sábado, 28 de noviembre de 2009

Imagine there's no Catalonia

En un diario de Madrid aparece un reportaje donde se anuncia una sentencia del Tribunal Constitucional desfavorable al Estatuto. Tres días después, en un gesto bastante melodramático, por no decir ridículo, los principales diarios de papel catalanes publican un editorial conjunto, titulado “La dignidad de Cataluña”. Hombre, ya puestos, podrían haber acordado una edición completa conjunta, con el mismo sudoku y todo. Así sólo deberíamos leer un diario, y nos ahorraríamos una cantidad considerable de tiempo.

Más que la épica determinación de un pueblo, la unanimidad de la prensa catalana expresa el deseo de supervivencia de las empresas de comunicación tradicionales, conectadas a la respiración artificial de las subvenciones.

Por mucho que doce diarios afirmen con exactamente las mismas palabras que la recusación del magistrado Pablo Pérez Tremp fue “una espesa maniobra”, el hecho es que este señor había sido contratado por una de las partes, y esto en todas partes, en el mundo civilizado, es considerado causa más que suficiente para recusar a un juez.

Y por mucho que doce jueces se escandalicen por la falta de acuerdo entre los dos principales partidos políticos para renovar el Constitucional, lo verdaderamente escandaloso es que sean los partidos políticos los que se repartan el poder judicial por cuotas.

Es cierto que el prestigio del Tribunal Constitucional está erosionado, pero esto no viene de ahora. Por no remontarnos más lejos en el pasado, pensamos simplemente en una sentencia como la de “los Albertos”, que a cualquier persona que crea en la democracia le debe repugnar profundamente. Pero el argumento de que un tribunal no tiene derecho a rechazar una ley aprobada por dos parlamentos y por referéndum, cuestiona la raíz misma del Estado de Derecho. Si la sentencia del TC sólo es válida en caso de conformidad con el Estatuto, ¿qué necesidad hay de que emita ninguna? ¿Qué necesidad hay simplemente de que exista tal institución? Si aquello que el pueblo manifiesta en las urnas, y a través de sus representantes, es el único criterio para determinar la validez jurídica de una ley, entonces difícilmente podremos criticar a un Hugo Chávez ni a cualquier otro caudillo populista.

Yendo al fondo de la cuestión, el editorialista afirma que el Estatuto no es más que “la demanda de mejora del autogobierno de un viejo pueblo europeo”. Cataluña, efectivamente, tiene un gobierno propio desde hace tres décadas. Pero resulta que en un momento dado, la mayor parte de la clase política catalana decidió que este autogobierno no era suficiente, y que necesitaba más competencias, más recursos y más ostentaciones simbólicas. Es decir, más poder.

Por eso, muchos que quisiéramos que el Estado, se llame catalán, español o europeo, sea menos poderoso, y por tanto que los individuos seamos más libres, votamos en contra del Estatuto. En total, por esta u otras razones, un 20 % de catalanes votamos “no” al Estatuto, y más de la mitad se abstuvieron. ¿Es que estos catalanes son menos dignos que el 36 % del censo que votó a favor? Yo pensaba que la única dignidad por la cual vale la pena luchar es la de las personas, no la de los países. Imaginaciones mías.

(Artículo publicado en catalán en Tot Tarragona.)

sábado, 21 de noviembre de 2009

Emoticracia

Los piratas somalíes han recibido un mensaje claro: Secuestrar un barco con tripulantes españoles es un buen negocio, pues por dos veces han cobrado cuantiosos rescates y han escapado impunes. Quien paga el rescate exigido por unos secuestradores, está incentivando nuevos secuestros en el futuro. Al plegarnos a las demandas de unos delincuentes cambiamos una satisfacción inmediata (la liberación sin lucha de los rehenes) por una amenaza futura que impresiona más débilmente nuestra imaginación. El sentimiento se sobrepone al razonamiento.

