Las calles de Cataluña están empapeladas con la campaña de la ANC "Ara és l'hora". Son carteles y pancartas de fondo amarillo y letras rojas, aludiendo a los colores de la senyera, con mensajes supuestamente espontáneos de la gente, muchos de ellos infantiles hasta producir sonrojo, que empiezan invariablemente con las palabras "Vull: un país...", "quiero: un país...", seguidas de los más variados deseos.
"Quiero: un país donde mi abuela llegue a fin de mes."
"...de donde no tenga que irme para encontrar trabajo."
"...con escuelas públicas de calidad."
"...donde crear una empresa sea fácil"
"...con una sanidad sin listas de espera."
"...donde pueda irme de casa a los 18."
Etc.
Lo primero que puede decirse de casi todos estos deseos es que no es nada evidente la relación que pueda existir entre su realización y la creación de un Estado nuevo, mediante una secesión territorial. ¿Por qué una Cataluña separada del resto de España tendría más éxito en reducir las listas de espera en la sanidad o en proporcionar pensiones más elevadas? No sólo es difícil responder a esta pregunta, sino que todo indica que durante los primeros años, y probablemente décadas, las dificultades presupuestarias de un estado catalán, que priorizaría la implementación de sus estructuras soberanas, serían mucho más dramáticas que las actuales. Ya sucede ahora, cuando Artur Mas destina millones de euros a la agitación separatista, mientras debe otros tantos a las farmacias y recorta en ayudas a los ancianos y enfermos.
En realidad, a juzgar por los programas de los partidos más decididamente separatistas, ERC y CUP, una Cataluña independiente sería una verdadera pesadilla de impuestos elevados y controles, lo cual no sólo no garantiza mejor sanidad ni mejores pensiones (si fuera así, Venezuela tendría mayor calidad de vida que Suiza), sino que entra en contradicción directa con el cándido deseo de ese manresano que sueña con facilidades para la creación de empresas.
Esto nos lleva a una crítica más profunda de la campaña de la ANC. El problema de todas estas buenas intenciones es que delegan en "el país" (es decir, en la sociedad; es decir, en otros) la responsabilidad de cumplir prácticamente cualquier aspiración individual. El mensaje más paradigmático tal vez sea el que he citado en último lugar, el de ese adolescente (Carlos Aznar, de Cornellà: me abstengo del chiste fácil sobre el apellido) que culpa implícitamente a España de no poder emanciparse de sus padres. Bien, que sepamos, nada se lo impide, estrictamente hablando, salvo que probablemente él no querrá asumir el sacrificio personal en forma de, por ejemplo, trabajar como mínimo cuarenta horas semanales en un empleo poco atractivo para poder pagar el alquiler de un piso de sesenta metros cuadrados lejos del centro. Carne de la ESO, a este chaval le han adoctrinado eficazmente en la idea de que por el mero hecho de nacer, uno tiene derecho, a partir de los dieciocho años de edad, a una vivienda de tres habitaciones y dos cuartos de baño. Y a un trabajo generosamente remunerado, con tiempo para ir al cine y al teatro por las tardes. De aquí a la renta universal que propone Teleiglesias no hay más que un paso estrictamente lógico.
Nadie niega que sea legítimo aspirar a una sociedad mejor, con una buena sanidad, unas pensiones suficientes, una baja tasa de desempleo y unos alquileres asequibles para los jóvenes. El error estriba en pensar que todas estas cosas se pueden conseguir extrayendo más dinero a la sociedad vía impuestos, sea en una Cataluña independiente o en una España gobernada por Podemos. Cualquier sociedad más próspera se puede construir sólo mediante el esfuerzo y el talento de cada uno de sus miembros, produciendo más y mejor. Y para ello lo mejor que puede hacer el gobierno es entorpecer lo menos posible los esfuerzos productivos de sus ciudadanos, lo que implica reducir la onerosa burocracia, las reglamentaciones infinitas, la presencia de políticos en instituciones económicas, reguladoras y judiciales, y la abusiva carga fiscal que sostiene todo el tinglado. Es decir, todo lo contrario de lo que demandan la izquierda y el nacionalismo separatista.
