domingo, 27 de noviembre de 2011

El origen de las ideologías

Hay básicamente dos tipos de comentarios a un blog. Los que aportan algo y los que sencillamente ignoran lo que has escrito. Los del segundo tipo pueden subdividirse en varios subtipos: Los que pretenden replicar algo que tú no has dicho; los que replican una frase o un párrafo aislados que tú has escrito, pero pasando por alto precisamente el pasaje donde ya te anticipabas a su réplica (estos son especialmente fastidiosos); los que sencillamente niegan tu tesis, pero sin molestarse en argumentar la suya; los que se limitan a aprobar lo que tú has escrito, trayendo a colación, como mucho, algún otro ejemplo... Etc. Por supuesto, agradezco todos los comentarios (salvo los insultantes), tanto los discrepantes como los favorables. Pero se comprenderá que mis favoritos son los del primer tipo: Los que aportan algo nuevo, o revelan algún cabo suelto de mi argumentación, ya sea para reforzarla o para criticarla.

A esta categoría pertenece el comentario que Caribbeanomics hace en mi anterior entrada. En ella yo defiendo una concepción del conservadurismo como lo opuesto a toda ideología. Y defino ideología como aquel sistema de pensamiento que pretende transformar la realidad a partir de unos principios aplicados con implacable coherencia. Esta concepción, por supuesto, no es mía, se puede hallar en autores como Russell Kirk (Qué significa ser conservador, Ciudadela, 2009) y otros. Reproduzco la réplica de Caribbeanomics:

Hola:

Con tu definición de "Conservadores" como carentes de ideología y defensores de "lo conseguido" (seguro estoy simplificando demasiado, pero creo que ha habido mucha "ideología" detrás de alguno de los logros que consideras merecedores de defensa) me planteo donde hubiera estado un conservador en 1812 [luego corrige: 1823] ¿en Cádiz o con los cien mil hijos de San Luis?

Puesto que si es lo segundo, no se si izquierdas, pero algo distinto y CON ideología siempre ha sido y será necesario.

El comentarista tiene razón cuando implícitamente señala que quien se llamase conservador en 1823, o en 1812, no defendía el parlamentarismo, ni la separación entre Estado e Iglesia, ni la igualdad ante la ley. Pero es que en mi definición de conservador entra tanto un liberal como un absolutista de 1812. Los redactores de la Pepa no eran ideólogos en el sentido que antes he precisado, no pretendían transformar la realidad. Eran patriotas imbuidos de una idea de la dignidad del individuo, que consideraban incompatible con el régimen absolutista. Su "ideología", si queremos llamarla así, no era en el fondo distinta de la de Cicerón o Tácito. Defender la libertad es exactamente lo contrario de cualquier proyecto de ingeniería social, de emancipación radical como los que defiende la izquierda desde un determinado momento de mediados del siglo XIX. (En 1848 Marx y Engels publican el Manifiesto Comunista.)

Una de las falacias del progresismo es que los cambios se producen gracias a ellos. Si ahora tenemos sufragio universal, mujeres arquitectos o vacaciones pagadas, es gracias a los liberales, a las feministas, a los sindicatos. Pero los liberales de principios del siglo XIX no eran progresistas, no querían cambiar el mundo, sino aplicar criterios de justicia que no tenían nada de novedoso, aunque acaso los menos cultos pudieran creerlo; la incorporación de la mujer a determinadas profesiones es más consecuencia de avances técnicos (desde la lavadora hasta los anticonceptivos) que de luchas políticas; y la legislación laboral actual es fruto del enorme crecimiento de la riqueza y la productividad, al cual los sindicatos han contribuido muy poco.

Con ello no niego el hecho histórico, sobradamente conocido, de que los izquierdistas actuales son hijos de los liberales decimonónicos. Pero también lo son los conservadores. Lo somos todos. Los absolutistas de 1812 y 1823 eran solo "conservadores" en el trivial sentido de que querían mantener el statu quo de su tiempo, y por eso se extinguieron, como se extinguen siempre todos los "conservadores" aferrados a su estrecha visión del presente, que implica mucho desconocimiento del pasado. El problema surge cuando algunos liberales, y también algunos conservadores y nacionalistas, empiezan a concebir ideologías, sistemas coherentes de pensamiento cuya finalidad es amoldar la realidad a sus deseos. Construir un puente no es transformar la realidad, en el sentido que aquí utilizo. Defender el parlamentarismo, o la abolición de la esclavitud, allí donde todavía no existe lo primero y sí lo segundo, tampoco. Los hombres siempre han visto la tiranía o la esclavitud como un mal. La prueba es que siempre que han podido, han matado a los tiranos y han liberado a los esclavos. Transformar la realidad es querer, por el contrario, oponerse al sentido común, tratar de reformar no un régimen, sino la propia naturaleza humana. Transformar la realidad es querer abolir la familia. Explícitamente, como los progresistas ingenuos del XIX y principios del XX, o sutilmente, jugando al despiste, como los Zapateros de nuestros días. Transformar la realidad es querer erradicar la propiedad privada, con métodos brutales, como los comunistas de 1917, o con métodos graduales y disimulados, como los socialdemócratas de hoy. Transformar la realidad es castigar a los niños en el colegio por jugar a juegos "sexistas"...

