Me entero por un tuit de Enric Juliana, director adjunto de La Vanguardia, que el PSC ha propuesto eliminar la misa de los actos oficiales de la diada de Sant Jordi en Cataluña. Traduzco del catalán a Juliana: "Querer cargarse la misa de Sant Jordi -propuesta PSC- es una estupidez radical-chic-francesa." Y se pregunta retóricamente: "¿Aniquilar la tradición es de izquierdas?"
En esta pregunta subyacen dos premisas de las que discrepo. Una es que el catolicismo es ante todo una tradición, como la sardana, el tortell (roscón) de Reyes o que Nadal gane el Torneo Godó. El catolicismo no sólo es más que eso, sino que cuando nos lo tomamos en serio, puede incluso chocar con la tradición. A esto aludió Jesucristo cuando dijo que no había venido a traer paz, sino espada. La tradición merece respeto, no idolatría. De lo contrario se convierte en folklore museizado, es decir, en nacionalismo.
La otra premisa es que la izquierda, en esencia, no va contra la tradición. Pero entonces, me pregunto yo, ¿qué es la izquierda? Si la izquierda no va contra la tradición ni, más propiamente hablando, contra el catolicismo, ¿quién asesinó a miles de católicos en la guerra civil? ¿Quién promueve un día sí y otro también campañas anticlericales y anticristianas, y se empeña en promover cambios legislativos que pretenden transformar la mentalidad de una población mayoritariamente creyente? ¿Querrá hacernos creer el señor Juliana que estos hechos son "excesos" de algunos "incontrolados" que no tienen nada que ver con el socialismo ni la ideología de género?
La izquierda que viste ropa de marca es mil veces más peligrosa que los perroflautas en camiseta de la CUP, y hasta me atrevo a decir que los macarras de Bildu -que me perdonen los macarras. Esa izquierda inteligente se beneficia del contraste con los extremistas, pasando por moderada y civilizada. Sibilinamente, desde los años sesenta y en todo Occidente, esta izquierda que envía a los hijos a estudiar a caros colegios con frecuencia religiosos, y a Estados Unidos, ha logrado popularizar su cosmovisión anticristiana y anticapitalista pa'l pueblo. Y sus aliados objetivos más útiles son personas como Enric Juliana, que todo lo cifran en las apariencias y una honorabilidad de aire siciliano. Atacar a la Iglesia es para ellos algo de tan mal gusto como hablar del "tres por ciento" en el parlamento catalán. Más que nada porque puede haber personas tan simples que, por reacción, lleguen a pensar que el catolicismo es algo más que una tradición simpática, y que la política debería ser algo más que saquear una comunidad autónoma culpando luego a Madrid de que no hay dinero suficiente para hospitales.
Los católicos ya podemos cuidarnos de la izquierda inteligente y de defensores como Enric Juliana. Estos son más peligrosos que la izquierda comecuras, que al menos se retrata a sí misma en su estulticia y nos ayuda a ponernos en guardia. Más que los que quieren aniquilar al catolicismo de manera demasiado evidente, me preocupan los que pretenden dormirlo.
martes, 30 de abril de 2013
domingo, 28 de abril de 2013
Verdades incómodas
Los derechos no son merecimientos. Son limitaciones al poder absoluto. El derecho a la vida, a la propiedad, la libertad de expresión, son de hecho prohibiciones: Prohibido matar, encarcelar, perseguir a seres humanos sin mediar sentencia de jueces independientes, de acorde a las leyes.
En algún momento, sin embargo, la gente confundió los derechos con merecimientos. Y entonces surgieron esas aberraciones del "derecho" a la vivienda, al trabajo, a la educación, la sanidad, a disfrutar de una pensión, a casarse con personas del mismo sexo, a abortar.
Algunas de estas cosas (la vivienda, la educación) son en sí mismas buenas, pero no son derechos. Debemos ganárnoslas, como nos ganamos algo tan básico como el pan. El derecho a la vida no implica que el Estado ni nadie se vea obligado a alimentarme. Es, recordémoslo, una mera prohibición. Asimismo, los "derechos" a la vivienda, la educación y la sanidad no son más que desarrollos del derecho de propiedad, la libertad de poseer bienes materiales y contratar servicios. ¡En absoluto implica tal derecho que nadie me deba garantizar ser propietario!
Otros de esos seudoderechos son además indeseables, y sólo pueden realizarse violando algunos de los verdaderos derechos. Es el caso prístinamente claro del aborto.
Alguien debe decirle a la gente, le guste escucharlo o no, que no hay tal cosa como un "derecho" al aborto. Pero que tampoco hay, en el sentido que suele entenderse, derecho a la vivienda, la educación, la sanidad ni la pensión de jubilación o desempleo. Estas cosas debemos ganárnoslas con nuestro esfuerzo. No las "merecemos" sin más. Y la única obligación de un Estado es no poner dificultades a los individuos para conseguir esos legítimos objetivos, con impuestos excesivos y otro tipo de trabas.
Se replica a esto que así favoreceríamos principalmente a los ricos, que parten con ventaja. Pero entre los ricos, los hay que lo son por sus propios mérito y esfuerzo, y otros que no, porque se han limitado a heredar un capital o un patrimonio, o los han obtenido de manera ilícita. Por tanto, lo correcto es admitir que algunas personas son ricas sin ningún mérito; no que por ello todo el mundo tenga derecho al bienestar sin merecerlo, sin ganárselo, como se lo ganaron nuestros padres y antepasados.
Alguien debería decirle a la gente de una vez estas verdades incómodas, que están en el origen de la crisis actual. Alguien al que no le preocupe ser abucheado, y mucho menos no ser votado. Los políticos y los periodistas no pueden hacer eso. Necesitan votantes, lectores, audiencia. Esto sólo lo podemos decir idiotas como yo, que un domingo por la tarde nos entretenemos en expresar nuestros pensamientos sin cobrar nada por ello.
En algún momento, sin embargo, la gente confundió los derechos con merecimientos. Y entonces surgieron esas aberraciones del "derecho" a la vivienda, al trabajo, a la educación, la sanidad, a disfrutar de una pensión, a casarse con personas del mismo sexo, a abortar.
Algunas de estas cosas (la vivienda, la educación) son en sí mismas buenas, pero no son derechos. Debemos ganárnoslas, como nos ganamos algo tan básico como el pan. El derecho a la vida no implica que el Estado ni nadie se vea obligado a alimentarme. Es, recordémoslo, una mera prohibición. Asimismo, los "derechos" a la vivienda, la educación y la sanidad no son más que desarrollos del derecho de propiedad, la libertad de poseer bienes materiales y contratar servicios. ¡En absoluto implica tal derecho que nadie me deba garantizar ser propietario!
Otros de esos seudoderechos son además indeseables, y sólo pueden realizarse violando algunos de los verdaderos derechos. Es el caso prístinamente claro del aborto.
Alguien debe decirle a la gente, le guste escucharlo o no, que no hay tal cosa como un "derecho" al aborto. Pero que tampoco hay, en el sentido que suele entenderse, derecho a la vivienda, la educación, la sanidad ni la pensión de jubilación o desempleo. Estas cosas debemos ganárnoslas con nuestro esfuerzo. No las "merecemos" sin más. Y la única obligación de un Estado es no poner dificultades a los individuos para conseguir esos legítimos objetivos, con impuestos excesivos y otro tipo de trabas.
Se replica a esto que así favoreceríamos principalmente a los ricos, que parten con ventaja. Pero entre los ricos, los hay que lo son por sus propios mérito y esfuerzo, y otros que no, porque se han limitado a heredar un capital o un patrimonio, o los han obtenido de manera ilícita. Por tanto, lo correcto es admitir que algunas personas son ricas sin ningún mérito; no que por ello todo el mundo tenga derecho al bienestar sin merecerlo, sin ganárselo, como se lo ganaron nuestros padres y antepasados.
Alguien debería decirle a la gente de una vez estas verdades incómodas, que están en el origen de la crisis actual. Alguien al que no le preocupe ser abucheado, y mucho menos no ser votado. Los políticos y los periodistas no pueden hacer eso. Necesitan votantes, lectores, audiencia. Esto sólo lo podemos decir idiotas como yo, que un domingo por la tarde nos entretenemos en expresar nuestros pensamientos sin cobrar nada por ello.
domingo, 21 de abril de 2013
Cinco falacias sobre el aborto
En los debates sobre el aborto se esgrimen invariablemente una serie de argumentos que los partidarios creen definitivos y devastadores. Aquí me centraré en los que creo son los más efectistas.
Tanto socialprogresistas como liberalprogresistas proclamarán en algún momento que ellos no obligan a abortar a nadie, mientras que los provida tratamos de "imponer" nuestra moral a los demás. Los partidarios del aborto serían en realidad neutrales frente a la cuestión, al permitir que la mujer decida en cada caso. (El padre del niño por lo visto no pinta nada; bien es verdad que a veces es difícil identificarlo.) Se trata de la [1] Falacia Neutralista, según la cual, quien esté en contra de la esclavitud, por ejemplo, debería limitarse a no tener esclavos, evitando "imponer su moral" a quienes quieran ser propietarios de seres humanos.
