El teólogo díscolo Hans Küng, poco antes de la elección del papa Francisco, publicaba un artículo en The New York Times titulado ¿Una primavera vaticana? Allí incidía en sus habituales críticas a la ausencia de democracia en la Iglesia, y a su "línea oficial reaccionaria", contraria al sentir de la abrumadora mayoría de católicos. Los cuales, según una encuesta realizada en Alemania, están a favor de que los sacerdotes se puedan casar, se ordenen también mujeres y los divorciados puedan volver a casarse por la Iglesia.
En el mismo blog donde se ofrece el texto traducido de Küng, el autor (un excura que firma Gavi) ha publicado luego su propia carta al papa Francisco, en la cual expresa su visión subjetiva de una Iglesia que "abra sus puertas a la mujer en los órganos de decisión, de reflexión, a los homosexuales que no entienden una vida sin amar y sin sentir con todo lo que son, a los divorciados que simplemente quisieron salir de una situación donde ya no brotaba la salvación de Dios sino la destrucción de su proyecto de amor."
Asimismo, Gavi considera que el celibato "en gran medida crea sufrimientos de todo tipo, clandestinidad, frustración..." Y añade, algo contradictoriamente: "Y que conste que creo en el celibato y en la castidad como don de Dios reservado a unos cuantos."
Nunca me han conmovido estas actitudes sentimentalmente empalagosas, ni cuando era agnóstico, ni ahora que he recobrado la fe católica. A nadie, que yo sepa, se le obliga a ser católico, y menos aún a ser cura. Grosso modo, el 99 % de los católicos somos laicos; posiblemente la mayoría de ellos, estamos casados. Que entre el 1 % de católicos célibes haya algunos que se arrepienten de su decisión, o no son consecuentes con ella, es una cosa humanamente comprensible, que ha ocurrido siempre y ocurrirá siempre. ¿Debe por eso revisarse la institución del celibato sacerdotal?
Existe una razón bastante evidente para el celibato: Al no tener mujer e hijos, el sacerdote puede consagrar su vida entera a la oración y al servicio a Dios, reduciendo una parte considerable de sus ocupaciones y preocupaciones mundanas. ¿Es imprescindible? No diría tanto. Pero sí creo que es un buen criterio, entre otros, para seleccionar a los mejores sacerdotes posibles. Al que no le guste, que elija otra profesión -u otra confesión.
Las mujeres católicas, cierto, no tienen acceso a ese reducido club del 0,05 % de católicos (datos de la Conferencia Episcopal) con funciones sacerdotales. No veo que eso implique ningún sometimiento de las mujeres en la Iglesia, ni que eso las excluya de participar activamente en los actos litúrgicos, como es patente para cualquiera que asista a ellos de vez en cuando. Quizá no es tanto que haya alguna razón definitiva contra la existencia de sacerdotisas, como que no hay nada intrínsecamente injusto en que no las haya. ¿Fue Dios machista por encarnarse en Jesús, un varón? Salvo que concediéramos semejante idiotez, parece una tradición sensatamente piadosa la que restringe a los hombres la administración de la eucaristía, instituida por Cristo en la Última Cena.
Si empezamos a cuestionar la tradición ¿dónde está el límite? Desde luego, no en la admisión del divorcio ni en la práctica de la homosexualidad. Si el matrimonio católico deja de ser la unión indisoluble entre hombre y mujer, como defendió clara y rotundamente Jesucristo, ¿qué tendrá de católico y qué tendrá de matrimonio? Quien quiera divorciarse puede legalmente hacerlo, en la mayoría de países católicos. Que además pretenda que la Iglesia bendiga su nueva unión, me parece sencillamente tener mucho descaro, una forma de catolicismo a la carta que toma lo que le conviene y rechaza lo que le incomoda. ¿Con qué autoridad, entonces, podrá oponerse la Iglesia al aborto? Porque sin duda habrá también "católicos" que lo vean justificado. ¿Por qué habría de aceptar la Iglesia "modernizarse" en algunas cosas y en otras no? Repitámoslo: ¿Cómo sabremos dónde está el límite?
Y es entonces cuando nuestros religiosos y laicos progres, todos a una, nos ofrecen la respuesta mágica: Democratizando el Vaticano, que Küng compara falazmente con la monarquía absoluta de Arabia Saudí. Un ciudadano árabe no puede elegir sustraerse a la autoridad del monarca. Un católico, siempre que quiera, sin el menor problema; y además la autoridad del papa se limita a cuestiones doctrinales y litúrgicas, que no afectan a la mayor parte de la vida de los laicos. Por lo demás, a nadie en sus cabales se le ocurre que haya que democratizar todas las instituciones que existen en una sociedad. ¿Por qué no democratizar el Ejército, sustituyendo el Estado Mayor por una asamblea de la tropa? ¿O las redacciones de los periódicos, eliminando la despótica figura del director?
Democratizar la Iglesia significaría dejar de concebirla como depositaria y guardiana de una Verdad eterna. Pues lo que los católicos han venido creyendo en los últimos dos mil años quedaría sujeto al albur de las modas caprichosas, los intereses políticos y las intoxicaciones de los medios de comunicación, brutalmente ignorantes y despreciadores de las Escrituras, la tradición y la historia. Democratizar la Iglesia sería, sencillamente, destruirla, porque la Iglesia tiene un gobierno, pero no es ningún gobierno, sino algo completamente distinto. La democracia sirve para algo tan prosaico (aunque necesario) como es elegir a los gobernantes. Pero no para decidir qué es la verdad, porque eso significaría poner cabeza abajo el Evangelio. Dijo Jesús: "Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres." (Juan, 8, 31-32.) Aquí no hay votaciones ni encuestas que valgan. La libertad procede de la verdad, no al revés. Y la mentira no se convierte en verdad porque la sostenga más del 51 % de los encuestados.
En un mundo cambiante y movedizo, la Iglesia es un punto de referencia firme para todo aquel que quiera orientarse. La retórica emocional contra "lo establecido", contra "la norma rígida", encuentra amplia audiencia entre mucha gente, acostumbrada a recibir halagos de políticos. Pero no debemos prestar oídos a tales cantos de sirenas. Precisamente si arrebatamos a toda la gente la única institución milenaria de Occidente que ha sobrevivido a imperios y estados, la dejamos mucho más inerme ante esos poderes terrenales. Porque si todo es cuestionable y revisable, si ya no hay seguridades, tampoco puede haber justicia. Lo mejor que puede hacer la Iglesia por los débiles y los humildes es claro: permanecer fiel a sí misma.
viernes, 29 de marzo de 2013
¿Era Jesús anticapitalista?
Numerosos autores han hallado en los Evangelios pasajes que parecen prestarse a una interpretación anticapitalista. Algunos de los más representativos son los siguientes:
-El Sermón de la Montaña: “¡ay de vosotros, los ricos!” (Lc, 6, 24).
-El episodio del hombre rico que se acerca a Jesús para preguntarle cómo obtener la vida eterna. Jesús le responde que debe guardar los mandamientos, cosa que su interlocutor asegura cumplir, inquiriendo qué es lo que le falta. Jesús le aconseja desprenderse de toda su riqueza y repartirla entre los pobres. El joven rico se aleja apesadumbrado, viéndose incapaz de semejante sacrificio. Jesús comenta a los discípulos: “Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos.” (Mt, 19, 24.)
-La expulsión de los vendedores que se habían instalado en el templo. Jesús vuelca sus puestos y se refiere a ellos como “cueva de bandidos”. (Mt, 21, 12.)
La concepción de Jesús como un revolucionario social ha sido sostenida tanto por no creyentes, deseosos de asociar el carisma de Jesús a sus ideologías laicas e incluso ateas, como al revés, por intelectuales y teólogos cristianos hechizados por el prestigio que esas ideologías alcanzaron en el siglo pasado. Es relativamente fácil desmontar tales desviaciones. El Reino de los Cielos que anunció Cristo no era, evidentemente, ninguna utopía terrenal, lo que no significa que los cristianos tengan que desentenderse de las injusticias y problemas de este mundo.
Sin embargo, persiste una cierta ambigüedad acerca de las relaciones entre el catolicismo y el capitalismo. Por un lado la Iglesia es clara en su reconocimiento de la legitimidad de la propiedad privada y la libertad de iniciativa (1). Pero por otro, no faltan alusiones críticas, incluso de los sumos pontífices, que muestran una misma condena del comunismo y el “capitalismo salvaje”, cuyos límites con el “capitalismo civilizado” (suponiendo que se admita el concepto) no quedan siempre muy claros. Así, Benedicto XVI, poco sospechoso de connivencia con la Teología de la Liberación, se refiere a “las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía”. Y también a “los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas (2)”. ¿Estamos autorizados a interpretar estas expresiones del anterior papa como una condena per se del capitalismo? Acaso Ratzinger se refiere sólo a ese tipo particular de capitalismo que trafica con armas, con drogas y con seres humanos.
Ciertamente, no es posible negar la existencia de tensiones, y acaso malentendidos, entre el liberalismo económico y el catolicismo. Una característica del cristianismo, que lo diferencia drásticamente del islam, es la separación entre Iglesia y Estado, razón por la cual es siempre discutible cualquier pretensión de asociar demasiado estrechamente la doctrina católica con una u otra concepción política o económica. Pero los pasajes del Evangelio anteriormente citados parecen prestarse a un cierto tipo de demagogia socialistoide o “progresista” muy común, en la que incurren a veces hasta personas que ejercen el sacerdocio o la vida monacal, y que muestran una propensión poco responsable a llamar la atención de los medios de comunicación, habitualmente ávidos de explotar disensiones reales o imaginarias en el seno de la Iglesia.
Para mostrar la falta de fundamento intelectual, y sobre todo religioso, de estas actitudes, conviene hacer algunas distinciones. La crítica de la riqueza y de los ricos puede ser de tres tipos:
1. Se ve en la riqueza y el bienestar un obstáculo para la salvación, porque conduce al hombre que disfruta de ellos a un apego excesivo por los bienes terrenales, y a un sentimiento de autosuficiencia que lo aleja del Creador.
2. Se considera que toda o casi toda riqueza es ilegítima, pues nadie puede enriquecerse sólo con un trabajo honrado. En su formulación extrema, se equiparan la propiedad privada y el comercio a modalidades de usurpación y de hurto, respectivamente.
3. Se responsabiliza a los ricos (tanto a los individuos como a los países) de la existencia de las enormes desigualdades que afligen al mundo. Este sería prácticamente un paraíso si no fuera porque unas minorías plutocráticas acaparan la mayor parte de la riqueza.
