martes, 30 de diciembre de 2014

Debatir con Podemos

Los dirigentes de Podemos practican un modo de argumentar que elude el debate sobre lo esencial, esto es, si las medidas de tipo socialista (nacionalizaciones, impuestos confiscatorios a los ricos, gasto público, etc.) funcionan mejor que las de tipo liberal (privatizaciones, reducción de impuestos, austeridad presupuestaria). Y algo no menos importante: si pueden aplicarse sin conculcar los derechos humanos básicos, como el de propiedad y otros. La primera razón por la que, en general, eluden el debate académico sobre sus propuestas (ellos, que tanto gustan de recordar que son profesores) es evidente: no les hace ninguna falta, porque intuitivamente una gran mayoría de españoles sigue creyendo que "el liberalismo es pecado", aunque seguramente por motivos distintos a los de Juan Manuel de Prada. (Incidentalmente, esto explica también por qué, aparte motivos de medro personal, tantos falangistas se reconvirtieron en progresistas sin despeinarse.) La segunda razón es que tampoco les conviene, porque debatir sobre el socialismo supondría aceptar, implícitamente, que no es un dogma de fe, que existen argumentos a favor y en contra.

En lugar de tratar de argumentar sus propuestas, Podemos utiliza básicamente las siguientes tácticas retóricas:

1) La descalificación. Cualquiera que discrepe de Podemos será tachado de "casta", a veces también de "neoliberal" (que en los ambientes es un insulto terrible). Juan Carlos Monedero es además un virtuoso en el recurso de achacar a su adversario errores elementales, a fin de sembrar dudas sobre su solvencia intelectual; en contraste, no hay que decirlo, con su currículo supuestamente apabullante.

2) Cambiar de tema. En esto, tanto Iglesias como Monedero son consumados maestros. Ante cualquier argumento en contra, ellos vuelven siempre a lo suyo, a la denuncia de la corrupción y de la situación de las personas que atraviesan mayores dificultades. Con ello, además de conseguir esquivar cualquier crítica a sus propuestas, consiguen más minutos de televisión hablando de lo que les beneficia (que es enardecer a la gente aún más de lo que está) y además de algún modo tratan de monopolizar esa denuncia, sugiriendo que a sus interlocutores no les preocupan tanto los desahucios ni la pobreza como a ellos.

3) Ridiculizar las acusaciones que les relacionan con el chavismo. Aunque esto puede considerarse como una variante del punto 1, es de suma importancia. Pues lo que resulta crucial, tratándose de Podemos, es que sus dirigentes son una élite de tipo leninista, entrenada en Venezuela en las técnicas para la toma revolucionaria del poder, aprovechando las facilidades que les ofrece la democracia. Y este es su punto electoralmente más débil, en la medida en que se conozca suficientemente. Para contrarrestarlo, intentan adoptar una apariencia de socialdemócratas escandinavos y, sobre todo, se burlan de quienes, según ellos, sacan a pasear el fantasma de Chávez.

Unas notas rápidas de cómo hay que argumentar con Podemos.

1) Hay que señalar y denunciar sus inconsecuencias personales, los casos de corrupción y de conducta poco ética en los que están mezclados. Pero debe hacerse como de pasada, sin pretender que el debate gire únicamente en torno a un tema en el que ellos tienen más que ganar. La gente está harta, con razón, del "y tú más" o el "y tú lo mismo", como principal argumento empleado cuando se habla de la corrupción.

2) Llevarles al terreno del debate entre socialismo y liberalismo, recordando la experiencia de Venezuela y otros países que aplican medidas socialistas, con resultados conocidos. No hay que caer en un error recurrente, consistente en decir "yo comparto vuestro diagnóstico, no vuestras soluciones". Las soluciones equivocadas proceden de diagnósticos equivocados. Y señalar ciertos síntomas (la corrupción, el paro, la pobreza) no es todavía hacer un diagnóstico en absoluto, ni acertado ni erróneo.

3) Hay que detectar y poner de manifiesto las tres tácticas discursivas enumeradas arriba, cada vez que las utilicen, y así deshacer el efecto hipnótico que pretenden. Cada vez que descalifican ("tú eres casta"), cambian de tema ("la prioridad es la gente que no tiene para pagar la hipoteca o la luz") o sonríen ante quienes les recuerdan sus vínculos bolivarianos ("no sabéis hablar de otra cosa, nuestro modelo es Suecia"), debe mostrarse el carácter puramente instrumental de su discurso, lo evidente y con frecuencia burdo de sus tácticas.

Los dirigentes de Podemos no muerden, intelectualmente hablando. Tratan de intimidar con sus currículos supuestamente brillantes, pero saben que no les conviene realmente el debate de altura, sino el juego sucio: en ello son auténticos catedráticos.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Más Chandler y menos Chomsky

Uno de los ingredientes esenciales del género negro, tanto en el cine como en la literatura, es eso que suele llamarse crítica social. De ahí a postular que esa modalidad de relato policíaco es intrínsecamente de izquierdas hay un paso tan fácil como falso. Una cosa es reflejar las miserias morales de la clase adinerada, y otra muy distinta utilizar ese reflejo para arremeter contra los mercaos. Para esto último, no basta con que la ideología del autor se preste a ello, sino que además debe estar dispuesto a subordinar a ella los criterios estéticos.