Pocos aceptarían que esa forma de defender la esclavitud equivalga a una posición de neutralidad frente a ella. A la inmensa mayoría le parecería de un cínismo repugnante. Y sin embargo cuando utilizan el mismo argumento los abortistas, la respuesta suele ser mucho menos contundente. Y es que el mito de la neutralidad ideológica ha calado hondo. Nos han vendido hace tiempo que un Estado aconfesional es un Estado neutral en cuestiones ideológicas, pero eso en realidad no existe. No hay Estado neutral, hay ideas que pasan por neutrales. El aborto es un "derecho" o no lo es. Un ser humano lo es desde la fecundación o no lo es. No hay término medio. Leyes sobre el aborto puede haber infinitas, pero cosmovisiones de partida sólo hay estas dos. Y si podemos modular a nuestro antojo la plena pertenencia de ciertos individuos a la especie humana, todas las iniquidades serían posibles: El aborto, la esclavitud, el canibalismo o el genocidio.
Ahora bien, si esto es así, si no hay neutralidad posible, algunos argüirán que sólo es posible decidir la cuestión por vía democrática. Que sea la mayoría la que decida, no "los obispos". Este argumento, al que denomino [2] Falacia de la Mayoría, no se suele emplear con demasiada coherencia, porque se mezcla con otras falacias, como la anterior y las que veremos a continuación. Es decir, al mismo tiempo que se defiende el aborto como una "conquista" democrática, se suele negar a los provida cualquier derecho a intentar "imponer" sus ideas... aunque sea por vía democrática, es decir, intentando obtener una mayoría parlamentaria.
El error procede de confundir lo que significa la democracia. Esta consiste, esencialmente, en un método para determinar quién manda sin tener que matarnos en guerras civiles periódicas. No es un método para determinar quién tiene la razón, sino para determinar quién gobernará y legislará durante un período limitado de tiempo. Por tanto, los provida tenemos derecho, no sólo a defender democráticamente nuestras ideas, sino a continuar defendiéndolas por mucho que los abortistas hayan ganado las últimas elecciones o las últimas encuestas.
Otra es la [3] Falacia Malthusiana, tan grosera que produce incluso cierto rubor exponerla. Se nos dice que los provida somos "hipócritas", porque sabemos que aunque se prohíba el aborto, los "ricos" tendrán mucha más facilidad para eludir la ley. Supongo que esta ley y todas, lo que nos llevaría a la incómoda conclusión de que no se puede prohibir nada. Pero más allá del tosco populismo que evidencia el argumento, debemos fijarnos en su malthusianismo larvado. Que los pobres puedan ser abortados: esa sería su gran "conquista social". Bien es verdad que, en cierto profundo sentido, antes de nacer, sean quienes sean sus padres, todo ser humano es igual de pobre y desamparado, pues se halla a merced de que los adultos puedan tener, y aplicar, sus ideas "progresistas", a fin de poder "expropiarle" incluso lo único que posee: la vida.
Relacionada con la anterior, tenemos la [4] Falacia del Bienestar, que trata de provocar la empatía de la opinión pública representándonos el drama de la madre que se ve "obligada" a abortar como consecuencia de su triste situación social o personal, o de graves problemas de salud, tanto de ella como del feto. Es decir, en una sociedad que considera obligado garantizar unas mínimas condiciones de vida digna para todos los seres humanos, sean o no ciudadanos de pleno derecho, al parecer hay que excluir de estos derechos a los seres más indefensos que existen, que son los humanos nonatos. Estamos orgullosos de nuestros avances médicos y sociales, y al mismo tiempo mantenemos una especie de incongruentes pobrismo y atrasismo, por los cuales consideramos irremediable que la sociedad no se pueda hacer cargo de todos los niños no queridos, ni apoyar a todas las mujeres en dificultades, para que puedan ser madres a pesar de todos sus problemas. Y quienes reclamamos esto somos encima insensibles e integristas religiosos.
Por último, tenemos la [5] Falacia Pacifista, pocas veces replicada como merece. Se nos echa en cara a los provida que nos preocupamos mucho por el aborto, pero no por las guerras o la pena de muerte, que supuestamente producen muchas más víctimas. De hecho, los progresistas no consideran que los abortados sean víctimas, por lo que el argumento tiene algo de apriorístico. Pero además, se puede coherentemente (aunque no necesariamente) estar a favor del aborto y al mismo tiempo a favor de la pena de muerte y de una guerra justa. Porque se trata de cosas distintas. No es lo mismo la muerte deliberada de un inocente, como es un feto humano por definición, que la muerte de un culpable, condenado a la pena capital por un crimen cometido en plena posesión de sus facultades mentales, y sabiendo a lo que se exponía. Y tampoco es lo mismo la muerte deliberada de un inocente que la muerte indeseada de civiles inocentes en las guerras.
Por supuesto que aquí podemos entrar en discusiones casuísticas sobre si la guerra de Iraq o la guerra del Peloponeso fueron justas o injustas, pero estas cuestiones sólo pueden decidirse empíricamente, mediante el estudio de los hechos históricos. Y lo mismo cabe decir sobre las leyes penales. En qué casos, si los hay, puede aplicarse la pena de muerte, qué circunstancias (edad, enfermedad o grado de discapacidad mental) deben valorarse en su aplicación, son temas para nada irrelevantes, pero que no afectan a la cuestión esencial: si la pena de muerte, como principio general, es lícita. Habrá algunos provida que pensarán que sí y otros que no. En cualquier caso, no se puede comparar a un ser humano nonato con un convicto confeso de asesinato. Ambos son seres humanos, pero el segundo es responsable de sus actos, mientras que el primero no sólo no lo es, sino que, allí donde el aborto es más o menos libre, carece de abogado defensor. Por carecer, carece hasta del derecho de voto. Sin duda, por eso hay tan pocos políticos que lo defiendan.
El origen de estas falacias no se encuentra, sin embargo, en un puro oportunismo electoral, ni siquiera en una falta de claridad o capacidad intelectual. Es importantísimo no engañarnos en eso, para conocer a la clase de adversario ideológico con el que nos enfrentamos. El aborto es para el progresismo laicista la piedra de toque que permite aglutinar a la sociedad en torno a una concepción inmanentista de la existencia, la cual otorga a los gobernantes una legitimación absoluta para elaborar el derecho positivo sin ningún género de cortapisas morales, ideológicas e institucionales. Por eso, politicuchos como Elena Valenciano y otros de su calaña no pueden soportar que "los obispos" puedan ejercer su derecho a opinar como cualquier otro ciudadano.
Sólo secundariamente se trata de atizar en su beneficio la demagogia anticlerical, tan tristemente arraigada en el país que conoció en los años treinta la mayor persecución anticristiana de Europa. Lo que realmente está en juego aquí es consolidar la dictadura de la corrección política que domina en la mayor parte de países occidentales. Un régimen basado en la religión progresista del hedonismo estatalizado, donde los individuos pronto serán inútiles para procrear, y deberán dejar esta función en manos de un Estado huxleyano. No es causal que esta dictadura cuente con el apoyo de una mayoría de la población. ¿Ha habido alguna dictadura en la historia que no se base en la servidumbre voluntaria?
Pero hay un despotismo que es el peor de todos, el definitivo: aquel que nos conduce a la extinción demográfica para, dentro de menos tiempo del que pensamos, ofrecernos la solución final: hacerse cargo el Estado de la vida humana desde su generación hasta su terminación, comprando la voluntad de los individuos con la promesa de una felicidad irresponsable.
Tanto socialprogresistas como liberalprogresistas proclamarán en algún momento que ellos no obligan a abortar a nadie, mientras que los provida tratamos de "imponer" nuestra moral a los demás. Los partidarios del aborto serían en realidad neutrales frente a la cuestión, al permitir que la mujer decida en cada caso. (El padre del niño por lo visto no pinta nada; bien es verdad que a veces es difícil identificarlo.) Se trata de la [1] Falacia Neutralista, según la cual, quien esté en contra de la esclavitud, por ejemplo, debería limitarse a no tener esclavos, evitando "imponer su moral" a quienes quieran ser propietarios de seres humanos.
Pocos aceptarían que esa forma de defender la esclavitud equivalga a una posición de neutralidad frente a ella. A la inmensa mayoría le parecería de un cínismo repugnante. Y sin embargo cuando utilizan el mismo argumento los abortistas, la respuesta suele ser mucho menos contundente. Y es que el mito de la neutralidad ideológica ha calado hondo. Nos han vendido hace tiempo que un Estado aconfesional es un Estado neutral en cuestiones ideológicas, pero eso en realidad no existe. No hay Estado neutral, hay ideas que pasan por neutrales. El aborto es un "derecho" o no lo es. Un ser humano lo es desde la fecundación o no lo es. No hay término medio. Leyes sobre el aborto puede haber infinitas, pero cosmovisiones de partida sólo hay estas dos. Y si podemos modular a nuestro antojo la plena pertenencia de ciertos individuos a la especie humana, todas las iniquidades serían posibles: El aborto, la esclavitud, el canibalismo o el genocidio.