Quienes pretenden imponer su delirante ingeniería social siempre han jugado a mostrarse herederos de los liberales de antaño, como si defender el aborto fuera un paso más, equiparable a la abolición de la esclavitud. En realidad, son cosas diametralmente opuestas, pues quienes hoy defienden la dignidad del ser humano son precisamente los pro vida, no los abortistas. Y así podríamos decir de todo lo demás. Quienes hoy defienden la propiedad privada, son los herederos de los constitucionalistas de Cádiz. Los socialistas son algo posterior -y al mismo tiempo mucho más viejo. Les regalamos una fácil victoria cuando tragamos sin rechistar su historieta de la eterna lucha entre progresistas y reaccionarios, en la cual ellos siempre se sitúan del lado de los buenos, omitiendo el hecho de que los buenos defendían cosas frecuentemente opuestas a las que defienden ellos. Personalmente, no me planteo la ociosa cuestión de si en una vida anterior fui liberal o absolutista. Nunca he creído en la reencarnación.

sábado, 26 de noviembre de 2011

¿Para qué queremos ningún PSOE?

Estos días postelectorales algunos comentaristas políticos defienden que el PSOE debería entrar en un debate interno acerca de ideas, no meramente de personas. Debería hacer autocrítica y preguntarse -aconsejan- por qué ha tenido un resultado tan desastroso en las elecciones, a fin de ponerse a elaborar un discurso de izquierdas renovado. Esto lo dicen no solo, ni principalmente, opinadores de izquierdas, sino más bien los de derechas o liberales.

Todo esto son tonterías. Las ideas de izquierdas son las que son. Si son acertadas, no veo por qué deben renovarse, salvo en la manera de exponerlas. Si están equivocadas (como yo pienso), no entiendo por qué hay que tomar unas ideas distintas y etiquetarlas con la marca izquierda. Aconsejar a los progresistas que se renueven me parece o bien hipócrita o bien idiota. Me recuerda a cuando esa misma izquierda pretende darle lecciones a la Iglesia, para que se sitúe "a la altura de los tiempos". Es decir, para que reniegue de sí misma. Me recuerda también cuando el viejo Polanco, poco antes de morir, clamaba por que en España existiera una derecha democrática y modelna...

Discrepo del tópico tan extendido según el cual la gente debería votar a unas ideas, y no a un candidato. En realidad, esto ya sucede; lo deseable sería lo contrario. La mayoría de la gente no vota al candidato que habla mejor, o que es más guapo, sino que ve más guapo y le parece que habla mejor el candidato que encarna mejor sus ideas. Ahora bien, las ideologías (entendidas como sistemas filosóficos que tratan de amoldar la realidad a sus principios; y si no, peor para la realidad) son de lo peor. Por culpa de las ideologías se ha asesinado de millón en millón, se aplican políticas económicas suicidas, se destruyen irresponsablemente instituciones y se desprecia la experiencia acumulada de siglos. De la lucha entre ideologías que pretenden redimir a la humanidad, siempre han salido perdiendo los seres humanos de carne y hueso.

"Pero todo el mundo tiene una ideología". Falso. No todo el mundo trata de transformar la sociedad a partir de dos o tres axiomas pueriles, aplicados de manera consecuente. En el sentido decisivo, el conservadurismo no es ninguna ideología, sino todo lo contrario, el recelo hacia toda ideología que ofrece soluciones definitivas, sean comunistas, fascistas o islamistas. Lo que caracteriza una ideología es que plantea un término de llegada, un futuro en el cual por fin se habrán resuelto los injusticias, se habrán emancipado los trabajadores, las mujeres, los arios o los musulmanes. En cambio, el conservador tiene metas mucho menos ambiciosas. Aspira solo a que no perdamos lo que hemos conseguido en siglos, incluso en milenios. A que la civilización, con todos sus delicados equilibrios, perdure; a pesar de sus contradicciones, de sus imperfecciones. El conservador cree una locura pretender reorganizarlo todo, porque ello supone destruir o deteriorar lo que ha funcionado razonablemente bien (sea la familia, el mercado o los códigos morales) y sustituirlo por algo que no deja de ser una entelequia.

No necesitamos partidos de izquierdas para nada. Los partidos deberían rivalizar en propuestas concretas y, sobre todo, en personas. Al igual que intentamos elegir a los mejores profesionales y empresas en cualquier ámbito, lo mismo debería poder hacerse en la política. Los partido políticos ficharían a los mejores políticos como los clubes de fútbol hacen con los futbolistas, no porque encarnen una determinada ideología, sino porque juegan bien al fútbol. Y los ciudadanos votarían como gobernantes a quienes creyeran los más capacitados, no en función de prismas ideológicos sectarios.