Dashiell Hammett coqueteó con el comunismo, pero por lo que recuerdo, eso no se notaba lo más mínimo en sus novelas, pulcras descripciones objetivas de hechos y diálogos, inspiradas, según dicen, en las sagas islandesas, relatos medievales que sorprenden aún hoy por su total ausencia de valoraciones y juicios explícitos. Pero es que Hammett fue un genio, y sus novelas son un goce que sobrepasa el ámbito del género.

Quien fijó verdaderamente el género negro, tal como se sigue cultivando en la actualidad, fue Raymond Chandler, con su inolvidable novela El sueño eterno. La narración del detective en primera persona, el gusto por la descripción somera pero brillante de vestuario y escenarios, las reflexiones personales del protagonista, sin pretensiones, pero cumpliendo una inequívoca función estética, especialmente como remate de la novela, y la hábil explicación final, proporcionando la información justa para que el lector deduzca por sí mismo el resto, se reconocen con facilidad en los cultivadores de nuestros días.

El problema surge cuando algunos autores pretenden aprovechar la forma chandleriana para verter opiniones que no le interesan a nadie, especialmente si son las del montón, o sea, las progres. Como he dicho antes, no es algo que dependa sólo de la ideología del autor. Vázquez Montalbán era comunista (qué le vamos a hacer; y Céline era nazi) pero su serie de novelas protagonizadas por el detective Pepe Carvalho tenían la encomiable virtud de eludir colarnos monsergas directas, salvo que la memoria me falle. (La obra maestra de la serie tal vez fuera Los mares del Sur.) Por supuesto, la pintura de los personajes y situaciones dejaba entrever sin dificultad las inclinaciones políticas del autor, pero este no ofendía la inteligencia del lector formulándolas explícitamente. No nos soltaba su opinión como el cuñado que aprovecha aviesamente la sobremesa para ilustrarnos con sus originalísimas ideas de consumidor de tertulias televisivas o radiofónicas.

Recientemente me he propuesto leer la serie de novelas policíacas de Lorenzo Silva, protagonizadas por el sargento de la Guardia Civil Rubén Bevilacqua y su ayudante Virginia Chamorro. De momento he despachado las dos primeras, El lejano país de los estanques y El alquimista impaciente. Son muestras apreciables del género, que se leen con gusto. Pero, ay, a Lorenzo Silva le tienta demasiado opinar a través de su alter ego Bevilacqua, uno de los mayores pecados de un novelista.

En la última novela mencionada hay un ejemplo paradigmático, que permite ilustrar lo que pretendo decir. En el capítulo 12 Silva nos describe a un cínico personaje, llamado Egea, que trabaja al servicio de un hombre muy rico, sobornando políticos para obtener contratos, y especulando con la recalificación de terrenos. Y el tal personaje se expresa en estos términos:

"Nunca le quitamos nada a nadie. Puede que otros quisieran ganar el dinero que ganamos, pero si lo hicimos nosotros fue porque anduvimos más vivos. La libre competencia, que se llama. El cimiento de nuestra sociedad."

¿Libre competencia, sobornar políticos y beneficiarse de las limitaciones que estos imponen a la propiedad del suelo? Bueno, tal vez el autor sólo pretenda mostrar cómo algunos tergiversan el sentido de las palabras para justificar su bribonería. Pero esta explicación piadosa queda desmentida tres líneas más abajo, cuando el sargento Bevilacqua nos expone su opinión de la libre competencia:

"Por mi parte, desisto de creer en la libre competencia hasta el día en que los niños de Liberia puedan aspirar a viajar a Disneylandia, en lugar de tener que defender su vida con un M-16. Pero Egea recibía por la parte ancha del embudo, y seguramente le gustaba pensar que lo merecía."

Relacionar la libre competencia con la guerra es reincidir, agravándolo, en el oxímoron de asociar libertad de mercado con el tejemaneje político. Y aludir a embudos revela a las claras los estragos que ha causado y sigue causando la falacia de la suma cero (si unos ganan, otros tienen que perder, supuestamente). Pero ponerse sentimental con la alusión a Disneylandia ya es un empalago excesivo. Seré un desalmado, pero yo me conformo con que los niños africanos puedan ir a la escuela y tengan acceso a atención médica y antibióticos. Y una de las cosas que más contribuiría a ello sería levantar las barreras al libre comercio, es decir, profundizar en la libre competencia.

Lorenzo Silva trata de mostrarnos una Guardia Civil moderna, que ha pasado de perseguir a gitanos y robagallinas a ser implacable con los ricos. Quizá sea un progreso, pero a mí me tranquilizaría más saber que los agentes del orden no abrigan ideas de revanchismo social, sino simplemente de justicia y de verdad objetiva, sin aditivos ideologicos. Y que cada cual saque sus propias conclusiones, como en las buenas novelas, exentas de moralina impertinente.