Ahora bien, si esto es así, si no hay neutralidad posible, algunos argüirán que sólo es posible decidir la cuestión por vía democrática. Que sea la mayoría la que decida, no "los obispos". Este argumento, al que denomino [2] Falacia de la Mayoría, no se suele emplear con demasiada coherencia, porque se mezcla con otras falacias, como la anterior y las que veremos a continuación. Es decir, al mismo tiempo que se defiende el aborto como una "conquista" democrática, se suele negar a los provida cualquier derecho a intentar "imponer" sus ideas... aunque sea por vía democrática, es decir, intentando obtener una mayoría parlamentaria.
El error procede de confundir lo que significa la democracia. Esta consiste, esencialmente, en un método para determinar quién manda sin tener que matarnos en guerras civiles periódicas. No es un método para determinar quién tiene la razón, sino para determinar quién gobernará y legislará durante un período limitado de tiempo. Por tanto, los provida tenemos derecho, no sólo a defender democráticamente nuestras ideas, sino a continuar defendiéndolas por mucho que los abortistas hayan ganado las últimas elecciones o las últimas encuestas.
Otra es la [3] Falacia Malthusiana, tan grosera que produce incluso cierto rubor exponerla. Se nos dice que los provida somos "hipócritas", porque sabemos que aunque se prohíba el aborto, los "ricos" tendrán mucha más facilidad para eludir la ley. Supongo que esta ley y todas, lo que nos llevaría a la incómoda conclusión de que no se puede prohibir nada. Pero más allá del tosco populismo que evidencia el argumento, debemos fijarnos en su malthusianismo larvado. Que los pobres puedan ser abortados: esa sería su gran "conquista social". Bien es verdad que, en cierto profundo sentido, antes de nacer, sean quienes sean sus padres, todo ser humano es igual de pobre y desamparado, pues se halla a merced de que los adultos puedan tener, y aplicar, sus ideas "progresistas", a fin de poder "expropiarle" incluso lo único que posee: la vida.
Relacionada con la anterior, tenemos la [4] Falacia del Bienestar, que trata de provocar la empatía de la opinión pública representándonos el drama de la madre que se ve "obligada" a abortar como consecuencia de su triste situación social o personal, o de graves problemas de salud, tanto de ella como del feto. Es decir, en una sociedad que considera obligado garantizar unas mínimas condiciones de vida digna para todos los seres humanos, sean o no ciudadanos de pleno derecho, al parecer hay que excluir de estos derechos a los seres más indefensos que existen, que son los humanos nonatos. Estamos orgullosos de nuestros avances médicos y sociales, y al mismo tiempo mantenemos una especie de incongruentes pobrismo y atrasismo, por los cuales consideramos irremediable que la sociedad no se pueda hacer cargo de todos los niños no queridos, ni apoyar a todas las mujeres en dificultades, para que puedan ser madres a pesar de todos sus problemas. Y quienes reclamamos esto somos encima insensibles e integristas religiosos.
Por último, tenemos la [5] Falacia Pacifista, pocas veces replicada como merece. Se nos echa en cara a los provida que nos preocupamos mucho por el aborto, pero no por las guerras o la pena de muerte, que supuestamente producen muchas más víctimas. De hecho, los progresistas no consideran que los abortados sean víctimas, por lo que el argumento tiene algo de apriorístico. Pero además, se puede coherentemente (aunque no necesariamente) estar a favor del aborto y al mismo tiempo a favor de la pena de muerte y de una guerra justa. Porque se trata de cosas distintas. No es lo mismo la muerte deliberada de un inocente, como es un feto humano por definición, que la muerte de un culpable, condenado a la pena capital por un crimen cometido en plena posesión de sus facultades mentales, y sabiendo a lo que se exponía. Y tampoco es lo mismo la muerte deliberada de un inocente que la muerte indeseada de civiles inocentes en las guerras.
Por supuesto que aquí podemos entrar en discusiones casuísticas sobre si la guerra de Iraq o la guerra del Peloponeso fueron justas o injustas, pero estas cuestiones sólo pueden decidirse empíricamente, mediante el estudio de los hechos históricos. Y lo mismo cabe decir sobre las leyes penales. En qué casos, si los hay, puede aplicarse la pena de muerte, qué circunstancias (edad, enfermedad o grado de discapacidad mental) deben valorarse en su aplicación, son temas para nada irrelevantes, pero que no afectan a la cuestión esencial: si la pena de muerte, como principio general, es lícita. Habrá algunos provida que pensarán que sí y otros que no. En cualquier caso, no se puede comparar a un ser humano nonato con un convicto confeso de asesinato. Ambos son seres humanos, pero el segundo es responsable de sus actos, mientras que el primero no sólo no lo es, sino que, allí donde el aborto es más o menos libre, carece de abogado defensor. Por carecer, carece hasta del derecho de voto. Sin duda, por eso hay tan pocos políticos que lo defiendan.
El origen de estas falacias no se encuentra, sin embargo, en un puro oportunismo electoral, ni siquiera en una falta de claridad o capacidad intelectual. Es importantísimo no engañarnos en eso, para conocer a la clase de adversario ideológico con el que nos enfrentamos. El aborto es para el progresismo laicista la piedra de toque que permite aglutinar a la sociedad en torno a una concepción inmanentista de la existencia, la cual otorga a los gobernantes una legitimación absoluta para elaborar el derecho positivo sin ningún género de cortapisas morales, ideológicas e institucionales. Por eso, politicuchos como Elena Valenciano y otros de su calaña no pueden soportar que "los obispos" puedan ejercer su derecho a opinar como cualquier otro ciudadano.
Sólo secundariamente se trata de atizar en su beneficio la demagogia anticlerical, tan tristemente arraigada en el país que conoció en los años treinta la mayor persecución anticristiana de Europa. Lo que realmente está en juego aquí es consolidar la dictadura de la corrección política que domina en la mayor parte de países occidentales. Un régimen basado en la religión progresista del hedonismo estatalizado, donde los individuos pronto serán inútiles para procrear, y deberán dejar esta función en manos de un Estado huxleyano. No es causal que esta dictadura cuente con el apoyo de una mayoría de la población. ¿Ha habido alguna dictadura en la historia que no se base en la servidumbre voluntaria?
Pero hay un despotismo que es el peor de todos, el definitivo: aquel que nos conduce a la extinción demográfica para, dentro de menos tiempo del que pensamos, ofrecernos la solución final: hacerse cargo el Estado de la vida humana desde su generación hasta su terminación, comprando la voluntad de los individuos con la promesa de una felicidad irresponsable.
sábado, 13 de abril de 2013
Siete párrafos, siete mentiras
Joves d'Esquerra Verda, organización vinculada al partido rojiverde catalán ICV, ha publicado un manifiesto titulado Operación III República, con motivo de la efeméride republicana del 14 de abril. Se puede leer aquí en catalán (es una sola página).
Tras citar el artículo 44 de la constitución de la II República, que subordina "toda la riqueza del país (...) a los intereses de la economía nacional", los cachorros ecocomunistas desgranan en siete párrafos (mal redactados y llenos de erratas) los siete tópicos en los que se basa su tosca doctrina, solo apta para víctimas del sistema educativo español de las últimas dos décadas. Veamos rápidamente en qué consisten estas falsedades.
1) Denigración de la Restauración, reducida a la opresión de una "oligarquía acomodada". Con sus luces y sus sombras, el período del último tercio del siglo XIX y el primer tercio del XX, fue relativamente estable, y permitió que España progresara de manera apreciable, tanto política como económicamente. Sólo al final, la violencia mafiosa de los grupos revolucionarios provocó la dictadura -muy moderada- de Primo de Rivera.
2) Mitificación de la II República. Los cinco años de la República no supusieron, ni de lejos, "el mayor avance democrático" de la historia de España, ni mucho menos el económico. El voto femenino se implantó en contra de la voluntad de la mayor parte de la izquierda, y dio la victoria electoral a la derecha, no reconocida por la primera, que no tardó en organizar un cruento golpe de Estado, en octubre de 1934. La reforma agraria tuvo nulos efectos, la escuela pública apenas compensó el cierre de colegios religiosos y la labor cultural de ateneos y similares fue irrelevante en comparación con la salvaje destrucción de bibliotecas y patrimonio artístico.
3) La guerra civil no fue un golpe más "antidemocrático" que la llegada al poder del Frente Popular, tras unas elecciones dominadas por la violencia, un recuento irregular y la progresiva implantación de un régimen en el que un líder de la oposición podía ser asesinado, como así fue, por la propia policía. Todo ello en un clima caótico en que la izquierda socialista, con el PSOE a la cabeza, no hacía más que proclamar, con discursos amenazantes y con hechos, su voluntad de instaurar una dictadura y de ir a la guerra civil.
