Y solo me cabe una respuesta: Bassi está absolutamente convencido de que el catolicismo, además de equivocado, es una perfecta estupidez. Y para pensar esto, tiene que ser bastante estúpido uno mismo.
Personalmente, estoy convencido de que ciertas ideologías, como por ejemplo el socialismo, o ciertas religiones, como por ejemplo el islam, son erróneas. Pero nunca se me ha pasado por la cabeza que sean estúpidas. En todo caso, pueden ser estúpidos algunos entre quienes creen en ellas. ¡Incluso hay idiotas que defienden por accidente ideas acertadas! Por supuesto que existen argumentos inteligentes contra el cristianismo, lo que no significa que estén en lo cierto. Pero quien elabora o repite un argumento estúpido contra algo, inevitablemente se comporta como un tonto, tanto si ese algo es verdad como si es falso. Si lo primero, porque yerra; si lo segundo, porque perjudica su propia causa, al comprometerla con argumentos falaces. Naturalmente, no se trata de elevar las obscenidades de Bassi a la categoría de argumentos. Son simplemente estupideces de pésimo gusto, que más bien deberían tener el efecto de avergonzar a cualquier laicista. Por eso no creo que sea necesario ningún boicot, ni siquiera a "El hormiguero". Se lo hacen ellos solitos.
La LOMCE y sus enemigos
El Anteproyecto de Ley Orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE) del ministro Wert parte de la constatación de que el sistema educativo español tiene un problema de calidad: abandono escolar, bajas calificaciones en las evaluaciones internacionales y reducido número de estudiantes en alcanzar la excelencia. Si el principal objetivo de la educación debe ser permitir la movilidad social, no es suficiente con su universalidad, sino que es fundamental la calidad de la enseñanza recibida. De nada sirve una igualación en la mediocridad.
Para ello la LOMCE emprende una moficación de la anterior Ley Orgánica de Educación, de 2006, consistente básicamente en los siguientes puntos:
-Simplificación del currículo (es decir, priorizar las asignaturas importantes).
-Facilitar que los alumnos puedan seguir distintas trayectorias según sus capacidades.
-Reforzar los conocimientos instrumentales, como idiomas o matemáticas.
-Instaurar sistemas de evaluación nacional, de manera que los centros educativos tengan una referencia clara de sus objetivos y que sus resultados sean conocidos.
-Aumentar la autonomía de los centros y la rendición de cuentas de los docentes, para favorecer la competitividad y la especialización.
-Reforzar la Formación Profesional.
-Hacer efectivo el derecho a estudiar en español en las comunidades autónomas con lenguas cooficiales y asegurar unos contenidos troncales comunes en todo el territorio nacional.
-Eliminar una asignatura de adoctrinamiento obligatorio como era Educación para la Ciudadanía, y permitir a los padres elegir entre religión y "Valores Culturales y Sociales" (Primaria) o "Valores Éticos" (ESO).
En resumen, todo esto se podría resumir en tres o cuatro ideas fundamentales: Que los centros educativos funcionen con criterios mensurables de eficiencia, eliminar adoctrinamiento ideológico o nacionalista, y que el objetivo de la enseñanza no es conseguir un gran número de titulados universitarios en paro, sino personas formadas para la profesión que elijan. Puro sentido común. No es de extrañar, por tanto, que izquierdistas, nacionalistas y laicistas hayan puesto el grito en el cielo.
La izquierda detesta que los alumnos que tienen más talento y que se esfuerzan más obtengan mejores resultados, y que los caminos de los estudiantes puedan divergir según sus capacidades. Ellos quieren que todos sean iguales, que todos vayan a las mismas clases y estudien lo mismo, aunque el resultado sea que muchos lleguen a la universidad con faltas de ortografía y sin saber quién era Gracián. Vamos, que podamos presumir como Cuba de tener un gran porcentaje de población con una titulación superior, aunque no tenga donde caerse muerta.
Los nacionalistas ven cualquier intento de legislar en educación desde el gobierno central como una injerencia inadmisible en sus competencias, porque para su poder es básico el control de los medios de comunicación y el sistema educativo. Lamentablemente, el hecho es que tienen cedidas las competencias, por lo que ninguna ley orgánica va a resolver este problema.
Por último, los laicistas quieren que la alternativa a la religión sea el patio, para que los que optan por conocer los fundamentos cristianos de nuestra civilización sean los menos, y los tentados por el recreo los más. (Sobre todo a partir de la edad en que se resisten más a la opinión paterna.) Aunque su objetivo sea perverso, al menos hay que reconocer que de algún modo los laicistas tienen razón. Porque eso de los valores culturales, sociales o éticos sin referencia trascendente no deja de ser una engañifa, aunque se trate de una de las engañifas con más prestigio apadrinadas por la intelectualidad. Basta citar algunas de las últimas obras de Savater, de Salvador Giner (El origen de la moral, Península, 2012) o Norbert Bilbeny (Ética, Ariel, 2012), para constatar el heroico empeño en ofrecernos la salvación laica, en fundamentar algo así como una ética de manual de autoayuda al estilo de "Cómo ser buenos sin esfuerzo (y sin todos esos incordios de Dios, el pecado y la culpa)".
A pesar del escepticismo que pueda inspirar la enésima reforma educativa de la democracia, sus enemigos no pueden conseguir otra cosa, en mi caso, que hacerme simpatizar con ella. Ojalá lograra solo la mitad de los que pretende, que sería mucho.
Para ello la LOMCE emprende una moficación de la anterior Ley Orgánica de Educación, de 2006, consistente básicamente en los siguientes puntos:
-Simplificación del currículo (es decir, priorizar las asignaturas importantes).
-Facilitar que los alumnos puedan seguir distintas trayectorias según sus capacidades.
-Reforzar los conocimientos instrumentales, como idiomas o matemáticas.
-Instaurar sistemas de evaluación nacional, de manera que los centros educativos tengan una referencia clara de sus objetivos y que sus resultados sean conocidos.
-Aumentar la autonomía de los centros y la rendición de cuentas de los docentes, para favorecer la competitividad y la especialización.
-Reforzar la Formación Profesional.
-Hacer efectivo el derecho a estudiar en español en las comunidades autónomas con lenguas cooficiales y asegurar unos contenidos troncales comunes en todo el territorio nacional.
-Eliminar una asignatura de adoctrinamiento obligatorio como era Educación para la Ciudadanía, y permitir a los padres elegir entre religión y "Valores Culturales y Sociales" (Primaria) o "Valores Éticos" (ESO).
En resumen, todo esto se podría resumir en tres o cuatro ideas fundamentales: Que los centros educativos funcionen con criterios mensurables de eficiencia, eliminar adoctrinamiento ideológico o nacionalista, y que el objetivo de la enseñanza no es conseguir un gran número de titulados universitarios en paro, sino personas formadas para la profesión que elijan. Puro sentido común. No es de extrañar, por tanto, que izquierdistas, nacionalistas y laicistas hayan puesto el grito en el cielo.
La izquierda detesta que los alumnos que tienen más talento y que se esfuerzan más obtengan mejores resultados, y que los caminos de los estudiantes puedan divergir según sus capacidades. Ellos quieren que todos sean iguales, que todos vayan a las mismas clases y estudien lo mismo, aunque el resultado sea que muchos lleguen a la universidad con faltas de ortografía y sin saber quién era Gracián. Vamos, que podamos presumir como Cuba de tener un gran porcentaje de población con una titulación superior, aunque no tenga donde caerse muerta.
Los nacionalistas ven cualquier intento de legislar en educación desde el gobierno central como una injerencia inadmisible en sus competencias, porque para su poder es básico el control de los medios de comunicación y el sistema educativo. Lamentablemente, el hecho es que tienen cedidas las competencias, por lo que ninguna ley orgánica va a resolver este problema.
Por último, los laicistas quieren que la alternativa a la religión sea el patio, para que los que optan por conocer los fundamentos cristianos de nuestra civilización sean los menos, y los tentados por el recreo los más. (Sobre todo a partir de la edad en que se resisten más a la opinión paterna.) Aunque su objetivo sea perverso, al menos hay que reconocer que de algún modo los laicistas tienen razón. Porque eso de los valores culturales, sociales o éticos sin referencia trascendente no deja de ser una engañifa, aunque se trate de una de las engañifas con más prestigio apadrinadas por la intelectualidad. Basta citar algunas de las últimas obras de Savater, de Salvador Giner (El origen de la moral, Península, 2012) o Norbert Bilbeny (Ética, Ariel, 2012), para constatar el heroico empeño en ofrecernos la salvación laica, en fundamentar algo así como una ética de manual de autoayuda al estilo de "Cómo ser buenos sin esfuerzo (y sin todos esos incordios de Dios, el pecado y la culpa)".
A pesar del escepticismo que pueda inspirar la enésima reforma educativa de la democracia, sus enemigos no pueden conseguir otra cosa, en mi caso, que hacerme simpatizar con ella. Ojalá lograra solo la mitad de los que pretende, que sería mucho.
martes, 27 de noviembre de 2012
El País reconoce que la izquierda empezó la Guerra Civil
Aznar ha estado brillante en la entrevista que le ha hecho esta mañana Carlos Herrera en Onda Cero, con motivo de la primera entrega de sus memorias. (Solo ha resultado poco convincente cuando Arcadi Espada le ha preguntado por el sacrificio de Vidal-Quadras en 1996.) Lo bueno ha venido al final, cuando el expresidente se ha referido a una información de El País digital, que acababa de leer en el trayecto hacia la emisora. Según ese medio, ayer, en la presentación de su libro, Aznar rememoró la guerra civil para analizar la situación catalana. (El titular lo han cambiado, pero en internet todo deja rastro.) Aznar ha puntualizado que él se refirió a los sucesos de 1934, cuando el gobierno catalán (y el PSOE de Largo Caballero: esto lo rememoro yo) se rebeló contra el gobierno legítimo de la república. Y ha añadido, recreándose en la ironía, que le sorprende gratamente que por fin El País haga suya la tesis de Pío Moa, esto es, que la guerra civil empezó realmente con la revolución de octubre del 34, promovida por la izquierda. Desde luego, sería un gran avance, pero, bromas aparte, seguro que no ocurrirá, porque supone derribar uno de los dogmas básicos del credo progresista. El otro es que los intelectuales son intrínsecamente de izquierdas. Pero no siempre es así. A veces, como observó Chesterton, hay inteligencia incluso en la intelligentsia.
martes, 20 de noviembre de 2012
Franco de serie B
El franquismo fue un régimen dictatorial. Lo cual casi nadie discute que es malo en sí mismo. ¿Tuvo sin embargo aspectos positivos? Una vez alguien me replicó: "Hombre, claro, si nos ponemos a buscar, hasta en Hitler encontraríamos alguna virtud". Pero el hecho de que Hitler fuera amante de la música y de los perros es irrelevante. Lo que importa es que, tras doce años de su régimen, Alemania estaba arrasada, y que millones de judíos habían sido exterminados. El balance del nacionalsocialismo es objetivamente desastroso, se mire por donde se mire. Sin embargo, es obvio que con el franquismo ocurre más bien lo contrario. A la muerte de Franco, España no solo estaba mucho mejor, en el aspecto material, que tras la guerra civil (cosa que tendría escaso mérito), sino claramente muchísimo mejor que en 1931, cuando se proclamó la República. Y ello con un nivel de represión muy inferior a la Europa Oriental comunista, cuyos ciudadanos no podían salir del país ni acceder a una fotocopiadora. Franco creó un régimen autoritario personal, en el cual el partido único estaba supeditado al Estado, y no al revés, lo que a su muerte facilitó una transición a la democracia universalmente alabada. Además, los índices de delincuencia y anomia social (rupturas familiares, malos tratos, drogadicción, telebasura, etc) se habían mantenido por debajo de otros países de nuestro entorno, empezando a incrementarse en los años posteriores a la muerte del dictador. Asimismo, el régimen franquista legó una enseñanza de calidad, que empezó a degradarse en los años noventa con la legislación socialista.
Todo esto son hechos objetivos, que solo personas mal informadas o parciales pueden negar. Pero lo cierto es que treinta y siete años después de la muerte del general, sigue siendo prácticamente imposible señalar estas obviedades sin que a uno le cubran de insultos y se le condene al ostracismo. (Pío Moa es el autor más importante que ha sufrido este tipo de consecuencias por su labor intelectual.) Bien es cierto que esta tergiversación del pasado es inseparable de una grave tergiversación del presente, por la cual los fenómenos de descomposición moral que nos afligen son considerados más bien como síntomas de progreso. Ya no tenemos una enseñanza "autoritaria" y "memorística"; ya no estamos dominados por los "prejuicios católicos contra el sexo", etc.
La revista Interviú ha publicado un número especial con fotos inéditas de Franco. En realidad, las fotografías no son nada del otro mundo. El redactor pretende que vienen a cuestionar el mito del dictador austero, al mostrarlo practicando un deporte entonces elitista, como el tenis, o en escenas cinegéticas, rodeado por un séquito relativamente fastuoso. Dice: "Cabras hispánicas abatidas, ristras de patos cazados; (...) salmones colosales... formaban parte de la rutina de Franco. El resto del país vivía condenado a una cartilla de racionamiento." Lo de la cartilla de racionamiento es válido por la época de las fotografías, los años cuarenta; pero no deja de ser una observación puerilmente demagógica, como la de quienes reprocharon a Juan Carlos que fuera a cazar elefantes a Botswana, mientras hay españoles que sufren penurias económicas.
Al reportaje se unen tres semblanzas literarias de Franco: Una visceralmente contraria de Juan José Millás, otra más bien neutra de Juan Pablo Fusi, y una tercera de Luis Suárez Fernández, muy favorable, pero basada en hechos incuestionables. El texto de Millás, titulado "Complejo de generalísimo" es un ejemplo de deformación ideológica llevada al delirio. Sin el menor asomo de justificación empírica, describe a Franco como un pobre hombre acomplejado por su estatura, su barriga y su voz atiplada, "de ahí que odiara el sexo, el baile, la lectura, la gastronomía, el júbilo, el pensamiento y la existencia en general." No solo elucubra con nociones psicológicas de telefilme, sino que incluso retuerce aquellos hechos que indicarían algo loable de la persona del anterior jefe de Estado, para que parezcan lo contrario. ¿Que fue el general más joven de Europa? Claro, eso se debió a que "los méritos de guerra servían para trepar por el escalafón", como si tales méritos fueran vicios inconfesables. ¿Qué era un hombre amante de su familia? Sí, pero se trataba de "una de las familias más mediocres de la historia de la humanidad" (¡!). Ah, y por supuesto, Franco se pasó los "cuarenta años matando", hasta convertir a España en una "funeraria".