Con frecuencia se culpa a los socialistas de arrastrar un prejuicio de origen antifranquista contra la idea de España, que les lleva a sostener posiciones cuando menos ambiguas respecto al nacionalismo separatista. Esta acusación es indudablemente certera, pero la conexión entre izquierda y nacionalismo periférico reside en un estrato mucho más hondo. Ambas ideologías se caracterizan por sostener que casi todos los problemas humanos se pueden solucionar dotando al Estado (sea el existente, o uno nuevo, escindido del anterior) de más recursos económicos. En un caso, se trataría de incrementar los impuestos a "los ricos" (= la clase media que carece de capacidad jurídica para demostrar que no es rica) y perseguir más eficazmente el fraude fiscal; en el otro, de que una administración regional disponga libremente de todos los impuestos recaudados. No hace falta decir que ambas opciones son perfectamente compatibles. Culpar a los especuladores de la pobreza o de las deficiencias de los servicios públicos es el mismo tipo de proceso mental que subyace al "Espanya ens roba". En ambos casos se concibe la riqueza no como el resultado dinámico de una actividad, sino como una magnitud estática, una parte de un pastel de la cual nos han privado los capitalistas, los banqueros o "Madrid". Y para recuperarla, ya lo habrán adivinado, bastará con entregar previamente el poder al Teleiglesias o al Juncágoras de turno.
Cómo terminan estas aventuras es algo ya sobradamente conocido. Los demagogos que obtienen el poder señalando a un enemigo, continuarán acrecentándolo mediante la misma táctica que les ha reportado su éxito inicial, fabricando nuevos chivos expiatorios, a medida que los anteriores dejan de ser útiles o creíbles. Es la espiral terrorífica del totalitarismo, que destruye implacablemente las libertades y con ellas cualquier prosperidad posible, presentando falazmente invertida su relación causal. Se convence a la gente de que para que haya más democracia o más igualdad hay que empezar forzando las leyes, y el resultado es una concentración de poder político que convierte en una farsa la democracia más o menos imperfecta que había antes, y la instauración de una nueva desigualdad mucho más injusta, arbitraria y permanente que la que se origina en el dinero, que por naturaleza es cambiante. O por volver a nuestro adolescente de Cornellà, se empieza reclamando al Estado que te emancipe de los padres y se acaba renunciando para siempre a ser un ciudadano adulto.
sábado, 18 de octubre de 2014
lunes, 13 de octubre de 2014
La tentación progresista
Hemos pasado en escasas décadas de una sociedad en la cual mucha gente se casaba según el rito católico, bautizaba a los hijos y acudía a misa no siempre por una fe sincera, sino porque era lo socialmente establecido, a una sociedad en que lo aceptable es ser progresista, y apartarse de esta nueva ortodoxia puede tener efectos tan incómodos como ver frustrada una carrera profesional o enfrentarse a querellas judiciales.
Ser progresista, en esencia, implica sostener dos cosas: que toda conducta sexual consentida entre adultos es moralmente irreprochable, y que el gobierno debe garantizar el bienestar material de los ciudadanos, por el mero hecho de haber nacido. Es decir, por un lado nos libera de toda tutela patriarcal, y por el otro nos ofrece un formidable sustituto del Padre, que es el Estado.
Esto suena bien a los oídos modernos, pero hay un lado oscuro que no podemos silenciar. Poner la libertad erótica por encima de todo no sólo no favorece en absoluto la formación de hogares estables para los niños, sino que es directamente letal para la delicada vida intrauterina. La innegable consecuencia de la emancipación sexual es el aborto masivo, la última red de seguridad anticonceptiva de un sexo desligado de cualquier finalidad reproductiva.
