Hemos pasado en escasas décadas de una sociedad en la cual mucha gente se casaba según el rito católico, bautizaba a los hijos y acudía a misa no siempre por una fe sincera, sino porque era lo socialmente establecido, a una sociedad en que lo aceptable es ser progresista, y apartarse de esta nueva ortodoxia puede tener efectos tan incómodos como ver frustrada una carrera profesional o enfrentarse a querellas judiciales.
Ser progresista, en esencia, implica sostener dos cosas: que toda conducta sexual consentida entre adultos es moralmente irreprochable, y que el gobierno debe garantizar el bienestar material de los ciudadanos, por el mero hecho de haber nacido. Es decir, por un lado nos libera de toda tutela patriarcal, y por el otro nos ofrece un formidable sustituto del Padre, que es el Estado.
Esto suena bien a los oídos modernos, pero hay un lado oscuro que no podemos silenciar. Poner la libertad erótica por encima de todo no sólo no favorece en absoluto la formación de hogares estables para los niños, sino que es directamente letal para la delicada vida intrauterina. La innegable consecuencia de la emancipación sexual es el aborto masivo, la última red de seguridad anticonceptiva de un sexo desligado de cualquier finalidad reproductiva.
Por su parte, el Estado paternalista está lejos de ser algo tan maravilloso como nos lo suelen vender, pues implica una asfixiante combinación de impuestos elevados e inflación legislativa, esto es, una merma objetiva de la libertad de los individuos. El Papiestado te concede básicamente libertad para follar (perdón por la expresión) pero en cuanto al resto nos vemos abocados, cada vez más, antes de dar cualquier paso, a rellenar el impreso correspondiente, a sufrir la inspección, el impuesto, la tasa y la multa. Colateralmente, el intervencionismo inhibe la iniciativa y provoca contracciones económicas que la administración suele resolver como ya hiciera Lenin, mediante temporales liberalizaciones que conceden el suficiente respiro a los ciudadanos para recuperarse, y así poder ser exprimidos de nuevo por el Montoro de turno. Pero lo fundamental no es que la socialdemocracia sea menos eficaz (que lo es) sino que nos acerca portentosamente a la sociedad de esclavos felices que imaginara Aldous Huxley en su célebre novela.
Lo gracioso es que habríamos vendido buena parte de nuestras libertades por una sola que, de hecho, ya que no de derecho, siempre ha ejercido buena parte de la humanidad. Quien de verdad lo quería, ni en los más oscuros tiempos de la Inquisición dejaba de refocilarse en el pecado carnal, con el tentador aliciente que añadía la clandestinidad; al menos a juzgar por nuestros clásicos de la literatura. En nuestros días, por el contrario, el sexo se ha convertido casi en una prescripción médica, lo cual no creo que contribuya a la sensualidad, sino más bien al contrario.
Pese a sus sombras, hay que reconocer que el prestigio del progresismo permanece intacto. Su influencia alcanza incluso a amplios sectores cristianos. En primer lugar, aunque la doctrina social católica es contraria a la hipertrofia del Estado, lo cierto es que sus concepciones económicas no se han desarrollado en coherencia con ello, y sigue insistiendo con frecuencia en diagnósticos sociales drásticamente erróneos, que relacionan al mercado con la mala distribución de la riqueza y otros males. No es la primera vez que a la Iglesia le sucede esto. Todavía hoy está pagando su error de asociarse demasiado estrechamente con la física aristotélica, origen del grosero pero devastador malentendido según el cual el cristianismo y la ciencia serían antagónicos. En realidad, lo mismo hubiera sucedido si hubiera habido un Santo Tomás newtoniano, que hoy habría quedado desacreditado por la física cuántica. Lo peor que puede hacer la Iglesia es tratar de asimilar paradigmas ajenos para parecer acorde con los tiempos; pues aquellos pasan, mientras que la Verdad permanece, salvo para quienes juzgan las cosas superficialmente.
Son muchas las voces dentro del catolicismo -en segundo lugar- que reclaman también un remozamiento de sus concepciones morales, y que llevan a algunos a depositar expectativas aventuradas en el Sínodo de la Familia que se está celebrando estos días. Bien es verdad que el papa Francisco se ha prodigado en dudosos gestos mediáticos que alimentan a los espíritus ansiosos de novedades doctrinales. Uno de los temas del debate es la situación de los católicos divorciados que han vuelto a casarse o a vivir en pareja. ¿Deben ser admitidos en la comunión? La cuestión trasciende evidentemente el ámbito meramente litúrgico. Se trata de saber si el sexo fuera del matrimonio canónico puede ser admitido en determinadas circunstancias; por ejemplo, en el caso de disolución civil del contrato conyugal.
Confieso que nunca he entendido a quienes tratan de rectificar el catecismo. Si uno cree sinceramente que su situación familiar no es contraria a la voluntad divina, pues que comulgue, si es necesario y lo desea, en una parroquia donde el cura no conozca tal situación. (Nunca preguntará por ella a un desconocido.) Si su criterio es tan independiente de la Iglesia, ¿por qué debería necesitar el reconocimiento expreso de esta? En realidad es incluso más fácil que todo esto. Si uno no cree en la exégesis católica de las palabras de Cristo ("lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre") tampoco tiene necesidad alguna de creer en la exégesis católica del relato de la Última Cena, es decir, en la eucaristía. Cualquiera tiene hoy la libertad irreductible de quedarse con lo que quiera del Evangelio, o incluso con nada, sin necesidad de imponer a los demás católicos lo que deben creer o dejar de creer.
Y quien quiera practicar sexo sin restricciones, o simplemente prefiera no saber lo que hacen sus hijos adolescentes, tiene de su lado a la OMS, la ONU y a la mayor parte de la prensa y de la cátedra. Y por si fuera poco, puede, en España, votar a casi cualquier partido, PP, PSOE, IU, UPyD, etc., que le garantizan poder librarse eficazmente de un bebé no deseado sin necesidad siquiera de tener que contemplar su pequeño cadáver.
No creo que sea demasiado pedir que quienes, por el contrario, creemos en la dignidad humana y en la familia tradicional tengamos también voz y voto, esté o no la Iglesia de nuestro lado. Por mi parte, confío en que lo estará hasta el fin de los tiempos, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, cuando se enfrentó a las tentaciones del diablo en el desierto.