Cuando uno se sitúa en determinada atalaya ideológica parece que toda exageración y toda mentira está justificada. Pero esta actitud perjudica incluso a la causa que supuestamente defiende. Si para condenar la represión política franquista nos inventamos un cuento de terror y vesania, estamos dando a entender que, descrita en sus justos términos, aquella no sería tan grave. Hubo policías torturadores, hubo ejecuciones injustas, hubo asesinatos. Eso es suficientemente condenable, sin necesidad de convertir el franquismo en un holocausto, cosa que a todas luces no fue. Los que éramos demasiado pequeños cuando Franco murió, e incluso los que todavía no habían nacido, tenemos el testimonio de padres y abuelos, de películas de la época, de libros. Es imposible falsificar de manera tan obvia la historia reciente, salvo que uno sea propenso también a falsificar el presente.
Todo esto son hechos objetivos, que solo personas mal informadas o parciales pueden negar. Pero lo cierto es que treinta y siete años después de la muerte del general, sigue siendo prácticamente imposible señalar estas obviedades sin que a uno le cubran de insultos y se le condene al ostracismo. (Pío Moa es el autor más importante que ha sufrido este tipo de consecuencias por su labor intelectual.) Bien es cierto que esta tergiversación del pasado es inseparable de una grave tergiversación del presente, por la cual los fenómenos de descomposición moral que nos afligen son considerados más bien como síntomas de progreso. Ya no tenemos una enseñanza "autoritaria" y "memorística"; ya no estamos dominados por los "prejuicios católicos contra el sexo", etc.
La revista Interviú ha publicado un número especial con fotos inéditas de Franco. En realidad, las fotografías no son nada del otro mundo. El redactor pretende que vienen a cuestionar el mito del dictador austero, al mostrarlo practicando un deporte entonces elitista, como el tenis, o en escenas cinegéticas, rodeado por un séquito relativamente fastuoso. Dice: "Cabras hispánicas abatidas, ristras de patos cazados; (...) salmones colosales... formaban parte de la rutina de Franco. El resto del país vivía condenado a una cartilla de racionamiento." Lo de la cartilla de racionamiento es válido por la época de las fotografías, los años cuarenta; pero no deja de ser una observación puerilmente demagógica, como la de quienes reprocharon a Juan Carlos que fuera a cazar elefantes a Botswana, mientras hay españoles que sufren penurias económicas.
Al reportaje se unen tres semblanzas literarias de Franco: Una visceralmente contraria de Juan José Millás, otra más bien neutra de Juan Pablo Fusi, y una tercera de Luis Suárez Fernández, muy favorable, pero basada en hechos incuestionables. El texto de Millás, titulado "Complejo de generalísimo" es un ejemplo de deformación ideológica llevada al delirio. Sin el menor asomo de justificación empírica, describe a Franco como un pobre hombre acomplejado por su estatura, su barriga y su voz atiplada, "de ahí que odiara el sexo, el baile, la lectura, la gastronomía, el júbilo, el pensamiento y la existencia en general." No solo elucubra con nociones psicológicas de telefilme, sino que incluso retuerce aquellos hechos que indicarían algo loable de la persona del anterior jefe de Estado, para que parezcan lo contrario. ¿Que fue el general más joven de Europa? Claro, eso se debió a que "los méritos de guerra servían para trepar por el escalafón", como si tales méritos fueran vicios inconfesables. ¿Qué era un hombre amante de su familia? Sí, pero se trataba de "una de las familias más mediocres de la historia de la humanidad" (¡!). Ah, y por supuesto, Franco se pasó los "cuarenta años matando", hasta convertir a España en una "funeraria".
Cuando uno se sitúa en determinada atalaya ideológica parece que toda exageración y toda mentira está justificada. Pero esta actitud perjudica incluso a la causa que supuestamente defiende. Si para condenar la represión política franquista nos inventamos un cuento de terror y vesania, estamos dando a entender que, descrita en sus justos términos, aquella no sería tan grave. Hubo policías torturadores, hubo ejecuciones injustas, hubo asesinatos. Eso es suficientemente condenable, sin necesidad de convertir el franquismo en un holocausto, cosa que a todas luces no fue. Los que éramos demasiado pequeños cuando Franco murió, e incluso los que todavía no habían nacido, tenemos el testimonio de padres y abuelos, de películas de la época, de libros. Es imposible falsificar de manera tan obvia la historia reciente, salvo que uno sea propenso también a falsificar el presente.
lunes, 19 de noviembre de 2012
El fátum de la corrupción
No sé si la corrupción en Cataluña es superior a la del resto de España. Cualitativamente es en todas partes lo mismo. Primero: Un aparato de captación de mordidas, básicamente a empresas constructoras, que a través de una ingeniería financiera de sociedades interpuestas, facturas inventadas y cuentas en el extranjero, canaliza el dinero hasta las arcas de los partidos y los bolsillos de dirigentes e intermediarios. Segundo: Unos jueces humanos, demasiado humanos. No hay que perderse la columna de Sostres de hoy en El Mundo, donde recuerda cómo se compraron los magistrados que hubieran debido procesar a Jordi Pujol por el caso Banca Catalana. Pero pensemos también en tantos ejemplos a nivel nacional, en la sentencia sobre la expropiación de Rumasa, en los narcotraficantes liberados "por error", etc. Tercero: Una policía de partido, tan competente para investigar a las formaciones de la oposición, como hábil para destruir pruebas que incriminen al partido gobernante. Policía cuyo servilismo con los políticos corruptos se convierte en sistemático en la medida en que también ella está corroída por la corrupción: Droga decomisada que desaparece de la comisaría, indicios de connivencia con el narcotráfico... de nuevo, tenemos ejemplos desde Sevilla a Barcelona. Y cuarto y más grave: Una opinión pública que apenas se inmuta ante casos de corrupción. Lo mismo en Andalucía (¿quién sigue gobernando pese a los casos Mercasevilla y EREs irregulares varios?) que en Cataluña.
Dice Jiménez Losantos que hay que "cortar con esa gangrena" de Cataluña. O sea, aceptar la secesión. Como si la corrupción, en sus cuatro aspectos enumerados, fuera un problema solo a partir de Alcanar. Por desgracia, no es así. Cataluña, en esto como en tantas cosas, no es diferente del resto de España, es españolísima. Su única singularidad se halla en su tamaño. "El meu país és tan petit...", canta Lluís Llach. Claro, al ser más pequeña, es menos plural. Solo hay dos periódicos importantes en Barcelona. Solo hay, prácticamente, una televisión privada de ámbito regional, 8TV, que pertenece al conde de Godó, como La Vanguardia. Solo hay dos equipos de fútbol en primera división, y no siempre. El nacionalismo separatista (por contraste con otros nacionalismos históricos, como el alemán o el ruso), es una enfermedad propia de países pequeños, que se construyen una imagen de unidad homogénea más fácilmente que un país grande y diverso. La corrupción puede que también florezca más fácilmente en ámbitos más reducidos, menos ventilados. Pero no procede de un fátum catalán propio, un ADN defectuoso al cual estemos condenados desde los tiempos del Consell de Cent. No en mayor medida que la Mallorca de María Antonia Munar o la Sicilia de Mario Puzo.
Dice Jiménez Losantos que hay que "cortar con esa gangrena" de Cataluña. O sea, aceptar la secesión. Como si la corrupción, en sus cuatro aspectos enumerados, fuera un problema solo a partir de Alcanar. Por desgracia, no es así. Cataluña, en esto como en tantas cosas, no es diferente del resto de España, es españolísima. Su única singularidad se halla en su tamaño. "El meu país és tan petit...", canta Lluís Llach. Claro, al ser más pequeña, es menos plural. Solo hay dos periódicos importantes en Barcelona. Solo hay, prácticamente, una televisión privada de ámbito regional, 8TV, que pertenece al conde de Godó, como La Vanguardia. Solo hay dos equipos de fútbol en primera división, y no siempre. El nacionalismo separatista (por contraste con otros nacionalismos históricos, como el alemán o el ruso), es una enfermedad propia de países pequeños, que se construyen una imagen de unidad homogénea más fácilmente que un país grande y diverso. La corrupción puede que también florezca más fácilmente en ámbitos más reducidos, menos ventilados. Pero no procede de un fátum catalán propio, un ADN defectuoso al cual estemos condenados desde los tiempos del Consell de Cent. No en mayor medida que la Mallorca de María Antonia Munar o la Sicilia de Mario Puzo.
domingo, 18 de noviembre de 2012
Dilemas morales
En la página 16 del suplemento "Crónica" de El Mundo de este domingo, 18 de noviembre, se cuenta la historia de Savita Halappanavar, una mujer india que murió hace unas semanas en un hospital de Irlanda, "tras negarse los médicos a practicarle un aborto". La redacción del artículo sugiere dos cosas que no se desprenden en rigor de los hechos. La primera, que la muerte de la mujer fue a causa de no practicarle un aborto. La segunda, que S. Halappanavar es una víctima de la superstición católica, que impide abortar para salvar la vida de la madre "en pleno siglo XXI", como exclama el desconsolado viudo. (Solo se nos aporta su versión, no la de los médicos.)
Los hechos son los siguientes: Savita, embarazada de 17 semanas, acude al hospital con dolores de espalda el 21 de octubre. Los médicos le dicen que sufre dilatación del útero y pérdida de líquido amniótico, por lo que el feto no sobrevivirá; solo queda esperar que se produzca un aborto natural. La mujer al día siguiente pide que se le realice un aborto, pero los médicos se niegan: No podrán extraer el feto hasta que no se certifique su muerte cardiológica. La tarde del martes, el estado de la paciente empeora, y es tratada con antibióticos. El miércoles, el bebé muere y es extraído del útero. "Al salir del quirófano estaba muy enferma", cuenta el marido. Su mujer muere cuatro días más tarde, el 28 de octubre, de una septicemia.
Por lo que se nos relata, no hay ninguna razón para establecer una relación causa-efecto entre no realizar un aborto y la muerte de la paciente. Al contrario, entre el ingreso en el hospital y su fallecimiento, se produce un aborto natural, por lo que con la misma razón se podría decir que fue el aborto la causa de la muerte. ¿Hubo una negligencia médica? No lo sabemos, pero con la información que proporciona el artículo, resulta imposible determinar en qué momento se podía haber producido una supuesta negligencia, si antes o después del aborto. Decir que la paciente "murió tras negarse los médicos a practicarle un aborto" es tendencioso, porque omite que ocurrieron más cosas durante la semana en que Savita estuvo hospitalizada; entre ellas, un aborto natural, solo tres días después de su ingreso. Si los médicos se hubieran adelantado dos días a la naturaleza, ¿estaría hoy viva Savita? Por la información del periódico no lo sabemos.
Este caso nos permite una reflexión más general, exactamente en el sentido opuesto al que pretende el redactor. El dilema que se nos sugiere, entre intentar salvar la vida de una madre o la del feto ¿se da en realidad en circunstancias que no ofrezcan la menor duda? ¿En qué sentido puede afirmarse que un embarazo pone en riesgo la vida de una mujer, de tal modo que la única opción posible sea provocar un aborto? ¿Nuestra avanzada medicina no es capaz de salvar a la madre de otra manera que provocando la muerte del feto? No pretendo tener respuestas a estas preguntas, pero me sorprende que se las dé por respondidas antes siquiera de plantearlas.
Como más pienso en este tema, más provida soy. No hace mucho, yo estaba sustancialmente de acuerdo con la anterior ley que despenalizaba los tres supuestos del aborto, aunque no con su abusiva aplicación. Veía aceptable que se pudiera realizar el aborto en caso de hallarse en riesgo la vida de la madre, pero no por cualquier riesgo para su salud; una diabetes gestacional o una depresión no lo justificarían. Consideraba aceptable el aborto en caso de malformaciones muy graves del feto, pero no por enfermedades genéticas como el síndrome de Down. Y estaba a favor del aborto cuando el embarazo es producto de una violación. Desde luego, de aplicarse con rigor estos supuestos de despenalización, el número de abortos se reduciría drásticamente.
Pero hoy incluso soy más radical, si se quiere llamarlo así. Puedo comprender perfectamente que una mujer no desee un hijo, porque es fruto de una violación, o porque una ecografía revele una grave discapacidad. Pero siempre se podrá darlo en adopción o acogida, y la ley debería facilitar este procedimiento. De hecho, es posible que, tras nueve meses de embarazo, la mujer pueda reconsiderar su idea inicial. El aborto en cambio es irreversible; si el arrepentimiento llega después, ya es demasiado tarde. Una vida humana bien vale el sacrificio de nueve meses de embarazo. El argumento de que eso debe decidirlo la mujer vale lo mismo para apoyar este supuesto de despenalización, que para justificar el aborto totalmente libre, es decir, arbitrario.
En su momento defendí el aborto en caso de violación argumentando que ahí sí que se daba un conflicto entre la libertad sexual de la mujer y la vida del feto. Cosa que no ocurre cuando se produce un embarazo no deseado, pero fruto de una relación sexual consentida. En el segundo caso, se da un acto que entraña responsabilizarse de sus consecuencias; en el primero, no. Sin embargo, mi argumento incurría en una falacia, pues el conflicto no es propiamente entre la vida del feto y la libre elección de la maternidad, puesto que se puede renunciar a ejercer la maternidad sin matar al nonato. El conflicto en todo caso sería entre sobrellevar los nueve meses de un embarazo no deseado y la vida del feto. Está claro que en ese caso, el interés del más débil debe prevalecer sobre cualquier consideración de mero bienestar psicológico y fisiológico.
Quedaría, pues, un único motivo de despenalización, cuando se produce el dilema entre salvar la vida de la madre y la del feto. Supongamos, haciendo abstracción de cualquier circunstancia real, que nos viéramos forzados a elegir entre la vida de dos personas, de tal modo que, si no matamos a una de ellas, con toda seguridad morirían las dos. Creo que no hay lugar a dudas que es mejor salvar al menos una que ninguna, aunque eso implique el difícil trance de matar a la otra. Existe otra variante de este dilema, un poco más difícil. Supongamos que sabemos que, si no matamos a una de las dos personas, de todos modos una de ellas morirá. ¿Sería lícito que pudiéramos decidir cuál sobrevive? Se me ocurren casos en que, intuitivamente, responderíamos afirmativamente. Imaginemos que hay que elegir entre una mujer con marido e hijos, a los cuales dejaría huérfanos y viudo, y el feto que lleva en el vientre.
Alguien podría argumentar, desde una perspectiva religiosa, que el hombre no tiene ningún derecho a elegir quién debe morir, porque la vida es sagrada. Pero creo que eso supone olvidar otro principio, también religioso (al menos, cristiano), y es que ninguna vida vale más que otra. Por tanto, si por omisión permitimos que mueran dos personas, estamos actuando moralmente peor que si, matando a una de ellas, salvamos la otra. El resultado neto es que muere solo una, no dos. E incluso en el segundo dilema, cuando el resultado neto es el mismo en cualquier caso, parece moralmente defendible poder elegir quién debe sobrevivir, si con ello obtenemos otros bienes también moralmente valiosos, como que unos hijos no pierdan a su madre.