Por supuesto, soy consciente de que esto no va a ocurrir. Las ideologías existen, y no parece que vayan a desaparecer, por desgracia. Por tanto, es inevitable que existan partidos de izquierdas y de derechas. Pero por favor, no digamos que es bueno que haya una izquierda moderna, española, moderada o qué sé yo. No digamos que es bueno que haya enfermedades modernas, españolas o moderadas porque hay gente que prefiere estar enferma a estar sana. Digamos que es inevitable que el error exista, y que hay que respetar a las personas que piensan diferente de mí. A las personas; no a sus ideas, por moderadamente estúpidas que sean.

martes, 22 de noviembre de 2011

Qué mal perder

El dibujante Toni Batllori nos deleita con una viñeta en La Vanguardia en la que aparecen, de izquierda a derecha, los siguientes personajes pertrechados con una tabla de surf: Un cabeza rapada con botas militares y la bandera de España pintada en la tabla. Un cura con sotana. Un ricachón con sombrero de copa y puro. Un señor en camiseta con el lema "Sí a la vida". Y José María Aznar en bañador. "¡Qué viene la ola!", exclama alguien. Supongo que a todos aquellos a quienes no les ha gustado la victoria del PP en las elecciones les parecerá muy ocurrente. Al PP lo han votado casi once millones de españoles. Pero para los que no simpatizan con él, siempre será el partido de los fachas, los curas y los ricos.

Al tratar de criticar algo tan zafio, tan burdo, tan chapucero, uno no sabe por dónde empezar. Todo chirría. Concedamos que las sotanas y los sombreros de copa realizan una función icónica, como el reloj de arena de Windows, o la vaca de las señales de tráfico. Pero quizás sería hora de que el imaginario de izquierdas, tan avanzado como pretende ser, se remozara un poco. ¡¿Quién ha visto últimamente alguna sotana?! Si ya es difícil ver a curas con alzacuello... Por no hablar de levitas y chisteras. Pero lo que ya es sencillamente anacrónico es que se siga asociando la bandera española con la ultraderecha, o a esta con el PP. Por lo demás, si lo que Batllori pretende es ridiculizar, caricaturizar a unos determinados tipos humanos, es evidente que con el pro vida fracasa completamente. No se le ocurre otra cosa que identificarlo con un eslogan. Porque claro, a favor de la vida está todo tipo de gente, religiosos y no religiosos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, científicos y profanos. Excepto Toni Batllori, es de suponer. ¿Cómo se va a mezclar un artista tan sublime con lo más casposo de la sociedad?

Eso sí, quien no podía faltar es el expresidente del bigote. Está el país al borde la quiebra, con cinco millones de parados, con los pro etarras en el parlamento, tras la nefasta gestión del peor presidente de las últimas décadas. Y los dibujantes progres aseguran tener pesadillas todavía con Aznar.

Ser progre es así de fácil. Uno está contra los fachas, los curas y los ricos, y ya está. Y si hay once millones de ciudadanos que opinan que los problemas de este país no son precisamente los cuatro fachas mal contados que hay, ni mucho menos los curas o los ricos, es que se trata de once millones de... fachas. ¿Lógica? ¿Quién necesita la lógica? Los progres no. Y menos cuando están rabiosos porque han perdido.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Ahora o nunca

El Partido Popular ha crecido aproximadamente un 4 % en número de votantes, mientras que el PSOE ha perdido cerca del 40 %. [*] Esto es lo que ha pasado, que los socialistas se han desplomado. Es evidente que los millones de votos que ha perdido el PSOE no han ido a parar al PP, sino a la abstención o a otros partidos. Y es lógico que así suceda. Existe un fuerte componente ideológico en el voto, por lo que los dos principales partidos españoles tienen su suelo y su techo electorales, y es difícil que se registren trasvases relevantes entre ellos, en ninguno de los dos sentidos. En las cuestiones de fondo, la opinión pública no cambia en cuestión de cuatro años. Sin embargo, sí se pueden producir cambios considerables de mentalidad en períodos de tiempo más largos. Esto es lo que ha ocurrido en la Comunidad de Madrid, donde la derecha liberal no ha hecho más que afianzarse con el tiempo.

La prioridad del Partido Popular es ahora capear la tormenta. Pero para conseguirlo, tendrá que seguir el modelo de Madrid, aunque tampoco eso sea suficiente. Es un imperativo y al mismo tiempo una oportunidad inmejorable, máxime ahora que va a gobernar no solo en el conjunto de España, sino en la mayoría de comunidades autónomas y municipios. No es una cuestión que dependa exclusivamente, ni mucho menos, de los gobernantes, pero es evidente que con su acción estos pueden contribuir a que aflore una manera de pensar menos estatalista, a que se consolide una sociedad más independiente del subsidio y el dirigismo cultural, más emprendedora, con mayor iniciativa y una base moral más firme frente a la arbitrariedad del poder. Es algo que va mucho más allá del aspecto económico, tiene que ver con la voluntad de la gente de asumir el control de sus propias vidas, de tener más hijos, de concebir proyectos que vayan más allá del hedonismo nihilista de cortos vuelos.