Cuando José María Aznar se negó a plegarse ante las exigencias de los terroristas que secuestraron a Miguel Ángel Blanco, demostró no ser un hombre progresista ni de izquierdas, es decir, que le importaba un comino no ser simpático. Pero sobre todo demostró a los criminales que tenían en frente un gobierno que no iba a ceder ante ningún tipo de chantaje, por brutal que fuese. Redujo sus esperanzas de alcanzar sus objetivos, e incrementó su desprestigio entre los tibios. Podía haber escogido el camino más fácil, anunciar en televisión la liberación de Miguel Ángel Blanco, a cambio de concesiones ocultas, que hubieran fortalecido peligrosamente a ETA, y hacerse fotos con el joven concejal, rodeado de sus familiares agradecidos. Optó, en cambio, por lo que le dictaba la razón, por lo más difícil y doloroso: No ceder ante los criminales, para evitar males mucho mayores en el futuro.

Por el contrario, Rodríguez Zapatero practica sistemáticamente una política de sentimientos. Su prioridad no es actuar conforme a aquello que la razón (con todas sus limitaciones) revela como lo más conveniente, sino pensando ante todo en la imagen que sus actos puedan dar de sí mismo. Una imagen que debe ser de simpatía, de buenos sentimientos, contrapuesta a la de los conservadores, unos seres insensibles, timoratos o egoístas, según se tercie.

El PSOE y su entorno mediático hace ya tiempo que sustituyeron las ideas por las emociones, la ideología por el marketing. Se han especializado, con gran éxito, en cultivar la sensiblería colectiva, en lugar de apelar a la racionalidad individual. Como dice Juan Carlos Girauta en La eclosión liberal:

“Hoy sabemos que los mejores datos macroeconómicos del mundo no pueden sobreponerse a un día de agitación en las calles con acusaciones al ‘buen gestor’ de asesinar niños en Oriente Medio y de haber provocado con ello una masacre en Madrid. También se puede haber dirigido la lucha antiterrorista con eficacia y hasta con heroísmo. Pero una palabra vacía y conmovedora como ‘paz’, y una línea en el suelo distinguiendo entre ‘nosotros’ y ‘ellos’ –los que queremos la paz y los que quieren la guerra– bastan para que los logros obtenidos se olviden.”

Rodríguez Zapatero sabe cómo hacer que muchos se sientan buenos con él, y por tanto, que detesten a quienes osan cuestionar su intrínseca bondad (es decir, la de ellos), o por lo menos sus consecuencias objetivas. Quien confunde su particular sentimiento de bondad con el bien, es incapaz de considerar ninguna crítica. Por definición, todo lo que haga será enternecedor, salvo para aquel que esté animado por una maldad congénita. Con gente así, es imposible discutir, porque no esgrimen argumentos, sino emociones de una bochornosa simpleza, fáciles de contagiar y por tanto suscitar adhesiones mitineras y primarias, sin que retrocedan para ello ante las más groseras bajezas retóricas y los efectismos más lacrimógenos.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Llamemos burradas a las burradas

Julio Anguita es uno de esos políticos que suscita simpatía entre gente de ideas incluso opuestas a las suyas. No es mi caso. Que los fanáticos sean personas moralmente intachables no es algo tan sorprendente; de hecho, suele ser ser la norma. Pero como decía Cioran, en su inolvidable Breviario de podredumbre:

"Si se pusiera en un platillo de la balanza el mal que los 'puros' han derramado sobre el mundo y en el otro el mal proveniente de los hombres sin principios y sin escrúpulos, es el primer platillo el que inclinaría la balanza. En el espíritu que la propone, toda fórmula de salvación erige una guillotina..."

Julio Anguita, en la medida en que ejerció una oposición insobornable al felipismo, hizo sin duda más bien que mal, pero si hubiera llegado a tener un poder superior al de alcalde, ¡pobres de nosotros!

Este fin de semana he escuchado la entrevista (partes I y II) que le ha realizado Luis del Pino en esRadio. Aunque han hablado de diversos temas, en mi opinión, algunas de las burradas que ha dicho el señor Anguita son de tal calibre que lo demás resulta secundario. Ha dicho por ejemplo, que el fundamentalismo islámico tiene su origen en el subdesarrollo. O sea, que la financiación de los dos mayores productores de petróleo de Oriente Medio, Arabia Saudí e Irán, no tiene nada que ver. Y Bin Laden era un pastorcillo, vamos.