4) El Frente Popular no tuvo "muchos menos recursos militares" que el bando franquista. Tenía al principio de la guerra la mayor parte del territorio, incluidas Madrid y Barcelona, con el oro del Banco de España, que acabó en manos de Stalin a cambio de su ayuda militar. Que la zona roja empleara sus recursos mucho peor que la zona nacional, no significa que no dispusiera de ellos, sino más bien lo contrario.
5) El franquismo, por poca simpatía que nos merezca cualquier dictadura, no consistió en "40 años de negra noche". Por el contrario, fue el período más largo de la historia de España de estabilidad y crecimiento económico, con una represión política mucho menor que la que existió en la Europa del Este. Los españoles podían viajar sin problemas al extranjero y lo hicieron en masa, y el nivel de vida aumentó sostenidamente desde mediados de siglo, a un ritmo superior a la media europea, y muy superior a la media mundial.
6) Subordinar "los intereses económicos de los especuladores, los bancos y las grandes fortunas a los intereses de la mayoría de la población" es un eufemismo que vale por la introducción de una dictadura económica, del estilo de las que dominaron en Europa Oriental y en la antigua URSS hasta la caída del muro de Berlín. Las "clases populares" sólo puede prosperar mediante la libertad económica, el respeto a la propiedad privada, a los contratos y la libre iniciativa. La alternativa es eternizar la pobreza, convirtiendo a esas clases populares en dependientes de las migajas de la administración, y a los poderes económicos en monopolios en manos de unos gobernantes bolivarianos o kirchneristas, por intermediación de familiares y amigos.
7) "La operación III República finalizará cuando haya conseguido su objetivo." Esta es la última mentira de todo utopismo, que haya una estación de llegada. Jamás se verifica. Una vez destruido el viejo orden, lo que por lo pronto sume a la población en la miseria, siempre es necesario prorrogar el período de sacrificios, indispensables para alcanzar el radiante futuro, que no deja de aplazarse o redefinirse. El objetivo nunca se alcanza.
No debe sorprendernos que haya gente que consuma este tipo de propaganda, como hay quien lee los horóscopos de los periódicos, o cree en la aromaterapia. Pero tampoco es bueno acostumbrarse a convivir con la ignorancia y la estupidez.
Tras citar el artículo 44 de la constitución de la II República, que subordina "toda la riqueza del país (...) a los intereses de la economía nacional", los cachorros ecocomunistas desgranan en siete párrafos (mal redactados y llenos de erratas) los siete tópicos en los que se basa su tosca doctrina, solo apta para víctimas del sistema educativo español de las últimas dos décadas. Veamos rápidamente en qué consisten estas falsedades.
1) Denigración de la Restauración, reducida a la opresión de una "oligarquía acomodada". Con sus luces y sus sombras, el período del último tercio del siglo XIX y el primer tercio del XX, fue relativamente estable, y permitió que España progresara de manera apreciable, tanto política como económicamente. Sólo al final, la violencia mafiosa de los grupos revolucionarios provocó la dictadura -muy moderada- de Primo de Rivera.
2) Mitificación de la II República. Los cinco años de la República no supusieron, ni de lejos, "el mayor avance democrático" de la historia de España, ni mucho menos el económico. El voto femenino se implantó en contra de la voluntad de la mayor parte de la izquierda, y dio la victoria electoral a la derecha, no reconocida por la primera, que no tardó en organizar un cruento golpe de Estado, en octubre de 1934. La reforma agraria tuvo nulos efectos, la escuela pública apenas compensó el cierre de colegios religiosos y la labor cultural de ateneos y similares fue irrelevante en comparación con la salvaje destrucción de bibliotecas y patrimonio artístico.
3) La guerra civil no fue un golpe más "antidemocrático" que la llegada al poder del Frente Popular, tras unas elecciones dominadas por la violencia, un recuento irregular y la progresiva implantación de un régimen en el que un líder de la oposición podía ser asesinado, como así fue, por la propia policía. Todo ello en un clima caótico en que la izquierda socialista, con el PSOE a la cabeza, no hacía más que proclamar, con discursos amenazantes y con hechos, su voluntad de instaurar una dictadura y de ir a la guerra civil.
4) El Frente Popular no tuvo "muchos menos recursos militares" que el bando franquista. Tenía al principio de la guerra la mayor parte del territorio, incluidas Madrid y Barcelona, con el oro del Banco de España, que acabó en manos de Stalin a cambio de su ayuda militar. Que la zona roja empleara sus recursos mucho peor que la zona nacional, no significa que no dispusiera de ellos, sino más bien lo contrario.
5) El franquismo, por poca simpatía que nos merezca cualquier dictadura, no consistió en "40 años de negra noche". Por el contrario, fue el período más largo de la historia de España de estabilidad y crecimiento económico, con una represión política mucho menor que la que existió en la Europa del Este. Los españoles podían viajar sin problemas al extranjero y lo hicieron en masa, y el nivel de vida aumentó sostenidamente desde mediados de siglo, a un ritmo superior a la media europea, y muy superior a la media mundial.
(En este enlace se puede acceder al gráfico interactivo.)
6) Subordinar "los intereses económicos de los especuladores, los bancos y las grandes fortunas a los intereses de la mayoría de la población" es un eufemismo que vale por la introducción de una dictadura económica, del estilo de las que dominaron en Europa Oriental y en la antigua URSS hasta la caída del muro de Berlín. Las "clases populares" sólo puede prosperar mediante la libertad económica, el respeto a la propiedad privada, a los contratos y la libre iniciativa. La alternativa es eternizar la pobreza, convirtiendo a esas clases populares en dependientes de las migajas de la administración, y a los poderes económicos en monopolios en manos de unos gobernantes bolivarianos o kirchneristas, por intermediación de familiares y amigos.
7) "La operación III República finalizará cuando haya conseguido su objetivo." Esta es la última mentira de todo utopismo, que haya una estación de llegada. Jamás se verifica. Una vez destruido el viejo orden, lo que por lo pronto sume a la población en la miseria, siempre es necesario prorrogar el período de sacrificios, indispensables para alcanzar el radiante futuro, que no deja de aplazarse o redefinirse. El objetivo nunca se alcanza.
No debe sorprendernos que haya gente que consuma este tipo de propaganda, como hay quien lee los horóscopos de los periódicos, o cree en la aromaterapia. Pero tampoco es bueno acostumbrarse a convivir con la ignorancia y la estupidez.
domingo, 7 de abril de 2013
Más capitalismo y menos democracia
Uno de los mensajes más populares de nuestro tiempo podría resumirse como "menos capitalismo y más democracia". Personalmente, me inclino por defender lo contrario. El capitalismo y la democracia tienen en común que ambos sirven a las masas. El primero les ofrece los productos y servicios que estas desean, a los precios más asequibles. La segunda permite que las opiniones de las mayorías, mediante el sufragio y la demoscopia, se vayan imponiendo en las legislaciones.
La diferencia se halla en los resultados. El capitalismo tiene un efecto objetivo y perfectamente mensurable, que sólo niegan los ignorantes y los ideólogos socialistas (que prosperan gracias al abrumador predominio de los primeros), y es que hace aumentar la riqueza de todos. La democracia, por el contrario, actúa en el sentido contrario, lastrando el crecimiento. Esto es debido a la Paradoja de las Masas. Estas, al mismo tiempo que se benefician del mercado libre, en casi todas partes terminan votando políticas que van contra él, mediante controles de precios, subvenciones, y mil formas de intervencionismo.
El capitalismo hace aumentar la riqueza porque, aunque mucha gente emplee estúpidamente su dinero, en general tendemos a ser más responsables con aquello que nos cuesta un esfuerzo ganar. En cambio, la retórica política de las democracias está dominada por irresponsables promesas de gratis total, de ayudas estatales y de subvenciones a los grupos de presión que más ruido hacen, con la complicidad estólida del público. Parece como si el individuo humano sufriera una especie de doble personalidad. Como agentes económicos tendemos a la racionalidad, ya sea imperfecta, del homo economicus, que tanta mofa inspira contra los economistas, sólo parcialmente justificada. Pero como ciudadanos, parece funcionar más en nosotros una especie de instinto gregario de la horda primitiva. Nuestra capacidad de raciocinio se vuelve grosera, parecemos operar sólo con conceptos bipolares de amigo-enemigo, victoria-derrota y suma cero (la derrota del enemigo es mi victoria).
Esto tiene un fundamento evolutivo, que no voy a descubrir ahora. En la horda primitiva, los valores colectivos están por encima del individuo, porque de ellos depende el éxito en la caza y la expedición guerrera. No hay apenas intercambio dentro del grupo de cazadores; la caza y la guerra es una tarea grupal, y el botín se comparte equitativamente. La civilización, por el contrario, se basa en la división del trabajo, en el comercio y en una mayor libertad individual, lo que paradójicamente hace indispensable el surgimiento del Estado, para evitar el caos que supondría la pérdida relativa de vínculos tribales.