Gran parte de las confusiones que existen acerca de la doctrina social de la Iglesia derivan de no distinguir adecuadamente entre estas tres concepciones. Realmente el deslizamiento de la una a la otra no es difícil. La crítica a la riqueza, sin más precisiones, puede referirse a sus efectos sobre las personas que la disfrutan (concepción 1) o bien a su modo de adquisición, que se reputa inmoral (concepción 2). Asimismo, podría parecer que si toda riqueza es un robo, los pobres son por definición todos ellos, como clase social, víctimas de la expoliación (concepción 3). Pero sólo la 2, y sobre todo la 3, pueden considerarse estrictamente anticapitalistas.
Todo indica que, históricamente, se ha dado una evolución de una concepción a otra, de modo que la tercera surge de la segunda y se superpone a ella, y análogamente ocurre con la segunda respecto a la primera. La crítica a los ricos que encontramos en los Evangelios es todavía, claramente, del primer tipo, aun cuando no sea incompatible con la confesión de enriquecimiento ilícito de una persona concreta, como el publicano arrepentido Zaqueo (Lc, 19, 1-10).
Antonio Escohotado, en su libro Los enemigos del comercio, abre una especie de causa general contra el cristianismo por ser la fuente histórica de las ideas anticapitalistas. Según él, éstas surgieron en sectas israelíes como los esenios y los ebionitas, que habrían influido enormemente en la primitiva comunidad cristiana. Pero sin que esta relación sea para nada desdeñable, deben notarse las profundas diferencias que separan a la una de las otras. Los esenios formaban comunidades aisladas y que practicaban un riguroso ascetismo, lo que contrasta con la participación de Jesús y sus discípulos en celebraciones y banquetes, así como su carácter abierto hacia todo tipo de personas, incluso las consideradas impuras y pecadoras.
Al amalgamar las distintas concepciones críticas con la riqueza, sin distinguirlas, Escohotado hace una lectura de los Evangelios en la que introduce sus ideas preconcebidas. Para este autor, si Jesús expulsa del templo a los mercaderes, no es solo, como parece, porque estos profanan el espacio sagrado, sino por una aversión general contra el comercio, aunque esta no se exponga de manera explícita. Si Jesús aconseja al rico repartir su fortuna, es porque considera toda riqueza ilegítima, a pesar de que el joven acaudalado ha asegurado cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios, incluido el de “no robarás”, y que Jesús no lo acusa de insincero. (Mc, 10, 19-22.) Y cuando sentencia Cristo: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt, 6, 24), no nos está diciendo que no debemos vivir obsesionados por las cuestiones económicas, como cualquiera puede deducir de lo que sigue, sino que está condenando el libre intercambio económico. Cuando menos, son conclusiones aventuradas.
Las transformaciones sociales de la época tardorromana se correlacionan con la divulgación de una mentalidad contraria al comercio y al lucro, que inevitablemente tuvo su reflejo en la literatura patrística y se consolidó en la Alta Edad Media. Pero ver en ello una mera deducción de la doctrina evangélica es un puro anacronismo. Y aún lo es más superponer a estas concepciones económicas primitivas las de ciertos movimientos heréticos posteriores, de carácter milenarista y protocomunista. La evolución desde la idea de que el lucro es inmoral hacia la idea de que “cuantos más ricos más pobres habrá (3)” (ergo, masacremos a los ricos) parece que se dio realmente, en algún momento: pero precisamente por ello no podemos decir que la segunda ya está contenida en la primera; de lo contrario no habría evolución o desviación, sino mera continuidad.
Admitiendo que no toda riqueza es legítima, hay un trecho considerable de ahí a considerar que la pobreza de los muchos está causada por la riqueza de los pocos, y que la primera no es más bien un estado relativo, del cual parten todas las sociedades, y en el cual permanecerían esencialmente si no hubiera ricos que iniciasen alguna forma de redistribución, por exigua y lenta que sea, mediante su inversión y su consumo.
Jesús no vino a sembrar el resentimiento social, ni frustrantes expectativas de utopías seculares. La Iglesia siempre ha combatido las desviaciones que comprometen el cristianismo con doctrinas revolucionarias, que terminan promoviendo la violencia y la tiranía. El hecho de que en determinados momentos se hayan producido desencuentros con la ciencia económica, como ha ocurrido con otras disciplinas, no debería llevarnos al error de suponer que en la esencia del cristianismo se encuentra una especie de mentalidad anticapitalista perenne, como no había ningún vínculo necesario entre geocentrismo y catolicismo.
____________
(1) Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de Coeditores del Catecismo, Bilbao, 2012, §§ 2211, 2402-2406.
(2) Joseph Ratzinger, Jesús de Natzaret, Primera parte, La Esfera de los Libros, Madrid, 2008, págs. 113 y 179.
(3) Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio, Espasa, Madrid, 2008, pág. 201.
-El Sermón de la Montaña: “¡ay de vosotros, los ricos!” (Lc, 6, 24).
-El episodio del hombre rico que se acerca a Jesús para preguntarle cómo obtener la vida eterna. Jesús le responde que debe guardar los mandamientos, cosa que su interlocutor asegura cumplir, inquiriendo qué es lo que le falta. Jesús le aconseja desprenderse de toda su riqueza y repartirla entre los pobres. El joven rico se aleja apesadumbrado, viéndose incapaz de semejante sacrificio. Jesús comenta a los discípulos: “Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos.” (Mt, 19, 24.)
-La expulsión de los vendedores que se habían instalado en el templo. Jesús vuelca sus puestos y se refiere a ellos como “cueva de bandidos”. (Mt, 21, 12.)
La concepción de Jesús como un revolucionario social ha sido sostenida tanto por no creyentes, deseosos de asociar el carisma de Jesús a sus ideologías laicas e incluso ateas, como al revés, por intelectuales y teólogos cristianos hechizados por el prestigio que esas ideologías alcanzaron en el siglo pasado. Es relativamente fácil desmontar tales desviaciones. El Reino de los Cielos que anunció Cristo no era, evidentemente, ninguna utopía terrenal, lo que no significa que los cristianos tengan que desentenderse de las injusticias y problemas de este mundo.
Sin embargo, persiste una cierta ambigüedad acerca de las relaciones entre el catolicismo y el capitalismo. Por un lado la Iglesia es clara en su reconocimiento de la legitimidad de la propiedad privada y la libertad de iniciativa (1). Pero por otro, no faltan alusiones críticas, incluso de los sumos pontífices, que muestran una misma condena del comunismo y el “capitalismo salvaje”, cuyos límites con el “capitalismo civilizado” (suponiendo que se admita el concepto) no quedan siempre muy claros. Así, Benedicto XVI, poco sospechoso de connivencia con la Teología de la Liberación, se refiere a “las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía”. Y también a “los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas (2)”. ¿Estamos autorizados a interpretar estas expresiones del anterior papa como una condena per se del capitalismo? Acaso Ratzinger se refiere sólo a ese tipo particular de capitalismo que trafica con armas, con drogas y con seres humanos.
Ciertamente, no es posible negar la existencia de tensiones, y acaso malentendidos, entre el liberalismo económico y el catolicismo. Una característica del cristianismo, que lo diferencia drásticamente del islam, es la separación entre Iglesia y Estado, razón por la cual es siempre discutible cualquier pretensión de asociar demasiado estrechamente la doctrina católica con una u otra concepción política o económica. Pero los pasajes del Evangelio anteriormente citados parecen prestarse a un cierto tipo de demagogia socialistoide o “progresista” muy común, en la que incurren a veces hasta personas que ejercen el sacerdocio o la vida monacal, y que muestran una propensión poco responsable a llamar la atención de los medios de comunicación, habitualmente ávidos de explotar disensiones reales o imaginarias en el seno de la Iglesia.
Para mostrar la falta de fundamento intelectual, y sobre todo religioso, de estas actitudes, conviene hacer algunas distinciones. La crítica de la riqueza y de los ricos puede ser de tres tipos:
1. Se ve en la riqueza y el bienestar un obstáculo para la salvación, porque conduce al hombre que disfruta de ellos a un apego excesivo por los bienes terrenales, y a un sentimiento de autosuficiencia que lo aleja del Creador.
2. Se considera que toda o casi toda riqueza es ilegítima, pues nadie puede enriquecerse sólo con un trabajo honrado. En su formulación extrema, se equiparan la propiedad privada y el comercio a modalidades de usurpación y de hurto, respectivamente.
3. Se responsabiliza a los ricos (tanto a los individuos como a los países) de la existencia de las enormes desigualdades que afligen al mundo. Este sería prácticamente un paraíso si no fuera porque unas minorías plutocráticas acaparan la mayor parte de la riqueza.
Gran parte de las confusiones que existen acerca de la doctrina social de la Iglesia derivan de no distinguir adecuadamente entre estas tres concepciones. Realmente el deslizamiento de la una a la otra no es difícil. La crítica a la riqueza, sin más precisiones, puede referirse a sus efectos sobre las personas que la disfrutan (concepción 1) o bien a su modo de adquisición, que se reputa inmoral (concepción 2). Asimismo, podría parecer que si toda riqueza es un robo, los pobres son por definición todos ellos, como clase social, víctimas de la expoliación (concepción 3). Pero sólo la 2, y sobre todo la 3, pueden considerarse estrictamente anticapitalistas.
Todo indica que, históricamente, se ha dado una evolución de una concepción a otra, de modo que la tercera surge de la segunda y se superpone a ella, y análogamente ocurre con la segunda respecto a la primera. La crítica a los ricos que encontramos en los Evangelios es todavía, claramente, del primer tipo, aun cuando no sea incompatible con la confesión de enriquecimiento ilícito de una persona concreta, como el publicano arrepentido Zaqueo (Lc, 19, 1-10).
Antonio Escohotado, en su libro Los enemigos del comercio, abre una especie de causa general contra el cristianismo por ser la fuente histórica de las ideas anticapitalistas. Según él, éstas surgieron en sectas israelíes como los esenios y los ebionitas, que habrían influido enormemente en la primitiva comunidad cristiana. Pero sin que esta relación sea para nada desdeñable, deben notarse las profundas diferencias que separan a la una de las otras. Los esenios formaban comunidades aisladas y que practicaban un riguroso ascetismo, lo que contrasta con la participación de Jesús y sus discípulos en celebraciones y banquetes, así como su carácter abierto hacia todo tipo de personas, incluso las consideradas impuras y pecadoras.
Al amalgamar las distintas concepciones críticas con la riqueza, sin distinguirlas, Escohotado hace una lectura de los Evangelios en la que introduce sus ideas preconcebidas. Para este autor, si Jesús expulsa del templo a los mercaderes, no es solo, como parece, porque estos profanan el espacio sagrado, sino por una aversión general contra el comercio, aunque esta no se exponga de manera explícita. Si Jesús aconseja al rico repartir su fortuna, es porque considera toda riqueza ilegítima, a pesar de que el joven acaudalado ha asegurado cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios, incluido el de “no robarás”, y que Jesús no lo acusa de insincero. (Mc, 10, 19-22.) Y cuando sentencia Cristo: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt, 6, 24), no nos está diciendo que no debemos vivir obsesionados por las cuestiones económicas, como cualquiera puede deducir de lo que sigue, sino que está condenando el libre intercambio económico. Cuando menos, son conclusiones aventuradas.
