Una buena imagen del estado
actual del conocimiento científico podría ser la de un rompecabezas a medio
hacer. Se ha popularizado la idea de que a este puzle le faltan muy pocas
piezas, de que estamos cerca, por primera vez en la historia, de una explicación
total y completa de la realidad. Creo que esta concepción es cuando menos muy
precipitada. Es verdad que hemos conseguido colocar amplias islas de piezas,
que nos ofrecen ciertos atisbos del cuadro final. (A diferencia de los puzles
normales, en este nos falta el modelo, lo que da una vaga idea de su dificultad
singular.) Pero pienso que es mucho más lo que falta que lo que ya tenemos,
aunque no pueda naturalmente precisar o justificar suficientemente mi metáfora.
En concreto, carecemos de las piezas esenciales que conectan la teoría cuántica
con la teoría de la Relatividad General. Y también hay huecos considerables
entre la primera y la bioquímica, entre esta y la biología y la medicina, así
como entre todas las demás disciplinas naturales, aparte de los agujeros que persisten dentro de cada
una de ellas. Uno de los más notables se halla en la cosmología: los físicos
siguen sin conocer la naturaleza del 70 % de la energía que compone el
universo, lo que graciosamente han denominado “energía oscura”, y que es
responsable de que la expansión del cosmos, después de la Gran Explosión, no
sólo continúe sino de que esté acelerándose.
Dicho esto, y aunque esa imagen
del rompecabezas en construcción fuese excesivamente prudente, existe otra idea
sumamente difundida, y que en mi opinión es todavía más problemática que la
visión más optimista del puzle. Se trata de la idea según la cual, hasta hace
poco, los huecos del conocimiento venían siendo rellenados por la creencia en
Dios, y que a medida que la ciencia va colocando más piezas en esos espacios
intermedios, los creyentes nos vamos viendo más y más arrinconados, como los
indígenas del Oeste americano que iban resistiendo en territorios menguantes,
hasta verse confinados hoy en parques temáticos para hacer las delicias de los
turistas.
Sin duda, es cierto que en épocas
pasadas se abusó de la idea de Dios para conllevar la ignorancia acerca de
muchas cosas. Pero creo que en lo esencial no se trata de un fenómeno distinto
de la tendencia genérica de dar un nombre a lo desconocido, que persiste en el
actual lenguaje científico. La “energía oscura”, que acabamos de mencionar, es
un buen ejemplo de ello, aunque hay muchos más. Nombrar lo desconocido tiene un
cierto efecto tranquilizador, nos produce la ilusión de que es algo menos desconcertante,
al igual que en un problema de álgebra, llamar x a la solución ya nos acerca más a ella, pues nos permite al menos
expresar la ecuación que debemos resolver. Pero la cuestión es: ¿disminuye
nuestra ignorancia porque hablemos provisionalmente de energía oscura en lugar
de –pongamos– “energía divina”?
El punto esencial no es, sin
embargo, la ignorancia humana acerca de tales o cuales materias particulares, que
desde luego puede disminuir notablemente, sino un tipo de ignorancia mucho más
fundamental, que no puede ser subsanada, al menos en este mundo. La ciencia
siempre presupone un marco de inteligibilidad, en el cual trata de integrar
todos los fenómenos. Este marco no es fijo, porque las observaciones, a partir
de un determinado nivel acumulativo, obligan a modificarlo. Pero la existencia
del marco, sea cual sea, se da siempre por descontada; es algo que, por
definición, la ciencia ni puede ni pretende explicar. La inteligibilidad del
mundo: este es el misterio de los misterios, que sigue tan intocado hoy como
hace seis mil años. No por qué caen las manzanas hacia el suelo, sino por qué
debería siquiera haber una ley a la que los objetos físicos estén sometidos.
El físico y divulgador Jorge
Wagensberg ha expresado en parte lo que quiero decir en al menos uno de sus
libros, titulado A más cómo, menos por
qué (Tusquets, Barcelona, 2006.) Sin embargo, en otros pasajes de esta
obra, recae de manera más o menos sutil en la concepción vulgar que considera
la ciencia y la religión como incompatibles, en el sentido de que el
crecimiento de la primera implicaría la disminución de la segunda. El
comentario de varios pasajes y aforismos del libro (algunos de los cuales son
verdaderos chispazos de ingenio) puede ser una buena manera de tratar de
arrojar luz sobre estas fascinantes cuestiones.