En todos nosotros pervive un estrato de la horda paleolítica. Y esto es muy necesario, porque en multitud de situaciones necesitamos tomar decisiones rápidas, intuitivas o discrecionales, y no podemos perder tiempo con debates o cálculos demasiado elaborados. El psicólogo Daniel Kahneman describe la mente humana en términos del Sistema 1 y el Sistema 2. El primero "opera de manera rápida y automática, con poco o ningún esfuerzo y sin sensación de control voluntario". Por contraste, el segundo "centra la atención en las actividades mentales esforzadas que lo demandan, incluidos los cálculos complejos." (D. Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Debate, 2012, p. 35.)
El problema surge cuando utilizamos nuestro Yo paleolítico, o Sistema 1, en contextos en los que se requeriría la entrada en acción del Yo civilizado o Sistema 2. Por supuesto, ambos actúan con un entrelazamiento muy complejo, pero podemos aventurar la hipótesis de que tendemos a actuar más bajo los mandatos de la horda cuando votamos, opinamos o nos manifestamos políticamente, porque todo ello es gratis, o lo parece (al final, nuestras decisiones acaloradas pueden costarnos muy caras). En cambio, cuando nos jugamos directamente nuestro dinero, tendemos a ser más reflexivos y responsables. No todo el mundo, está claro, pero sí de una manera estadísticamente comprobable. Por eso, indefectiblemente, los países en los que hay libertad de mercado prosperan, porque lo que llamamos el "individuo" (el Sistema 2, la razón calculadora) tiende a ser más competente a la hora de buscar su felicidad que la colectividad (Sistema 1).
De lo anterior se infiere que la democracia debe limitarse, porque de lo contrario supone un predominio excesivo de la horda ancestral, de las emociones más primarias, sobre nuestros estratos mentales más racionales y calculadores. Pero las soluciones pretéritas, como el voto censitario o la bicameralidad a la británica (que introduce con la Cámara de los Lores una corrección aristocrática del sistema), además de que serían percibidas como un retroceso, no servirían de gran cosa hoy. A lo que debería tenderse es a un nuevo reparto de las tareas entre el Yo paleolítico y el civilizado. El primero se desenvuelve con agilidad en las operaciones discrecionales, las que caracterizan a los poderes ejecutivo y judicial. No significa esto, obviamente, que los gobiernos y tribunales no necesiten grandes dosis de información para tomar sus decisiones. Pero lo que caracteriza precisamente al Sistema 1 es que puede tomar decisiones inmediatas, o muy rápidas, en entornos complejos, es decir, procesar la información mediante métodos heurísticos que aunque no evitan los errores, tienen un nivel de acierto sorprendente, sin el cual estaríamos paralizados por la indecisión en multitud de circunstancias.
Dicho en cristiano: Soy partidario de la elección directa de los gobernantes, con la mayor periodicidad posible (una vez al año, incluso, como los cónsules romanos) y de la generalización de los jurados populares, sin las limitaciones actuales en España, que reducen la institución a un papel que es casi una burla. El Sistema 1 (lo que vulgarmente se dice "la gente", o "el pueblo") tiene un instinto para tomar decisiones correctas y justas que casi siempre (si se dispone del asesoramiento adecuado), es muy superior al juicio de tecnócratas o magistrados, oscurecido por prejuicios intelectuales.
Pero he dicho que defiendo menos democracia, no más. Y he aquí lo que prometí. Propongo sustraer el poder legislativo a los vaivenes de las mayorías irresponsables; quitar las sucias manos de la plebe (el Sistema 1) de las leyes, y dejar estas al cuidado de un Senado de miembros vitalicios y elegidos por cooptación, que debería estar integrado por las personas más capacitadas en las disciplinas humanísticas. La Ley se ha convertido en nuestros días en un monstruo cambiante y creciente, en un tumor de miles de páginas que incrementa la inseguridad jurídica (lo que hoy está permitido, mañana no lo está y viceversa) y la confusión, desprestigiando a la propia Ley, y difuminando la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo, porque cualquier cosa que un gobierno quiera hacer, podrá hacerlo solo con que el partido que lo apoya cambie la ley en el parlamento. Por el contrario, la Ley no debe ser la materia sobre la que trabajan los gobiernos, sino aquello que están encargados de cumplir y hacer cumplir. Y como no podemos poner al zorro a guardar las gallinas, es necesario que el poder legislativo esté en manos de unos guardianes inamovibles, que carezcan de cualquier incentivo para modificar las leyes sin razón perentoria, y no compartan su legitimidad con la de un gobierno elegido por el pueblo.
Soy consciente de que con esta propuesta subvierto un principio clave del liberalismo. Nuestra Constitución de 1812 introdujo la novedad opuesta: Un parlamento elegido democráticamente (con las restricciones propias del siglo XIX), y un poder ejecutivo monárquico, basado en la sucesión hereditaria. Aquella constitución fracasó, no tanto por la mezquindad de Fernando VII, como porque es un contrasentido pretender introducir democracia dejando el poder ejecutivo en manos de una dinastía. Pero hoy estamos contemplando la decadencia de los parlamentos democráticos. Contaminados por la superstición de que el pueblo (nuestro Yo ancestral) debe hacer las leyes, nos encontramos con el resultado. Queremos crecimiento económico, y al mismo tiempo queremos "derechos sociales" (la igualdad estática de la horda); valoramos en las encuestas la familia por encima de todo, y al mismo tiempo defendemos que los niños puedan ser adoptados por cualquiera; bramamos contra las guerras y contra la pena de muerte, pero convertimos el aborto en un "derecho".
La gente debe elegir gobernantes, que se renueven constantemente. La gente debe poder juzgar a los delincuentes y resolver litigios, escuchando a ambas partes en un proceso reglamentado (esto no tiene nada que ver con los tribunales populares, parodia de justicia). La gente es sabia para lo que depende de ella y para lo que requiere soluciones rápidas. En suma, la gente puede autogobernarse perfectamente. Pero la gente, el pueblo, la horda, es demasiado grosera y brutal para hacer las leyes, para emitir opiniones sobre asuntos que no le afectan directamente, que no le competen. La democracia representativa ha disimulado la incompetencia esencial de las masas para legislar, mediante la idea de que los representantes salvarían la ignorancia supina del pueblo. Pero los diputados, a la postre, no son mucho más competentes que quienes los eligen a base de dejarse halagar. Y el problema no es tanto que el pueblo haga las leyes como que, con este pretexto, las leyes se hagan y deshagan continuamente.
Por supuesto, esta reforma no se puede aplicar de manera súbita; toda revolución es contraproducente. Esta propuesta podría servir para el siglo XXII. Por el momento, haríamos bien en limitar el poder legislativo, introduciendo sistemas de mayorías cualificadas en los parlamentos, no sin antes derogar leyes de ingeniería social (el aborto, ante todo), que abusan de la Constitución y conculcan los derechos humanos más básicos. Si esto implica una reforma de la misma Constitución, es una cuestión técnica en la que no entraré ahora. Pero si tenemos el objetivo claro, aunque sea a largo plazo, quizá consigamos dejar de errar por el desierto del positivismo jurídico y el relativismo.
La diferencia se halla en los resultados. El capitalismo tiene un efecto objetivo y perfectamente mensurable, que sólo niegan los ignorantes y los ideólogos socialistas (que prosperan gracias al abrumador predominio de los primeros), y es que hace aumentar la riqueza de todos. La democracia, por el contrario, actúa en el sentido contrario, lastrando el crecimiento. Esto es debido a la Paradoja de las Masas. Estas, al mismo tiempo que se benefician del mercado libre, en casi todas partes terminan votando políticas que van contra él, mediante controles de precios, subvenciones, y mil formas de intervencionismo.
El capitalismo hace aumentar la riqueza porque, aunque mucha gente emplee estúpidamente su dinero, en general tendemos a ser más responsables con aquello que nos cuesta un esfuerzo ganar. En cambio, la retórica política de las democracias está dominada por irresponsables promesas de gratis total, de ayudas estatales y de subvenciones a los grupos de presión que más ruido hacen, con la complicidad estólida del público. Parece como si el individuo humano sufriera una especie de doble personalidad. Como agentes económicos tendemos a la racionalidad, ya sea imperfecta, del homo economicus, que tanta mofa inspira contra los economistas, sólo parcialmente justificada. Pero como ciudadanos, parece funcionar más en nosotros una especie de instinto gregario de la horda primitiva. Nuestra capacidad de raciocinio se vuelve grosera, parecemos operar sólo con conceptos bipolares de amigo-enemigo, victoria-derrota y suma cero (la derrota del enemigo es mi victoria).
Esto tiene un fundamento evolutivo, que no voy a descubrir ahora. En la horda primitiva, los valores colectivos están por encima del individuo, porque de ellos depende el éxito en la caza y la expedición guerrera. No hay apenas intercambio dentro del grupo de cazadores; la caza y la guerra es una tarea grupal, y el botín se comparte equitativamente. La civilización, por el contrario, se basa en la división del trabajo, en el comercio y en una mayor libertad individual, lo que paradójicamente hace indispensable el surgimiento del Estado, para evitar el caos que supondría la pérdida relativa de vínculos tribales.