Las transformaciones sociales de la época tardorromana se correlacionan con la divulgación de una mentalidad contraria al comercio y al lucro, que inevitablemente tuvo su reflejo en la literatura patrística y se consolidó en la Alta Edad Media. Pero ver en ello una mera deducción de la doctrina evangélica es un puro anacronismo. Y aún lo es más superponer a estas concepciones económicas primitivas las de ciertos movimientos heréticos posteriores, de carácter milenarista y protocomunista. La evolución desde la idea de que el lucro es inmoral hacia la idea de que “cuantos más ricos más pobres habrá (3)” (ergo, masacremos a los ricos) parece que se dio realmente, en algún momento: pero precisamente por ello no podemos decir que la segunda ya está contenida en la primera; de lo contrario no habría evolución o desviación, sino mera continuidad.
Admitiendo que no toda riqueza es legítima, hay un trecho considerable de ahí a considerar que la pobreza de los muchos está causada por la riqueza de los pocos, y que la primera no es más bien un estado relativo, del cual parten todas las sociedades, y en el cual permanecerían esencialmente si no hubiera ricos que iniciasen alguna forma de redistribución, por exigua y lenta que sea, mediante su inversión y su consumo.
Jesús no vino a sembrar el resentimiento social, ni frustrantes expectativas de utopías seculares. La Iglesia siempre ha combatido las desviaciones que comprometen el cristianismo con doctrinas revolucionarias, que terminan promoviendo la violencia y la tiranía. El hecho de que en determinados momentos se hayan producido desencuentros con la ciencia económica, como ha ocurrido con otras disciplinas, no debería llevarnos al error de suponer que en la esencia del cristianismo se encuentra una especie de mentalidad anticapitalista perenne, como no había ningún vínculo necesario entre geocentrismo y catolicismo.
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(1) Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de Coeditores del Catecismo, Bilbao, 2012, §§ 2211, 2402-2406.
(2) Joseph Ratzinger, Jesús de Natzaret, Primera parte, La Esfera de los Libros, Madrid, 2008, págs. 113 y 179.
(3) Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio, Espasa, Madrid, 2008, pág. 201.
sábado, 16 de marzo de 2013
La doctrina de la creación
Que el cosmos sea creado (y no algo que exista por sí mismo, al menos en su materia primigenia), es para muchas personas, creyentes y no creyentes, una pura cuestión de fe. Sin embargo, tenemos profundas razones para sostenerla. El filósofo de la ciencia Francisco J. Soler Gil va incluso más lejos al afirmar que el mero hecho de admitir la validez de una disciplina llamada cosmología, nos conduce a la doctrina de la creación. Pues, en efecto, lo que caracteriza a la cosmología es que considera el cosmos como su objeto de estudio, y basta con reflexionar sobre las implicaciones del concepto para llegar a la conclusión de que todo objeto tiene una causa. En contra de esto, los agnósticos o ateos más lúcidos han negado que el cosmos sea una realidad objetual, más allá de la mera adición lógica de todo cuanto existe. Pero esta posición no logra eludir graves problemas teóricos.
Soler ha desarrollado estas ideas en diversos artículos y libros, como Dios y las cosmologías modernas, citado más de una vez en este blog. Recientemente las ha resumido en una apasionante conferencia, de apenas 50 minutos, titulada "El cosmos como creación. Debates físicos actuales", pronunciada en la Universidad de Sevilla el pasado 11 de marzo. Aunque yo no asistí, un amigo me pasó una grabación en cuatro audios, que con el permiso del autor he colgado en Youtube. (Ver abajo.)
El argumento de Soler puede enmarcarse en la polémica entre las teorías del ajuste fino y las teorías del multiverso. Las primeras sostienen que las constantes y leyes físicas del universo conocido están ajustadas con una precisión micrométrica para permitir la existencia de vida inteligente. Variaciones inifnitesimales o muy pequeñas (en relación con el rango de variabilidad que es lógicamente admisible) en las masas de las partículas, en las intensidades de las fuerzas fundamentales y otras constantes, habrían dado lugar a un universo o demasiado inestable, o demasiado simple para albergar inteligencia. La conclusión más sencilla ante este hecho es que el cosmos ha sido diseñado con la finalidad de que apareciéramos nosotros. Sin embargo, los defensores del multiverso han propuesto una explicación alternativa. Existen numerosos o infinitos universos con leyes distintas del nuestro, en muchos de los cuales no puede surgir la vida inteligente. No es ninguna sorpresa que nosotros nos encontremos justamente en un universo que sí cumple los requisitos para la emergencia de organismos complejos.
El problema de la teoría del multiverso es que, o bien existe todo universo lógicamente concebible, por caótico o absurdo que parezca, o bien sólo hemos desplazado de nivel la cuestión de por qué este universo y no otro: por qué este multiverso y no otro. El físico sueco Max Tegmark apuesta por la primera y radical opción. Todo lo matemáticamente consistente es real, sostiene. Ahora bien, esta posición extrema tiene consecuencias poco deseables. Pues matemáticamente no hay ningún impedimento para que, en este mismo instante, los muebles y demás objetos de la habitación en que nos hallamos empiecen a volar por el aire y vuelvan a posarse en su lugar, como si nada hubiera pasado. Cada minuto de "normalidad" es sencillamente un milagro, es decir, algo matemáticamente posible, pero que no podemos garantizar, ni remotamente, que se vaya a verificar en el minuto siguiente.
Conclusión: la teoría de la creación es la más razonable, la que más se corresponde con el hecho de que el universo no sólo parece diseñado para la existencia de vida inteligente, sino que cumple este propósito con las leyes más simples, incluso en aquellos casos en que esa simplicidad no es requisito imprescindible para la aparición de la inteligencia.
Ahora bien (y esto es ya una reflexión personal), para llegar a esta conclusión podemos incluso ahorrarnos el extravagante rodeo de la discusión del multiverso. Pues del mismo modo que pueden existir todos los universos, también puede existir sólo uno o algunos. O dicho de otro modo, para que exista alguno de los caóticos y delirantes universos posibles que necesariamente incluye el universo matemático de Tegmark, no hay ninguna necesidad de que existan todos los demás. Nuestro universo podría ser, incluso permitiendo nuestra existencia, mucho más caótico de lo que es, hasta extremos perfectamente oníricos o demenciales. El hecho de que no sea así, de que haya un orden, no podemos darlo por sentado (aunque lo haga el 99,9 % de la humanidad, el 99,9 % del tiempo); no tenemos ninguna razón para ello, salvo que subyazca un propósito inteligente.
El orden, por sí mismo, es indicativo de inteligencia, y desde que el monoteísmo entró en la historia de las ideas, así se ha entendido. Sin duda, el paso del mito al logos en la antigua Grecia fue una revolución intelectual. Pero, bien mirado, más radical fue la aparición del pensamiento monoteísta. Pues tanto las antiguas cosmogonías egipcia, mesopotámica y griega, como las especulaciones de los filósofos presocráticos, tenían en común el supuesto de un caos original, del que habría surgido el orden. El judeocristianismo invierte este esquema, haciendo surgir el orden del Logos, como agudamente señala Soler en el arranque de su charla. Las especulaciones sobre el multiverso demuestran que si partimos del caos, este termina siempre reapareciendo en nuestras conclusiones.
Espero que disfrutéis tanto como yo con esta fascinante conferencia.
Soler ha desarrollado estas ideas en diversos artículos y libros, como Dios y las cosmologías modernas, citado más de una vez en este blog. Recientemente las ha resumido en una apasionante conferencia, de apenas 50 minutos, titulada "El cosmos como creación. Debates físicos actuales", pronunciada en la Universidad de Sevilla el pasado 11 de marzo. Aunque yo no asistí, un amigo me pasó una grabación en cuatro audios, que con el permiso del autor he colgado en Youtube. (Ver abajo.)
El argumento de Soler puede enmarcarse en la polémica entre las teorías del ajuste fino y las teorías del multiverso. Las primeras sostienen que las constantes y leyes físicas del universo conocido están ajustadas con una precisión micrométrica para permitir la existencia de vida inteligente. Variaciones inifnitesimales o muy pequeñas (en relación con el rango de variabilidad que es lógicamente admisible) en las masas de las partículas, en las intensidades de las fuerzas fundamentales y otras constantes, habrían dado lugar a un universo o demasiado inestable, o demasiado simple para albergar inteligencia. La conclusión más sencilla ante este hecho es que el cosmos ha sido diseñado con la finalidad de que apareciéramos nosotros. Sin embargo, los defensores del multiverso han propuesto una explicación alternativa. Existen numerosos o infinitos universos con leyes distintas del nuestro, en muchos de los cuales no puede surgir la vida inteligente. No es ninguna sorpresa que nosotros nos encontremos justamente en un universo que sí cumple los requisitos para la emergencia de organismos complejos.
El problema de la teoría del multiverso es que, o bien existe todo universo lógicamente concebible, por caótico o absurdo que parezca, o bien sólo hemos desplazado de nivel la cuestión de por qué este universo y no otro: por qué este multiverso y no otro. El físico sueco Max Tegmark apuesta por la primera y radical opción. Todo lo matemáticamente consistente es real, sostiene. Ahora bien, esta posición extrema tiene consecuencias poco deseables. Pues matemáticamente no hay ningún impedimento para que, en este mismo instante, los muebles y demás objetos de la habitación en que nos hallamos empiecen a volar por el aire y vuelvan a posarse en su lugar, como si nada hubiera pasado. Cada minuto de "normalidad" es sencillamente un milagro, es decir, algo matemáticamente posible, pero que no podemos garantizar, ni remotamente, que se vaya a verificar en el minuto siguiente.
Conclusión: la teoría de la creación es la más razonable, la que más se corresponde con el hecho de que el universo no sólo parece diseñado para la existencia de vida inteligente, sino que cumple este propósito con las leyes más simples, incluso en aquellos casos en que esa simplicidad no es requisito imprescindible para la aparición de la inteligencia.