La crisis económica nos ha colocado de manera dramática en la situación de que no podemos ya elegir. Ya no podemos permitirnos las veleidades izquierdistas, los experimentos de ingeniería social ni los dispendios del pasado. Ya no podemos seguir huyendo hacia adelante, en una estúpida carrera por ser cada día más modernos, sin preguntarnos en qué consiste ser moderno y si es algo mejor que no serlo. O cambiamos de mentalidad o nos vamos al cuerno. Es ahora o nunca.
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* Con el 100 % escrutado, el PP sube un 5,8 % y el PSOE baja un 38 %.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Mis razones para votar al PP

Primera. El voto útil. Solo una mayoría absoluta del PP garantiza que saquemos al PSOE del gobierno. Es evidente, para cualquiera que no esté dominado por un profundo sectarismo, que el partido gobernante ha sido desastroso para España. No solo esto, basta con escuchar al candidato socialista, por si alguien abrigara una mínima duda, para constatar que un nuevo gobierno del PSOE se empeñaría en repetir los mismos errores, consustanciales a su ideología. En el debate televisado con Mariano Rajoy, Rubalcaba no hizo más que reafirmar que su máxima preocupación no es que este país vuelva a crear riqueza, sino en mantener mediante mayores exacciones fiscales el gasto sanitario y los subsidios de desempleo. Es decir, en anclarnos en la pobreza eternamente temerosa y dependiente de las ayudas de la administración. Peor aún, mientras el candidato del Partido Popular desgranaba sus propuestas de apoyo a los empresarios, que son a fin de cuentas los únicos que pueden crear empleo productivo, el socialista se enrocaba en la defensa de los convenios colectivos incluso para las pequeñas empresas. De lo contrario, aseguraba, en una empresa de cuatro trabajadores, estos no tienen ninguna protección frente al empresario. ¡Poco le faltó para afirmar que un emprendedor que da trabajo a cuatro empleados es un individuo sospechoso!

Segunda. El voto ideológico. El PP está realizando una campaña claramente orientada al voto útil. Rajoy no hace más que insistir que aquí no se dirime una cuestión de ideologías, sino si queremos continuar como ahora o que haya un cambio. Tiene parte de razón, en el sentido de que el votante típico del PP no es una persona con ideología. El conservadurismo, en su acepción positiva, no es una ideología. El conservador es una persona que cree en el valor de la tradición, de los valores morales, del sentido común y de la experiencia. Por tanto está en contra de todo sistema ideológico, entendido como la pretensión de transformar la realidad partiendo consecuentemente de una serie de principios filosóficos. De ahí que un conservador, instintivamente, sea también un liberal, receloso del Estado como promotor de políticas de ingeniería social. Y que sea también un demócrata, receloso de las élites intelectuales o seudointelectuales que a menudo pretenden avergonzar a la gente corriente por su manera de pensar. No hay nada más democrático que el sentido común, expresión que tanto gusta de utilizar Mariano Rajoy.

Al PP se le critica con frecuencia (también yo lo he hecho) por su ambigüedad ideológica, por su evanescencia centrista. No es una crítica injustificada, desde luego, pero sí creo que quienes la hacemos hemos pecado a menudo de una cierta miopía. Nos hemos centrado excesivamente en lo que dice, o deja de decir Rajoy o cualquier otro dirigente del Partido Popular. Los contrarios al aborto, por ejemplo, porque no es lo suficientemente contundente. Lo mismo quienes abogan por la derrota policial y judicial del terrorismo, quienes son contrarios al mantenimiento del ruinoso Estado del Bienestar, etc. Ahora bien, ¿qué partido con posibilidades de gobernar hay en España en el que se puedan sentir absolutamente cómodas las posiciones antiabortistas, contra la negociación con ETA, a favor de la sociedad civil y de menos Estado, todo ello a la vez? La respuesta para mí es perogrullesca.

Tercera. Razones personales. Conozco al cabeza de lista por mi circunscripción electoral, Alejandro Fernández, que vive en el mismo barrio tarraconense que yo, un conglomerado de numerosos edificios de entre cinco y doce plantas, integrado por gente trabajadora de clase media-baja y media-media, con su buena cuota de inmigrantes rumanos y magrebíes... Hace unas semanas le saludé junto al cajero automático de la esquina de mi bloque y vi que todavía tiene el mismo Peugeot 406 de hace cuatro o cinco años, por lo menos, si es que eso es indicativo de algo. (Bueno, yo tengo el mismo Peugeot 306 de hace ocho años, si es que eso es indicativo de algo. Supongo que no.) Nos conocimos, tras un breve diálogo en su blog, en la presentación de un libro de Juan Carlos Girauta, La eclosión liberal. A través de Alejandro conocí también a Alberto Acereda, profesor de literatura nacionalizado estadounidense, gracias al cual publiqué artículos en algunos medios, incluido Libertad Digital. Nunca me ha sugerido que me apunte al PP (no creo que el partido ande precisamente falto de militantes), ni a mí se me ha pasado por la cabeza nunca tener ningún carnet. Pero el hecho de que en el PP haya personas como Alejandro (buena gente, inteligente, y de una apabullante normalidad) no hace más que convertir en un impulso natural un voto que nace de mucha reflexión previa.