En todos nosotros pervive un estrato de la horda paleolítica. Y esto es muy necesario, porque en multitud de situaciones necesitamos tomar decisiones rápidas, intuitivas o discrecionales, y no podemos perder tiempo con debates o cálculos demasiado elaborados. El psicólogo Daniel Kahneman describe la mente humana en términos del Sistema 1 y el Sistema 2. El primero "opera de manera rápida y automática, con poco o ningún esfuerzo y sin sensación de control voluntario". Por contraste, el segundo "centra la atención en las actividades mentales esforzadas que lo demandan, incluidos los cálculos complejos." (D. Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Debate, 2012, p. 35.)
El problema surge cuando utilizamos nuestro Yo paleolítico, o Sistema 1, en contextos en los que se requeriría la entrada en acción del Yo civilizado o Sistema 2. Por supuesto, ambos actúan con un entrelazamiento muy complejo, pero podemos aventurar la hipótesis de que tendemos a actuar más bajo los mandatos de la horda cuando votamos, opinamos o nos manifestamos políticamente, porque todo ello es gratis, o lo parece (al final, nuestras decisiones acaloradas pueden costarnos muy caras). En cambio, cuando nos jugamos directamente nuestro dinero, tendemos a ser más reflexivos y responsables. No todo el mundo, está claro, pero sí de una manera estadísticamente comprobable. Por eso, indefectiblemente, los países en los que hay libertad de mercado prosperan, porque lo que llamamos el "individuo" (el Sistema 2, la razón calculadora) tiende a ser más competente a la hora de buscar su felicidad que la colectividad (Sistema 1).
De lo anterior se infiere que la democracia debe limitarse, porque de lo contrario supone un predominio excesivo de la horda ancestral, de las emociones más primarias, sobre nuestros estratos mentales más racionales y calculadores. Pero las soluciones pretéritas, como el voto censitario o la bicameralidad a la británica (que introduce con la Cámara de los Lores una corrección aristocrática del sistema), además de que serían percibidas como un retroceso, no servirían de gran cosa hoy. A lo que debería tenderse es a un nuevo reparto de las tareas entre el Yo paleolítico y el civilizado. El primero se desenvuelve con agilidad en las operaciones discrecionales, las que caracterizan a los poderes ejecutivo y judicial. No significa esto, obviamente, que los gobiernos y tribunales no necesiten grandes dosis de información para tomar sus decisiones. Pero lo que caracteriza precisamente al Sistema 1 es que puede tomar decisiones inmediatas, o muy rápidas, en entornos complejos, es decir, procesar la información mediante métodos heurísticos que aunque no evitan los errores, tienen un nivel de acierto sorprendente, sin el cual estaríamos paralizados por la indecisión en multitud de circunstancias.
Dicho en cristiano: Soy partidario de la elección directa de los gobernantes, con la mayor periodicidad posible (una vez al año, incluso, como los cónsules romanos) y de la generalización de los jurados populares, sin las limitaciones actuales en España, que reducen la institución a un papel que es casi una burla. El Sistema 1 (lo que vulgarmente se dice "la gente", o "el pueblo") tiene un instinto para tomar decisiones correctas y justas que casi siempre (si se dispone del asesoramiento adecuado), es muy superior al juicio de tecnócratas o magistrados, oscurecido por prejuicios intelectuales.
Pero he dicho que defiendo menos democracia, no más. Y he aquí lo que prometí. Propongo sustraer el poder legislativo a los vaivenes de las mayorías irresponsables; quitar las sucias manos de la plebe (el Sistema 1) de las leyes, y dejar estas al cuidado de un Senado de miembros vitalicios y elegidos por cooptación, que debería estar integrado por las personas más capacitadas en las disciplinas humanísticas. La Ley se ha convertido en nuestros días en un monstruo cambiante y creciente, en un tumor de miles de páginas que incrementa la inseguridad jurídica (lo que hoy está permitido, mañana no lo está y viceversa) y la confusión, desprestigiando a la propia Ley, y difuminando la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo, porque cualquier cosa que un gobierno quiera hacer, podrá hacerlo solo con que el partido que lo apoya cambie la ley en el parlamento. Por el contrario, la Ley no debe ser la materia sobre la que trabajan los gobiernos, sino aquello que están encargados de cumplir y hacer cumplir. Y como no podemos poner al zorro a guardar las gallinas, es necesario que el poder legislativo esté en manos de unos guardianes inamovibles, que carezcan de cualquier incentivo para modificar las leyes sin razón perentoria, y no compartan su legitimidad con la de un gobierno elegido por el pueblo.
Soy consciente de que con esta propuesta subvierto un principio clave del liberalismo. Nuestra Constitución de 1812 introdujo la novedad opuesta: Un parlamento elegido democráticamente (con las restricciones propias del siglo XIX), y un poder ejecutivo monárquico, basado en la sucesión hereditaria. Aquella constitución fracasó, no tanto por la mezquindad de Fernando VII, como porque es un contrasentido pretender introducir democracia dejando el poder ejecutivo en manos de una dinastía. Pero hoy estamos contemplando la decadencia de los parlamentos democráticos. Contaminados por la superstición de que el pueblo (nuestro Yo ancestral) debe hacer las leyes, nos encontramos con el resultado. Queremos crecimiento económico, y al mismo tiempo queremos "derechos sociales" (la igualdad estática de la horda); valoramos en las encuestas la familia por encima de todo, y al mismo tiempo defendemos que los niños puedan ser adoptados por cualquiera; bramamos contra las guerras y contra la pena de muerte, pero convertimos el aborto en un "derecho".
La gente debe elegir gobernantes, que se renueven constantemente. La gente debe poder juzgar a los delincuentes y resolver litigios, escuchando a ambas partes en un proceso reglamentado (esto no tiene nada que ver con los tribunales populares, parodia de justicia). La gente es sabia para lo que depende de ella y para lo que requiere soluciones rápidas. En suma, la gente puede autogobernarse perfectamente. Pero la gente, el pueblo, la horda, es demasiado grosera y brutal para hacer las leyes, para emitir opiniones sobre asuntos que no le afectan directamente, que no le competen. La democracia representativa ha disimulado la incompetencia esencial de las masas para legislar, mediante la idea de que los representantes salvarían la ignorancia supina del pueblo. Pero los diputados, a la postre, no son mucho más competentes que quienes los eligen a base de dejarse halagar. Y el problema no es tanto que el pueblo haga las leyes como que, con este pretexto, las leyes se hagan y deshagan continuamente.
Por supuesto, esta reforma no se puede aplicar de manera súbita; toda revolución es contraproducente. Esta propuesta podría servir para el siglo XXII. Por el momento, haríamos bien en limitar el poder legislativo, introduciendo sistemas de mayorías cualificadas en los parlamentos, no sin antes derogar leyes de ingeniería social (el aborto, ante todo), que abusan de la Constitución y conculcan los derechos humanos más básicos. Si esto implica una reforma de la misma Constitución, es una cuestión técnica en la que no entraré ahora. Pero si tenemos el objetivo claro, aunque sea a largo plazo, quizá consigamos dejar de errar por el desierto del positivismo jurídico y el relativismo.
sábado, 6 de abril de 2013
Réplica a Eze
En un comentario a mi entrada anterior, Eze concluye que la existencia o inexistencia de Dios es superflua para la filosofía moral. Intentaré razonar por qué no lo veo así.
Al hablar de Dios me refiero al Creador. Este concepto implica (1) un Ser trascendente, no un principio inmanente que actuaría en una materia o caos primigenio (y 2) un Ser de carácter personal, que crea el mundo por un acto de su libre voluntad, a diferencia de un ser del que emanara el universo de modo necesario. En anteriores entradas he argumentado que si prescindimos de cualquiera de estos atributos, incurrimos en una forma más o menos implícita de materialismo, de "explicarlo" todo por fuerzas impersonales inmanentes. Que es como no explicar nada.
Del carácter trascendente de Dios se desprende que es infinito y perfecto, es decir, que no puede estar limitado por algo, pues todo cuanto existe lo hace gracias a Él. Esto, unido a su carácter personal, nos indica que Dios no necesitaba crear el mundo porque careciera de algo, sino que la Creación es desinteresada, un puro acto de amor hacia las criaturas personales como nosotros.
Y de ahí a su vez se infiere que Dios ha creado todo con una finalidad, que es la realización de lo óptimo para criaturas libres, que podrán aprovechar o no las posibilidades que ofrece la Creación. Siendo esto así, lo mejor para el ser humano será aquello que coincide con la voluntad de Dios. Entiéndase: no es que lo bueno sea en sí mismo someterse a los "decretos" divinos, sino que Dios quiere nuestro bien, y por tanto ambas cosas, la voluntad trascendente y el bien, coinciden.