Ahora bien (y esto es ya una reflexión personal), para llegar a esta conclusión podemos incluso ahorrarnos el extravagante rodeo de la discusión del multiverso. Pues del mismo modo que pueden existir todos los universos, también puede existir sólo uno o algunos. O dicho de otro modo, para que exista alguno de los caóticos y delirantes universos posibles que necesariamente incluye el universo matemático de Tegmark, no hay ninguna necesidad de que existan todos los demás. Nuestro universo podría ser, incluso permitiendo nuestra existencia, mucho más caótico de lo que es, hasta extremos perfectamente oníricos o demenciales. El hecho de que no sea así, de que haya un orden, no podemos darlo por sentado (aunque lo haga el 99,9 % de la humanidad, el 99,9 % del tiempo); no tenemos ninguna razón para ello, salvo que subyazca un propósito inteligente.
El orden, por sí mismo, es indicativo de inteligencia, y desde que el monoteísmo entró en la historia de las ideas, así se ha entendido. Sin duda, el paso del mito al logos en la antigua Grecia fue una revolución intelectual. Pero, bien mirado, más radical fue la aparición del pensamiento monoteísta. Pues tanto las antiguas cosmogonías egipcia, mesopotámica y griega, como las especulaciones de los filósofos presocráticos, tenían en común el supuesto de un caos original, del que habría surgido el orden. El judeocristianismo invierte este esquema, haciendo surgir el orden del Logos, como agudamente señala Soler en el arranque de su charla. Las especulaciones sobre el multiverso demuestran que si partimos del caos, este termina siempre reapareciendo en nuestras conclusiones.
Espero que disfrutéis tanto como yo con esta fascinante conferencia.
domingo, 10 de marzo de 2013
El argumento definitivo (1 de 3)
Introducción
En anteriores escritos he
expuesto lo que considero son razonamientos muy sólidos para afirmar la
existencia de un Dios personal. Inevitablemente, al intentar no extenderme
demasiado, algunos pasos no han quedado suficientemente claros. Por eso vuelvo
una vez más (seguro que no la última) sobre el tema, con un enfoque algo
distinto.
Hay un argumento que me parece
definitivo, no en el sentido de que sea formalmente probatorio, pero sí en el
sentido de que tiene tanta fuerza que, si a alguien no le convence, dudo que lo
pueda hacer ningún otro.
Este argumento ha sido expuesto,
una y mil veces, de muchas maneras, desde San Pablo (Romanos, 1, 20) hasta los más grandes teólogos. En términos
tomistas se corresponde a la quinta vía, que deduce la existencia de Dios “a
partir del ordenamiento de las cosas. Pues vemos que hay cosas que no tienen
conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que obran por un fin.” Y añade:
“Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que todas las cosas son dirigidas
al fin. Le llamamos Dios.” (Suma de
teología, I, c. 2.)
En su formulación más actual, se
lo conoce también como teoría del diseño
inteligente, aunque no me gusta esta expresión, por dos motivos. El
primero, que es redundante, porque todo diseño es por definición producto de
una mente. Y el segundo, que con razón o sin ella, suele confundirse con el
movimiento creacionista, es decir, la concepción propia de ciertas sectas protestantes
que defienden una interpretación literalista de la Biblia (cosa por cierto
ajena a la tradición católica, como mínimo desde San Agustín).
Personalmente, prefiero llamarlo argumento del orden. Ciertamente, mi
idea es que todo orden implica un diseño, pero al evitar, al menos en el
inicio, este término, espero eludir la acusación de argumentación circular.
El hecho del orden cósmico
Parece evidente que existe un
orden en el universo. Tanto en el nivel microscópico de las partículas, átomos
y moléculas, como en el macroscópico de los minerales, seres vivos, planetas,
estrellas y galaxias, no parece que suceda nada en el universo que no esté
sometido a las leyes de la física, la química y la biología.
He empleado dos veces el verbo parece, y no por descuido. Desde que en
el siglo XVIII, el filósofo escocés David Hume formuló su penetrante crítica
del concepto de causalidad, está claro que no comprendemos por qué hay un
orden, y en rigor ni siquiera podemos asegurar que las irregularidades que
observamos se deban realmente a una necesidad.
Podemos explicar (y demostrar)
por qué los cuadrados de los catetos suman el cuadrado de la hipotenusa. Pero
no podemos mostrar ningún razonamiento a priori (que no proceda de la mera
constatación) por el cual en el universo deban regir determinadas constantes
físicas y no otras.
Dicho brevemente, nuestro
conocimiento del orden es en última instancia puramente empírico. Observamos
que las cosas se comportan de tal y cual modo, y eso es todo. La ciencia,
refinando observaciones y proponiendo modelos hipotéticos, ha conseguido
hacernos comprender mucho mejor el alcance y precisión maravillosos del orden
cósmico, mostrándonos relaciones que antes no percibíamos. Por ejemplo, sabemos
desde Newton que las mareas están vinculadas a la órbita lunar. A esta relación
la llamamos ley de la gravedad, o fuerza de la gravedad. Pero esto debe
entenderse bien.
La ley de la gravedad (como
cualquier otra de la física) no explica
el orden, solo lo describe, lo enuncia. Esto es lo que quiso señalar
Wittgenstein cuando afirmó: “A toda la
visión moderna del mundo subyace el espejismo de que las llamadas leyes de la
naturaleza son las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza.” (Tractatus, 6.371.)
Así pues, para la ciencia, que
exista un orden es un hecho bruto, algo dado. La ciencia supone el orden (sin
el cual el cosmos no sería inteligible) pero no puede explicar por qué hay un orden ni este orden. Lo máximo que puede hacer es felicitarse por ello y
tratar de conocerlo mejor. De ahí que Einstein mostrara su perplejidad ante el
hecho de que el universo fuera inteligible, es decir, que manifestara una ordenación.
El argumento definitivo (2 de 3)
El argumento definitivo (y 3)
El argumento definitivo (2 de 3)
El argumento definitivo (y 3)
El argumento definitivo (y 3)
El materialismo es un irracionalismo
Hemos visto que el orden tiene
lógicamente las tres explicaciones posibles siguientes:
1) Explicación teísta
2) Explicación materialista
3) Explicación irracionalista
1) Explicación teísta
2) Explicación materialista
3) Explicación irracionalista
La Explicación 3 niega que haya un
orden. Por tanto, si existe un orden, la disyuntiva se encuentra entre la Explicación
1 y la 2. O bien debemos suponer la existencia de un Ser trascendente o bien el
orden es autosuficiente. Sin embargo, aunque pudiéramos descartar una de estas
dos, siempre quedaría la tercera opción, es decir, que después de todo el orden
fuera ilusorio. Esta es la razón por la cual, aunque demostráramos que una de
las dos primeras opciones es inconsistente o falsa, no quedaría demostrada
apodícticamente la verdad de la otra. Pero sí sería literalmente la única
explicación racional, pues la alternativa
es el irracionalismo puro y duro.
Examinemos ahora la Explicación
2, que no cabe duda es la más sugestiva para muchos, e incluso la “racional”
por defecto. Recordemos que por materialismo
me refiero a una posición metafísica consistente, no alguna forma más o menos
vulgar de positivismo. La explicación materialista, tal como aquí la he
definido, sostiene que existen unas leyes eternas de la materia que no podrían
haber sido de otro modo. De lo contrario, admitimos un principio de
arbitrariedad que, desarrollado consecuentemente, nos lleva a la explicación
irracionalista. Si no existe una necesidad interna en el orden cósmico, sino
que este es uno entre tantos posibles, por lo mismo podemos preguntarnos por
qué debería haber siquiera un orden; o dicho de otro modo, por qué el orden
existente no podría ser ilusorio, una regularidad que se ha observado hasta
ahora pero que puede suspenderse en cualquier instante.
Precisado lo que entendemos por
materialsimo metafísico, afirmo que es insostenible, porque no existe ninguna
razón absoluta por la cual el universo deba ser como es, o simplemente existir.
Spinoza en su Ética pretendió haber
demostrado lo contrario. Su razonamiento es que la substancia infinita, a la
que llama abusivamente Dios, es
aquello que no implica negación alguna, esto es, que no excluye ninguna
posibilidad. Este recurso al infinito nos recuerda la teoría más extrema del multiverso. Si todo lo que es
lógicamente posible existe, hay que pensar que todas las infinitas variaciones
del universo conocido existen de algún modo paralelo. Y todas las variaciones quiere decir exactamente todas. En una de ellas, Cartago vence a Roma. En otra, la única
diferencia con el universo conocido se halla en que, precisamente en el
instante actual, mi taza de café empieza a levitar, ejecutando una elegante
danza en el aire, para volver a posarse sobre la mesa como si nada hubiera
sucedido.
Es decir, el sistema de Spinoza
(que representa la culminación del materialismo metafísico: todo lo posterior
entraña concesiones al positivismo) es indistinguible de la explicación
irracionalista, porque si todo lo posible es real, es evidente que no hay
ningún “orden”. Cualquier absurdo que no sea lógicamente contradictorio (como
un círculo cuadrado o una cantidad mayor que sí misma) existe en algún tiempo y
lugar, entre una infinidad de tiempos y lugares paralelos. Y esto supone la
negación del libre albedrío, porque de algún
modo estamos condenados a realizar todos los actos. En uno de los
infinitos universos paralelos, soy torero; en otro, alcohólico, y en otro hace
años que me descerrajé un tiro. Todas las posibilidades están ya dadas en la
realidad.
No pretendo que Spinoza hubiera
estado de acuerdo con esto, lo cual sólo interesa a sus biógrafos. Lo que
sostengo es que su sistema sólo es inteligible y válido si aceptamos estas
consecuencias. Decir que nada podría haber sido de otro modo, que la victoria
de Roma sobre Cartago estaba predeterminada, y que cualquier otra posibilidad,
por muy levemente distinta que fuera, era imposible, me parece algo
literalmente ilógico y por tanto inapelablemente falso.
Se replicará que el materialismo
no está obligado a aceptar este determinismo radical. Pero si no lo hace,
significa que admite que otro orden sería posible. Y en ese caso, no explica
por qué este y no otro, por qué las cosas ocurrieron de esta manera y no de
otra, por qué hay estas leyes físicas y no otras distintas. Es insostenible que
no podrían serlo, salvo que agotemos todas las posibilidades mediante el
recurso al infinito, lo que nos lleva, como hemos visto, al irracionalismo, al
florecimiento ilimitado del absurdo.
El materialista quizás argüirá
que acaso no podemos comprender la racionalidad autosuficiente de las leyes de
la naturaleza, pero que eso no significa que no exista. Aunque el universo no
fuera absolutamente infinito en el sentido de Spinoza, habría razones inmanentes
profundas por las cuales es como es, por las cuales tenemos determinadas
constantes físicas y no otras. Esto equivale a decir: hay un orden autosuficiente,
pero no entendemos por qué. Esta actitud, desde luego, sería mucho más humilde
y honesta que lo que habitualmente nos encontramos entre el presuntuoso
cientifismo al uso, que rechaza de un plumazo el teísmo como una superstición obviamente superada. Sin embargo, afirmo
que tampoco este agnosticismo puede sostenerse, pues parte del supuesto de que
no puede haber universos alternativos, cosa totalmente ilógica. ¡Claro que las
cosas podrían ser de otro modo! En vano pretenderemos hallar o suponer una
razón autosuficiente por la que el mundo físico deba estar regido precisamente
por estas constantes físicas y no otras concebibles, perfectamente
consistentes.