Cuarta. El 11-M. En cierto modo tengo una espina clavada. No voté nunca a Aznar, a pesar de que me alegré de sus dos victorias electorales, en 1996 y en el 2000. Al igual que muchos ahora, que más o menos íntimamente desean y confían en la victoria del PP, pero por mojigaterías de diversa índole prefieren votar a otros partidos, sea UPyD, el Foro de Álvarez-Cascos, o al nacionalismo moderado, yo votaba a otros partidos hasta que por vez primera lo hice por el PP. Fue un 14 de marzo de 2004, día de infausto recuerdo en la historia de España, casi tanto como aquel jueves 11 de marzo en que la democracia (que es en esencia un cambio de gobierno incruento) perdió su sentido en esta nación. La vil y degenerada reacción de tanta gente manipuladora y manipulada, que tras el asesinato de 191 ciudadanos no se les ocurrió otra cosa que cargar contra el gobierno, que llamar asesino a Aznar e intentar linchar a dos miembros de su gabinete en una manifestación en Barcelona, me llevaron a votar a Rajoy en 2004, y a repetir luego mi voto en 2008. Tras la segunda derrota electoral del PP, a los pocos minutos de conocerse los resultados, escribí manifestando mi deseo de que Rajoy dejara paso a otros, por ejemplo a Esperanza Aguirre. Sin embargo, ahora volveré por tercera vez a votarlo, porque es lo que tenemos, y esta vez por fin parece que lo va a conseguir. No le doy ningún cheque en blanco, pero sí una oportunidad. Nada desearía más que tenerlo que votar de nuevo dentro de otros cuatro años, porque será la señal de que España ha salido razonablemente bien parada de la tormenta. Con esa esperanza le votaré mañana.

domingo, 13 de noviembre de 2011

La ideología del por qué no

Si tuviéramos que resumir en pocas palabras la esencia de la mentalidad progresista o avanzada, podrían valer las siguientes: El progresista es una persona que no se limita a preguntarse el porqué de las cosas, suponiendo que siquiera se moleste en ello, sino que atisba otras posibilidades y se pregunta: ¿Por qué no? Su ventaja sobre el conservador, dialécticamente, es que se trata de un tipo de pregunta muy sencilla, aparentemente inocente, pero para cuya respuesta no suele bastar con la mera lógica, sino con la experiencia acumulada de siglos, quizás milenios. Algo complicado de compendiar en una frase más o menos brillante. Por eso, con frecuencia parece que el conservador rehúye la controversia de fondo, o que se refugia en el oscurantismo. Aunque es cierto que existe una derecha política acomplejada ante la hegemonía cultural de la izquierda, nos quedamos en lo superficial si lo atribuimos exclusivamente a la incompetencia de unos políticos solo preocupados por la mercadotecnia electoral. Por principio, no es nada fácil sostener una posición determinada frente a quien traslada a esta la carga de la prueba. Es mucho más cómodo imaginar que entender, hacer preguntas que responderlas. Lo fácil es remitirse al futuro, que no está escrito, y por tanto podemos recrear a nuestro gusto; conocer el pasado –incluso el mero presente– y aprender de él, eso es otro cantar. Requiere mayor esfuerzo intelectual ser conservador que progresista.

El progresista pregunta, con supuesto candor: ¿Por qué no podemos aumentar los impuestos a los ricos para reducir la pobreza? O bien: ¿Por qué no puede alguien casarse con quien quiera –supongamos una persona de su mismo sexo? El conservador no puede responder a esto con solo tres o cuatro palabras, precisamente porque se trata de preguntas cuya respuesta implica la naturaleza esencial de las cosas, es decir, lo más difícil de expresar. Como señaló G. K. Chesterton, “no hay ningún filósofo escéptico capaz de hacer preguntas que no pueda formular igualmente un chiquillo.” Nuestra época moderna, probablemente desde Descartes, ha atribuído un mérito exagerado a cuestionarse las cosas más obvias. Ha formulado como si fuera un triunfo del intelecto las preguntas más chocantes, cuando en realidad cualquier niño se las hace en una determinada etapa de su aprendizaje vital, para regocijo de sus padres. En cambio, en sus respuestas la modernidad ha dejado mucho que desear, como si una vez formulada la pregunta, cualquier contestación ocurrente mereciera la máxima consideración. Y el progresismo se convirtió ya muy pronto, desde principios del siglo XX, si no antes, en una loca carrera de metas cada vez más disparatadas, con tal de ponerlo todo en cuestión. “Di algo, por idiota que sea, y te habrás anticipado a tu época”, observó el citado Chesterton ya en 1909.