Ahora bien, aunque este planteamiento me sigue pareciendo irreprochablemente lógico, el problema es que en el mundo real, rara vez se producen situaciones tan claras. El conocimiento humano está muy lejos de la certidumbre que presuponen este tipo de dilemas, que rara vez se observan fuera de la pizarra de una clase de ética. Es evidente que, incluso aunque las leyes no previeran ningún tipo de despenalización del aborto, de darse una situación tan nítida, entraría dentro de la discrecionalidad del juez emitir un fallo absolutorio del médico que hubiera incurrido en un aborto. El único motivo por el cual se podría condenar al profesional sería que cuestionáramos el pronóstico médico, es decir, los términos del dilema.
Si no tenemos verdadera seguridad de que la mujer va a morir (o incluso de que no muera de todos modos, pese a practicarle un aborto... ¡o precisamente a causa de ello!), lo más sensato es no intervenir, y como se decía cuando no éramos tan arrogantes como hoy, que sea lo que Dios quiera. En Edipo rey, de Sófocles, un oráculo le vaticina al protagonista que matará a su padre y se casará con su madre. Edipo, horrorizado, huye de la casa paterna, sin saber que los padres que conoce son adoptivos. En su huida, mata a un desconocido en un altercado, para después terminar casándose con la mujer de la víctima. Ambos son sus auténticos padres biológicos, como al final descubre.
La medicina está muy lejos de ser una ciencia exacta. Personas sentenciadas por los médicos, acaban sobreviviendo. Otras entran en un hospital para una intervención supuestamente trivial, y no salen con vida. ¿Debe un profesional de la medicina aventurarse a tomar decisiones que implican acabar con un ser humano, basándose en una presciencia de la que carece? A falta de conocer más detalles del caso de Savita Halappanavar, sería absolutamente precipitado asegurar que murió por no practicarle un aborto dos días antes de que este se produjera por causas naturales. Quizás hubiera muerto de todos modos. Pero es tan fácil tomar decisiones en una pizarra, o desde una tribuna periodística...
Los hechos son los siguientes: Savita, embarazada de 17 semanas, acude al hospital con dolores de espalda el 21 de octubre. Los médicos le dicen que sufre dilatación del útero y pérdida de líquido amniótico, por lo que el feto no sobrevivirá; solo queda esperar que se produzca un aborto natural. La mujer al día siguiente pide que se le realice un aborto, pero los médicos se niegan: No podrán extraer el feto hasta que no se certifique su muerte cardiológica. La tarde del martes, el estado de la paciente empeora, y es tratada con antibióticos. El miércoles, el bebé muere y es extraído del útero. "Al salir del quirófano estaba muy enferma", cuenta el marido. Su mujer muere cuatro días más tarde, el 28 de octubre, de una septicemia.
Por lo que se nos relata, no hay ninguna razón para establecer una relación causa-efecto entre no realizar un aborto y la muerte de la paciente. Al contrario, entre el ingreso en el hospital y su fallecimiento, se produce un aborto natural, por lo que con la misma razón se podría decir que fue el aborto la causa de la muerte. ¿Hubo una negligencia médica? No lo sabemos, pero con la información que proporciona el artículo, resulta imposible determinar en qué momento se podía haber producido una supuesta negligencia, si antes o después del aborto. Decir que la paciente "murió tras negarse los médicos a practicarle un aborto" es tendencioso, porque omite que ocurrieron más cosas durante la semana en que Savita estuvo hospitalizada; entre ellas, un aborto natural, solo tres días después de su ingreso. Si los médicos se hubieran adelantado dos días a la naturaleza, ¿estaría hoy viva Savita? Por la información del periódico no lo sabemos.
Este caso nos permite una reflexión más general, exactamente en el sentido opuesto al que pretende el redactor. El dilema que se nos sugiere, entre intentar salvar la vida de una madre o la del feto ¿se da en realidad en circunstancias que no ofrezcan la menor duda? ¿En qué sentido puede afirmarse que un embarazo pone en riesgo la vida de una mujer, de tal modo que la única opción posible sea provocar un aborto? ¿Nuestra avanzada medicina no es capaz de salvar a la madre de otra manera que provocando la muerte del feto? No pretendo tener respuestas a estas preguntas, pero me sorprende que se las dé por respondidas antes siquiera de plantearlas.
Como más pienso en este tema, más provida soy. No hace mucho, yo estaba sustancialmente de acuerdo con la anterior ley que despenalizaba los tres supuestos del aborto, aunque no con su abusiva aplicación. Veía aceptable que se pudiera realizar el aborto en caso de hallarse en riesgo la vida de la madre, pero no por cualquier riesgo para su salud; una diabetes gestacional o una depresión no lo justificarían. Consideraba aceptable el aborto en caso de malformaciones muy graves del feto, pero no por enfermedades genéticas como el síndrome de Down. Y estaba a favor del aborto cuando el embarazo es producto de una violación. Desde luego, de aplicarse con rigor estos supuestos de despenalización, el número de abortos se reduciría drásticamente.
Pero hoy incluso soy más radical, si se quiere llamarlo así. Puedo comprender perfectamente que una mujer no desee un hijo, porque es fruto de una violación, o porque una ecografía revele una grave discapacidad. Pero siempre se podrá darlo en adopción o acogida, y la ley debería facilitar este procedimiento. De hecho, es posible que, tras nueve meses de embarazo, la mujer pueda reconsiderar su idea inicial. El aborto en cambio es irreversible; si el arrepentimiento llega después, ya es demasiado tarde. Una vida humana bien vale el sacrificio de nueve meses de embarazo. El argumento de que eso debe decidirlo la mujer vale lo mismo para apoyar este supuesto de despenalización, que para justificar el aborto totalmente libre, es decir, arbitrario.
En su momento defendí el aborto en caso de violación argumentando que ahí sí que se daba un conflicto entre la libertad sexual de la mujer y la vida del feto. Cosa que no ocurre cuando se produce un embarazo no deseado, pero fruto de una relación sexual consentida. En el segundo caso, se da un acto que entraña responsabilizarse de sus consecuencias; en el primero, no. Sin embargo, mi argumento incurría en una falacia, pues el conflicto no es propiamente entre la vida del feto y la libre elección de la maternidad, puesto que se puede renunciar a ejercer la maternidad sin matar al nonato. El conflicto en todo caso sería entre sobrellevar los nueve meses de un embarazo no deseado y la vida del feto. Está claro que en ese caso, el interés del más débil debe prevalecer sobre cualquier consideración de mero bienestar psicológico y fisiológico.
Quedaría, pues, un único motivo de despenalización, cuando se produce el dilema entre salvar la vida de la madre y la del feto. Supongamos, haciendo abstracción de cualquier circunstancia real, que nos viéramos forzados a elegir entre la vida de dos personas, de tal modo que, si no matamos a una de ellas, con toda seguridad morirían las dos. Creo que no hay lugar a dudas que es mejor salvar al menos una que ninguna, aunque eso implique el difícil trance de matar a la otra. Existe otra variante de este dilema, un poco más difícil. Supongamos que sabemos que, si no matamos a una de las dos personas, de todos modos una de ellas morirá. ¿Sería lícito que pudiéramos decidir cuál sobrevive? Se me ocurren casos en que, intuitivamente, responderíamos afirmativamente. Imaginemos que hay que elegir entre una mujer con marido e hijos, a los cuales dejaría huérfanos y viudo, y el feto que lleva en el vientre.
Alguien podría argumentar, desde una perspectiva religiosa, que el hombre no tiene ningún derecho a elegir quién debe morir, porque la vida es sagrada. Pero creo que eso supone olvidar otro principio, también religioso (al menos, cristiano), y es que ninguna vida vale más que otra. Por tanto, si por omisión permitimos que mueran dos personas, estamos actuando moralmente peor que si, matando a una de ellas, salvamos la otra. El resultado neto es que muere solo una, no dos. E incluso en el segundo dilema, cuando el resultado neto es el mismo en cualquier caso, parece moralmente defendible poder elegir quién debe sobrevivir, si con ello obtenemos otros bienes también moralmente valiosos, como que unos hijos no pierdan a su madre.
Ahora bien, aunque este planteamiento me sigue pareciendo irreprochablemente lógico, el problema es que en el mundo real, rara vez se producen situaciones tan claras. El conocimiento humano está muy lejos de la certidumbre que presuponen este tipo de dilemas, que rara vez se observan fuera de la pizarra de una clase de ética. Es evidente que, incluso aunque las leyes no previeran ningún tipo de despenalización del aborto, de darse una situación tan nítida, entraría dentro de la discrecionalidad del juez emitir un fallo absolutorio del médico que hubiera incurrido en un aborto. El único motivo por el cual se podría condenar al profesional sería que cuestionáramos el pronóstico médico, es decir, los términos del dilema.
Si no tenemos verdadera seguridad de que la mujer va a morir (o incluso de que no muera de todos modos, pese a practicarle un aborto... ¡o precisamente a causa de ello!), lo más sensato es no intervenir, y como se decía cuando no éramos tan arrogantes como hoy, que sea lo que Dios quiera. En Edipo rey, de Sófocles, un oráculo le vaticina al protagonista que matará a su padre y se casará con su madre. Edipo, horrorizado, huye de la casa paterna, sin saber que los padres que conoce son adoptivos. En su huida, mata a un desconocido en un altercado, para después terminar casándose con la mujer de la víctima. Ambos son sus auténticos padres biológicos, como al final descubre.
La medicina está muy lejos de ser una ciencia exacta. Personas sentenciadas por los médicos, acaban sobreviviendo. Otras entran en un hospital para una intervención supuestamente trivial, y no salen con vida. ¿Debe un profesional de la medicina aventurarse a tomar decisiones que implican acabar con un ser humano, basándose en una presciencia de la que carece? A falta de conocer más detalles del caso de Savita Halappanavar, sería absolutamente precipitado asegurar que murió por no practicarle un aborto dos días antes de que este se produjera por causas naturales. Quizás hubiera muerto de todos modos. Pero es tan fácil tomar decisiones en una pizarra, o desde una tribuna periodística...
jueves, 15 de noviembre de 2012
Las cosas en su sitio
Según un estudio de la OCDE, China desplazará a los Estados Unidos como primera potencia mundial dentro de cuatro años, en 2016. No he tenido acceso al texto, por lo que esta conclusión, así a primera vista, me produce un leve escepticismo. Sin embargo, aunque el sorpasso no llegue a producirse tan pronto, sí parece cada vez más probable que lo veamos en el transcurso de las vidas de la mayoría de nosotros. Basta un sencillo cálculo para comprobar que, si los Estados Unidos y China siguieran creciendo al ritmo del último año (el 1,7 % y el 9,3 % respectivamente), el PIB chino superaría al americano en solo una década, hacia 2022.
En principio, esto parece que no debería preocuparnos excesivamente, desde una perspectiva liberal. En una economía global, lo que importa es que exista libre circulación de mercancías y capitales, para que los consumidores tengan acceso a productos cada vez más competitivos en calidad y precio. Poco importa si vivimos en un país de menos de 8 millones de habitantes, como Suiza, o en uno de más de 300 millones, como los Estados Unidos. Sin embargo, el mundo no es solo un mercado, ni mucho menos, sino que en él operan los Estados. Y no es indiferente que el Estado de la mayor economía del mundo sea una democracia o una dictadura de partido único.
Podría pensarse que ello es algo que concierne solo a los ciudadanos chinos. Pero esto supondría olvidarnos (pequeño detalle) del músculo militar de los Estados, que influye de manera determinante en las relaciones internacionales. Hoy por hoy, con un gasto militar de aproximadamente el 4 % de su PIB, los Estados Unidos son, con mucha diferencia, la mayor potencia militar del planeta. ¡El presupuesto de Defensa estadounidense es el 40 % del mundial! El chino (puesto que la UE no es una potencia militarmente unificada) es ya el segundo, el doble que el de Rusia... pero solo supone el 8,2 % mundial. Ahora bien, de continuar el ritmo de crecimiento del PIB, y si China no variara su actual presupuesto militar del 1,7 %, en unos veinte años Pekín sería no solo la primera potencia económica del planeta, sino también la primera potencia militar.
Con todo, un par de consideraciones pueden atemperar esta perspectiva inquietante. Una es que los Estados Unidos, cuyos únicos vecinos son Canadá y México, seguirán disfrutando de una posición geopolítica envidiable en comparación con la de China, flanqueada por Rusia y la India, dos pesos pesados en armamento (y no olvidemos que la India también crece a un ritmo trepidante). Aunque hoy en día la superioridad militar se dirima en el aire, el espacio y el ciberespacio, el hecho de tener en sus fronteras a estas potencias, obliga necesariamente a Pekín a preocuparse más de la estricta defensa del territorio que de ejercer de gendarme planetario.
La otra consideración es mucho más importante. Y es que no todo se puede medir por el PIB. Si atendemos a indicadores más cualitativos, la ventaja de los Estados Unidos respecto al resto del mundo sigue siendo decisiva. En el plano cultural, es obvia, pero no solo por el cine o la música. Según el anuario de The Economist, El Mundo en cifras (manejo la edición de 2010), de las 35 mejores universidades del mundo, 17 están en los Estados Unidos. Quizá vale la pena enumerarlas: Harvard, Yale, California Institute of Technology, Chicago, Massachusetts Institute of Technology, Columbia, Pennsylvania, Princeton, Duke, Johns Hopkins, Cornell, Stanford, Michigan, Carnegie Mellon, Brown, California y Northwestern. Solo el Reino Unido es una potencia comparable en educación superior, con 8 entre las 35 primeras. Las restantes se reparten entre siete países más. Ninguna es china.
Otro indicador que está muy ligado al anterior, pues se basa en las relaciones entre Universidad y empresa, es la lista Forbes de las 100 compañías más innovadoras del mundo. El dominio yanqui es también aquí abrumador, porque 43 de ellas son estadounidenses (entre ellas, las cuatro primeras), muy por encima de las 28 de la UE, y no digamos de las 7 que tienen su sede social en China.
De estos datos se deduce que China tiene la oportunidad de convertirse en primera potencia mundial en una o dos décadas. Pero deberá mantener durante este período de tiempo sus brutales tasas de crecimiento actuales, lo que resultará más difícil a medida que sea más grande. Lo previsible es que su crecimiento en algún momento tienda a normalizarse, convergiendo con las tasas típicas de los países más desarrollados. Y sobre todo, el dominio que obtendrá China no será comparable al que han disfrutado los Estados Unidos en el siglo XX, y mantienen aún en estos primeros años del XXI. No habrá tanto una hegemonía como un final de los tiempos de la hegemonía de una sola nación. Desde el siglo XV hasta hoy, las potencias dominantes han sido, cronológicamente, España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En el XXI posiblemente concluya el predominio occidental de los últimos quinientos años, al menos en el plano material. En el espiritual, que es realmente el decisivo -en contra de lo que creen tantos que hablan en prosa marxista sin saberlo- no veo ningún aspirante serio a desplazar la cultura euroamericana..., pese a los denodados esfuerzos que esta hace por suicidarse. Pero eso ya es otro tema.