Así pues, de las tres
explicaciones metafísicas, la segunda, desarrollada hasta sus últimas consecuencias,
se disuelve en la tercera: todo lo posible existe; por tanto, no hay un orden
privilegiado, y cualquier cosa puede suceder ahora mismo –quizá esté
sucediendo, en dimensiones paralelas. O bien admitimos una racionalidad
trascendente, lo que nos lleva a la primera explicación, la más antigua.
Conclusión
Si el orden no es ilusorio, lo
único que lo explica es que haya sido concebido por un Ser personal. Pues vemos
que ninguna razón autosuficiente puede excluir las posibilidades no realizadas.
Solo un Ser personal trascendente puede elegir,
con vistas a un fin, entre los infinitos universos posibles. La alternativa es
la irracionalidad total, suponer que todo lo posible, por delirante que
parezca, es real o podría serlo. (La teoría del multiverso sostiene que todo lo posible es real; el existencialismo
sartreano que todo lo posible podía ocurrir en cualquier momento. Esta variante
me parece intelectualmente superior, porque no necesita postular infinitos
universos, aunque ambas son predictivamente indecidibles.)
Todo orden, pues, obedece a un
diseño. La primitiva intuición según la cual el universo es análogo a un reloj
(lo que implica un relojero) se revela entonces como absolutamente certera.
Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, comparó el universo con una cítara
bellamente ornamentada, que implica la existencia de un artesano. Recientemente,
el filósofo de la ciencia Soler Gil ha reelaborado este argumento del artífice
de forma sumamente sugestiva, basándose en la cosmología científica para
definir el universo como un objeto,
que no puede existir por definición sin una causa trascendente. (Véase su
ensayo “La cosmología física como soporte de la teología natural”, en el libro
colectivo editado por él mismo, Dios y
las cosmologías modernas, BAC, 2005.)
No es que los seres humanos, para
explicar la naturaleza, utilicen su experiencia sobre sus propias operaciones
psicológicas, porque sea lo que tienen más a mano; es que, bien mirado, no tenemos
nada más aparte de ello. No hay, por mucho que busquemos, una razón inmanente,
autosuficiente, de las cosas: solo puede haber un Logos trascendente, un Ser
libre que decide que exista un mundo y cómo debe ser ese mundo. Como señala
Camus, “el espíritu que intenta conocer la realidad no puede sentirse
satisfecho hasta que no la ha reducido a términos de pensamiento”. (El mito de Sísifo.) La única alternativa
(que es la que adopta trágicamente el escritor francés) es el absurdo.
Sin duda, no comprendemos por qué
Dios ha creado el mundo tal como es, en todos sus detalles. Por así decirlo, se
nos escapa totalmente el sentido de la forma de los cristales de nieve, las
hojas de los pinos o los anillos de Saturno, en la economía total de la
creación. (Porque seguro que en la mente de Dios, todo, hasta lo más
insignificante, tiene un sentido.) Esto da pie a la clásica objeción según la
cual la explicación teísta tampoco explica nada, pues todo lo remite a la
inescrutable mente de Dios. Sin embargo, si hay algo que conocemos de manera
mucho más inmediata que cualquier otra cosa, es lo mental. Al sostener que el
fundamento del universo es una Inteligencia, estamos expresando algo cargado de
mucho más sentido que si afirmamos que el fundamento de todo es la materia. De
la materia solo tenemos un conocimiento negativo: es lo que no soy yo, lo que
se me opone, lo que me ofrece resistencia, lo que desconozco en sí mismo, el
noúmeno incognoscible de Kant. Por el contrario, mi mente es diáfana, mis
pensamientos no son objetos con los que me encuentre, dotados de una entraña
oculta, sino que son para mí de una transparencia absoluta. El llamado subconsciente es en este sentido tan
material como lo son mis pulmones o mi hígado: deduzco su existencia pero no la
percibo inmediatamente. Sé, por ejemplo, que hay cosas en mi memoria que no me
son presentes en este momento, y que surgen en determinadas circunstancias.
Pero cuando lo hacen, dejan por definición de estar ocultas, es decir, dejan de
ser materiales (estados bioquímicos
neuronales.)
El reduccionismo materialista,
que identifica las operaciones de la mente con estados moleculares de la
corteza cerebral, incurre en un pésimo negocio. Elimina lo único que realmente
comprendemos de manera inmediata (nuestros pensamientos, nuestras libres
decisiones, nuestros sentimientos), fundiéndolo en una entidad opaca llamada
materia, que será por siempre lo absolutamente otro, el no-yo, por mucho que la manipulemos con aceleradores de
partículas cada vez más grandes y más costosos.
Si el mundo es racional, es
decir, inteligible, debe haber sido hecho por un Dios personal trascendente. Su
existencia no se puede demostrar de manera irrefutable (pues el mundo podría,
después de todo, ser irracional, inintelibible), pero creer en ella resulta
casi irresistible, una vez se comprende que la única alternativa es abrazar el
irracionalismo absoluto. La gran mayoría de personas cree, con sobrados
motivos, que el universo está regido por leyes racionales. El problema es que muchos
todavía creen además (pese a lo que escribió Wittgenstein hacia 1920) que estas
leyes son la explicación –cuando es obvio que son lo que precisa de una
explicación.
Por supuesto, la mayoría de la
gente cree en Dios sin necesidad de ningún razonamiento. Esto tiene una
indudable ventaja, y es que no todo el mundo posee formación suficiente (aunque
el autor carece de título universitario, dicho sea de paso) para poder seguir
este tipo de argumentaciones. Incluso quien presta su asentimiento a algún argumento
racional, tiende a olvidar la evidencia que le produce su conclusión. La fe
forma parte inextricable del conocimiento huamano, y sin ella estaríamos
condenados a partir siempre de cero, a contar con los dedos cada vez que quisiéramos
asegurarnos de que siete por ocho son cincuenta y seis.
Sin embargo, la fe por sí sola se convierte en un
subjetivismo entre otros, abonando el terreno al relativismo. Si los creyentes
nos conformamos con decir, sin argumentar, y en actitud aparentemente
tolerante: “esto es lo que yo creo, tú puedes pensar lo que quieras”, nos
condenamos a la irrelevancia, porque nuestros discrepantes a menudo no son tan
comprensivos, sino que nos tachan de supersticiosos y oscurantistas. Decirle a
los ateos que se equivocan (no simplemente que no estamos de acuerdo con ellos)
no es ser intolerante, sino sencillamente todo lo contrario, es no guardarnos
la verdad para nosotros solos. Es un acto de amor al prójimo.
El argumento definitivo (2 de 3)
El argumento definitivo (1 de 3)
Explicaciones metafísicas del orden
Wittgenstein, en su obra citada,
sostuvo que no tiene sentido nada que afirmemos más allá de los hechos.
Ignoraré esta tesis, hace tiempo superada (en parte por su propio autor) y
mostraré las tres opciones metafísicas (más allá de la ciencia) que se nos
presentan a la hora de explicar el fundamento del orden.
1) Explicación teísta. Según
esta, el orden ha sido establecido por un Ser personal trascendente e infinito,
con una finalidad. Para el cristianismo esta finalidad es el hombre; Dios no
necesitaba crearnos, porque al ser infinito no necesita nada, por definición.
De ahí que el concepto central del cristianismo sea el amor, el acto puramente desinteresado
por el cual se nos da el ser a las criaturas inteligentes y libres.
Por supuesto, es muy difícil o
imposible penetrar en los detalles de la “ingeniería divina”, esto es,
comprender los fines intermedios o motivos por los cuales Dios ha ajustado las
constantes físicas y ecuaciones del universo de una determinada manera. Esto
llevó a Descartes (con buen criterio) a sostener que la ciencia no debía tratar
de inquirir sobre los designios de la divinidad (por qué hizo las cosas de tal
modo), sino centrarse en las relaciones causales. (Principes de la philosophie, I, 28) O dicho de otro modo, olvidarse
metodológicamente del porqué y
especializarse en el cómo.
La explicación teísta es la más
antigua. Desde siempre, lo seres humanos han percibido una intencionalidad en
los fenómenos naturales, análoga a la intencionalidad de las acciones humanas.
Han imaginado la existencia de espíritus, hadas, duendes, demonios y dioses
para racionalizar, ya sea de forma
tosca, desde fenómenos meteorológicos o geológicos, hasta las vicisitudes que
escapan al control consciente del individuo, aun cuando son protagonizadas o
padecidas por él (guerras, epidemias, dramas familiares, etc). Ya en la
Antigüedad surgió la forma más elaborada de explicación teísta, conocida como
monoteísmo. (Una pluralidad de dioses o espíritus sería a su vez un hecho bruto
que restaría por explicar: por qué tal número, por qué tales y cuales
características diferenciadas, cuál es su origen, etc.)
El hecho de que el teísmo sea, cronológicamente,
la primera explicación, no la hace menos probable o creíble; acaso tampoco más.
Pretender que por eso ya está “superada”, sería como pretender que la idea de
democracia ya no sirve al hombre moderno, porque también es muy antigua, de
hecho más que el cristianismo.
2) Explicación materialista.
Según el materialismo, el orden es una propiedad o esencia de la materia o
substancia que lo constituye todo, y que existe desde toda la eternidad, o al
menos desde el principio del tiempo, si este es finito. El orden es por sí
mismo explicativo, no requiere de ningún diseñador. Ante la cuestión de por qué
este orden y no otro, el materialismo históricamente ha respondido de tres
maneras. La primera, que no es posible ningún otro orden. La segunda, que el
entendimiento humano no puede responder a esta pregunta. Y la tercera es propiamente
la explicación irracionalista, que definiré más adelante.
La segunda respuesta (que no podemos
responder a la pregunta: por qué este
orden), equivale en última instancia a la visión positivista según la cual
todo lo que estoy diciendo aquí carece de sentido. Por tanto, en sentido
estricto, el materialismo metafísico, si no quiere quedar absorbido por el
positivismo (que en realidad supone renunciar a la explicación), se basa en
sostener que el universo no podía ser de otro modo, es decir, que está
constituido por leyes necesarias en sí mismas. En rigor, este materialismo fue
formulado y desarrollado en el siglo XVII por Baruch Spinoza, aunque
habitualmente su nombre no se asocie al materialismo, dado que él aseguraba que
pensamiento y materia (extensión)
eran dos aspectos irreductibles de la substancia infinita, a la que
curiosamente llamaba Dios. Pero el Dios de Spinoza no tiene nada que ver con la
explicación teísta, no es un ser personal, sino la “causa de sí”, identificada
con todo cuanto existe, y carente de voluntad. De hecho, el filósofo judío, en
coherencia con sus principios, niega la existencia del libre albedrío incluso en
el hombre. Nada de cuanto ocurre –afirma tajante– podía haber sido de otra
forma: “Las cosas no han podido ser producidas por Dios de ninguna otra manera
y en ningún otro orden que como lo han sido.” (Ética, I, prop. XXXIII.)