Existe con todo una manera de parar el golpe dialéctico del progresista. Y es plantear un por qué no todavía más radical. Podemos inquirir: ¿Por qué no confiscar todos los bienes a los ricos? O ¿Por qué no puede casarse un padre con su hija? Por supuesto, existen precedentes de autores que han propuesto con total seriedad cosas semejantes, e incluso que las han puesto en práctica. La réplica del progresista puede consistir en aceptar el reto y sumarse a estas propuestas descabelladas, en cuyo caso, se desacreditará a ojos de la mayoría por sí solo. Se convertirá por sí mismo en la ilustración más esclarecedora de la locura inherente a querer llevar cualquier principio, por muy válido que sea, hasta las últimas consecuencias, más allá de todo límite razonable. Sin embargo, más probable es, hoy en día, que el progresista rechace esta vía, y se revista de un carácter moderado, que le impide llegar a tales extremos. Que descalifique al conservador como una persona de imaginación calenturienta, que ve asaltos al Palacio de Invierno donde solo hay una inocente ansia de justicia, o incestos y perversiones de toda índole donde solo hay un deseo de libertad. Pero es en este momento donde el progresista muestra toda su debilidad. O bien es consecuente hasta el final, o bien no lo es, siendo esto último de lo que acostumbra a acusar al conservador. Y tiene su parte de razón. El conservador no es consecuente hasta el final, porque la vida no puede reducirse a mera lógica. Existen toda una serie de supuestos, de hechos dados que en sí mismos no son “lógicos”, pero sin los cuales no podríamos hacer una descripción reconocible del mundo real. No es lógico que existan dos sexos. No es lógica la propiedad privada. Sin embargo, antes de suprimir las diferencias sexuales o económicas, convendría estar muy seguros de las consecuencias. El progresista, aunque lo crea, no lo está más que ninguno de nosotros, no es un ser investido de una sabiduría superior. Simplemente, confía en que la posteridad le dará la razón, que lo señalará como un “adelantado a su época”. Su criterio de la verdad se reduce a esperar a que se mueran quienes discrepan de él. Lo cual es una forma de decir que le importa muy poco la verdad.

La verdad, por definición, es inmutable, es algo válido para todos los tiempos. El progresista lúcido no puede creer en algo así, necesariamente debe pensar que todo puede cambiar, que nada es para siempre. Hoy vemos (todavía) como algo natural que los padres críen a los hijos. Dentro de unos siglos, como imaginó Aldous Huxley en su distopía Un mundo feliz, eso podría parecer un atraso propio de épocas prehistóricas, en las que la reproducción y crianza humanas todavía no habían sido estatalizadas. Un progresista consecuente no puede rechazar esta posibilidad, salvo para disimular sus verdaderas intenciones, sus secretos anhelos. El conservador cree en unos valores eternos, pese a que no esté muy seguro de reconocerlos en toda su pureza. Cree, a diferencia de Nietzsche y de la posmodernidad, que la verdad existe, que cualquier sistema social no será válido solo porque llegue a triunfar en un futuro. Un conservador no necesita creer que la historia está de su parte, le basta con creer que tiene la razón, aunque sea una causa perdida. En cambio, un progresista que lea la novela de Huxley, si es sincero consigo mismo, tendrá que decirse a cada momento lo que la Serpiente bíblica le susurró a Eva en una olvidable (y olvidada) obra de teatro de George Bernard Shaw:

Tú ves cosas; y dices '¿Por qué?' Pero yo sueño cosas que nunca han existido; y digo '¿Por qué no?'

sábado, 5 de noviembre de 2011

A favor del conservadurismo

En el debate político e ideológico, las palabras con frecuencia sirven más para confundir que para aclararnos. Cuando una persona de izquierdas pronuncia el vocablo derecha, está pensando en algo distinto de lo que entienden las propias personas de derechas. Y viceversa. De ahí que en realidad casi nunca se produce un verdadero diálogo; lo que hay son monólogos impermeables, diálogos de sordos, cuando no de besugos.

Algo parecido ocurre incluso en las discusiones de familia, por así decir, entre liberales y conservadores. Hay liberales, o conservadores, que pretenden demostrarnos que en realidad ambas expresiones no aluden más que al mismo objeto, o a aspectos complementarios del mismo objeto. En cambio, otros liberales, así como algunos conservadores, se esfuerzan en señalar un foso infranqueable entre ambos, enviándose mutuamente a compartir el infierno con el adversario socialista o progresista.

En realidad, las dos tesis tienen su parte de verdad; lo que ocurre es que, una vez más, se utilizan las mismas palabras para referirse a cosas distintas. Lo cual solo genera confusión. Liberal significa cosas distintas según quien lo diga, e incluso a menudo cuando lo dice la misma persona en contextos diferentes; y lo mismo pasa con conservador. Lo importante es distinguir entre lo que son estériles debates nominales y lo que son disputas filosóficas genuinas, para no malgastar energías.