Ahora bien, ¿qué es lo mejor, qué es el bien para el hombre? Si resulta que todo bien procede de Dios, es obvio que lo mejor para las criaturas libres es trascenderse más allá de sí mismas para volver a su Creador, para estar lo más cerca posible de la fuente de todo bien. Esto significa exactamente lo que expresa el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente." (Mateo, 22, 37.) Y quien ama a Dios ama a sus semejantes, que son, como él, seres creados por Dios.
Quien ama a Dios y al prójimo no sitúa su propia subjetividad (placeres sensoriales, intereses) por encima de todo. Acepta que existe un Orden querido por Dios, en razón de su bondad y sabiduría, y ama este orden que viene de Él. No pretende jamás alterarlo, salvo debilidad, entregándose por ejemplo a la promiscuidad u otros excesos, pues considera que hay una forma de vivir que es objetivamente la mejor en sí misma. No cree en absoluto que lo bueno dependa de la subjetividad de cada cual.
La concreción de los preceptos que emanan de la ética cristiana se basa en la razón natural (la observación de las consecuencias de determinadas conductas, tanto en el nivel individual como social) y en la Revelación. No pretendo que haya una deducción formal, apriorística, desde la existencia de Dios hasta los mandamientos "no matarás", "no robarás", etc. Lo que afirmo es que el "no matarás" solo puede ser bueno en sí porque un Ser infinito ha creado todo con un fin bueno, en el cual matar, robar, ser infiel al cónyuge, etc, se interfieren.
Ahora, supongamos que Dios no existe. Si es así, no hay una finalidad de lo existente en su conjunto. No hay un bien absoluto. Lo que hay son cosas que me agradan y otras que me desagradan. Puede que también me desagrade lo que desagrada a otros, pero esto no es más que un feliz accidente. No hay una razón absoluta por la cual haya que amar al prójimo, pues su existencia, como la mía propia, es gratuita, no es en sí misma un bien, como sí lo es si ha sido creado libremente por un Ser perfecto. Nos caen bien, sin duda, las personas que hallan sumo disgusto en el dolor ajeno, porque no tememos ser dañados por esta clase de personas. Y esto es todo: sentimientos subjetivos.
El imperativo categórico es un sofisma. "Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal". ¿Ley universal? ¿Qué significa esto? Esto no es más que reformular el principio cristiano de amor al prójimo, vaciándolo de contenido y pretendiendo que es una razón del obrar, y no una mera prescripción. Kant, que era por supuesto cristiano, incurre sin embargo en la suprema soberbia de "explicar" el mandamiento evangélico del amor, reduciéndolo a un formalismo hueco, autosostenido, y del cual se deduce la existencia de Dios como un mero postulado.
En realidad, no hay ninguna razón práctica que prescriba nada, si el universo no procede del Logos. Si somos resultado de un accidente molecular, lo que hagamos o dejemos de hacer es igualmente gratuito, está de más. No hay ningún deber absoluto, sino todo lo más un sentimiento del deber. Nada es más vacío que el deber por el deber. ("¡Deber! Nombre sublime y grande (...), tú que sólo exiges una ley que halla por sí misma acceso en el ánimo, y que se conquista (...) veneración por sí misma...", Crítica de la razón práctica, Lib. I, cap. III.) Eichmann interpretó que su deber era obedecer las órdenes del Führer, por mucho que chocaran con sus sentimientos naturales de compasión. La mayoría, afortunadamente, interpretará que su deber no consiste en acallar dichos sentimientos, sino todo lo contrario. Pero en el concepto del deber no está intrínsecamente el bien en un sentido objetivo.
En cambio, el cristiano entiende que el deber está supeditado al bien, y que el bien absoluto existe: es el Creador y ordenador de todo cuanto existe. El cristiano puede equivocarse, como cualquiera, en determinar qué es el bien en cada situación concreta, pero al menos sabe que existe esta posibilidad de error objetivo, y por ello puede tratar de evitarla con mayores posibilidades de éxito, aunque ninguna obra humana lo alcance plenamente. Quien no cree en Dios no admite que haya un bien y un mal objetivos, absolutos. Es decir, puede admitirlo, pero su posición, convenientemente analizada, se revelará incoherente, y acaso originada en una interiorización inconsciente, no reconocida, del concepto de Dios personal.
El problema de este error es que, una vez se cae en él, es muy difícil rescatar lo objetivo de lo subjetivo, del sentimiento. El ateo o agnóstico decente (seguramente la mayoría) habitualmente razona más o menos así: "Yo no necesito creer en Dios para ser bueno, para amar al prójimo." Y le parece casi una maldad razonar que sin Dios no hay motivos para ser bueno. Más aún, le parece que es más bueno, más desinteresado, quien ama al prójimo sin creer en Dios (o temer su ira) que quien lo hace por considerarlo una criatura divina.
He aquí una confusión verdaderamente absurda. En cierto modo, podría decirse que amar a un hermano de sangre carece de mérito, pero no por ello se le ocurriría a nadie afirmar que ese amor es menos auténtico. El amor pour l'amour es un concepto tan hueco como el deber por el deber. Uno no se enamora sin ningún motivo, sino que ve cualidades en la otra persona que le llevan a amarla. ¿Es por eso el amor menos puro y desinteresado? Al contrario, en cierto sentido el amor podría definirse como saber encontrar en el otro sus mejores cualidades, su ser más verdadero.
El cristiano ama a Dios por su bondad y poder infinitos. Y ama a los demás porque reconoce en ellos a seres creados (y a su vez, amados) por Dios; ve en ellos lo que nunca verá un materialista (más allá de la retórica políticamente correcta de que "todos somos únicos"). No sólo no hay nada impuro en ello, sino que amar a los demás de modo abstracto, sin un motivo que los haga especiales, sería un contrasentido, o más bien una parodia del amor. Sería recrearse en la presunción de la propia bondad de sentimientos, más que auténtico amor.
Se me podrá acusar de idealizar lo que es un cristiano. Pero el agnóstico ¿no se idealiza mucho más a sí mismo? En realidad, lo que caracteriza al cristiano es lo dolorosamente consciente que es de la dificultad de amar, hasta el punto que no cree posible lograrlo sin la ayuda de Dios. Ante todo, se considera como un pecador, un ser débil y limitado.
De lo que más lejos está el cristiano que vive intensamente su fe es de la autocomplacencia de creerse bueno. Esto es algo reservado al agnóstico que nos asegura que no necesita creer en el Cielo ni en el Infierno para amar a la humanidad. No estoy tan seguro de que su concepto de "humanidad" incluya verdaderamente a todos, más allá de la retórica, pero aunque sea así, en mi opinión es porque no ha eliminado del todo la impronta de la cultura cristiana. Muchos agnósticos trabajan para ello, pero dudo mucho que, si un día lo consiguen totalmente, el resultado vaya a ser el que esperaban.
Sólo podemos amar (en sentido pleno) a una persona, no a una cosa o a una idea. Por eso solo hay dos concepciones éticas fundamentales, como decía Ivanof en El cero y el infinito. O bien todo cuanto existe tiene su origen en un Ser personal, que nos ama. O bien las personas son un subproducto de la materia inerte. De lo primero, sólo puede derivarse, consecuentemente, una forma de vivir plena basada en el amor. Lo segundo permite justificar cualquier doctrina en la cual el absoluto de la persona sea reemplazado por cualquier otro o por la nada. Esto significa que no necesariamente tenemos que caer en el sacrificio inmisericorde del individuo, desde una perspectiva atea, pero nada nos lo impide. Puede que nuestros materialistas gocen en general de buenos sentimientos. Pero eso sólo es una cuestión de suerte.
Al hablar de Dios me refiero al Creador. Este concepto implica (1) un Ser trascendente, no un principio inmanente que actuaría en una materia o caos primigenio (y 2) un Ser de carácter personal, que crea el mundo por un acto de su libre voluntad, a diferencia de un ser del que emanara el universo de modo necesario. En anteriores entradas he argumentado que si prescindimos de cualquiera de estos atributos, incurrimos en una forma más o menos implícita de materialismo, de "explicarlo" todo por fuerzas impersonales inmanentes. Que es como no explicar nada.
Del carácter trascendente de Dios se desprende que es infinito y perfecto, es decir, que no puede estar limitado por algo, pues todo cuanto existe lo hace gracias a Él. Esto, unido a su carácter personal, nos indica que Dios no necesitaba crear el mundo porque careciera de algo, sino que la Creación es desinteresada, un puro acto de amor hacia las criaturas personales como nosotros.
Y de ahí a su vez se infiere que Dios ha creado todo con una finalidad, que es la realización de lo óptimo para criaturas libres, que podrán aprovechar o no las posibilidades que ofrece la Creación. Siendo esto así, lo mejor para el ser humano será aquello que coincide con la voluntad de Dios. Entiéndase: no es que lo bueno sea en sí mismo someterse a los "decretos" divinos, sino que Dios quiere nuestro bien, y por tanto ambas cosas, la voluntad trascendente y el bien, coinciden.