El materialismo “clásico” del
siglo XVIII, tal como lo expone el Barón d’Holbach en su Sistema de la naturaleza, se caracteriza por defender idéntico
fatalismo, aun cuando asume principios empiristas que le conferirán su
ambigüedad algo oportunista hasta hoy, a medio camino entre el positivismo y la
metafísica. “La materia... –afirma D’Holbach– es todo lo que afecta a nuestros
sentidos de alguna manera.” (Système de
la nature, cap. III.) Pero acto seguido, de manera absolutamente dogmática,
le asigna toda una serie de características necesarias, sin revelarnos cómo
hemos dado en conocerlas a través de la experiencia, en un descenso abrupto
desde el nivel filosófico del siglo anterior.
En parte debido a esta incoherencia,
mucha gente confunde el materialismo con una pretendida visión científica de la
realidad. Esto es un malentendido tan extendido como burdo. La ciencia no abona
ninguna explicación metafísica, porque la ciencia por definición no es
metafísica. Por supuesto, conscientemente o no, los científicos albergan unas
nociones metafísicas u otras, como todo hijo de vecino. Pero precisamente la
fecundidad del método científico estriba en que, cuando se aplica con rigor,
estas nociones no influyen en los resultados.
3) La explicación
irracionalista. El irracionalismo afirma
que el orden es en realidad ilusorio, que no existe propiamente ningún orden
sino una apariencia de orden o regularidad. El universo es absurdo y no hay
ninguna razón por la cual la naturaleza deba obedecer ninguna “ley”. En
cualquier momento, estas supuestas leyes que lo gobiernan podrían quebrarse. No
es ninguna razón en contra que hasta ahora no lo hayan hecho, que sepamos. Así,
en realidad no habría nada que explicar. El aparente orden sería accidental,
como las formas casuales de las nubes, o como si un mono que aporreara un
teclado compusiera aleatoriamente un verso de Shakespeare.
La explicación irracionalista no
debe confundirse con ciertas versiones del materialismo que se complacen en esa
metáfora del mono, o los monos, aporreando máquinas de escribir durante una
eternidad, y que aparentemente lo explican todo por el azar evolutivo, elevado
a categoría cósmica. (Así, Richard Dawkins.) Para que el azar sirva como
explicación, debe situarse dentro de un marco de orden previo. Del bombo de la
lotería puede salir cualquier número, pero no puede salir un pulpo. Incluso en
la “lotería de Babilonia”, del relato de Borges (donde la determinación de los
premios y sanciones, y hasta su ejecución, están sometidos a una acumulación de
sorteos), existe un orden subyacente. Para el materialismo, el ser humano es un
accidente molecular, pero las leyes que gobiernan la estructura de las
moléculas y sus atracciones y repulsiones no son aleatorías en sí.
El irracionalismo, por el
contrario, sostiene que todo es absurdo, tanto si lleva repitiéndose infinitas
veces como si acontece por primera vez. Que el universo venga observando, desde
que la humanidad guarda memoria, una aparente regularidad, no nos autoriza a pensar
que tenga que seguir siendo así ni un minuto más. Y aunque la regularidad se
mantenga diez mil millones de años más, o incluso una eternidad, no por eso
dejará de ser arbitraria.
Puede pensarse que la explicación
irracionalista no es una explicación, y en cierto sentido esto es innegablemente
cierto. Pero de alguna manera soluciona el problema del orden, al plantear que
no hay nada que resolver, que no hay verdadero orden. Conviene, sin embargo, no
confundirla con la postura neopositivista. Esta afirma que no tiene sentido la
metafísica, es decir, nada de lo que digamos más allá de los fenómenos
observables. Pero eso no implica que niegue la existencia del orden, ni
siquiera la existencia de una realidad trascendente, aunque no podamos decir
nada de ella (formular proposiciones con sentido).
Sin embargo, sí hay
neopositivistas que se acercan a la posición irracionalista, cuando consideran
el orden como un mero hecho bruto del que no se hacen cuestión, ni se preguntan
si mañana persistirá o no.
La explicación irracionalista
podrá ser tachada de inverosímil, y desde luego lo es, pero ha sido planteada
seriamente, desde puntos de partida muy distintos. Existencialistas ateos como
Sartre (sobre todo en su novela La náusea)
o Albert Camus, en El mito de Sísifo,
han expuesto formalmente esta concepción de un universo carente de todo sentido,
de la espesura irreductible de la materia. Y algunas especulaciones
cosmológicas más recientes han llevado hasta el extremo la llamada teoría del multiverso. Esta, en su forma moderada, surge en
principio en el seno del materialismo o fisicalismo, pero se encuentra con el
problema antes señalado de que el azar ya supone un orden. Incluso aunque
hubiera infinitos universos, cada uno con sus propias leyes, el todo o multiverso sería a su vez un orden, el orden. El cual entendemos según la
explicación materialista o queda a su vez inexplicado. Pues bien, algunos
autores sostienen que todo aquello que es lógica y matemáticamente posible,
existe. Max Tegmark, en concreto, ha sugerido que en rigor somos matemáticas. Esto se puede entender de dos maneras, o bien
como una forma de espinosismo (explicación materialista) o bien, aunque parezca
paradójico, como un irracionalismo total, pues si todo lo lógicamente posible
existe, deberá admitirse que es posible que la próxima tarde la catedral de
Burgos aparezca en medio de los Monegros; o que, ahora mismo, al lector le
crezca una tercera oreja en el pie (no se lo deseo). Pronto veremos que las dos
concepciones son en el fondo la misma, pero no nos adelantemos.
La explicación irracionalista
puede semejar una broma, aunque no lo es. Lógicamente es irrefutable. Se puede
considerar como un juego intelectualmente ocioso, aunque no una tesis rechazable
si queremos ser rigurosos. ¿Podemos sin embargo descartar una de las otras dos?
El argumento definitivo (y 3)
El argumento definitivo (y 3)
martes, 5 de marzo de 2013
El agnóstico y el católico a la carta
Una crítica habitual al teísmo es que se basa en una confusión entre la realidad y el deseo. En contraste con ello, el agnóstico gusta de presentarse a sí mismo como una persona desapasionada.
En general, nuestras concepciones suelen estar animadas por nuestras preferencias, aunque esto no invalide a las primeras.
Si el teísta puede verse inclinado a creer en Dios porque aspira a una vida eterna, o por una necesidad de consuelo, el agnóstico también puede tener motivos no racionales. Por ejemplo, experimentar una sensación de liberación respecto a ciertos principios morales.
Sin embargo, el creyente católico también se siente libre. La diferencia con el agnóstico es que el católico cree que según el uso que haga de su libertad, se producirán unas consecuencias u otras de tipo absoluto. Por el contrario, el agnóstico sólo cree en consecuencias materiales. Si abusa del alcohol, sabe que esto le creará problemas de salud y en sus relaciones con los demás. En el peor de los casos, podrá morir de cirrosis: la muerte es lo máximo que puede sucederle. Todo mal (pero por la misma razón, también todo bien) es finito.
El creyente, en cambio, aspira al infinito, aun cuando ello implica el riesgo de perder mucho más que lo que tiene, de condenarse por toda la eternidad. El agnóstico o ateo no juega tan fuerte; en comparación no arriesga nada, porque hagamos lo que hagamos, todos acabamos igual: palmando. Para un ateo, no existe nada que tenga literalmente importancia absoluta, que deba tomarse absolutamente en serio. Por eso dijo Sartre (el ateo más lúcido del siglo XX, hasta que se convirtió al marxismo) que el psicoanálisis existencial arrojaba como principal resultado "hacernos renunciar a la seriedad".
Es curioso que a menudo se presente al ateo o librepensador como más valiente, más duro (esprit fort), cuando en realidad se podría aseverar lo opuesto: el ateo opta por la "contención de daños", por no apostar radicalmente, por no arriesgar.
Bien es cierto que muchos católicos no creen en el Infierno, ni en el Juicio Final. Se adhieren a un catolicismo a la carta, una doctrina de la cual toman sólo lo que les conviene. En esto tienden a aproximarse a los agnósticos, aunque en realidad son menos "valientes" que ellos, porque no dan el siguiente paso lógico, que es desembarazarse definitivamente de la idea de Dios.
Me atrevo a afirmar que un ateo declarado está más cerca de Dios que un católico de esa modalidad hoy tan común, que critica los dogmas y la jerarquía por no adaptarse a la sociedad actual. Para entendernos, un José Bono, que hace poco, en televisión, decía que él no era un católico de esos que creen en la Inmaculada Concepción... Esto me hace pensar en un entrenador que sostuviera que el fútbol no es en su opinión meter goles, sino pasar un buen rato. Es decir, que le gusta el fútbol en la medida en que no se lo toma demasiado en serio.
Ser ateo es en mi opinión menos osado que ser católico, pero lo es más que ser un católico a la carta. Este pone una vela a Dios y otra al diablo (o al "progreso"). Echa sólo una moneda en la máquina tragaperras, por si acaso toca. El católico, en cambio, apuesta un capital infinito. Siguiendo con esta metáfora poco edificante, el ateo es aquel que declina jugarse nada. Si el católico es un vitalista meridional, el ateo es un puritano. Y el católico a la carta, ni una cosa ni la otra, sino una mediocridad.
En general, nuestras concepciones suelen estar animadas por nuestras preferencias, aunque esto no invalide a las primeras.
Si el teísta puede verse inclinado a creer en Dios porque aspira a una vida eterna, o por una necesidad de consuelo, el agnóstico también puede tener motivos no racionales. Por ejemplo, experimentar una sensación de liberación respecto a ciertos principios morales.
Sin embargo, el creyente católico también se siente libre. La diferencia con el agnóstico es que el católico cree que según el uso que haga de su libertad, se producirán unas consecuencias u otras de tipo absoluto. Por el contrario, el agnóstico sólo cree en consecuencias materiales. Si abusa del alcohol, sabe que esto le creará problemas de salud y en sus relaciones con los demás. En el peor de los casos, podrá morir de cirrosis: la muerte es lo máximo que puede sucederle. Todo mal (pero por la misma razón, también todo bien) es finito.