Estoy de acuerdo con Santiago Navajas cuando, citando a Vargas Llosa, enuncia que uno de los rasgos definitorios del liberalismo, si queremos atenernos al uso común, es el espíritu de tolerancia, es decir, si se me permite citar a otro autor menos de moda, “estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo” (Gregorio Marañón). Sería imposible definir como liberal a quien negara esto. Pero para ello, es preciso partir de unas determinadas convicciones, porque a fin de practicar la noble virtud de entenderme con quien piensa diferente, primero es necesario que yo piense algo, que crea en algo. La tolerancia no es indiferencia ni relativismo, no consiste en afirmar que todo es verdad o que nada lo es. Todo lo contrario, la tolerancia solo puede arraigar allí donde existen dogmas incompatibles, si se me permite la paradoja. O como diría un consumado maestro de la paradoja:

“Yo estoy muy dispuesto a respetar la fe de otro hombre; pero es demasiado pedir que respete sus dudas, sus mundanos titubeos y sus ficciones, sus regateos políticos y sus farsas.” (G. K. Chesterton.)

Precisamente por ello, discrepo rotundamente de Santiago cuando afirma que “cuantas menos restricciones morales, más grados de libertad política”. ¡Es exactamente al revés! Solo gracias a que existen restricciones morales, es posible reducir la coacción política. De ahí que la aparente contradicción entre la permisividad moral de la izquierda y su pasión estatalista no sea tal, sino que se trate de las dos caras de una misma moneda. Cuando el gobierno permite que las niñas de dieciséis años aborten sin conocimiento de los padres, no está aumentando la libertad de que dispone la sociedad, ni siquiera las de esas niñas, que ya antes podían hacer lo mismo, aunque sin la colaboración del contribuyente. Aparte de socavar el derecho a la vida, el gobierno está entrometiéndose brutalmente en el ámbito privado de la familia, está laminando la autoridad paterna para dejar sin rival, sin contrapeso alguno a la autoridad estatal. Y de manera general, al relativizar, desacreditar y poner en entredicho las normas morales de los gobernados, de manera directa los gobernantes están escapando ellos mismos a toda norma. La única norma es su propia arbitariedad.

Santiago acusa a los conservadores, generalizando con forzada simetría, del mismo error que la izquierda. Si esta pretende imponer la utopía, análogamente los conservadores aspiran a restaurar un pasado mítico, una edad dorada tan quimérica como las elucubraciones futuristas de fabianos, anarquistas o marxistas. Si los socialistas hablan de “democracia popular”, los conservadores hablan de “democracia orgánica”... Pero en realidad, Santiago hace trampa, porque la nostalgia de una edad mítica o una comunidad primigenia es lo que define al fascista o al islamista, no a un conservador occidental típico. Defender la moral judeocristiana no es pretender regresar a nada, es simplemente tratar de preservar los cimientos que hacen posible nuestra civilización. Que debemos respetar a las personas que no tienen la mismas creencias, es indudablemente la gran aportación del liberalismo al pensamiento moderno. Pero esa aportación procede en gran medida del propio cristianismo y su doctrina de un Dios piadoso, que no se olvida ni siquiera de los pecadores. Lo cual es algo por completo distinto de negar que exista el pecado.

Así pues, tenemos que el liberalismo es tolerancia, pero esta palabra hoy en día se malentiende sistemáticamente, confundiéndola con relativismo. La tolerancia implica partir de unas convicciones, de unos dogmas, de lo contrario es otra cosa, es indiferencia, simple pasotismo. El liberalismo, por tanto, no puede reducirse solo a la tolerancia, debe tener algún contenido adicional, un núcleo de convicciones a partir del cual puede precisamente ejercer esa virtud de tolerar a quienes no las comparten. Antes citaba a Marañón, pero la cita no era completa. Decía el eminente médico que además de entenderse con el que piensa distinto, ser liberal es en esencia una segunda cosa:

“...no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin.” (Ensayos liberales.)

Que el fin no justifica los medios no equivale meramente, como superficialmente se suele creer, a una más o menos estrecha actitud legalista y garantista. La discusión sobre qué medios son moralmente adecuados para obtener un fin determinado jamás podrá zanjarse mediante un enunciado genérico. ¿La prevención de atentados justifica las torturas a miembros de Al-Qaeda? La respuesta puede depender, claro, de qué tipo de torturas hablamos, pero en todo caso, sería inútil pretender que solo hay una posible respuesta liberal. Algunos liberales dirán que no, otros que sí.