Más delirante ha sido cuando se ha referido, interrogado por Luis del Pino, al muro de Berlín. Después de soltar la rutinaria estupidez de compararlo con el muro de Palestina (construido para proteger a los ciudadanos de los terroristas suicidas, no para evitar que huyan, leve diferencia), ha llegado a sugerir que el problema no era el comunismo, sino que la clase política del Este estaba corrompida y sobornada por Occidente. Vamos, ¡le ha faltado un pelo para decir que el muro lo erigió el capitalismo!

Por último, al final de la entrevista se ha referido a la próxima cita internacional de Copenhague sobre el cambio climático, y ha profetizado la extinción de la especie humana si no se toman medidas, tema en el que, asegura, está trabajando ahora. Nada, que este hombre está empeñado en salvarnos como sea. Como Robespierre, Lenin y otros salvadores ilustres de los últimos dos siglos y pico. Lo único que me tranquiliza es que ya está un poco mayor para poner en práctica tan nobles ideales.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Los medios y los fines

Acabo de leer las memorias de Jean-François Revel*. Si tuviera que destacar un pasaje del libro, sería el siguiente:

Me había apasionado por la política porque quería reducir los sufrimientos humanos y fortalecer la justicia y la libertad. Pero descubría que para lograrlo la izquierda había erigido en principios sagrados unos métodos que daban resultados contrarios a los deseados. Lo malo era que no quería reconocerlo o, peor aún, ni siquiera se daba cuenta. Pero yo no podía dejar de ver que después de la guerra las democracias liberales habían proporcionado a sus ciudadanos una prosperidad, una libertad y un progreso de la cultura que el socialismo había sido incapaz de generar, y además había destruido sus primicias. Los esquemas explicativos que hasta entonces me habían servido para interpretar la realidad eran refutados por ella. Me di cuenta a mi pesar, pero de un modo irresistible. No obstante los socialistas se obstinaban en identificar el hecho de "ser de izquierdas" con la veneración supersticiosa de unos medios caducos. A mí lo que me importaban eran los fines, que no habían cambiado, y debían buscarse por otros medios. Fiel a estos fines, seguía considerándome "de izquierdas", pero los socialistas me arrojaron "a la derecha" porque no aceptaba el fetichismo de los medios. En el fondo las ideas "de izquierdas" son una contraseña, un vínculo tribal, no un método de acción para mejorar la condición humana. Criticarlas en nombre de sus supuestos objetivos equivalía a salirse de la tribu, y eso fue lo que me pasó. (Págs. 400-401)

Aunque descriptivamente el análisis de Revel me parece genial, como explicación no me convence tanto. No estoy tan seguro de que "ser de izquierdas" sea un mero error de método, convertido en dogma de fe por una obcecación incomprensible. En lugar de limitarse a defender una sociedad razonablemente justa y libre, la ideología llamada progresista se caracteriza por no conformarse en absoluto con tales objetivos, sino que se sustenta, de manera más o menos explícita, en el postulado romántico (es decir, antiilustrado) según el cual es posible una "sociedad reconciliada"**, en la cual todos los conflictos e injusticias han sido erradicados de una vez para siempre. Un difuso utopismo igualitario, más que ninguna teoría socioeconómica errónea, es lo que sirve principalmente de justificación al intervencionismo de los gobiernos. Y ello parece encajar mejor con la certera observación acerca del tribalismo de la izquierda, esa nostalgia atávica de gregarismos perdidos.

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* Memorias. El ladrón en la casa vacía, Ed. Fundación FAES, 2007.
** Miquel Porta Perales, La tentación liberal. Una defensa del orden establecido, ed. Península, 2009, pág. 15.

sábado, 7 de noviembre de 2009

El mantra de la desafección

Periódicamente, escuchamos declaraciones, tanto de políticos como de periodistas y opinadores en general, lamentándose del fenómeno de la "desafección" de los ciudadanos hacia la clase política. A primera vista, lo lógico sería pensar que este es un problema que tienen los políticos, no los ciudadanos. Si tu novia ya no te quiere, el problema lo tienes principalmente tú, no ella. Sin embargo, dichos opinadores, de manera más o menos explícita, dan por sentado que de la tan traída y llevada desafección se derivan incalculables males. Recientemente ha sido el presidente del parlamento catalán quien ha alertado, en un programa de radio, sobre el peligro de la presencia en dicha cámara de partidos de ultraderecha. Pero en una conferencia de prensa posterior ha sido más preciso. Su verdadera preocupación es que la sociedad se los lleve por delante (literal), y para ello ha conminado a los partidos que forman parte del sistema a emprender medidas regeneradoras. Es decir, traducido del politiqués: O hacemos una buena campaña de imagen, o se nos puede acabar el chollo cualquier día de estos.