El creyente, en cambio, aspira al infinito, aun cuando ello implica el riesgo de perder mucho más que lo que tiene, de condenarse por toda la eternidad. El agnóstico o ateo no juega tan fuerte; en comparación no arriesga nada, porque hagamos lo que hagamos, todos acabamos igual: palmando. Para un ateo, no existe nada que tenga literalmente importancia absoluta, que deba tomarse absolutamente en serio. Por eso dijo Sartre (el ateo más lúcido del siglo XX, hasta que se convirtió al marxismo) que el psicoanálisis existencial arrojaba como principal resultado "hacernos renunciar a la seriedad".
Es curioso que a menudo se presente al ateo o librepensador como más valiente, más duro (esprit fort), cuando en realidad se podría aseverar lo opuesto: el ateo opta por la "contención de daños", por no apostar radicalmente, por no arriesgar.
Bien es cierto que muchos católicos no creen en el Infierno, ni en el Juicio Final. Se adhieren a un catolicismo a la carta, una doctrina de la cual toman sólo lo que les conviene. En esto tienden a aproximarse a los agnósticos, aunque en realidad son menos "valientes" que ellos, porque no dan el siguiente paso lógico, que es desembarazarse definitivamente de la idea de Dios.
Me atrevo a afirmar que un ateo declarado está más cerca de Dios que un católico de esa modalidad hoy tan común, que critica los dogmas y la jerarquía por no adaptarse a la sociedad actual. Para entendernos, un José Bono, que hace poco, en televisión, decía que él no era un católico de esos que creen en la Inmaculada Concepción... Esto me hace pensar en un entrenador que sostuviera que el fútbol no es en su opinión meter goles, sino pasar un buen rato. Es decir, que le gusta el fútbol en la medida en que no se lo toma demasiado en serio.
Ser ateo es en mi opinión menos osado que ser católico, pero lo es más que ser un católico a la carta. Este pone una vela a Dios y otra al diablo (o al "progreso"). Echa sólo una moneda en la máquina tragaperras, por si acaso toca. El católico, en cambio, apuesta un capital infinito. Siguiendo con esta metáfora poco edificante, el ateo es aquel que declina jugarse nada. Si el católico es un vitalista meridional, el ateo es un puritano. Y el católico a la carta, ni una cosa ni la otra, sino una mediocridad.
domingo, 3 de marzo de 2013
Cuatro tesis sobre conservadores y progresistas
1. La mayoría de las personas no sostenemos ideas plenamente coherentes, debido casi siempre a una falta de claridad e insuficiente reflexión sobre los principios subyacentes.
Esto significa que si nos remontáramos, por la cadena de la inferencia lógica, desde cada una de nuestras opiniones hasta los axiomas (o principios indemostrables) que las sustentan, descubriríamos al menos dos principios incompatibles entre sí.
2. Si la gente fuera plenamente coherente en sus opiniones, la mayoría sería conservadora, y solo una minoría sería radicalmente progresista.
Esto significa que los principios conservadores son en sí mismos intuitivos y populares, mientras que los progresistas solo consiguen penetrar tras décadas de propaganda y "reeducación". El progresismo atrae a mucha gente porque en realidad está mezclado con ideas que no son progresistas, las cuales son admitidas fácilmente, pero permiten hacer pasar de contrabando opiniones cuyos principios subyacentes, si se mostraran desnudos, provocarían un rechazo instintivo. Un ejemplo es el matrimonio homosexual. Se plantea como si fuera un triunfo de la familia, institución que los gays y lesbianas también tendrían derecho a formar (lo cual es cierto, siempre y cuando no la desnaturalicen: nadie impide a un homosexual casarse con una persona de otro sexo), cuando en realidad la idea que subyace es que la familia natural no es más que una convención arbitraria, y que es válido jugar a inventarse otro tipo de convenciones.
3. Si los conservadores fueran plenamente coherentes, defenderían un Estado mínimo, que interfiriera poco en la vida de los ciudadanos; defenderían la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural; y defenderían la familia natural como institución fundamental de toda sociedad.
Por el contrario, actualmente, los conservadores están divididos grosso modo entre un ala liberal (que defiende la economía de mercado pero es laxa en cuestiones morales, como el derecho a la vida de los nonatos) y un ala tradicionalista, que mantiene posturas firmes en la moral, pero no ve con recelo al Estado socialdemócrata. Ambas posiciones son, por separado, internamente incoherentes, porque no se puede defender la libertad económica desvinculándola del sustrato moral que la hace posible y fértil. Y tampoco se pueden defender los principios morales (que se sostienen en la responsabilidad individual) al tiempo que el Estado suplanta dicha responsabilidad tutelando a los individuos desde la cuna hasta la tumba.
4. Si los progresistas fueran plenamente coherentes, no tendrían problema en defender un Estado totalitario, que interviniera en todos los aspectos de la vida humana, ni en ser partidarios del infanticidio, la eugenesia y eutanasia activas, la experimentación ilimitada con embriones, la poligamia y la pedofilia.
Esto quiere decir que si partimos de una moral inmanentista, cualquier práctica consentida entre adultos es válida... aunque también las no consentidas, si se justifican en nombre del progreso, el pueblo, la ciencia o cualquier otro ídolo. Incluso la pedofilia es defendible, si reducimos el sexo a una actividad inocua e intrascendente. Pero como decía en el comentario de la tesis 2, los progresistas habitualmente se cuidan de ser consecuentes, y por eso han inventado el concepto de "libertad sexual" de nuestro código penal, un híbrido deforme entre el viejo concepto del pudor y el pansexualismo sesentayochista. En principio, no hay límite a lo que la mente humana puede concebir como factible y justificable, abandonada a sí misma. Prueba de ello es que los "demototalitarismos" (ver Pío Moa, España contra España, pág. 85) del siglo XX han llegado a argumentar (y por supuesto, a poner en práctica) el genocidio. Las legislaciones abortistas de las actuales democracias liberales son un claro residuo tóxico de las concepciones totalitarias, que no reconocen ningún principio sagrado, en el estricto sentido del término.
Esto significa que si nos remontáramos, por la cadena de la inferencia lógica, desde cada una de nuestras opiniones hasta los axiomas (o principios indemostrables) que las sustentan, descubriríamos al menos dos principios incompatibles entre sí.
2. Si la gente fuera plenamente coherente en sus opiniones, la mayoría sería conservadora, y solo una minoría sería radicalmente progresista.
Esto significa que los principios conservadores son en sí mismos intuitivos y populares, mientras que los progresistas solo consiguen penetrar tras décadas de propaganda y "reeducación". El progresismo atrae a mucha gente porque en realidad está mezclado con ideas que no son progresistas, las cuales son admitidas fácilmente, pero permiten hacer pasar de contrabando opiniones cuyos principios subyacentes, si se mostraran desnudos, provocarían un rechazo instintivo. Un ejemplo es el matrimonio homosexual. Se plantea como si fuera un triunfo de la familia, institución que los gays y lesbianas también tendrían derecho a formar (lo cual es cierto, siempre y cuando no la desnaturalicen: nadie impide a un homosexual casarse con una persona de otro sexo), cuando en realidad la idea que subyace es que la familia natural no es más que una convención arbitraria, y que es válido jugar a inventarse otro tipo de convenciones.
3. Si los conservadores fueran plenamente coherentes, defenderían un Estado mínimo, que interfiriera poco en la vida de los ciudadanos; defenderían la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural; y defenderían la familia natural como institución fundamental de toda sociedad.
Por el contrario, actualmente, los conservadores están divididos grosso modo entre un ala liberal (que defiende la economía de mercado pero es laxa en cuestiones morales, como el derecho a la vida de los nonatos) y un ala tradicionalista, que mantiene posturas firmes en la moral, pero no ve con recelo al Estado socialdemócrata. Ambas posiciones son, por separado, internamente incoherentes, porque no se puede defender la libertad económica desvinculándola del sustrato moral que la hace posible y fértil. Y tampoco se pueden defender los principios morales (que se sostienen en la responsabilidad individual) al tiempo que el Estado suplanta dicha responsabilidad tutelando a los individuos desde la cuna hasta la tumba.
4. Si los progresistas fueran plenamente coherentes, no tendrían problema en defender un Estado totalitario, que interviniera en todos los aspectos de la vida humana, ni en ser partidarios del infanticidio, la eugenesia y eutanasia activas, la experimentación ilimitada con embriones, la poligamia y la pedofilia.
Esto quiere decir que si partimos de una moral inmanentista, cualquier práctica consentida entre adultos es válida... aunque también las no consentidas, si se justifican en nombre del progreso, el pueblo, la ciencia o cualquier otro ídolo. Incluso la pedofilia es defendible, si reducimos el sexo a una actividad inocua e intrascendente. Pero como decía en el comentario de la tesis 2, los progresistas habitualmente se cuidan de ser consecuentes, y por eso han inventado el concepto de "libertad sexual" de nuestro código penal, un híbrido deforme entre el viejo concepto del pudor y el pansexualismo sesentayochista. En principio, no hay límite a lo que la mente humana puede concebir como factible y justificable, abandonada a sí misma. Prueba de ello es que los "demototalitarismos" (ver Pío Moa, España contra España, pág. 85) del siglo XX han llegado a argumentar (y por supuesto, a poner en práctica) el genocidio. Las legislaciones abortistas de las actuales democracias liberales son un claro residuo tóxico de las concepciones totalitarias, que no reconocen ningún principio sagrado, en el estricto sentido del término.
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sábado, 2 de marzo de 2013
La prueba de la existencia de Dios (y 2)
Dice Steenberghen: "Pues que algo existe, algo existe por sí [es necesario]". Y lo razona del siguiente modo: "La afirmación 'nada existe' no solamente es falsa, por desconocer el dato más evidente de todos, sino que implica una contradicción ejercida, ya que 'afirmar' que nada existe, supone necesariamente que algo existe." (Págs. 155 y 156, ref. en entrada anterior.)
El razonamiento es erróneo. "Nada existe" se contradice ciertamente con la realidad, porque el mero hecho de afirmarlo ya implica que existe al menos algo, es decir, la propia afirmación. Pero la proposición no es internamente contradictoria, es decir, aunque obviamente no sea el caso, no existe ninguna contradicción en la posibilidad de que no existiera nada.
No se puede demostrar, por tanto, que existe un Ser necesario. Pero esto no significa que no exista. Más aún, creo que es absolutamente razonable pensar que existe, aunque formalmente sea imposible de probar. Todas las pretendidas pruebas de la existencia de Dios observan esta estructura:
Cuando en realidad, lo único (pero es mucho) que puede dejarse establecido es:
O dicho de otra forma, que puede resultar mucho más impactante, psicológicamente:
Es decir, creer en Dios no es una cuestión de sí o no, sino una cuestión de esto o lo otro. Se trata de un dilema. Uno puede decidir no creer en Dios, pero entonces deberá aceptar las consecuencias. ¿Y cuáles son estas? Lo explicaré brevemente en lo que queda de esta entrada.