Dice Wagensberg (aforismo 425):
“La ciencia no trata del porqué de
las cosas, sino del cómo.” Esta idea,
que me parece muy exacta, la desarrolla en los aforismos 426 al 431. En ellos
nos dice que las preguntas del tipo por
qué siempre llevan a los científicos a preguntas del tipo cómo, pero más profundas. Así, la
gravitación de Newton “no explica por qué
se atraen dos masas sino cómo lo
hacen.” Einstein, al hacerse la primera pregunta, simplemente encontró “otro cómo más general”, que es precisamente
su Teoría de la Relatividad General.
Es entonces cuando Wagensberg,
con un salto en mi opinión injustificado, propone el aforismo que da título al
libro: “A más cómo, menos por qué” [429]. ¿Qué significa esto? Considerada
la afirmación aisladamente, nos sugiere que la pregunta por qué siempre está en retroceso, es decir, que pertenece a una
fase más primitiva del pensamiento humano en todas sus modalidades, y no sólo en
las ciencias naturales. Si la cotejamos con otros pasajes del libro, la
impresión es ambivalente. No está claro (o al menos no me ha quedado claro a
mí) el valor que el autor otorga a preguntarse el porqué de las cosas, y no simplemente el cómo. O dicho de otra manera, si Wagensberg admite la validez de la
filosofía, en el sentido clásico, o si por el contrario la considera sólo como
una especie de prolegómeno a la indagación científica (que sería el auténtico
conocimiento), o una reflexión epistemológica acerca de ella.
El aforismo siguiente parece
proponer una cierta reconciliación: “La física aspira a una teoría en la que,
por fin (?), se abracen el cómo y el porqué de las cosas.” Pero sigue sin
estar del todo claro si ese abrazo no es un abrazo del oso, es decir, si no se
trata de una pura absorción de la segunda pregunta en la primera. Algo así como
si al final nos diéramos cuenta de que el último por
qué, descorrido el velo de la ignorancia, no era más que un cómo. El aforismo 431 no disipa esta
ambigüedad, aunque pueda parecer lo contrario. Se pregunta el autor por qué
debería haber una teoría final, y se responde: “Por inducción, por deducción,
por intuición, por ética, por mística, por lógica... ¡por estética!” No nos
aclara si la mística no es más que una confusa experiencia estética, una
insatisfacción preliminar que puede resolverse de modo muy distinto a como de
hecho espera el místico.
Varios aforismos anteriores al
que he citado en primer lugar parecen abonar más bien la última interpretación.
Es decir, la idea de que la religión, o el sentimiento religioso, serían
valiosos y respetables sólo en tanto que prefiguran de algún modo la inquietud
intelectual y estética que origina la ciencia. Dice Wagensberg: “¿Por qué? es una pregunta de urgencia.”
(¿Una fase a superar?) O incluso que es un “eficaz sucedáneo del qué, del cómo y del para qué.”
Sólo en el aforismo 408 parece conceder una cierta autonomía a la filosofía,
pero sin gran convencimiento: “El qué
es lenguaje, el cómo es ciencia, el para qué es tecnología y el porqué es, quizá, filosofía.”
Al respecto, son claves los
aforismos 132-136. Según Wagensberg, comprender una realidad es “comprimirla
dentro de una ley”, y a su vez, “comprender una ley es comprimirla dentro de
otra ley”. Esto implica, lógicamente, el concepto de ley fundamental, es decir,
aquella que “no se comprime en ninguna otra”, o dicho lapidariamente:
“Una ley fundamental es
incompresible.”
O lo que es lo mismo:
“Una ley fundamental es incomprensible.”
Si comprender algo es comprimirlo
dentro de una ley más general, forzosamente la ley más general de todas será
incompre(n)sible. Ahora bien, en esta formulación late una cierta resignación
positivista. O sea, el convencimiento de que lo máximo a que podemos llegar es
a formular una Ley fundamental que dé cuenta de todos los fenómenos, pero que
en sí misma no tendría razón alguna. Lo cual supone descartar a priori la
solución teísta, es decir, la idea de que una Inteligencia creadora habría
podido elegir entre distintas leyes fundamentales posibles, por puro amor a las
criaturas que resultan de dicha elección. El precedente clásico de esta
concepción es Aristóteles, que identifica el ser con el bien, partiendo significativamente
de la pregunta por qué:
“La ciencia superior a toda
ciencia subordinada (...) es aquella que conoce el porqué debe hacerse cada
cosa. Y este porqué es el bien de cada ser, que tomado en general, es lo mejor
en todo el conjunto de los seres.” (Metafísica,
I, II.)