Más allá de sus aplicaciones concretas, necesariamente imperfectas y discutibles, el principio de que el fin no justifica los medios significa la negación rotunda y explícita del utilitarismo. Y por tanto, la afirmación de que existe un orden moral previo a la razón, la cual no es otra cosa que la facultad de planear la acción de acuerdo a determinados fines. Solo si admitimos que existen unos derechos inalienables del ser humano, previos a cualquier consideración racionalista, podemos poner límites a las pretensiones de la ingeniería social de la izquierda. Solo aceptando la existencia de un orden natural podemos distinguir radicalmente al liberalismo de la izquierda, más allá de una disputa sobre métodos. Y ese es precisamente el componente inequívocamente conservador. Si la tolerancia está en el código genético del liberalismo, la postulación de unos fines últimos, más allá de las convenciones humanas, es lo que caracteriza al talante conservador. El izquierdista cree que hay que solucionar los males sociales, e incluso los que no son males en absoluto, como sea. El conservador no cree en soluciones finales, no está dispuesto a lo que sea con tal de terminar con la pobreza, las injusticias o lo que algunos iluminados juzgan como tales. Recela de las ideologías de todo signo porque cree que hay límites a lo que los seres humanos pueden legítimamente hacer, por muy buenas que sean sus intenciones declaradas. Cree en unas normas que nos son dadas inapelablemente, no que nos damos a nosotros mismos. La libertad conservadora lo es frente a los hombres, no frente a Dios o la moral.

Liberalismo y conservadurismo tienen orígenes diferenciados, pero felizmente pueden confluir. Que al resultado lo llamemos liberalismo, conservatismo, o liberal-conservadurismo, es asunto relativamente menor, que puede decidirse en función del contexto. Pero me atrevo a sugerir que quizá el término más englobador sea el de conservadurismo. ¿Por qué? Pues porque no deja de ser consecuente con el ánimo más desengañadamente conservador pensar que, del mismo modo que no existe la solución definitiva de todos los males, reales o supuestos, tampoco se impondrá nunca, definitivamente, de una vez por todas, la verdad. La tolerancia significa reconocer que la verdad y la mentira coexistirán hasta el final de los tiempos, que nunca amanecerá una era de unanimidad universal, al contrario de lo que izquierdistas, fascistas, islamistas y herejes varios han imaginado en todo tiempo y lugar. Curiosamente, también fue ese un error de la Ilustración (sin que ello implique negar sus aspectos enormemente valiosos), pensar que podía advenir una edad adulta de la humanidad, que supusiera un corte radical con el pasado. El conservador, no hace falta decirlo, no cree que exista ese corte, ni menos aún espera que se produzca.

martes, 1 de noviembre de 2011

Se acabó la fiesta

Hace tiempo que Salvador Sostres viene publicando artículos en los que desarrolla su opinión sobre la crisis, que en el fondo es de carácter moral. Hay una generación que se ha creído que se puede vivir muy bien sin dar golpe, o trabajando muy poco y mal; indefinidamente. Una generación que se ha creído que el bienestar es un "derecho" y que llama a las comodidades materiales "conquistas sociales". Pues bien, esto -nos dice Sostres- con la crisis se ha acabado, aunque muchos todavía sigan sin darse cuenta. Hablan con afectada preocupación de la crisis, pero siguen saliendo de puente. Continúan llenando las zonas de ocio de masas, continúan luciendo sus piercings, tatuajes e indumentarias de macarras y de fulanas en las aglomeraciones, como si su existencia no estuviera enfocada a otra cosa que la diversión, fastidiosamente interrumpida por tediosos intermedios laborales. Todavía no han despertado del sueño socialdemócrata.

Sostres lanza la verdad a la cara a toda esta gente, suponiendo -lo que es mucho suponer- que esta gente lea periódicos o blogs de opinión. Les dice que la sopa boba se ha terminado, que las comodidades materiales de las cuales han disfrutado hasta ahora, como si fueran derechos inalienables, no han caído del cielo, son fruto del trabajo de sus padres, que se incorporaron al mercado laboral con doce o trece años, que practicaron el pluriempleo, que trabajaron 40, 50, 60 horas a la semana, que estudiaron abrigándose por las noches sin calefacción y no compraron la primera vivienda o el primer coche hasta que no hubieron ahorrado lo suficiente, tras años de trabajar duramente.

Sin duda, el fruto de este trabajo de las generaciones anteriores ha sido un aumento de la productividad, que nos permite tener una mayor nivel de vida, trabajando menos horas. El bienestar no ha sido la graciosa concesión de los políticos ni un logro de los sindicatos. Ha brotado del sudor, del esfuerzo y el hacer bien las cosas de mucha gente. Y la riqueza generada se puede dilapidar muy fácilmente si perdemos por completo la ética del trabajo, el sentido de la responsabilidad, la noción de que hemos venido a esta vida para algo más que divertirnos y ser felices. Sabemos que no es popular ni políticamente correcto decir esto, insinuar que puede haber un sentido trascendente de la existencia, que vaya más allá de la búsqueda del placer y el bienestar. Pero sin este sentido, al final no tendremos ni la trascendencia, ni la felicidad. Ni siquiera el bienestar material.

Otros textos de Sostres sobre el tema, aparte del enlazado arriba, son los siguientes:

Se pondrán a trabajar
Esta crisis me gusta
Los puentes y la salida del túnel
Hay que reivindicar el infierno
Carta a un indignado