Por su parte, el Estado paternalista está lejos de ser algo tan maravilloso como nos lo suelen vender, pues implica una asfixiante combinación de impuestos elevados e inflación legislativa, esto es, una merma objetiva de la libertad de los individuos. El Papiestado te concede básicamente libertad para follar (perdón por la expresión) pero en cuanto al resto nos vemos abocados, cada vez más, antes de dar cualquier paso, a rellenar el impreso correspondiente, a sufrir la inspección, el impuesto, la tasa y la multa. Colateralmente, el intervencionismo inhibe la iniciativa y provoca contracciones económicas que la administración suele resolver como ya hiciera Lenin, mediante temporales liberalizaciones que conceden el suficiente respiro a los ciudadanos para recuperarse, y así poder ser exprimidos de nuevo por el Montoro de turno. Pero lo fundamental no es que la socialdemocracia sea menos eficaz (que lo es) sino que nos acerca portentosamente a la sociedad de esclavos felices que imaginara Aldous Huxley en su célebre novela.
Lo gracioso es que habríamos vendido buena parte de nuestras libertades por una sola que, de hecho, ya que no de derecho, siempre ha ejercido buena parte de la humanidad. Quien de verdad lo quería, ni en los más oscuros tiempos de la Inquisición dejaba de refocilarse en el pecado carnal, con el tentador aliciente que añadía la clandestinidad; al menos a juzgar por nuestros clásicos de la literatura. En nuestros días, por el contrario, el sexo se ha convertido casi en una prescripción médica, lo cual no creo que contribuya a la sensualidad, sino más bien al contrario.
Pese a sus sombras, hay que reconocer que el prestigio del progresismo permanece intacto. Su influencia alcanza incluso a amplios sectores cristianos. En primer lugar, aunque la doctrina social católica es contraria a la hipertrofia del Estado, lo cierto es que sus concepciones económicas no se han desarrollado en coherencia con ello, y sigue insistiendo con frecuencia en diagnósticos sociales drásticamente erróneos, que relacionan al mercado con la mala distribución de la riqueza y otros males. No es la primera vez que a la Iglesia le sucede esto. Todavía hoy está pagando su error de asociarse demasiado estrechamente con la física aristotélica, origen del grosero pero devastador malentendido según el cual el cristianismo y la ciencia serían antagónicos. En realidad, lo mismo hubiera sucedido si hubiera habido un Santo Tomás newtoniano, que hoy habría quedado desacreditado por la física cuántica. Lo peor que puede hacer la Iglesia es tratar de asimilar paradigmas ajenos para parecer acorde con los tiempos; pues aquellos pasan, mientras que la Verdad permanece, salvo para quienes juzgan las cosas superficialmente.
Son muchas las voces dentro del catolicismo -en segundo lugar- que reclaman también un remozamiento de sus concepciones morales, y que llevan a algunos a depositar expectativas aventuradas en el Sínodo de la Familia que se está celebrando estos días. Bien es verdad que el papa Francisco se ha prodigado en dudosos gestos mediáticos que alimentan a los espíritus ansiosos de novedades doctrinales. Uno de los temas del debate es la situación de los católicos divorciados que han vuelto a casarse o a vivir en pareja. ¿Deben ser admitidos en la comunión? La cuestión trasciende evidentemente el ámbito meramente litúrgico. Se trata de saber si el sexo fuera del matrimonio canónico puede ser admitido en determinadas circunstancias; por ejemplo, en el caso de disolución civil del contrato conyugal.
Confieso que nunca he entendido a quienes tratan de rectificar el catecismo. Si uno cree sinceramente que su situación familiar no es contraria a la voluntad divina, pues que comulgue, si es necesario y lo desea, en una parroquia donde el cura no conozca tal situación. (Nunca preguntará por ella a un desconocido.) Si su criterio es tan independiente de la Iglesia, ¿por qué debería necesitar el reconocimiento expreso de esta? En realidad es incluso más fácil que todo esto. Si uno no cree en la exégesis católica de las palabras de Cristo ("lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre") tampoco tiene necesidad alguna de creer en la exégesis católica del relato de la Última Cena, es decir, en la eucaristía. Cualquiera tiene hoy la libertad irreductible de quedarse con lo que quiera del Evangelio, o incluso con nada, sin necesidad de imponer a los demás católicos lo que deben creer o dejar de creer.