La ciencia moderna se edifica
desde el rechazo a esta doctrina finalista. Pero la cuestión es si ese rechazo
metodológico puede ser absoluto, es decir, ir también más allá de las fronteras
de la ciencia.
La posición de Wagensberg es
bastante más inequívoca cuando habla explícitamente de la religión; y mucho
menos sutil. Así, el aforismo 123, sentencia, casi panfletariamente: “La
plegaria prepara bien la mente para la mística y perfectamente bien para la
obediencia debida”. El autor desarrolla su no muy original crítica del teísmo
en aforismos posteriores y en el capítulo 2 del Epílogo. Así, dice por ejemplo
que “Dios no puede ser a la vez bueno y omnipotente” [545], con lo cual resuelve
(?) de un plumazo el más viejo problema de la teología, sin la menor discusión,
sin considerar ni por un momento las soluciones que ofrecen desde antiguo los
pensadores cristianos. Pero es en el epílogo donde expone una argumentación
sobre la relación entre la fe y la razón que interesa especialmente analizar. Sostiene
Wagensberg, pág. 152: “Los creyentes que creen en la razón (...) viven una
contradicción crónica.” Esto es así, explica el autor, porque “el creyente
tiende a asumir verdades que la realidad puede confirmar, pero nunca
desmentir”. Ahora bien, prosigue,
“creer en la razón equivale a asumir que la
realidad es inteligible; es decir, la percepción de la realidad es útil, (...)
sirve para construir verdades que una sola excepción puede pulverizar. (...)
Con la razón se puede cambiar una creencia; he aquí la contradicción.”
No puedo estar más de acuerdo con
la definición de que creer en la razón es creer en la inteligibilidad de la realidad.
Y efectivamente, esto implica que tiene sentido tratar de comprender el mundo
mediante la observación. La ironía de todo ello (que me parece que Wagensberg
no percibe) es que la misma crítica que hacemos a determinadas verdades del
creyente religioso (como la existencia de Dios y otras relacionadas) se la
podemos aplicar al creyente en la razón. ¿Existe alguna observación que podría
llevarnos a abandonar la creencia de que la realidad es inteligible? Si la
respuesta es que no, el racionalista no se distingue del teísta, al menos en el
sentido en que cree el primero. Y si la respuesta es que sí, entonces la idea
de que la percepción es un medio para conocer la realidad carece de fundamento,
porque la realidad no es inteligible.
En contra de lo que la mitología
cientificista ha conseguido que crean millones de personas, la creencia en un
Dios racional fue decisiva para que prendiera la llama de la revolución
científica. El Creador omnisciente era la garantía de la inteligibilidad del
mundo. El hombre podía llegar a comprender la realidad precisamente porque esta
procedía de una inteligencia análoga a la suya, aunque fuera infinita. Pero
además de esto, un supuesto esencial del método científico naciente era que
Dios había podido ordenarlo todo “en una infinidad de distintas formas”, de
modo que “sólo la experiencia y en modo alguno
la fuerza del razonamiento [por sí sola], permite conocer cuál de todas
estas formas ha sido la elegida.” (Descartes, Los principios de la filosofía, III, 46, Alianza Universidad, Madrid,
1995, p.149.)
En resumen: no sólo la creencia
en Dios no es incompatible con la creencia en la razón (la inteligibilidad del mundo), sino que la
segunda procede históricamente de la primera.
Wagensberg, siguiendo con su
contraposición entre fe y razón, incurre también en el viejo equívoco de
asociar el teísmo con el primitivismo, “esa tendencia ancestral y universal de
alejar la duda”, e incluso llega a especular con “un gen de la fe” (p. 154),
que habría permitido sobrevivir a nuestros antepasados en un hipotético estado
original de incertidumbre, ante un mundo que no comprendían. Pero ese legado
genético, con el tiempo, se convertiría en una fuente de problemas. Según
nuestro autor, los grandes progresos de la humanidad, como la abolición de la
esclavitud o la liberación de la mujer[1],
deben agradecerse a unos pocos que se atrevieron a dudar, y que se encontraron
con la resistencia de “millones de creyentes de cientos de miles de religiones
desde el amanecer de la humanidad hasta ayer mismo”.