Si no existe un Ser necesario de carácter personal, que crea el mundo por un acto libre de su voluntad y lo dota de un orden deliberado, tenemos dos opciones. O bien el universo es en sí mismo necesario y no podía haber sido de otra manera; o bien el universo es completamente "gratuito" (Sartre), existe porque sí, de manera totalmente inmotivada, y además podía haber sido parcial o totalmente distinto de como es, sin que exista tampoco ninguna explicación para su forma actual. Ahora bien, acabamos de ver que la primera opción es insostenible, pues nada impide pensar que nada hubiera existido; todo cuanto entra dentro de lo observable es contingente, y además arbitrario (no hay necesidad absoluta de que sea como es). Por tanto, si Dios no existe, todo es arbitrario, sin sentido.
¿Prueba esto apodícticamente que Dios existe? No. Solo prueba que si Dios no existe, podemos olvidarnos de la racionalidad última de lo real. Significaría que cualquier estado de cosas lógicamente posible puede darse en cualquier instante. Y en efecto, algunos cosmólogos han llegado exactamente a esta conclusión, conocida como tesis del multiverso, según la cual, en su formulación más radical, existen infinitos universos que contemplan todas las posibilidades. Algunos de ellos consisten en ligeras variaciones del nuestro, en las que una buena mañana, por ejemplo, el Sol se muestra en traje de campaña, como en el chiste de Eugenio. Y no tenemos ninguna razón para sostener que nuestro universo, aparentemente tan cuerdo, no vaya a convertirse en el siguiente minuto en un escenario propio de un cuento de Julio Cortázar o Pere Calders. (Ver David Lewis y su metafísica del realismo modal, o Max Tegmark y su hipótesis del universo matemático, en Dios y las cosmologías modernas, de F. J. Soler Gil [ed.], BAC, Madrid, 2005, págs. 112 y 302.)
Podemos desarrollar este razonamiento haciendo ver que el mismo dilema se nos plantea con el carácter personal de Dios. Si el Ser necesario no es un ser personal, deberemos admitir que se trata de una fuerza ciega, que por tanto no es esencialmente distinguible de cualquier otra fuerza conocida del universo, y es asimismo contingente y arbitraria, llamémosla "materia", "energía", "destino", "voluntad" (Schopenhauer) o como queramos. Solo una Inteligencia fundamental puede trascender lo contingente y lo arbitrario, solo de la inteligencia puede manar la inteligibilidad. Cuando hablamos del Dios personal, no estamos tratando de racionalizar un bello mito que nos resistimos a abandonar, sino reconociendo la única opción posible frente al irracionalismo metafísico, estamos admitiendo el carácter fundacional del hecho personal, la esencia irreductible de la persona. No hay más explicación última que una Inteligencia libre, creadora del orden; de lo contrario todo orden es ilusorio, es mera contingencia y arbitrariedad ciega.
Espero que se entienda ahora la impaciencia, mezclada de irritación, que me producen los agnósticos (la mayoría de ellos) que van de racionalistas por la vida, cuando precisamente, si fueran consecuentes, deberían empezar por admitir que su posición entraña un radical irracionalismo metafísico. Sean ustedes ateos o agnósticos, pero sean consecuentes con ello, al menos.
El razonamiento es erróneo. "Nada existe" se contradice ciertamente con la realidad, porque el mero hecho de afirmarlo ya implica que existe al menos algo, es decir, la propia afirmación. Pero la proposición no es internamente contradictoria, es decir, aunque obviamente no sea el caso, no existe ninguna contradicción en la posibilidad de que no existiera nada.
No se puede demostrar, por tanto, que existe un Ser necesario. Pero esto no significa que no exista. Más aún, creo que es absolutamente razonable pensar que existe, aunque formalmente sea imposible de probar. Todas las pretendidas pruebas de la existencia de Dios observan esta estructura:
P,
luego Dios existe.
Cuando en realidad, lo único (pero es mucho) que puede dejarse establecido es:
Si P,
Dios existe.
O dicho de otra forma, que puede resultar mucho más impactante, psicológicamente:
Si Dios no existe,
no P.
Es decir, creer en Dios no es una cuestión de sí o no, sino una cuestión de esto o lo otro. Se trata de un dilema. Uno puede decidir no creer en Dios, pero entonces deberá aceptar las consecuencias. ¿Y cuáles son estas? Lo explicaré brevemente en lo que queda de esta entrada.
Si no existe un Ser necesario de carácter personal, que crea el mundo por un acto libre de su voluntad y lo dota de un orden deliberado, tenemos dos opciones. O bien el universo es en sí mismo necesario y no podía haber sido de otra manera; o bien el universo es completamente "gratuito" (Sartre), existe porque sí, de manera totalmente inmotivada, y además podía haber sido parcial o totalmente distinto de como es, sin que exista tampoco ninguna explicación para su forma actual. Ahora bien, acabamos de ver que la primera opción es insostenible, pues nada impide pensar que nada hubiera existido; todo cuanto entra dentro de lo observable es contingente, y además arbitrario (no hay necesidad absoluta de que sea como es). Por tanto, si Dios no existe, todo es arbitrario, sin sentido.
¿Prueba esto apodícticamente que Dios existe? No. Solo prueba que si Dios no existe, podemos olvidarnos de la racionalidad última de lo real. Significaría que cualquier estado de cosas lógicamente posible puede darse en cualquier instante. Y en efecto, algunos cosmólogos han llegado exactamente a esta conclusión, conocida como tesis del multiverso, según la cual, en su formulación más radical, existen infinitos universos que contemplan todas las posibilidades. Algunos de ellos consisten en ligeras variaciones del nuestro, en las que una buena mañana, por ejemplo, el Sol se muestra en traje de campaña, como en el chiste de Eugenio. Y no tenemos ninguna razón para sostener que nuestro universo, aparentemente tan cuerdo, no vaya a convertirse en el siguiente minuto en un escenario propio de un cuento de Julio Cortázar o Pere Calders. (Ver David Lewis y su metafísica del realismo modal, o Max Tegmark y su hipótesis del universo matemático, en Dios y las cosmologías modernas, de F. J. Soler Gil [ed.], BAC, Madrid, 2005, págs. 112 y 302.)
Podemos desarrollar este razonamiento haciendo ver que el mismo dilema se nos plantea con el carácter personal de Dios. Si el Ser necesario no es un ser personal, deberemos admitir que se trata de una fuerza ciega, que por tanto no es esencialmente distinguible de cualquier otra fuerza conocida del universo, y es asimismo contingente y arbitraria, llamémosla "materia", "energía", "destino", "voluntad" (Schopenhauer) o como queramos. Solo una Inteligencia fundamental puede trascender lo contingente y lo arbitrario, solo de la inteligencia puede manar la inteligibilidad. Cuando hablamos del Dios personal, no estamos tratando de racionalizar un bello mito que nos resistimos a abandonar, sino reconociendo la única opción posible frente al irracionalismo metafísico, estamos admitiendo el carácter fundacional del hecho personal, la esencia irreductible de la persona. No hay más explicación última que una Inteligencia libre, creadora del orden; de lo contrario todo orden es ilusorio, es mera contingencia y arbitrariedad ciega.
Espero que se entienda ahora la impaciencia, mezclada de irritación, que me producen los agnósticos (la mayoría de ellos) que van de racionalistas por la vida, cuando precisamente, si fueran consecuentes, deberían empezar por admitir que su posición entraña un radical irracionalismo metafísico. Sean ustedes ateos o agnósticos, pero sean consecuentes con ello, al menos.
La prueba de la existencia de Dios (1 de 2)
Hace una semana publiqué en Twitter esto: "El cristianismo es algo demasiado bueno para no ser verdad." La frase es mía, aunque me sorprendería que no la hubiera pronunciado alguien antes que yo. Ni siquiera descarto que la haya leído en algún sitio y lo haya olvidado; no sería la primera vez que cometo un plagio involuntario.
Hay quienes creen que el cristianismo no es más que una confusión entre la realidad y el deseo. Esto significa no haber entendido nada. La esperanza es cualquier cosa excepto un déficit del sentido de la realidad. Por el contrario, la esperanza es una actitud dolorosamente realista, significa reconocer nuestra absoluta precariedad metafísica. Por eso ilustres conversos como C. S. Lewis o G. K. Chesterton han confesado haber sentido auténtico miedo, en el umbral de su conversión, de que el cristianismo fuera verdad. ¿Y si... hubiera Cielo e Infierno, ángeles y demonios, salvación y condenación eternas, después de todo?
El agnóstico expulsa estas inquietudes de su mente con un razonamiento pragmático: no podemos perder tiempo en considerar toda posibilidad, por lo que lo más productivo es centrarse sólo en los hechos. Sin embargo, de nuevo esto supone desconocer la esencia del problema, porque el cristianismo no es una posibilidad: es la posibilidad. Si el cristianismo es una bella fábula, hay que reconocer que se trata de la fábula más audaz jamás concebida por el espíritu humano.
Abrigo la presunción de que quien entienda esa boutade de mi Twitter, necesariamente creerá. Sin embargo, o más bien por ello, no creo que exista una prueba formalmente apodíctica de la existencia de Dios, como existe una demostración del Teorema de Pitágoras. Dios está oculto, y hay razones profundas para pensar que no podía ser de otro modo. Si Dios fuera evidente como lo es cualquier otro objeto, sería obviamente un objeto, cosa que precisamente no es.
Recientemente ha caído en mis manos el bello y sapiente libro del teólogo Fernand van Steenberghen, Dios oculto. ¿Cómo sabemos que Dios existe? (Desclée de Brouwer, Pamplona, 1965). Empieza el autor por un análisis crítico de las más famosas pruebas de la existencia de Dios, debidas a San Agustín, San Anselmo, Avicena, Santo Tomás, Descartes, Maréchal, etc, con un especial examen de las cinco vías tomistas. La objeción que le merecen prácticamente todas ellas es que, aun cuando probaran la existencia de "algo", quedaría todavía por demostrar que ese algo es Dios, definido por Steenberghen con admirable concisión como el "Creador providente del universo".
No deja de resultar entrañable que el autor desarrolle su propia demostración, que denomina "prueba metafísica", en los capítulos IX y X... Y que sea susceptible de las mismas críticas que todas las anteriores, pese al cuidadoso empeño que pone Steenberghen en evitarlas. Declino exponer aquí el razonamiento del teólogo belga. Baste decir que cree poder probar, en dos tiempos, la existencia de un Ser necesario y sus atributos de Ser personal. Me centraré sólo en lo primero, pero esto requiere otra entrada.
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