Y quien quiera practicar sexo sin restricciones, o simplemente prefiera no saber lo que hacen sus hijos adolescentes, tiene de su lado a la OMS, la ONU y a la mayor parte de la prensa y de la cátedra. Y por si fuera poco, puede, en España, votar a casi cualquier partido, PP, PSOE, IU, UPyD, etc., que le garantizan poder librarse eficazmente de un bebé no deseado sin necesidad siquiera de tener que contemplar su pequeño cadáver.
No creo que sea demasiado pedir que quienes, por el contrario, creemos en la dignidad humana y en la familia tradicional tengamos también voz y voto, esté o no la Iglesia de nuestro lado. Por mi parte, confío en que lo estará hasta el fin de los tiempos, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, cuando se enfrentó a las tentaciones del diablo en el desierto.
Ser progresista, en esencia, implica sostener dos cosas: que toda conducta sexual consentida entre adultos es moralmente irreprochable, y que el gobierno debe garantizar el bienestar material de los ciudadanos, por el mero hecho de haber nacido. Es decir, por un lado nos libera de toda tutela patriarcal, y por el otro nos ofrece un formidable sustituto del Padre, que es el Estado.
Esto suena bien a los oídos modernos, pero hay un lado oscuro que no podemos silenciar. Poner la libertad erótica por encima de todo no sólo no favorece en absoluto la formación de hogares estables para los niños, sino que es directamente letal para la delicada vida intrauterina. La innegable consecuencia de la emancipación sexual es el aborto masivo, la última red de seguridad anticonceptiva de un sexo desligado de cualquier finalidad reproductiva.
Por su parte, el Estado paternalista está lejos de ser algo tan maravilloso como nos lo suelen vender, pues implica una asfixiante combinación de impuestos elevados e inflación legislativa, esto es, una merma objetiva de la libertad de los individuos. El Papiestado te concede básicamente libertad para follar (perdón por la expresión) pero en cuanto al resto nos vemos abocados, cada vez más, antes de dar cualquier paso, a rellenar el impreso correspondiente, a sufrir la inspección, el impuesto, la tasa y la multa. Colateralmente, el intervencionismo inhibe la iniciativa y provoca contracciones económicas que la administración suele resolver como ya hiciera Lenin, mediante temporales liberalizaciones que conceden el suficiente respiro a los ciudadanos para recuperarse, y así poder ser exprimidos de nuevo por el Montoro de turno. Pero lo fundamental no es que la socialdemocracia sea menos eficaz (que lo es) sino que nos acerca portentosamente a la sociedad de esclavos felices que imaginara Aldous Huxley en su célebre novela.
Lo gracioso es que habríamos vendido buena parte de nuestras libertades por una sola que, de hecho, ya que no de derecho, siempre ha ejercido buena parte de la humanidad. Quien de verdad lo quería, ni en los más oscuros tiempos de la Inquisición dejaba de refocilarse en el pecado carnal, con el tentador aliciente que añadía la clandestinidad; al menos a juzgar por nuestros clásicos de la literatura. En nuestros días, por el contrario, el sexo se ha convertido casi en una prescripción médica, lo cual no creo que contribuya a la sensualidad, sino más bien al contrario.
Pese a sus sombras, hay que reconocer que el prestigio del progresismo permanece intacto. Su influencia alcanza incluso a amplios sectores cristianos. En primer lugar, aunque la doctrina social católica es contraria a la hipertrofia del Estado, lo cierto es que sus concepciones económicas no se han desarrollado en coherencia con ello, y sigue insistiendo con frecuencia en diagnósticos sociales drásticamente erróneos, que relacionan al mercado con la mala distribución de la riqueza y otros males. No es la primera vez que a la Iglesia le sucede esto. Todavía hoy está pagando su error de asociarse demasiado estrechamente con la física aristotélica, origen del grosero pero devastador malentendido según el cual el cristianismo y la ciencia serían antagónicos. En realidad, lo mismo hubiera sucedido si hubiera habido un Santo Tomás newtoniano, que hoy habría quedado desacreditado por la física cuántica. Lo peor que puede hacer la Iglesia es tratar de asimilar paradigmas ajenos para parecer acorde con los tiempos; pues aquellos pasan, mientras que la Verdad permanece, salvo para quienes juzgan las cosas superficialmente.