Lástima que este emocionante
relato sea tan tosco. Para empezar, aunque fuera cierta la existencia de una
tendencia congénita a la credulidad, la idea implícita de que la creencia en
Dios viene determinada por nuestros genes (y que por tanto sería irracional) se
contradice con los datos de la historia. El monoteísmo surgió relativamente
tarde y por vez primera en una sola cultura, la hebrea, hace quizás unos tres
mil años. Y realmente no alcanzó su formulación más elaborada hasta pensadores
como San Agustín; es decir, siglos después de que la filosofía clásica hubiera
alcanzado su madurez.
En cuanto a aquellos que lucharon
por abolir la esclavitud, como William Wilberforce y otros, sencillamente no es
cierto que fueran personas que se atrevieron a dudar, sino todo lo contrario;
generalmente fueron fervientes cristianos, convencidos de estar en posesión de
la verdad absoluta, eso que hoy molesta tanto al pensamiento relativista dominante.
No deja de resultar significativa la posición de Wagensberg acerca de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, que considera cercana a “un
absoluto en materia de exigencia moral”. Dice:
“No conviene ser creyente ni
siquiera en honor de tan hermosa idea, porque cualquier día caemos en la cuenta
de que falta un nuevo derecho o un nuevo matiz.”
Lo de los “nuevos derechos” ya
nos suena. En nombre de la “libertad sexual y reproductiva”, Occidente lleva
décadas violando el más elemental de los derechos, el derecho a la vida de
millones de seres humanos en edad embrionaria y fetal, esos que en otro
aforismo Wagensberg considera que no son seres humanos reales “porque no
existen seres humanos unicelulares, ni bicelulares, ni tetracelulares...”
[650]. (¿Y por qué el número de células debería ser esencial en la definición
de lo humano?)
Dividir el mundo entre creyentes
y no creyentes es un viejo truco de quienes creen cosas opuestas a quienes llaman
creyentes. Todo el mundo cree algo,
con tanta más fuerza cuanto menos consciente es de ello, o cuanto más identifica
su creencia con lo “racional” o lo “científico”. Y también, todos dudamos de
algo. Yo, sin ir más lejos, suelo dudar de muchas cosas en las que creen los
progresistas y los que se dicen agnósticos –aunque estos parecen tener ideas
muy claras acerca de si hay otra vida, por ejemplo. ("Sé perfectamente a adónde iré cuando me muera", decía Wagensberg en esta entrevista.)
Joseph Ratzinger, muchos años
antes de convertirse en Benedicto XVI, escribió algo que me parece una forma
inmejorable de dejar por el momento estas reflexiones:
“De la misma manera que el
creyente se siente continuamente amenazado por la incredulidad, que es para él
su más seria tentación, así también la fe será siempre tentación para el
no-creyente y amenaza su mundo al parecer cerrado de una vez para siempre. En
una palabra: nadie puede sustraerse al dilema del ser humano. Quien quiera
escapar de la incertidumbre caerá en la incertidumbre de la incredulidad, que
jamás podrá afirmar de forma cierta y definitiva que la fe no sea la verdad.
Sólo al rechazar la fe se da uno cuenta de que es irrechazable. (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Ed.
Sígueme, Salamanca, 2013, pp. 38-39.)
[1] Sobre
esto de la liberación femenina de una supuesta opresión milenaria, Julián
Marías dijo cosas muy pertinentes: “Tienen [las feministas] la impresión de que
la condición de la mujer ha sido horrible en todas las épocas; que ha estado
oprimida y ha sido más o menos esclava. (...) Ahora, que las mujeres del siglo
XIII encontraran tan horrible lo que les pasaba, esto habría que averiguarlo;
las mujeres del tiempo de Cervantes ¿estaban oprimidas? Algunas sí, otras dirían
que no. Es un error parecido al de los progresistas, que ven la historia entera
de la humanidad como un largo proceso destinado a producirlos a ellos.” Julián
Marías, La mujer en el siglo XX,
Alianza Ed., Madrid, 1982, p. 19.