En principio, esto parece que no debería preocuparnos excesivamente, desde una perspectiva liberal. En una economía global, lo que importa es que exista libre circulación de mercancías y capitales, para que los consumidores tengan acceso a productos cada vez más competitivos en calidad y precio. Poco importa si vivimos en un país de menos de 8 millones de habitantes, como Suiza, o en uno de más de 300 millones, como los Estados Unidos. Sin embargo, el mundo no es solo un mercado, ni mucho menos, sino que en él operan los Estados. Y no es indiferente que el Estado de la mayor economía del mundo sea una democracia o una dictadura de partido único.
Podría pensarse que ello es algo que concierne solo a los ciudadanos chinos. Pero esto supondría olvidarnos (pequeño detalle) del músculo militar de los Estados, que influye de manera determinante en las relaciones internacionales. Hoy por hoy, con un gasto militar de aproximadamente el 4 % de su PIB, los Estados Unidos son, con mucha diferencia, la mayor potencia militar del planeta. ¡El presupuesto de Defensa estadounidense es el 40 % del mundial! El chino (puesto que la UE no es una potencia militarmente unificada) es ya el segundo, el doble que el de Rusia... pero solo supone el 8,2 % mundial. Ahora bien, de continuar el ritmo de crecimiento del PIB, y si China no variara su actual presupuesto militar del 1,7 %, en unos veinte años Pekín sería no solo la primera potencia económica del planeta, sino también la primera potencia militar.
Con todo, un par de consideraciones pueden atemperar esta perspectiva inquietante. Una es que los Estados Unidos, cuyos únicos vecinos son Canadá y México, seguirán disfrutando de una posición geopolítica envidiable en comparación con la de China, flanqueada por Rusia y la India, dos pesos pesados en armamento (y no olvidemos que la India también crece a un ritmo trepidante). Aunque hoy en día la superioridad militar se dirima en el aire, el espacio y el ciberespacio, el hecho de tener en sus fronteras a estas potencias, obliga necesariamente a Pekín a preocuparse más de la estricta defensa del territorio que de ejercer de gendarme planetario.
La otra consideración es mucho más importante. Y es que no todo se puede medir por el PIB. Si atendemos a indicadores más cualitativos, la ventaja de los Estados Unidos respecto al resto del mundo sigue siendo decisiva. En el plano cultural, es obvia, pero no solo por el cine o la música. Según el anuario de The Economist, El Mundo en cifras (manejo la edición de 2010), de las 35 mejores universidades del mundo, 17 están en los Estados Unidos. Quizá vale la pena enumerarlas: Harvard, Yale, California Institute of Technology, Chicago, Massachusetts Institute of Technology, Columbia, Pennsylvania, Princeton, Duke, Johns Hopkins, Cornell, Stanford, Michigan, Carnegie Mellon, Brown, California y Northwestern. Solo el Reino Unido es una potencia comparable en educación superior, con 8 entre las 35 primeras. Las restantes se reparten entre siete países más. Ninguna es china.
Otro indicador que está muy ligado al anterior, pues se basa en las relaciones entre Universidad y empresa, es la lista Forbes de las 100 compañías más innovadoras del mundo. El dominio yanqui es también aquí abrumador, porque 43 de ellas son estadounidenses (entre ellas, las cuatro primeras), muy por encima de las 28 de la UE, y no digamos de las 7 que tienen su sede social en China.
De estos datos se deduce que China tiene la oportunidad de convertirse en primera potencia mundial en una o dos décadas. Pero deberá mantener durante este período de tiempo sus brutales tasas de crecimiento actuales, lo que resultará más difícil a medida que sea más grande. Lo previsible es que su crecimiento en algún momento tienda a normalizarse, convergiendo con las tasas típicas de los países más desarrollados. Y sobre todo, el dominio que obtendrá China no será comparable al que han disfrutado los Estados Unidos en el siglo XX, y mantienen aún en estos primeros años del XXI. No habrá tanto una hegemonía como un final de los tiempos de la hegemonía de una sola nación. Desde el siglo XV hasta hoy, las potencias dominantes han sido, cronológicamente, España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En el XXI posiblemente concluya el predominio occidental de los últimos quinientos años, al menos en el plano material. En el espiritual, que es realmente el decisivo -en contra de lo que creen tantos que hablan en prosa marxista sin saberlo- no veo ningún aspirante serio a desplazar la cultura euroamericana..., pese a los denodados esfuerzos que esta hace por suicidarse. Pero eso ya es otro tema.
miércoles, 14 de noviembre de 2012
No es un farol
Creo que para los que vivimos en Cataluña hay pocas dudas. Artur Mas no va de farol. Lo de la independencia va en serio, porque ha visto que España está blandita, y que ahora ha llegado su momento. El nacionalismo pujolista siempre ha sido separatista. La diferencia es que antes las encuestas no le permitían reconocerlo abiertamente. Pero ahora que les favorecen, por fin han decidido salir del armario. Artur Mas ya no necesita, como Pujol, ser un "hombre de estado". El fanatismo que manifiestan ahora los dirigentes de Convergència no es sobrevenido, es un sentimiento que llevaban reprimiendo (salvo a puerta cerrada) durante años, y que por fin explota.
He recibido la propaganda electoral de CiU. La palabra independencia no aparece, pero juzguen ustedes mismos. Traduzco: "Con tu voto, tienes la oportunidad de hacer historia (...) hacer realidad el sueño de muchas generaciones y hacer de Cataluña un nuevo país, (...) un nuevo camino. (...) el ejercicio del derecho a decidir (...) Cataluña necesita un estado propio (...) que Cataluña pueda decidir libre y democráticamente su futuro a través de una consulta durante los próximos 4 años (...)"
Nunca, en ninguna de las elecciones anteriores, la propaganda de CiU había sido tan clara. No necesita utilizar la palabra independencia, porque no le conviene tampoco alejar al votante que no quiere ver la realidad, que votar por CiU es hacerlo por un proyecto rupturista. Incluso tengo la sensación de que a CiU le conviene que algunos crean que va de farol, para desmovilizar a los catalanes que nos sentimos españoles. Estos tenemos que votar a los únicos partidos que defienden sin complejos una Cataluña dentro de España. Ciudadanos para el que tenga una sensibilidad más progresista, y el PP de Alicia Sánchez-Camacho para los que somos más conservadores. Si alguien no lo tenía claro en anteriores elecciones, ahora resulta bastante más sencillo.
He recibido la propaganda electoral de CiU. La palabra independencia no aparece, pero juzguen ustedes mismos. Traduzco: "Con tu voto, tienes la oportunidad de hacer historia (...) hacer realidad el sueño de muchas generaciones y hacer de Cataluña un nuevo país, (...) un nuevo camino. (...) el ejercicio del derecho a decidir (...) Cataluña necesita un estado propio (...) que Cataluña pueda decidir libre y democráticamente su futuro a través de una consulta durante los próximos 4 años (...)"
Nunca, en ninguna de las elecciones anteriores, la propaganda de CiU había sido tan clara. No necesita utilizar la palabra independencia, porque no le conviene tampoco alejar al votante que no quiere ver la realidad, que votar por CiU es hacerlo por un proyecto rupturista. Incluso tengo la sensación de que a CiU le conviene que algunos crean que va de farol, para desmovilizar a los catalanes que nos sentimos españoles. Estos tenemos que votar a los únicos partidos que defienden sin complejos una Cataluña dentro de España. Ciudadanos para el que tenga una sensibilidad más progresista, y el PP de Alicia Sánchez-Camacho para los que somos más conservadores. Si alguien no lo tenía claro en anteriores elecciones, ahora resulta bastante más sencillo.
lunes, 12 de noviembre de 2012
Vender Cataluña
Santiago Navajas ha escrito una entrada rotundamente equivocada. Iba a decir "desafortunada", pero qué leches, dejémonos de medias tintas. No es nada personal, pero hay cosas que me sublevan. Una de ellas es el opinante que se las da de cínico que dejó de creer en Papá Noel hace tiempo y se permite frivolizar con cualquier tema desde un supuesto realismo descarnado. Resumiendo, Navajas nos propone que se negocie con Artur Mas un precio por la separación de Cataluña. Es decir, que el gobierno español le pregunte cuánto estaría dispuesto a pagar por ella.
Hay una primera objeción evidente, aunque no sea la primordial. Y es que los nacionalistas dicen que Madrid les "roba". ¿Cómo van a aceptar pagar nada a cambio de la separación? La quieren gratis, y a ser posible que encima España indemnice a Cataluña por tantos siglos de opresión.
Pero lo grave es que Navajas piense que España podría salir ganando con la secesión de Cataluña. Que piense que deshacer España puede calcularse en dinero, o que vale la pena a cambio de que los castellanohablantes vean reconocidos derechos que nunca han dejado de tener, y no por ello el gobierno catalán ha respetado. Es decir, que piense que después que llevan décadas conculcando derechos, sería buena idea premiar a los nacionalistas por ello, ofreciéndoles un Estado propio. ¡Iban a respetar ningún acuerdo siendo independientes, cuando no lo hacen ahora, que están supuestamente oprimidos por Madrid!
A Santiago Navajas no se le ocurre que la unidad de España pueda implicar algún bien más allá de consideraciones pragmáticas. Y con total atrevimiento califica de "estúpida visión religiosa", propia de sujetos "feos, católicos y, sobre todo, sentimentales", cualquier concepción que cuestione un enfoque poco más que crematístico del asunto. Claro que en los últimos párrafos parece asustarse un poco de su propia osadia, y se niega a ser consecuente hasta el final. No negociaría el exterminio de los judíos con Hitler, ni la segregación racial con el KKK. ¡Bienvenido a la estúpida concepción religiosa, según la cual hay cosas que no se pueden comprar ni vender! Si lo saben hasta los de MasterCard...
La unidad de España no me parece sagrada, en sentido estricto, aunque yo, a diferencia de S. Navajas, sí crea en una dimensión sacra de la existencia. Sin embargo, tenemos el hecho de una continuidad cultural, desde hace unos mil quinientos años, a la que llamamos España, que nos ha permitido llegar al siglo XXI, con todas las vicisitudes que se quiera, estando entre los diez o doce países del mundo donde se vive mejor. Y algo de notable tendrá nuestra historia para que la lengua española sea hablada por más de cuatrocientos millones de personas en el mundo. Podemos seguir considerando que el Quijote es solo un personaje "patético" (debe hacer bastante tiempo que lo leyó por última vez), y que los únicos que saben hacer bien las cosas son los ingleses, con su "espíritu de tenderos" -aunque empezaron por la piratería; por cierto, qué coincidencia, asaltando nuestros barcos. Es decir, podemos continuar creyéndonos la Leyenda Negra que pergeñaron nuestros rivales, y que se halla, en buena parte, en el origen del autoodio español, el cual a su vez es la madre de todos los nacionalismos separatistas. Acabaremos actuando en ese caso como aquella viuda que vende la valiosa biblioteca de su marido a un anticuario avispado, por cuatro chavos. Total, ¿para qué tantos libros viejos, que no son más que un criadero de polvo? Si nosotros no apreciamos el valor de nuestra historia y nuestra cultura, otros países sí lo hacen, y qué casualidad, no les va nada mal.
Observa S. Navajas que la multiplicación de los lazos y los intereses comerciales contribuye a disminuir las guerras. En efecto, los nacionalismos, como es sabido, han sido históricamente defensores de las barreras proteccionistas, uno de los factores que, en los años treinta, contribuyeron a desencadenar la Segunda Guerra Mundial. Pues bien, de ello deduce S. Navajas... ¡que hay que negociar con los nacionalistas para ayudarles a conseguir que haya un estadito más en el mundo, con sus fronteritas, sus arancelitos y sus soldaditos! Como dijo Lenin, "los burgueses nos venderán la soga con la que los ahorcaremos." Más exactamente se refería a quienes confunden el liberalismo con los negocios, cuando se trata de cosas muy distintas. El liberalismo, ciertamente, es bueno para los negocios, pero mucho más lo es para el conjunto de los ciudadanos. Lo realmente bueno para los negocios, es decir, lo que ha permitido a muchos enriquecerse sin necesidad de competir ni innovar, no es el liberalismo, sino tener los contactos políticos adecuados, y si es posible, en un marco dictatorial donde la opinión pública no pinta nada. Así que es muy posible que, después de todo, la secesión de Cataluña pudiera ser un buen negocio para unos pocos. Pero no, desde luego, para la inmensa mayoría de catalanes, ni para el resto de los españoles.
Hay una primera objeción evidente, aunque no sea la primordial. Y es que los nacionalistas dicen que Madrid les "roba". ¿Cómo van a aceptar pagar nada a cambio de la separación? La quieren gratis, y a ser posible que encima España indemnice a Cataluña por tantos siglos de opresión.
Pero lo grave es que Navajas piense que España podría salir ganando con la secesión de Cataluña. Que piense que deshacer España puede calcularse en dinero, o que vale la pena a cambio de que los castellanohablantes vean reconocidos derechos que nunca han dejado de tener, y no por ello el gobierno catalán ha respetado. Es decir, que piense que después que llevan décadas conculcando derechos, sería buena idea premiar a los nacionalistas por ello, ofreciéndoles un Estado propio. ¡Iban a respetar ningún acuerdo siendo independientes, cuando no lo hacen ahora, que están supuestamente oprimidos por Madrid!
A Santiago Navajas no se le ocurre que la unidad de España pueda implicar algún bien más allá de consideraciones pragmáticas. Y con total atrevimiento califica de "estúpida visión religiosa", propia de sujetos "feos, católicos y, sobre todo, sentimentales", cualquier concepción que cuestione un enfoque poco más que crematístico del asunto. Claro que en los últimos párrafos parece asustarse un poco de su propia osadia, y se niega a ser consecuente hasta el final. No negociaría el exterminio de los judíos con Hitler, ni la segregación racial con el KKK. ¡Bienvenido a la estúpida concepción religiosa, según la cual hay cosas que no se pueden comprar ni vender! Si lo saben hasta los de MasterCard...