A mí, cuando me hablan de desafección, tiendo a pensar que todavía debería haber más. Sin embargo, tras esta primera reacción de anarquismo instintivo, admito que el problema existe, sólo que no como se plantea. La desconfianza de los ciudadanos hacia los políticos no sólo no es mala, es sana y altamente necesaria. El problema es cuando la clase política se convierte en una casta autosuficiente, que se debe no a los ciudadanos a quienes dice representar, sino a una partidocracia en la cual sólo escalan puestos y mantienen sus despachos y prebendas los profesionales de la intriga y el pelotilleo, por no hablar de quienes incurren en prácticas contrarias al código penal. Entonces, el descontento de los ciudadanos efectivamente puede conducir a su decantación por partidos marginales, en el sentido neutral del término. Es decir, pueden ser partidos que aporten aire fresco a las instituciones, o bien pueden ser peores remedios que la enfermedad.

Personalmente, cada vez tiendo más a pensar que el sistema casi bipartidista constituído por PSOE y PP (un bipartidismo que no tiene nada que ver con el que se da en Estados Unidos, donde los aparatos de los partidos tienen un peso mucho menor que aquí) sólo puede reformarse mediante el ascenso de formaciones que permitan representar con más precisión las tendencias de la sociedad. En las recientes elecciones de Alemania hemos podido comprobar que a pesar de que el voto liberal-conservador se haya dividido, hasta cierto punto, entre la CDU y los liberales de Guido Westerwelle, ello no les ha impedido aprovechar la debacle de los socialistas, y alcanzar el gobierno (a lo cual ha contribuido que el voto de izquierdas también se ha dividido.) En España, el tercer partido en porcentaje de votos en las pasadas elecciones fue IU, con menos del 4 % de los votos. Compárese esta situación con la alemana, donde el tercero (Partido Liberal) ha obtenido cerca del 15 % de los votos, seguidos de La Izquierda (casi el 12 %) y Los Verdes (casi el 11 %).

Es vital que surjan partidos en España, tanto por la derecha como por la izquierda, que animen el cotarro y resten influencia tanto al PSOE como al PP, aunque desde mi punto de vista, el objetivo sería un gobierno de coalición de este último con un tercero. ¿Quién podría ser nuestro Westerwelle? No lo sé, pero creo que a algunos (o algunas) que podrían decidirse a serlo, se les puede pasar el arroz como no actúen pronto.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Mi último artículo en Semanario Atlántico

La izquierda es experta en centrar el debate en la disyuntiva entre modernidad y tradición, pintando a esta última como el origen de todos los males. Sin embargo, los totalitarismos del siglo XX, que convirtieron en un infierno vastas regiones del planeta, deben cargarse, a todas luces, en la cuenta de la tan sobrevalorada modernidad. Y lo mismo podemos decir de la última ideología con pretensiones de dominio universal, el islamismo, aunque superficialmente parezca una mera forma de reacción. De ello hablo en mi artículo Comunismo, nazismo, islamismo, publicado en Semanario Atlántico.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Yo también he firmado

Aunque pueda dudarse de la efectividad práctica de este tipo de iniciativas, no sería admisible que no existiera una condena formal del comunismo. De ahí que la Declaración de Praga sobre la Consciencia Europea y el Comunismo merezca ser apoyada por cuanta más gente mejor.

Mientras un premio Nobel de Literatura siga declarándose orgullosamente comunista, y sólo unos pocos reaccionen con la misma indignación que si se hubiera declarado nacional-socialista, la sociedad europea seguirá siendo una sociedad enferma, seguirá demostrando (y esto vale especialmente para España, setenta años después de la guerra civil) no haber entendido nada, a pesar de todas las catástrofes del siglo XX.

Vía: Martha Colmenares.

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