Ahora bien, ¿qué es lo mejor, qué es el bien para el hombre? Si resulta que todo bien procede de Dios, es obvio que lo mejor para las criaturas libres es trascenderse más allá de sí mismas para volver a su Creador, para estar lo más cerca posible de la fuente de todo bien. Esto significa exactamente lo que expresa el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente." (Mateo, 22, 37.) Y quien ama a Dios ama a sus semejantes, que son, como él, seres creados por Dios.
Quien ama a Dios y al prójimo no sitúa su propia subjetividad (placeres sensoriales, intereses) por encima de todo. Acepta que existe un Orden querido por Dios, en razón de su bondad y sabiduría, y ama este orden que viene de Él. No pretende jamás alterarlo, salvo debilidad, entregándose por ejemplo a la promiscuidad u otros excesos, pues considera que hay una forma de vivir que es objetivamente la mejor en sí misma. No cree en absoluto que lo bueno dependa de la subjetividad de cada cual.
La concreción de los preceptos que emanan de la ética cristiana se basa en la razón natural (la observación de las consecuencias de determinadas conductas, tanto en el nivel individual como social) y en la Revelación. No pretendo que haya una deducción formal, apriorística, desde la existencia de Dios hasta los mandamientos "no matarás", "no robarás", etc. Lo que afirmo es que el "no matarás" solo puede ser bueno en sí porque un Ser infinito ha creado todo con un fin bueno, en el cual matar, robar, ser infiel al cónyuge, etc, se interfieren.
Ahora, supongamos que Dios no existe. Si es así, no hay una finalidad de lo existente en su conjunto. No hay un bien absoluto. Lo que hay son cosas que me agradan y otras que me desagradan. Puede que también me desagrade lo que desagrada a otros, pero esto no es más que un feliz accidente. No hay una razón absoluta por la cual haya que amar al prójimo, pues su existencia, como la mía propia, es gratuita, no es en sí misma un bien, como sí lo es si ha sido creado libremente por un Ser perfecto. Nos caen bien, sin duda, las personas que hallan sumo disgusto en el dolor ajeno, porque no tememos ser dañados por esta clase de personas. Y esto es todo: sentimientos subjetivos.
El imperativo categórico es un sofisma. "Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal". ¿Ley universal? ¿Qué significa esto? Esto no es más que reformular el principio cristiano de amor al prójimo, vaciándolo de contenido y pretendiendo que es una razón del obrar, y no una mera prescripción. Kant, que era por supuesto cristiano, incurre sin embargo en la suprema soberbia de "explicar" el mandamiento evangélico del amor, reduciéndolo a un formalismo hueco, autosostenido, y del cual se deduce la existencia de Dios como un mero postulado.
En realidad, no hay ninguna razón práctica que prescriba nada, si el universo no procede del Logos. Si somos resultado de un accidente molecular, lo que hagamos o dejemos de hacer es igualmente gratuito, está de más. No hay ningún deber absoluto, sino todo lo más un sentimiento del deber. Nada es más vacío que el deber por el deber. ("¡Deber! Nombre sublime y grande (...), tú que sólo exiges una ley que halla por sí misma acceso en el ánimo, y que se conquista (...) veneración por sí misma...", Crítica de la razón práctica, Lib. I, cap. III.) Eichmann interpretó que su deber era obedecer las órdenes del Führer, por mucho que chocaran con sus sentimientos naturales de compasión. La mayoría, afortunadamente, interpretará que su deber no consiste en acallar dichos sentimientos, sino todo lo contrario. Pero en el concepto del deber no está intrínsecamente el bien en un sentido objetivo.
En cambio, el cristiano entiende que el deber está supeditado al bien, y que el bien absoluto existe: es el Creador y ordenador de todo cuanto existe. El cristiano puede equivocarse, como cualquiera, en determinar qué es el bien en cada situación concreta, pero al menos sabe que existe esta posibilidad de error objetivo, y por ello puede tratar de evitarla con mayores posibilidades de éxito, aunque ninguna obra humana lo alcance plenamente. Quien no cree en Dios no admite que haya un bien y un mal objetivos, absolutos. Es decir, puede admitirlo, pero su posición, convenientemente analizada, se revelará incoherente, y acaso originada en una interiorización inconsciente, no reconocida, del concepto de Dios personal.
El problema de este error es que, una vez se cae en él, es muy difícil rescatar lo objetivo de lo subjetivo, del sentimiento. El ateo o agnóstico decente (seguramente la mayoría) habitualmente razona más o menos así: "Yo no necesito creer en Dios para ser bueno, para amar al prójimo." Y le parece casi una maldad razonar que sin Dios no hay motivos para ser bueno. Más aún, le parece que es más bueno, más desinteresado, quien ama al prójimo sin creer en Dios (o temer su ira) que quien lo hace por considerarlo una criatura divina.
He aquí una confusión verdaderamente absurda. En cierto modo, podría decirse que amar a un hermano de sangre carece de mérito, pero no por ello se le ocurriría a nadie afirmar que ese amor es menos auténtico. El amor pour l'amour es un concepto tan hueco como el deber por el deber. Uno no se enamora sin ningún motivo, sino que ve cualidades en la otra persona que le llevan a amarla. ¿Es por eso el amor menos puro y desinteresado? Al contrario, en cierto sentido el amor podría definirse como saber encontrar en el otro sus mejores cualidades, su ser más verdadero.
El cristiano ama a Dios por su bondad y poder infinitos. Y ama a los demás porque reconoce en ellos a seres creados (y a su vez, amados) por Dios; ve en ellos lo que nunca verá un materialista (más allá de la retórica políticamente correcta de que "todos somos únicos"). No sólo no hay nada impuro en ello, sino que amar a los demás de modo abstracto, sin un motivo que los haga especiales, sería un contrasentido, o más bien una parodia del amor. Sería recrearse en la presunción de la propia bondad de sentimientos, más que auténtico amor.
Se me podrá acusar de idealizar lo que es un cristiano. Pero el agnóstico ¿no se idealiza mucho más a sí mismo? En realidad, lo que caracteriza al cristiano es lo dolorosamente consciente que es de la dificultad de amar, hasta el punto que no cree posible lograrlo sin la ayuda de Dios. Ante todo, se considera como un pecador, un ser débil y limitado.
De lo que más lejos está el cristiano que vive intensamente su fe es de la autocomplacencia de creerse bueno. Esto es algo reservado al agnóstico que nos asegura que no necesita creer en el Cielo ni en el Infierno para amar a la humanidad. No estoy tan seguro de que su concepto de "humanidad" incluya verdaderamente a todos, más allá de la retórica, pero aunque sea así, en mi opinión es porque no ha eliminado del todo la impronta de la cultura cristiana. Muchos agnósticos trabajan para ello, pero dudo mucho que, si un día lo consiguen totalmente, el resultado vaya a ser el que esperaban.
Sólo podemos amar (en sentido pleno) a una persona, no a una cosa o a una idea. Por eso solo hay dos concepciones éticas fundamentales, como decía Ivanof en El cero y el infinito. O bien todo cuanto existe tiene su origen en un Ser personal, que nos ama. O bien las personas son un subproducto de la materia inerte. De lo primero, sólo puede derivarse, consecuentemente, una forma de vivir plena basada en el amor. Lo segundo permite justificar cualquier doctrina en la cual el absoluto de la persona sea reemplazado por cualquier otro o por la nada. Esto significa que no necesariamente tenemos que caer en el sacrificio inmisericorde del individuo, desde una perspectiva atea, pero nada nos lo impide. Puede que nuestros materialistas gocen en general de buenos sentimientos. Pero eso sólo es una cuestión de suerte.
lunes, 1 de abril de 2013
O lo uno o lo otro
Novela que no había leído todavía, pese a serme recomendada por más de uno. Magistral, inolvidable, sintética, arquetípica, para releer varias veces. Hace una o dos semanas, vi en un rastrillo un viejo ejemplar de los años sesenta, manchado por la humedad, en la colección Áncora y Delfín de Destino. Lo abrí más o menos por la mitad y juro que casualmente di con el que quizás sea el mejor pasaje del libro. Lo pronuncia el personaje de Ivanof, un comisario soviético, inteligente y cínico:
"No hay más que dos concepciones de la ética humana, y las dos son polos opuestos. Una de ellas es cristiana y humanitaria, declara sagrado al individuo y afirma que las reglas de la aritmética no deben aplicarse a las unidades humanas. La otra concepción arranca fundamentalmente del principio de un fin colectivo, justifica todos los medios, y no solamente permite sino incluso exige que el individuo esté absolutamente subordinado y sacrificado a la comunidad..."
(Arthur Koestler, El cero y el infinito.)Nótese: "No hay más que dos concepciones..." Exacto. Sólo hay dos posibilidades. O la vida es sagrada (hemos sido creados por Dios) o la vida no es sagrada. No hay una ética racional que pueda prescindir de Dios, o reducirlo a un postulado, como hace Kant, y al mismo tiempo establecer como verdad apodíctica la dignidad del hombre. Se pongan como se pongan nuestros tratadistas de ética de la agnóstica Socioeuropa del aborto masivo, no la hay.
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