La unidad de España no me parece sagrada, en sentido estricto, aunque yo, a diferencia de S. Navajas, sí crea en una dimensión sacra de la existencia. Sin embargo, tenemos el hecho de una continuidad cultural, desde hace unos mil quinientos años, a la que llamamos España, que nos ha permitido llegar al siglo XXI, con todas las vicisitudes que se quiera, estando entre los diez o doce países del mundo donde se vive mejor. Y algo de notable tendrá nuestra historia para que la lengua española sea hablada por más de cuatrocientos millones de personas en el mundo. Podemos seguir considerando que el Quijote es solo un personaje "patético" (debe hacer bastante tiempo que lo leyó por última vez), y que los únicos que saben hacer bien las cosas son los ingleses, con su "espíritu de tenderos" -aunque empezaron por la piratería; por cierto, qué coincidencia, asaltando nuestros barcos. Es decir, podemos continuar creyéndonos la Leyenda Negra que pergeñaron nuestros rivales, y que se halla, en buena parte, en el origen del autoodio español, el cual a su vez es la madre de todos los nacionalismos separatistas. Acabaremos actuando en ese caso como aquella viuda que vende la valiosa biblioteca de su marido a un anticuario avispado, por cuatro chavos. Total, ¿para qué tantos libros viejos, que no son más que un criadero de polvo? Si nosotros no apreciamos el valor de nuestra historia y nuestra cultura, otros países sí lo hacen, y qué casualidad, no les va nada mal.
Observa S. Navajas que la multiplicación de los lazos y los intereses comerciales contribuye a disminuir las guerras. En efecto, los nacionalismos, como es sabido, han sido históricamente defensores de las barreras proteccionistas, uno de los factores que, en los años treinta, contribuyeron a desencadenar la Segunda Guerra Mundial. Pues bien, de ello deduce S. Navajas... ¡que hay que negociar con los nacionalistas para ayudarles a conseguir que haya un estadito más en el mundo, con sus fronteritas, sus arancelitos y sus soldaditos! Como dijo Lenin, "los burgueses nos venderán la soga con la que los ahorcaremos." Más exactamente se refería a quienes confunden el liberalismo con los negocios, cuando se trata de cosas muy distintas. El liberalismo, ciertamente, es bueno para los negocios, pero mucho más lo es para el conjunto de los ciudadanos. Lo realmente bueno para los negocios, es decir, lo que ha permitido a muchos enriquecerse sin necesidad de competir ni innovar, no es el liberalismo, sino tener los contactos políticos adecuados, y si es posible, en un marco dictatorial donde la opinión pública no pinta nada. Así que es muy posible que, después de todo, la secesión de Cataluña pudiera ser un buen negocio para unos pocos. Pero no, desde luego, para la inmensa mayoría de catalanes, ni para el resto de los españoles.
domingo, 11 de noviembre de 2012
Licencia para ejecutar
La "Carta del domingo" de Pedro J. Ramírez suele ser un ejemplo de cómo decir en 2.000 palabras lo que podría expresarse con mil. Cierto que el director de El Mundo aprovecha este espacio dominical para dar rienda suela a su pasión por la historia, lo cual ennoblece su prolijidad. En esta ocasión nos ofrece una comparación traída por los pelos entre la reelección presidencial de Lincoln y la de Obama, la cual engarza donosamente con una reflexión inspirada en el gran pensador liberal Bruce Wayne, más conocido como Batman, de la cual deduce que "la superioridad moral de los Estados Unidos y del modelo de civilización que abandera habrían quedado doblemente acreditados si Bin Laden hubiera sido conducido vivo ante un tribunal." Y concluye con una coda, supongo que irónica al estilo De Quincey, alusiva a la reciente dimisión del director de la CIA: "Se empieza autorizando asesinatos legales y se termina poniéndole los cuernos a tu esposa."
Pedro J. asegura, basándose en el reciente libro de uno de los miembros del comando que acabó con Bin Laden en su refugio pakistaní (M. Owen y K. Maurer, No Easy Day), que la muerte del líder terrorista debería haberse evitado, puesto que estaba desarmado y ni siquiera tuvo lugar el tiroteo previo que nos habían contado las primeras informaciones. Como no he leído ese libro, ni dispongo de mejores fuentes, no voy a entrar en detalles circunstanciales. Sí me parece discutible que mantener con vida a Bin Laden no implicara ningún riesgo para los militares norteamericanos. Podría estar aparentemente desarmado pero accionar a distancia, desde un teléfono móvil o cualquier otro pequeño dispositivo de fácil ocultación, una carga explosiva, por ejemplo. No creo que se trate de una hipótesis excesivamente fantasiosa, aplicada a un sujeto que organizó el mayor atentado suicida de la historia.
Vayamos, sin embargo, a la cuestión de fondo. ¿Es legítimo que democracias como los Estados Unidos o Israel cometan asesinatos selectivos de líderes terroristas? Pedro J. alude al superhéroe Batman, que siempre acaba capturando a su eterno enemigo Joker y lo entrega vivo a la Justicia. Sospecho que preservar a Joker responde más al interés del guionista por continuar sirviéndose del personaje en futuras entregas que no a un mensaje liberal. Puestos a buscar ejemplos en personajes de ficción, cabe también pensar en James Bond, el agente secreto británico con "licencia para matar". Se me ocurre que el occidental medianamente culto se ve aquejado de un cierto desdoblamiento de personalidad, desde el momento que cree en el Estado de Derecho, y por tanto que los criminales deben ser juzgados con garantías, pero al mismo tiempo se deleita con películas en las que policías o espías en el papel de buenos utilizan métodos "poco ortodoxos", con frecuencia con la incomprensión de sus jefes, o del departamento de Asuntos Internos (tema clásico), caracterizados como una recua de burócratas ineptos que desconocen el mundo real, puesto que no tienen que batirse el cobre todos los días en las calles como el sufrido protagonista.
Debo confesar que yo también estoy de parte de Harry el Sucio y del agente 007. (No digamos ya si el villano es Bardem.) Los servicios secretos son secretos porque algunas de las misiones que realizan (desde escuchas a ciudadanos a asesinatos) no serían factibles si requirieran la fiscalización previa, o posterior, del poder judicial o de la opinión pública. Son las famosas "alcantarillas" del Estado, en la expresión de Felipe González. Ahora bien, sobre estas alcantarillas hay tres posturas posibles. Primera: Rechazo total, por principio, de su existencia. Segunda: Pueden existir, pero ello no significa aprobar cualquier cosa que hagan. Tercera: Legitimación incondicional de sus actividades; todo vale con tal de preservar la seguridad nacional. Creo que muy pocas personas defenderán la tercera posición, por lo cual me permito descartarla sin más. Ahora bien, igualmente me parece que la primera, pese a que tenga bastantes partidarios, es extrema e irreal. Cuando nos enfrentamos a enemigos que tienen todas las ventajas de actuar "en la sombra" (¿han visto Skyfall?; se la recomiendo, pasarán un rato entretenido) pueden darse circunstancias en las cuales no haya más remedio que trabajar también en y desde la sombra. Por supuesto que en este tipo de películas está muy claro quiénes son los buenos y quiénes los malos; por eso no suelen plantear dilemas éticos, aunque en sus mejores momentos los sugieran. Pero que el mundo real sea más complicado es precisamente un argumento en contra del idealismo de Pedro J. Ramírez, no a favor. Que justifiquemos la eliminación de Bin Laden (o de un científico nuclear iraní) no significa que moralmente debamos transigir con el asesinato de inocentes o el saqueo de los fondos reservados.
No creo que los Estados Unidos hayan perdido la menor credibilidad política y moral porque hayan ejecutado a Bin Laden. Esto es perfectamente compatible con pensar que el riesgo de que las fuerzas de seguridad se desvíen de su verdadero cometido -el cual consiste en proteger la civilización y la democracia- es consustancial a su naturaleza; como es consustancial a los gobiernos tender a la corrupción; y del ser humano tender al mal. La democracia no se puede atar de manos a sí misma contra quienes quieren destruirla, sobre todo cuando han dado sobradas muestras de su capacidad para hacerlo. Existe, claro es, el peligro de que este argumento sea utilizado por políticos y funcionarios sin escrúpulos, con fines personales o incluso contrarios a lo que dicen defender. Pero precisamente lo que demostraría la grandeza del Estado de derecho sería que fuera capaz de distinguir esas desviaciones de aquellas que no lo son, aunque jurídicamente parezcan lo mismo; y por supuesto neutralizarlas. Solo que ningún criterio formalista nos garantizará nunca absolutamente poder hacer eso. Es mucho más fácil descubrir una infidelidad conyugal del general Petraeus que no un abuso de poder. Con James Bond, claro, no puede darse ese problema: Es soltero.
Pedro J. asegura, basándose en el reciente libro de uno de los miembros del comando que acabó con Bin Laden en su refugio pakistaní (M. Owen y K. Maurer, No Easy Day), que la muerte del líder terrorista debería haberse evitado, puesto que estaba desarmado y ni siquiera tuvo lugar el tiroteo previo que nos habían contado las primeras informaciones. Como no he leído ese libro, ni dispongo de mejores fuentes, no voy a entrar en detalles circunstanciales. Sí me parece discutible que mantener con vida a Bin Laden no implicara ningún riesgo para los militares norteamericanos. Podría estar aparentemente desarmado pero accionar a distancia, desde un teléfono móvil o cualquier otro pequeño dispositivo de fácil ocultación, una carga explosiva, por ejemplo. No creo que se trate de una hipótesis excesivamente fantasiosa, aplicada a un sujeto que organizó el mayor atentado suicida de la historia.
Vayamos, sin embargo, a la cuestión de fondo. ¿Es legítimo que democracias como los Estados Unidos o Israel cometan asesinatos selectivos de líderes terroristas? Pedro J. alude al superhéroe Batman, que siempre acaba capturando a su eterno enemigo Joker y lo entrega vivo a la Justicia. Sospecho que preservar a Joker responde más al interés del guionista por continuar sirviéndose del personaje en futuras entregas que no a un mensaje liberal. Puestos a buscar ejemplos en personajes de ficción, cabe también pensar en James Bond, el agente secreto británico con "licencia para matar". Se me ocurre que el occidental medianamente culto se ve aquejado de un cierto desdoblamiento de personalidad, desde el momento que cree en el Estado de Derecho, y por tanto que los criminales deben ser juzgados con garantías, pero al mismo tiempo se deleita con películas en las que policías o espías en el papel de buenos utilizan métodos "poco ortodoxos", con frecuencia con la incomprensión de sus jefes, o del departamento de Asuntos Internos (tema clásico), caracterizados como una recua de burócratas ineptos que desconocen el mundo real, puesto que no tienen que batirse el cobre todos los días en las calles como el sufrido protagonista.
Debo confesar que yo también estoy de parte de Harry el Sucio y del agente 007. (No digamos ya si el villano es Bardem.) Los servicios secretos son secretos porque algunas de las misiones que realizan (desde escuchas a ciudadanos a asesinatos) no serían factibles si requirieran la fiscalización previa, o posterior, del poder judicial o de la opinión pública. Son las famosas "alcantarillas" del Estado, en la expresión de Felipe González. Ahora bien, sobre estas alcantarillas hay tres posturas posibles. Primera: Rechazo total, por principio, de su existencia. Segunda: Pueden existir, pero ello no significa aprobar cualquier cosa que hagan. Tercera: Legitimación incondicional de sus actividades; todo vale con tal de preservar la seguridad nacional. Creo que muy pocas personas defenderán la tercera posición, por lo cual me permito descartarla sin más. Ahora bien, igualmente me parece que la primera, pese a que tenga bastantes partidarios, es extrema e irreal. Cuando nos enfrentamos a enemigos que tienen todas las ventajas de actuar "en la sombra" (¿han visto Skyfall?; se la recomiendo, pasarán un rato entretenido) pueden darse circunstancias en las cuales no haya más remedio que trabajar también en y desde la sombra. Por supuesto que en este tipo de películas está muy claro quiénes son los buenos y quiénes los malos; por eso no suelen plantear dilemas éticos, aunque en sus mejores momentos los sugieran. Pero que el mundo real sea más complicado es precisamente un argumento en contra del idealismo de Pedro J. Ramírez, no a favor. Que justifiquemos la eliminación de Bin Laden (o de un científico nuclear iraní) no significa que moralmente debamos transigir con el asesinato de inocentes o el saqueo de los fondos reservados.
No creo que los Estados Unidos hayan perdido la menor credibilidad política y moral porque hayan ejecutado a Bin Laden. Esto es perfectamente compatible con pensar que el riesgo de que las fuerzas de seguridad se desvíen de su verdadero cometido -el cual consiste en proteger la civilización y la democracia- es consustancial a su naturaleza; como es consustancial a los gobiernos tender a la corrupción; y del ser humano tender al mal. La democracia no se puede atar de manos a sí misma contra quienes quieren destruirla, sobre todo cuando han dado sobradas muestras de su capacidad para hacerlo. Existe, claro es, el peligro de que este argumento sea utilizado por políticos y funcionarios sin escrúpulos, con fines personales o incluso contrarios a lo que dicen defender. Pero precisamente lo que demostraría la grandeza del Estado de derecho sería que fuera capaz de distinguir esas desviaciones de aquellas que no lo son, aunque jurídicamente parezcan lo mismo; y por supuesto neutralizarlas. Solo que ningún criterio formalista nos garantizará nunca absolutamente poder hacer eso. Es mucho más fácil descubrir una infidelidad conyugal del general Petraeus que no un abuso de poder. Con James Bond, claro, no puede darse ese problema: Es soltero.
sábado, 10 de noviembre de 2012
¿Alguien se acuerda del Estatut?
Entre las matracas más cansinas del nacionalprogresismo catalán se encuentra aquella de que los verdaderos separadores están en Madrid. El candidato socialista a las elecciones catalanes la ha vuelto a reeditar cuando ha acusado al PP de ser "la mayor fábrica de independentistas". Pero lo verdaderamente ridículo ha sido el argumento empleado, la recogida de firmas del PP contra el Estatuto de autonomía de 2006. ¿Alguien se acuerda de él? Después de la paliza que nos dieron con el dichoso Estatut durante los últimos años, desde la campaña de agitación previa a su elaboración, que prosiguió luego durante su redacción, el referéndum de aprobación y culminó con la histeria colectiva contra la sentencia del TC en 2010 (que no retocó nada esencial), ahora absolutamente nadie habla de ese engendro jurídico que parecía cuestión de vida y muerte para Cataluña. Han pasado solo seis años desde que se aprobó, y hoy resulta que lo vital es separarse de España. Pues bien, según Pere Navarro, los separatistas fueron cultivados por recurrir el PP (entre otros) un Estatuto que a nadie en Cataluña le importa ya una higa. Quien se empeña en encontrar agravios, desde luego los encontrará. Dicen los del PSC en su eslogan electoral "no independencia, no centralismo", pero a la hora de la verdad, con tal de atacar a la derecha española, están dispuestos a suministrar a los secesionistas toda la munición dialéctica que haga falta. Bien es cierto que no es nada nuevo, es lo que llevan haciendo treinta años. Como tampoco no es anecdótico que fuera Maragall quien empezara el lío del Estatut, y Zapatero quien lo hiciera posible. Esto es lo que han logrado los socialistas, un Estatuto que a los seis años parece ya caducado. Y ahora pretenden que creamos en su nueva idea, el federalismo. Se me ocurre dónde podrían meterse sus estupendas propuestas, pero lo dejaré a la imaginación de los lectores.