Son muchas las voces dentro del catolicismo -en segundo lugar- que reclaman también un remozamiento de sus concepciones morales, y que llevan a algunos a depositar expectativas aventuradas en el Sínodo de la Familia que se está celebrando estos días. Bien es verdad que el papa Francisco se ha prodigado en dudosos gestos mediáticos que alimentan a los espíritus ansiosos de novedades doctrinales. Uno de los temas del debate es la situación de los católicos divorciados que han vuelto a casarse o a vivir en pareja. ¿Deben ser admitidos en la comunión? La cuestión trasciende evidentemente el ámbito meramente litúrgico. Se trata de saber si el sexo fuera del matrimonio canónico puede ser admitido en determinadas circunstancias; por ejemplo, en el caso de disolución civil del contrato conyugal.
Confieso que nunca he entendido a quienes tratan de rectificar el catecismo. Si uno cree sinceramente que su situación familiar no es contraria a la voluntad divina, pues que comulgue, si es necesario y lo desea, en una parroquia donde el cura no conozca tal situación. (Nunca preguntará por ella a un desconocido.) Si su criterio es tan independiente de la Iglesia, ¿por qué debería necesitar el reconocimiento expreso de esta? En realidad es incluso más fácil que todo esto. Si uno no cree en la exégesis católica de las palabras de Cristo ("lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre") tampoco tiene necesidad alguna de creer en la exégesis católica del relato de la Última Cena, es decir, en la eucaristía. Cualquiera tiene hoy la libertad irreductible de quedarse con lo que quiera del Evangelio, o incluso con nada, sin necesidad de imponer a los demás católicos lo que deben creer o dejar de creer.
Y quien quiera practicar sexo sin restricciones, o simplemente prefiera no saber lo que hacen sus hijos adolescentes, tiene de su lado a la OMS, la ONU y a la mayor parte de la prensa y de la cátedra. Y por si fuera poco, puede, en España, votar a casi cualquier partido, PP, PSOE, IU, UPyD, etc., que le garantizan poder librarse eficazmente de un bebé no deseado sin necesidad siquiera de tener que contemplar su pequeño cadáver.
No creo que sea demasiado pedir que quienes, por el contrario, creemos en la dignidad humana y en la familia tradicional tengamos también voz y voto, esté o no la Iglesia de nuestro lado. Por mi parte, confío en que lo estará hasta el fin de los tiempos, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, cuando se enfrentó a las tentaciones del diablo en el desierto.
domingo, 5 de octubre de 2014
¿Existirán parlamentos en el futuro?
El parlamentarismo, en contra de lo comúnmente admitido, y pese a ostentar el honor de haber sido odiado por los totalitarismos comunista y fascista, presenta un inconveniente decisivo. La teoría clásica sostiene que es necesaria la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo, al igual que la separación entre estos dos y el judicial. En el mejor de los casos, esta se da de manera imperfecta, pero el problema no reside verdaderamente ahí, pues tal imperfección es consustancial a todo lo humano. El inconveniente fundamental del parlamentarismo consiste en que por sí mismo favorece la inflación legislativa, y por tanto la expansión del aparato estatal. Si reunimos durante varios meses al año a unos centenares de diputados en una cámara, no debería sorprendernos que estos acaben elaborando regulaciones y más regulaciones. Y a nadie puede escapársele que esto sólo puede redundar en merma de la libertad. Pues si bien esta sólo puede existir en el marco de la ley y la seguridad jurídica, la constante proliferación normativa tiene en algunos aspectos unos efectos no distintos de la ausencia de leyes, ya que el ciudadano acaba siendo incapaz de prever qué será lícito o ilícito mañana o pasado mañana, en función de los vaivenes ideológicos de los legisladores.
Un Estado Mínimo [1], reducido a las funciones de seguridad y defensa, podría ser democrático, y mantener la separación entre el poder ejecutivo-legislativo y el judicial (que es la que realmente importa) sin necesidad de un parlamento. Sólo se requeriría una constitución que restringiera severamente las competencias del Estado y que fuera difícil de reformar. Bastaría un texto de no más de una decena de artículos, o incluso menos. El gobierno podría tener la iniciativa legislativa (como de hecho ya la tiene hoy, en la mayoría de países democráticos), pero esta se encontraría muy limitada por la propia constitución y por el poder judicial, que debería avalar la constitucionalidad de todas las leyes. El máximo órgano judicial o Consejo Constitucional, debería ser, por supuesto, completamente independiente del gobierno, y estar integrado exclusivamente por jueces profesionales, no por simples juristas ni mucho menos políticos.