Artur Mas: Der Wille eines Volkes
El eslogan de CiU en estas elecciones es revelador. No promete nada, sino que identifica al partido, y a su líder Artur Mas, con "la voluntad de un pueblo". Y añade: "Fem-ho possible", (hagámoslo posible). Primera persona del plural; el Guía se (con)funde con la comunidad. Esto tiene indudables ventajas, porque no le compromete a nada. Al contrario, Mas reconoce que la independencia no será un camino de rosas. Pero cuando el Volk se convierte en sujeto metafísico de la acción política, no hay leyes ni jueces que valgan. El (futuro) Estado lo es todo, está por encima de todo. No son interpretaciones, son las propias declaraciones de Mas en los últimos días. Ha asegurado que no lo detendrán ni constituciones ni tribunales. Y pretende que en su persona se encarna la voluntad de un pueblo. No lo ha dicho en alemán, sino en catalán, que se entiende mucho mejor. Pero todo ello desprende un inconfundible aroma a años treinta. Me refiero a Companys, claro. ¿En quién pensaban?
miércoles, 7 de noviembre de 2012
El TC avala la ingeniería social
El fallo del TC avalando la constitucionalidad del mal llamado "matrimonio" homosexual es una aberración jurídica y moral. La Constitución no dice "los españoles tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica", sino: "El hombre y la mujer tienen derecho", etc. (Artículo 32.) El espíritu está claro; el matrimonio es entre hombre y mujer. Aunque no conocemos todavía los razonamientos jurídicos del fallo, es fácil intuir por dónde irán: Que el texto no precisa que hombre y mujer tienen derecho a contraer matrimonio "entre sí". Pero esto solo puede tomarse como una burla. Con este método, también se puede aceptar la independencia de Cataluña, porque la Constitución no menciona explícitamente a esta región como una parte de España.
Como ha señalado Elentir, cualquier violación de la Constitución puede acabar imponiéndose por la vía del hecho consumado, desde que en los inicios de nuestra democracia, el PSOE se cargó el recurso previo de inconstitucionalidad, que impedía la promulgación de una ley hasta que su adecuación a nuestra carta magna no fuera confirmada por el Tribunal Constitucional. Y esto es lo que ha vuelto a suceder, con la colaboración del propio TC, politizado hasta la náusea, que ha retrasado su dictamen siete años, dando tiempo a que se acogieran a la nueva ley veinte mil parejas homosexuales.
Más grave aún es la aberración moral. Nadie impide que los homosexuales se casen, siempre y cuando sea con personas de diferente sexo. Porque el matrimonio es esto, una unión entre hombre y mujer. Si dos personas adultas del mismo sexo quieren firmar un contrato de convivencia, que les otorgue derechos y obligaciones similares a las del contrato matrimonial, nada debería impedírselo. Pero eso no es un matrimonio. No es una cuestión de palabras, sino de conceptos. Al alterar el significado original de la palabra, estamos destruyendo el concepto. Porque el matrimonio es una institución estrechamente ligada, desde hace miles de años, con la reproducción sexual y la crianza de los hijos, con la familia "tradicional" y el hogar. Desde el momento que esta vinculación se destruye conceptualmente, nuestra civilización comete un suicidio moral, pues instaura la ficción ideológica de un mundo en el que solo existen los individuos y el Estado. Y sobre todo, se desprotege a los más indefensos, que son los niños. La cuestión no es si una pareja de gays o lesbianas puede criar razonablemente bien a un niño. La cuestión es: ¿En qué cabeza cabe que, en igualdad de condiciones, se dé un niño en adopción a una pareja homosexual, en lugar de a una pareja compuesta por un padre y una madre? Los caprichos de los adultos no pueden estar por encima del bien de los niños. Si esto es discriminación, lo es cualquier otro criterio (nivel de renta, formación, etc) por el cual la administración atiende las demandas de adopción.
El fallo del TC era de esperar, no solo por su composición "progresista", sino por el clima de acobardamiento de la opinión publica que padecemos. Sobre todo, que no nos llamen carcas ni dogmáticos. Parece que no hubiera narices en este país para oponerse a la dictadura de lo políticamente correcto. Somos líderes en desempleo y ahora líderes en ingeniería social. Un radiante futuro se abre ante nosotros.
Como ha señalado Elentir, cualquier violación de la Constitución puede acabar imponiéndose por la vía del hecho consumado, desde que en los inicios de nuestra democracia, el PSOE se cargó el recurso previo de inconstitucionalidad, que impedía la promulgación de una ley hasta que su adecuación a nuestra carta magna no fuera confirmada por el Tribunal Constitucional. Y esto es lo que ha vuelto a suceder, con la colaboración del propio TC, politizado hasta la náusea, que ha retrasado su dictamen siete años, dando tiempo a que se acogieran a la nueva ley veinte mil parejas homosexuales.
Más grave aún es la aberración moral. Nadie impide que los homosexuales se casen, siempre y cuando sea con personas de diferente sexo. Porque el matrimonio es esto, una unión entre hombre y mujer. Si dos personas adultas del mismo sexo quieren firmar un contrato de convivencia, que les otorgue derechos y obligaciones similares a las del contrato matrimonial, nada debería impedírselo. Pero eso no es un matrimonio. No es una cuestión de palabras, sino de conceptos. Al alterar el significado original de la palabra, estamos destruyendo el concepto. Porque el matrimonio es una institución estrechamente ligada, desde hace miles de años, con la reproducción sexual y la crianza de los hijos, con la familia "tradicional" y el hogar. Desde el momento que esta vinculación se destruye conceptualmente, nuestra civilización comete un suicidio moral, pues instaura la ficción ideológica de un mundo en el que solo existen los individuos y el Estado. Y sobre todo, se desprotege a los más indefensos, que son los niños. La cuestión no es si una pareja de gays o lesbianas puede criar razonablemente bien a un niño. La cuestión es: ¿En qué cabeza cabe que, en igualdad de condiciones, se dé un niño en adopción a una pareja homosexual, en lugar de a una pareja compuesta por un padre y una madre? Los caprichos de los adultos no pueden estar por encima del bien de los niños. Si esto es discriminación, lo es cualquier otro criterio (nivel de renta, formación, etc) por el cual la administración atiende las demandas de adopción.
El fallo del TC era de esperar, no solo por su composición "progresista", sino por el clima de acobardamiento de la opinión publica que padecemos. Sobre todo, que no nos llamen carcas ni dogmáticos. Parece que no hubiera narices en este país para oponerse a la dictadura de lo políticamente correcto. Somos líderes en desempleo y ahora líderes en ingeniería social. Un radiante futuro se abre ante nosotros.
lunes, 5 de noviembre de 2012
Algo se mueve
Parece que la sociedad civil catalana da síntomas de no estar del todo anestesiada. Si un manifiesto como el publicado hoy en El Mundo era necesario y hasta imprescindible, lo cierto es que si no se planta cara al separatismo desde Cataluña, no hay nada que hacer. Desde este modesto blog apoyo esta iniciativa y las que hagan falta. (Clicando en la imagen de arriba [la he pasado abajo], en la que aparecen un mosso d'esquadra y un guardia civil, a ambos lados de una hipotética frontera, se enlaza con la web de la campaña Fem Pinya , que impulsa la Associació Moviment per Catalunya i Espanya.)
De lo que sí me desmarco es de manifiestos como el de El País, que en el mejor estilo de los editoriales de este medio (ya saben, una de cal y otra de arena, para intentar colar el mensaje de siempre -esto solo lo arregla la izquierda- entre los tontos útiles de costumbre), pretenden "salir al paso de la oleada soberanista"... asumiendo los planteamientos básicos de los separatistas. Esto es, que si existe un "sentimiento mayoritario" entre los catalanes de saltarse la Constitución, el resto de españoles tendrá que tragar de un modo u otro. Tiene gracia que la izquierda se plantee como antídoto contra los nacionalismos separatistas, cuando ideológicamente no ha hecho más que abonarles el terreno, denigrando durante décadas todo lo que sonara a español.
sábado, 27 de octubre de 2012
Por qué los progres odian la caridad
Bill Gates, el segundo hombre más rico del mundo, cuya fortuna se calcula en 51.000 millones de euros, ha donado otros 23.000 millones a la lucha contra la pobreza y las enfermedades y al desarrollo de la educación. (Información del suplemento "Economía y empresas" de El Mundo, 14 de octubre de 2012, pág. 10.) El tercer hombre más rico del mundo, Amancio Ortega, que acumula 38.000 millones de euros, acaba de donar 20 millones a Cáritas. No ha sido tan generoso como el americano, pero por muy rico que uno sea, veinte millones son veinte millones. A quién no le temblaría el pulso firmando un cheque con tantos ceros.
Hace escasos meses, algunos potentados como Warren Buffet (ex tercer hombre más rico del planeta, desplazado ahora por Ortega) se lamentaban de los pocos impuestos que pagaban. Como ha señalado Barcepundit, nada hay que impida a cualquier ciudadano pagar más a Hacienda, si lo desea, o donarlo directamente a su causa favorita. Pero claro, estas almas solidarias lo que quieren es -pequeño detalle- que paguen los demás. Como era de prever, nuestra progresía local atrapó al vuelo la ocasión de deplorar que los acaudalados de estos lares no se sumaran a similares demostraciones de fe socialdemócrata. Sin embargo, ha sido conocer la noticia de la donación del dueño de Zara para que le hayan llovido improperios desde todas las covachuelas digitales izquierdosas.
Es un hecho incontestable que la izquierda detesta el concepto de caridad. Los progres quieren que los ricos contribuyan por obligación, no que hagan donativos, ni que sean mecenas, ni patrocinadores. No pueden sufrir que una biblioteca, un museo o una institución benéfica reciban el nombre de un ciudadano o una empresa, que además de crear miles de puestos de trabajo y pagar sus impuestos, decide invertir parte de sus beneficios en proyectos culturales o sociales. El Gran Benefactor solo puede ser el Estado, y del individuo solo cabe sospechar, incluso cuando se muestra generoso.
La mentalidad de izquierdas considera que la caridad no es más que una válvula de escape que permite a un sistema injusto, basado en la explotación, seguir sosteniéndose, cultivando encima la gratitud de los humildes. De manera análoga, las feministas radicales se pondrán como fieras si a un hombre se le ocurre declarar que ayuda a su mujer en las labores domésticas. ¡Cómo que "ayuda"! El trabajo doméstico tiene que estar repartido -por ley, idealmente- estrictamente al 50 %, porque cualquier otra cosa supone justificar un sistema machista opresor, etc.
Obsérvese que en la sociedad ideal que imagina el progresista, no hay lugar para la generosidad arbitraria... ni por tanto para la gratitud. Todo está pactado, regulado de antemano, por lo que nadie puede esperar recibir más que lo que merece. Quién y cómo decide lo que merece cada cual nos llevaría por un camino de arduas reflexiones que acabaría con la infundada certeza moral que anima al progresista. Y nos llevaría, si quisiéramos llegar hasta el final, a la disyuntiva entre dos visiones radicales de la existencia: La de quienes sentimos gratitud por el solo hecho de existir, y por tanto consideramos todo derecho como un don, como algo que nos ha sido dado generosamente, por un acto de amor. Y la de quienes no creen deber su existencia a ningún Ser personal, ni por tanto creen que procedan de Él sus derechos. Son estos últimos quienes creen que no deben dar las gracias por nada, sino que el Estado (o sea, todos los contribuyentes) les debe esto o aquello, la sanidad, la educación, la pensión de jubilación y hasta la felicidad.
Por eso Javier Marías ha rechazado el Premio Nacional de Narrativa: para no tener que dar las gracias. Por lo mismo que los progres odian la caridad: porque odian dar las gracias, que es algo que va contra lo más profundo de su manera de ser.
Hace escasos meses, algunos potentados como Warren Buffet (ex tercer hombre más rico del planeta, desplazado ahora por Ortega) se lamentaban de los pocos impuestos que pagaban. Como ha señalado Barcepundit, nada hay que impida a cualquier ciudadano pagar más a Hacienda, si lo desea, o donarlo directamente a su causa favorita. Pero claro, estas almas solidarias lo que quieren es -pequeño detalle- que paguen los demás. Como era de prever, nuestra progresía local atrapó al vuelo la ocasión de deplorar que los acaudalados de estos lares no se sumaran a similares demostraciones de fe socialdemócrata. Sin embargo, ha sido conocer la noticia de la donación del dueño de Zara para que le hayan llovido improperios desde todas las covachuelas digitales izquierdosas.
Es un hecho incontestable que la izquierda detesta el concepto de caridad. Los progres quieren que los ricos contribuyan por obligación, no que hagan donativos, ni que sean mecenas, ni patrocinadores. No pueden sufrir que una biblioteca, un museo o una institución benéfica reciban el nombre de un ciudadano o una empresa, que además de crear miles de puestos de trabajo y pagar sus impuestos, decide invertir parte de sus beneficios en proyectos culturales o sociales. El Gran Benefactor solo puede ser el Estado, y del individuo solo cabe sospechar, incluso cuando se muestra generoso.
La mentalidad de izquierdas considera que la caridad no es más que una válvula de escape que permite a un sistema injusto, basado en la explotación, seguir sosteniéndose, cultivando encima la gratitud de los humildes. De manera análoga, las feministas radicales se pondrán como fieras si a un hombre se le ocurre declarar que ayuda a su mujer en las labores domésticas. ¡Cómo que "ayuda"! El trabajo doméstico tiene que estar repartido -por ley, idealmente- estrictamente al 50 %, porque cualquier otra cosa supone justificar un sistema machista opresor, etc.
Obsérvese que en la sociedad ideal que imagina el progresista, no hay lugar para la generosidad arbitraria... ni por tanto para la gratitud. Todo está pactado, regulado de antemano, por lo que nadie puede esperar recibir más que lo que merece. Quién y cómo decide lo que merece cada cual nos llevaría por un camino de arduas reflexiones que acabaría con la infundada certeza moral que anima al progresista. Y nos llevaría, si quisiéramos llegar hasta el final, a la disyuntiva entre dos visiones radicales de la existencia: La de quienes sentimos gratitud por el solo hecho de existir, y por tanto consideramos todo derecho como un don, como algo que nos ha sido dado generosamente, por un acto de amor. Y la de quienes no creen deber su existencia a ningún Ser personal, ni por tanto creen que procedan de Él sus derechos. Son estos últimos quienes creen que no deben dar las gracias por nada, sino que el Estado (o sea, todos los contribuyentes) les debe esto o aquello, la sanidad, la educación, la pensión de jubilación y hasta la felicidad.