El gobierno podría ser elegido democráticamente por un período breve, por ejemplo de dos años, y sin posibilidad de reelección consecutiva. La renovación frecuente de los gobernantes dificulta que determinados abusos del poder político se enquisten, y además le resta parte del irresistible atractivo que ejerce sobre los más ambiciosos. Por supuesto, las elecciones deben celebrarse en una fecha fija, como en los Estados Unidos. También debería limitarse el poder legislativo del gobierno mediante referendos vinculantes sobre los temas más importantes.
Herbert Spencer ya alertó sobre el excesivo poder de los parlamentos, en su memorable alegato El hombre contra el Estado. Una de las grandes supersticiones políticas de nuestro tiempo es aquella que liga el parlamentarismo con la democracia y el Estado de derecho. En España, con diecisiete parlamentos además del nacional, esta superstición ha resultado especialmente nociva. Quiero creer que en un futuro nuestros descendientes se asombrarán de la reverencia que hoy prestamos a trescientos individuos, sostenidos por el erario público, que se reúnen durante meses para encontrar siempre nuevas formas de complicar nuestras vidas. Seguramente esa reverencia les parecerá tan incomprensible como a un republicano se le antojan los sentimientos monárquicos.
[1] Juan Ramón Rallo, en Una revolución liberal para España, Deusto, 2014, realiza una propuesta de un Estado Casi Mínimo, desde un punto de vista económico, enormemente sugestiva.
Un Estado Mínimo [1], reducido a las funciones de seguridad y defensa, podría ser democrático, y mantener la separación entre el poder ejecutivo-legislativo y el judicial (que es la que realmente importa) sin necesidad de un parlamento. Sólo se requeriría una constitución que restringiera severamente las competencias del Estado y que fuera difícil de reformar. Bastaría un texto de no más de una decena de artículos, o incluso menos. El gobierno podría tener la iniciativa legislativa (como de hecho ya la tiene hoy, en la mayoría de países democráticos), pero esta se encontraría muy limitada por la propia constitución y por el poder judicial, que debería avalar la constitucionalidad de todas las leyes. El máximo órgano judicial o Consejo Constitucional, debería ser, por supuesto, completamente independiente del gobierno, y estar integrado exclusivamente por jueces profesionales, no por simples juristas ni mucho menos políticos.
El gobierno podría ser elegido democráticamente por un período breve, por ejemplo de dos años, y sin posibilidad de reelección consecutiva. La renovación frecuente de los gobernantes dificulta que determinados abusos del poder político se enquisten, y además le resta parte del irresistible atractivo que ejerce sobre los más ambiciosos. Por supuesto, las elecciones deben celebrarse en una fecha fija, como en los Estados Unidos. También debería limitarse el poder legislativo del gobierno mediante referendos vinculantes sobre los temas más importantes.
Herbert Spencer ya alertó sobre el excesivo poder de los parlamentos, en su memorable alegato El hombre contra el Estado. Una de las grandes supersticiones políticas de nuestro tiempo es aquella que liga el parlamentarismo con la democracia y el Estado de derecho. En España, con diecisiete parlamentos además del nacional, esta superstición ha resultado especialmente nociva. Quiero creer que en un futuro nuestros descendientes se asombrarán de la reverencia que hoy prestamos a trescientos individuos, sostenidos por el erario público, que se reúnen durante meses para encontrar siempre nuevas formas de complicar nuestras vidas. Seguramente esa reverencia les parecerá tan incomprensible como a un republicano se le antojan los sentimientos monárquicos.
[1] Juan Ramón Rallo, en Una revolución liberal para España, Deusto, 2014, realiza una propuesta de un Estado Casi Mínimo, desde un punto de vista económico, enormemente sugestiva.
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