Por eso Javier Marías ha rechazado el Premio Nacional de Narrativa: para no tener que dar las gracias. Por lo mismo que los progres odian la caridad: porque odian dar las gracias, que es algo que va contra lo más profundo de su manera de ser.
domingo, 14 de octubre de 2012
La felicidad de la apariencia
Un mundo sin principios es un mundo regido por las modas. El ciclo de las modas empieza siempre por adinerados aburridos, que encuentran cierta excitación en romper las convenciones, porque así se hacen la ilusión de distinguirse de la gente vulgar. En una segunda fase, las masas acaban adoptando la nueva moda, lo cual obliga a los ricos a adoptar alguna otra moda para recuperar la distinción. Y vuelta a empezar.
Algunas modas son pasajeras, pero no todas. Existe un efecto progresivo en el terreno de las costumbres, por el cual, determinadas innovaciones sientan precedente para ensayar otras más osadas. Esta es la razón por la cual la Iglesia se oponía a las llamadas, hace unas décadas, "relaciones prematrimoniales". El resultado confirma que la Iglesia tenía razón. Hoy la expresión ha caído en desuso, por la sencilla razón de que el matrimonio ya no es la institución de referencia en las relaciones entre hombre y mujer. Cada vez se casa menos gente y los matrimonios duran menos. Y en todo caso, ¿para qué ensayar la convivencia, si de todos modos no hay impedimento alguno para disolverla a los poco meses de la boda?
Pero la espiral de las modas continúa. Junto al matrimonio homosexual, el siguiente paso es destruir la intimidad del matrimonio, para convertirlo en algo en lo que pueden inmiscuirse terceras personas. Un ejemplo lo proporciona el reportaje del Magazine de El Mundo de este domingo, que habla de los álbumes fotográficos de la noche de bodas: "Último grito", "ahora es lo que se lleva", "cada vez se demanda más en Estados Unidos", etc, son algunos de los latiguillos en los que abunda el texto. Como es habitual en estos casos, se insiste en que no hay un "perfil" del cliente que demanda una sesión de fotos eróticas con su pareja, en un día tan señalado, que "hay de todo". Y se trata de desvanecer cualquier otra prevención, asegurando que no se llega al "sexo explícito". Pero si se llegara, no duden en que tanto el periodista como el profesional interesado (el fotógrafo que obtiene suculentos encargos) exclamarían, con falsa inoncencia: "¿Qué hay de malo en ello, mientras no se difunda sin consentimiento de los clientes?"
Lo tristemente irónico del caso es que posiblemente, la mayoría de matrimonios que se prestan a esta marranada (permitan que llame a las cosas como me plazca), se disolverán en poco tiempo, si atendemos a las estadísticas. ¿Qué ocurrirá entonces con esas fotos? ¿Acabará viéndolas el nuevo novio o la nueva novia? ¿Tendrán que pasar por ese trance, como el amante que no puede evitar leer en la penumbra, en el hombro o espalda de su pareja, en pleno acto sexual, el nombre tatuado de una anterior pareja?
Todo ello no hace más que contribuir a deteriorar aún más las relaciones entre hombres y mujeres, a convertir el sexo en un motivo de sórdidos pensamientos, a hacer más difícil que existan parejas basadas en una relación pura, sin las rémoras de un pasado poblado de experiencias no compartidas, en una forma de onanismo a dúo. La banalización del sexo lo convierte en algo que no es cosa de dos, en algo de lo que se habla sin pudor, y hasta se difunde audiovisualmente. Los sexólogos recomiendan las fantasías sexuales, aunque sean con personas distintas de la pareja, y animan a utilizar material pornográfico para mejorar las relaciones. Algunos psicólogos, como Rafael Santandreu, relativizan explícitamente la importancia de la fidelidad, considerando los celos como una idea irracional, incluso cuando están fundados. (Véase su libro, estimable en otros aspectos, El arte de no amargarse la vida, una exposición para el gran público de la psicoterapia cognitiva.)
El abandono de los "prejuicios" tiene siempre como fin último confesado la felicidad. Pero existen razones empíricas abundantes para preguntarse si el resultado no es exactamente el contrario. ¿Qué es más feliz, un matrimonio estable que dura toda la vida o el tipo de emparejamientos efímeros que hoy parece ser la norma? Y los niños ¿en que ambiente crecen más felices, en el de una familia "tradicional", o debiendo desde temprana edad convivir con el nuevo noviete de la madre, o la novieta del padre?
Por supuesto, podemos defender una felicidad de mínimos como hace Santandreu, es decir, autoconvencernos de que es muy poco lo que necesitamos para ser felices. ¿Que tu mujer o tu marido te ponen los cuernos? Bueno, no te vas a morir por eso, indudablemente. Pero una voz interior, por mucho que pretendamos acallarla, nos dice que en algún momento nos hemos extraviado por un camino de irresponsabilidad, un camino que prometía placeres fáciles, sin efectos secundarios, pero en realidad acaba conduciendo al desamparo, a la carencia de amor auténtico. Quizás no seremos del todo desgraciados, pero relativizándolo todo tampoco conoceremos la plena felicidad, y además tampoco podremos eludir el dolor o la enfermedad.
Sé cuál es la réplica del moralismo secular a estas reflexiones. Que las personas tienen derecho a elegir su modo de vida. Pero nadie niega eso. Nadie dice que haya que obligar a nadie a seguir el camino de la moralidad católica. Todo lo contrario, el cristianismo se basa en dos o tres ideas fundamentales, entre las cuales se encuentra la libertad última para elegir entre el bien y el mal. Pero que no nos pinten de color de rosa las alternativas, que no nos vendan la moto de una felicidad de la impúdica apariencia, sin otra referencia que la inmediatez, aunque quede congelada en la falsa eternidad de una fotografía.
Algunas modas son pasajeras, pero no todas. Existe un efecto progresivo en el terreno de las costumbres, por el cual, determinadas innovaciones sientan precedente para ensayar otras más osadas. Esta es la razón por la cual la Iglesia se oponía a las llamadas, hace unas décadas, "relaciones prematrimoniales". El resultado confirma que la Iglesia tenía razón. Hoy la expresión ha caído en desuso, por la sencilla razón de que el matrimonio ya no es la institución de referencia en las relaciones entre hombre y mujer. Cada vez se casa menos gente y los matrimonios duran menos. Y en todo caso, ¿para qué ensayar la convivencia, si de todos modos no hay impedimento alguno para disolverla a los poco meses de la boda?
Pero la espiral de las modas continúa. Junto al matrimonio homosexual, el siguiente paso es destruir la intimidad del matrimonio, para convertirlo en algo en lo que pueden inmiscuirse terceras personas. Un ejemplo lo proporciona el reportaje del Magazine de El Mundo de este domingo, que habla de los álbumes fotográficos de la noche de bodas: "Último grito", "ahora es lo que se lleva", "cada vez se demanda más en Estados Unidos", etc, son algunos de los latiguillos en los que abunda el texto. Como es habitual en estos casos, se insiste en que no hay un "perfil" del cliente que demanda una sesión de fotos eróticas con su pareja, en un día tan señalado, que "hay de todo". Y se trata de desvanecer cualquier otra prevención, asegurando que no se llega al "sexo explícito". Pero si se llegara, no duden en que tanto el periodista como el profesional interesado (el fotógrafo que obtiene suculentos encargos) exclamarían, con falsa inoncencia: "¿Qué hay de malo en ello, mientras no se difunda sin consentimiento de los clientes?"
Lo tristemente irónico del caso es que posiblemente, la mayoría de matrimonios que se prestan a esta marranada (permitan que llame a las cosas como me plazca), se disolverán en poco tiempo, si atendemos a las estadísticas. ¿Qué ocurrirá entonces con esas fotos? ¿Acabará viéndolas el nuevo novio o la nueva novia? ¿Tendrán que pasar por ese trance, como el amante que no puede evitar leer en la penumbra, en el hombro o espalda de su pareja, en pleno acto sexual, el nombre tatuado de una anterior pareja?
Todo ello no hace más que contribuir a deteriorar aún más las relaciones entre hombres y mujeres, a convertir el sexo en un motivo de sórdidos pensamientos, a hacer más difícil que existan parejas basadas en una relación pura, sin las rémoras de un pasado poblado de experiencias no compartidas, en una forma de onanismo a dúo. La banalización del sexo lo convierte en algo que no es cosa de dos, en algo de lo que se habla sin pudor, y hasta se difunde audiovisualmente. Los sexólogos recomiendan las fantasías sexuales, aunque sean con personas distintas de la pareja, y animan a utilizar material pornográfico para mejorar las relaciones. Algunos psicólogos, como Rafael Santandreu, relativizan explícitamente la importancia de la fidelidad, considerando los celos como una idea irracional, incluso cuando están fundados. (Véase su libro, estimable en otros aspectos, El arte de no amargarse la vida, una exposición para el gran público de la psicoterapia cognitiva.)
El abandono de los "prejuicios" tiene siempre como fin último confesado la felicidad. Pero existen razones empíricas abundantes para preguntarse si el resultado no es exactamente el contrario. ¿Qué es más feliz, un matrimonio estable que dura toda la vida o el tipo de emparejamientos efímeros que hoy parece ser la norma? Y los niños ¿en que ambiente crecen más felices, en el de una familia "tradicional", o debiendo desde temprana edad convivir con el nuevo noviete de la madre, o la novieta del padre?
Por supuesto, podemos defender una felicidad de mínimos como hace Santandreu, es decir, autoconvencernos de que es muy poco lo que necesitamos para ser felices. ¿Que tu mujer o tu marido te ponen los cuernos? Bueno, no te vas a morir por eso, indudablemente. Pero una voz interior, por mucho que pretendamos acallarla, nos dice que en algún momento nos hemos extraviado por un camino de irresponsabilidad, un camino que prometía placeres fáciles, sin efectos secundarios, pero en realidad acaba conduciendo al desamparo, a la carencia de amor auténtico. Quizás no seremos del todo desgraciados, pero relativizándolo todo tampoco conoceremos la plena felicidad, y además tampoco podremos eludir el dolor o la enfermedad.
Sé cuál es la réplica del moralismo secular a estas reflexiones. Que las personas tienen derecho a elegir su modo de vida. Pero nadie niega eso. Nadie dice que haya que obligar a nadie a seguir el camino de la moralidad católica. Todo lo contrario, el cristianismo se basa en dos o tres ideas fundamentales, entre las cuales se encuentra la libertad última para elegir entre el bien y el mal. Pero que no nos pinten de color de rosa las alternativas, que no nos vendan la moto de una felicidad de la impúdica apariencia, sin otra referencia que la inmediatez, aunque quede congelada en la falsa eternidad de una fotografía.
sábado, 13 de octubre de 2012
¿Barcelona cocapital?
No es la primera vez que se propone una cocapitalidad Madrid-Bacelona, con el fin de resolver de una vez por todas el problema del nacionalismo separatista. Ahora el candidato socialista a la Generalidad, Pere Navarro, ha vuelto a desempolvar la propuesta, en el marco de un programa federalista.
Tiene cierta lógica, hay que reconocerlo. Si Barcelona hubiera sido la capital de España, seguramente no hubiera llegado a surgir jamás el nacionalismo catalán. (Aunque quién sabe, quizás entonces hubiera surgido el nacionalismo castellano...)
Desde luego hay razones históricas profundas que explican la capitalidad de Madrid. Significativamente, la primera capital de España fue en la antigüedad romana Tarragona, a 90 km de Barcelona, y ya en los inicios de la época visigótica, durante un breve período, la propia Barcelona. La dinámica de la expansión de los visigodos, sin embargo, acabó finalmente fijando la capitalidad en Toledo. Que la capital haya acabado siendo la cercana Madrid es acaso un accidente, pero no que se haya situado en el centro de la península. La Reconquista se planteó, como indica el término, como una recuperación del legado cultural y político visigodo, es decir como el restablecimiento del primer Estado unitario de España y del cristianismo.
Con todo, España como Estado moderno nace con la unión de Castilla y Aragón. No hubiera sido imposible que entonces se hubiera desarrollado un modelo dual, con capital oscilante entre Madrid y Barcelona. De hecho, algo de eso hubo, en la medida en que los descendientes de los Reyes Católicos tuvieron que seguir jurando las constituciones de Aragón y Cataluña hasta el siglo XVIII. Eran reyes de toda España en virtud, entre otros títulos, de ser reyes de Aragón y condes de Barcelona, y no al revés, al menos formalmente.
Como es sabido, Felipe V terminó con esta -si se quiere- ficción jurídica, cuando al final de la Guerra de Sucesión, el 11 de setiembre de 1714, sus tropas entraron en Barcelona, tras haberla bombardeado y sitiado durante meses, y abolió las instituciones y las constituciones de Cataluña. (Para entonces decadentes y reducidas prácticamente a mero refugio de privilegios oligárquicos.) No fue sin embargo hasta casi dos siglos después, a principios del siglo XX, que surgió el nacionalismo catalán, y reivindicó aquella fecha histórica, que los catalanes habían parecido dispuestos a olvidar desde el mismo día que cayó Barcelona. A pesar de todo, la actual estructura autonómica ha facilitado que, con los nacionalistas en el poder regional durante treinta años, su ideología se haya hecho mayoritaria. Y de ahí surgen los planteamientos de reconsiderar la estructura del Estado para responder al peligro de secesión.
Naturalmente, cambiar la capital de España sería un disparate, por razones no solo económicas. No se puede realizar una mudanza de tanta envergadura sin meditar gravemente las consecuencias de todo tipo que podría tener, quizás indeseadas además de impensadas. El sentido común aconseja siempre dejar las cosas como están, cuando no está claro que el cambio vaya a conseguir lo que se pretende, y además no vaya a tener otras consecuencias acaso peores que el mal que supuestamente remediaría.
Otra cosa es sin embargo el concepto de cocapital, que no implica desposeer a Madrid de su actual estatus constitucional (aunque sí reformarlo), ni trasladar todas las sedes administrativas y políticas, sino repartirlas con Barcelona. Esta es una idea que se puede discutir, se pueden sopesar sus inconvenientes (principalmente de orden económico) y sus ventajas. Pero no es ningún absurdo, a tenor de la historia pasada.
El principal problema de la cocapitalidad Madrid-Barcelona es que la propuesta llega tarde y, sobre todo, en un contexto de mero oportunismo electoralista. Es decir, que no se plantea seriamente. Unos cuantos miles de catalanes se manifiestan el 11 de setiembre en Barcelona pidiendo tener un Estado propio, y entonces el señor Pere Navarro propone que la capital sea compartida con esta ciudad. Es como si yo amenazo a mi jefe con irme, después de mis repetidas demandas de aumento de sueldo, y entonces él me ofrece ser su socio en la empresa. La primera reacción que tendría cualquiera en circunstancias similares es pensar: ¿Y no podías habérmelo propuesto antes?
Entiéndaseme, no estoy sugiriendo que las demandas del nacionalismo catalán sean justas. Al contrario, creo que no lo son, porque a los catalanes les ha ido bien dentro de España, y cualquier otra consideración nace del resentimiento y el autoodio, no de razones objetivas. Sin embargo, si tu jefe (la metáfora me temo que no es muy feliz) hasta ahora se ha opuesto a tus peticiones salariales con argumentos puramente defensivos, cuando de repente te propone ser socio suyo, ello significa que antes no estaba siendo sincero ni generoso, independientemente de quién de los dos tuviera razón. Uno pierde la razón cuando no sabe argumentarla, y se limita a objeciones pragmáticas o circunstanciales ("ahora no es oportuno") contra quien asegura defender legítimos intereses.
El nacionalismo no surge a principios del siglo XX porque los catalanes se sientan incómodos dentro de España, sino por causas antes aludidas. De ahí que las propuestas de configurar el Estado de manera que el sentimiento catalanista encaje dentro de la nación española, están viciadas de origen. ¿Hubiera evitado que surgiera el nacionalismo un Estado con capital dual? Es posible, pero emprender esa reforma en respuesta a demandas que no nacen de ahí ya no arregla nada, y es un error de negociación evidente.
¿Qué solución propongo?, se me preguntará. La pregunta, así formulada, en realidad ya asume los planteamientos nacionalistas, es decir, que existe un problema de encaje de Cataluña con España. Pero el problema no es ese, el problema es el propio nacionalismo, es decir, el postulado de que existe un problema objetivo, una injusticia a reparar, un pueblo oprimido al cual hay que liberar. Así que no hay otra que denunciar una y otra vez esa falacia. Eso no asegura que la irracionalidad separatista no acabe triunfando, pero la alternativa es perder la batalla de las ideas antes de disparar el primer tiro dialéctico.
Tiene cierta lógica, hay que reconocerlo. Si Barcelona hubiera sido la capital de España, seguramente no hubiera llegado a surgir jamás el nacionalismo catalán. (Aunque quién sabe, quizás entonces hubiera surgido el nacionalismo castellano...)
Desde luego hay razones históricas profundas que explican la capitalidad de Madrid. Significativamente, la primera capital de España fue en la antigüedad romana Tarragona, a 90 km de Barcelona, y ya en los inicios de la época visigótica, durante un breve período, la propia Barcelona. La dinámica de la expansión de los visigodos, sin embargo, acabó finalmente fijando la capitalidad en Toledo. Que la capital haya acabado siendo la cercana Madrid es acaso un accidente, pero no que se haya situado en el centro de la península. La Reconquista se planteó, como indica el término, como una recuperación del legado cultural y político visigodo, es decir como el restablecimiento del primer Estado unitario de España y del cristianismo.
Con todo, España como Estado moderno nace con la unión de Castilla y Aragón. No hubiera sido imposible que entonces se hubiera desarrollado un modelo dual, con capital oscilante entre Madrid y Barcelona. De hecho, algo de eso hubo, en la medida en que los descendientes de los Reyes Católicos tuvieron que seguir jurando las constituciones de Aragón y Cataluña hasta el siglo XVIII. Eran reyes de toda España en virtud, entre otros títulos, de ser reyes de Aragón y condes de Barcelona, y no al revés, al menos formalmente.
Como es sabido, Felipe V terminó con esta -si se quiere- ficción jurídica, cuando al final de la Guerra de Sucesión, el 11 de setiembre de 1714, sus tropas entraron en Barcelona, tras haberla bombardeado y sitiado durante meses, y abolió las instituciones y las constituciones de Cataluña. (Para entonces decadentes y reducidas prácticamente a mero refugio de privilegios oligárquicos.) No fue sin embargo hasta casi dos siglos después, a principios del siglo XX, que surgió el nacionalismo catalán, y reivindicó aquella fecha histórica, que los catalanes habían parecido dispuestos a olvidar desde el mismo día que cayó Barcelona. A pesar de todo, la actual estructura autonómica ha facilitado que, con los nacionalistas en el poder regional durante treinta años, su ideología se haya hecho mayoritaria. Y de ahí surgen los planteamientos de reconsiderar la estructura del Estado para responder al peligro de secesión.
Naturalmente, cambiar la capital de España sería un disparate, por razones no solo económicas. No se puede realizar una mudanza de tanta envergadura sin meditar gravemente las consecuencias de todo tipo que podría tener, quizás indeseadas además de impensadas. El sentido común aconseja siempre dejar las cosas como están, cuando no está claro que el cambio vaya a conseguir lo que se pretende, y además no vaya a tener otras consecuencias acaso peores que el mal que supuestamente remediaría.
Otra cosa es sin embargo el concepto de cocapital, que no implica desposeer a Madrid de su actual estatus constitucional (aunque sí reformarlo), ni trasladar todas las sedes administrativas y políticas, sino repartirlas con Barcelona. Esta es una idea que se puede discutir, se pueden sopesar sus inconvenientes (principalmente de orden económico) y sus ventajas. Pero no es ningún absurdo, a tenor de la historia pasada.
El principal problema de la cocapitalidad Madrid-Barcelona es que la propuesta llega tarde y, sobre todo, en un contexto de mero oportunismo electoralista. Es decir, que no se plantea seriamente. Unos cuantos miles de catalanes se manifiestan el 11 de setiembre en Barcelona pidiendo tener un Estado propio, y entonces el señor Pere Navarro propone que la capital sea compartida con esta ciudad. Es como si yo amenazo a mi jefe con irme, después de mis repetidas demandas de aumento de sueldo, y entonces él me ofrece ser su socio en la empresa. La primera reacción que tendría cualquiera en circunstancias similares es pensar: ¿Y no podías habérmelo propuesto antes?
Entiéndaseme, no estoy sugiriendo que las demandas del nacionalismo catalán sean justas. Al contrario, creo que no lo son, porque a los catalanes les ha ido bien dentro de España, y cualquier otra consideración nace del resentimiento y el autoodio, no de razones objetivas. Sin embargo, si tu jefe (la metáfora me temo que no es muy feliz) hasta ahora se ha opuesto a tus peticiones salariales con argumentos puramente defensivos, cuando de repente te propone ser socio suyo, ello significa que antes no estaba siendo sincero ni generoso, independientemente de quién de los dos tuviera razón. Uno pierde la razón cuando no sabe argumentarla, y se limita a objeciones pragmáticas o circunstanciales ("ahora no es oportuno") contra quien asegura defender legítimos intereses.
El nacionalismo no surge a principios del siglo XX porque los catalanes se sientan incómodos dentro de España, sino por causas antes aludidas. De ahí que las propuestas de configurar el Estado de manera que el sentimiento catalanista encaje dentro de la nación española, están viciadas de origen. ¿Hubiera evitado que surgiera el nacionalismo un Estado con capital dual? Es posible, pero emprender esa reforma en respuesta a demandas que no nacen de ahí ya no arregla nada, y es un error de negociación evidente.
¿Qué solución propongo?, se me preguntará. La pregunta, así formulada, en realidad ya asume los planteamientos nacionalistas, es decir, que existe un problema de encaje de Cataluña con España. Pero el problema no es ese, el problema es el propio nacionalismo, es decir, el postulado de que existe un problema objetivo, una injusticia a reparar, un pueblo oprimido al cual hay que liberar. Así que no hay otra que denunciar una y otra vez esa falacia. Eso no asegura que la irracionalidad separatista no acabe triunfando, pero la alternativa es perder la batalla de las ideas antes de disparar el primer tiro dialéctico.
domingo, 7 de octubre de 2012
Recuperar el orgullo
Existe un tópico sobre el origen del nacionalismo catalán (aplicable también al vasco) que incluso ha sido interiorizado por muchos que no son nacionalistas. En resumen, nos vienen a decir que la culpa de todo la tuvo el franquismo, con su obsesión por castellanizar España, la cual habría provocado la comprensible reacción pendular en la que consiste a fin de cuentas el nacionalismo catalán.
Naturalmente, esto no explica por qué Francesc Macià proclamó el Estado catalán en 1931, ni por qué tres años más tarde Lluís Companys se sumó a un golpe de Estado contra el legítimo gobierno de la República. Entonces los catalanistas nos dirán que las políticas castellanizadoras vienen de más lejos, nos retrotraerán hasta 1714 y más atrás aún, hasta el conde-duque de Olivares, como mínimo. En esto proceden como la izquierda, cuando se le recuerda que fueron el Partido Socialista y la Esquerra Republicana de Catalunya quienes se sublevaron (antes que Franco) contra la república. Te echarán en cara la sanjurjada y si es necesario continuarán remontándose en la cadena causal hasta demostrarnos que Caín era de derechas.
El nacionalista, al igual que el izquierdista, siempre encontrará los pretextos morales para justificar su posición. Y si no existen, los inventará. Quien pretende cometer una injusticia contra alguien (contra quienes no piensan como él ni le apoyan) necesita imperiosamente postular una injusticia previa, invertir la relación entre verdugo y víctima para presentarse como la segunda.
El catalanismo surge del autoodio hacia España. Al alumbrar el siglo XX, tras la pérdida de Cuba, el autoodio español (subvariante del autoodio occidental) podía manifestarse en forma de ideas "progresistas", que hacían suya la Leyenda Negra alimentada por los imperialismos rivales de España, es decir, el francés y el anglosajón. El anticlericalismo es una de sus manifestaciones más evidentes. Pero para uno que hubiera nacido en Barcelona, o en Mollerussa, existía otra forma de autoodio español: No sentirse español, sino catalán. Que fuera minoritario al principio no tiene más relevancia: Todo empieza por las minorías.
Los nacionalismos catalán y vasco han prosperado en un clima en el que los propios españoles no estaban muy orgullosos de serlo, porque habían comprado la mercancía adulterada de una interpretación falaz de la historia, según la cual el catolicismo español no aportó otra cosa que la Inquisición y la superstición, mientras que la conquista de América se redujo a un genocidio contra los indígenas. Con estos planteamientos masoquistas, no es de extrañar que los habitantes de algunas regiones españolas se hayan aferrado a ciertas particularidades culturales y lingüísticas para sostener que ellos no son españoles. Luego han completado la jugada inventándose una historia de opresiones y agravios recibidos de la malvada, oscurantista y decadente España.
Los españoles podemos estar orgullosos de nuestra historia. No tenemos que pedir perdón por la Reconquista, puesto que antes tendrían que pedirlo quienes nos invadieron. No tenemos que pedir perdón por haber defendido la unidad del cristianismo, salvo si se demuestra que el protestantismo no produjo guerras ni masivas cazas de brujas. No tenemos que pedir perdón por haber descubierto y colonizado América, salvo si se demuestra que América era un paraíso terrenal antes de la llegada de Colón. Y no tenemos que pedir perdón por querer mantener nuestra integridad territorial, salvo si se demuestra que los canarios, ceutíes y melillenses vivirán mejor bajo la férula del rey de Marruecos que dentro de España. Y que catalanes y vascos van a atar los perros con longanizas en cuanto se independicen.
Cuando recobremos nuestro orgullo de ser españoles, los nacionalismos separatistas habrán alcanzado su momento culminante. Puede que entonces sea tarde, pero solo desde este momento dejarán de comernos terreno. Dejaremos de estar a la defensiva con pusilánimes apelaciones a que "ahora no es el momento más oportuno para aventuras", etc. Ni ahora ni nunca será el momento para romper España, salvo que ya no quede nadie que se sienta español.
Naturalmente, esto no explica por qué Francesc Macià proclamó el Estado catalán en 1931, ni por qué tres años más tarde Lluís Companys se sumó a un golpe de Estado contra el legítimo gobierno de la República. Entonces los catalanistas nos dirán que las políticas castellanizadoras vienen de más lejos, nos retrotraerán hasta 1714 y más atrás aún, hasta el conde-duque de Olivares, como mínimo. En esto proceden como la izquierda, cuando se le recuerda que fueron el Partido Socialista y la Esquerra Republicana de Catalunya quienes se sublevaron (antes que Franco) contra la república. Te echarán en cara la sanjurjada y si es necesario continuarán remontándose en la cadena causal hasta demostrarnos que Caín era de derechas.
El nacionalista, al igual que el izquierdista, siempre encontrará los pretextos morales para justificar su posición. Y si no existen, los inventará. Quien pretende cometer una injusticia contra alguien (contra quienes no piensan como él ni le apoyan) necesita imperiosamente postular una injusticia previa, invertir la relación entre verdugo y víctima para presentarse como la segunda.
El catalanismo surge del autoodio hacia España. Al alumbrar el siglo XX, tras la pérdida de Cuba, el autoodio español (subvariante del autoodio occidental) podía manifestarse en forma de ideas "progresistas", que hacían suya la Leyenda Negra alimentada por los imperialismos rivales de España, es decir, el francés y el anglosajón. El anticlericalismo es una de sus manifestaciones más evidentes. Pero para uno que hubiera nacido en Barcelona, o en Mollerussa, existía otra forma de autoodio español: No sentirse español, sino catalán. Que fuera minoritario al principio no tiene más relevancia: Todo empieza por las minorías.
Los nacionalismos catalán y vasco han prosperado en un clima en el que los propios españoles no estaban muy orgullosos de serlo, porque habían comprado la mercancía adulterada de una interpretación falaz de la historia, según la cual el catolicismo español no aportó otra cosa que la Inquisición y la superstición, mientras que la conquista de América se redujo a un genocidio contra los indígenas. Con estos planteamientos masoquistas, no es de extrañar que los habitantes de algunas regiones españolas se hayan aferrado a ciertas particularidades culturales y lingüísticas para sostener que ellos no son españoles. Luego han completado la jugada inventándose una historia de opresiones y agravios recibidos de la malvada, oscurantista y decadente España.
Los españoles podemos estar orgullosos de nuestra historia. No tenemos que pedir perdón por la Reconquista, puesto que antes tendrían que pedirlo quienes nos invadieron. No tenemos que pedir perdón por haber defendido la unidad del cristianismo, salvo si se demuestra que el protestantismo no produjo guerras ni masivas cazas de brujas. No tenemos que pedir perdón por haber descubierto y colonizado América, salvo si se demuestra que América era un paraíso terrenal antes de la llegada de Colón. Y no tenemos que pedir perdón por querer mantener nuestra integridad territorial, salvo si se demuestra que los canarios, ceutíes y melillenses vivirán mejor bajo la férula del rey de Marruecos que dentro de España. Y que catalanes y vascos van a atar los perros con longanizas en cuanto se independicen.
Cuando recobremos nuestro orgullo de ser españoles, los nacionalismos separatistas habrán alcanzado su momento culminante. Puede que entonces sea tarde, pero solo desde este momento dejarán de comernos terreno. Dejaremos de estar a la defensiva con pusilánimes apelaciones a que "ahora no es el momento más oportuno para aventuras", etc. Ni ahora ni nunca será el momento para romper España, salvo que ya no quede nadie que se sienta español.
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