domingo, 3 de marzo de 2013

Cuatro tesis sobre conservadores y progresistas

1. La mayoría de las personas no sostenemos ideas plenamente coherentes, debido casi siempre a una falta de claridad e insuficiente reflexión sobre los principios subyacentes.

Esto significa que si nos remontáramos, por la cadena de la inferencia lógica, desde cada una de nuestras opiniones hasta los axiomas (o principios indemostrables) que las sustentan, descubriríamos al menos dos principios incompatibles entre sí.

2. Si la gente fuera plenamente coherente en sus opiniones, la mayoría sería conservadora, y solo una minoría sería radicalmente progresista.

Esto significa que los principios conservadores son en sí mismos intuitivos y populares, mientras que los progresistas solo consiguen penetrar tras décadas de propaganda y "reeducación". El progresismo atrae a mucha gente porque en realidad está mezclado con ideas que no son progresistas, las cuales son admitidas fácilmente, pero permiten hacer pasar de contrabando opiniones cuyos principios subyacentes, si se mostraran desnudos, provocarían un rechazo instintivo. Un ejemplo es el matrimonio homosexual. Se plantea como si fuera un triunfo de la familia, institución que los gays y lesbianas también tendrían derecho a formar (lo cual es cierto, siempre y cuando no la desnaturalicen: nadie impide a un homosexual casarse con una persona de otro sexo), cuando en realidad la idea que subyace es que la familia natural no es más que una convención arbitraria, y que es válido jugar a inventarse otro tipo de convenciones.

3. Si los conservadores fueran plenamente coherentes, defenderían un Estado mínimo, que interfiriera poco en la vida de los ciudadanos; defenderían la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural; y defenderían la familia natural como institución fundamental de toda sociedad.

Por el contrario, actualmente, los conservadores están divididos grosso modo entre un ala liberal (que defiende la economía de mercado pero es laxa en cuestiones morales, como el derecho a la vida de los nonatos) y un ala tradicionalista, que mantiene posturas firmes en la moral, pero no ve con recelo al Estado socialdemócrata. Ambas posiciones son, por separado, internamente incoherentes, porque no se puede defender la libertad económica desvinculándola del sustrato moral que la hace posible y fértil. Y tampoco se pueden defender los principios morales (que se sostienen en la responsabilidad individual) al tiempo que el Estado suplanta dicha responsabilidad tutelando a los individuos desde la cuna hasta la tumba.

4. Si los progresistas fueran plenamente coherentes, no tendrían problema en defender un Estado totalitario, que interviniera en todos los aspectos de la vida humana, ni en ser partidarios del infanticidio, la eugenesia y eutanasia activas, la experimentación ilimitada con embriones, la poligamia y la pedofilia.

Esto quiere decir que si partimos de una moral inmanentista, cualquier práctica consentida entre adultos es válida... aunque también las no consentidas, si se justifican en nombre del progreso, el pueblo, la ciencia o cualquier otro ídolo. Incluso la pedofilia es defendible, si reducimos el sexo a una actividad inocua e intrascendente. Pero como decía en el comentario de la tesis 2, los progresistas habitualmente se cuidan de ser consecuentes, y por eso han inventado el concepto de "libertad sexual" de nuestro código penal, un híbrido deforme entre el viejo concepto del pudor y el pansexualismo sesentayochista. En principio, no hay límite a lo que la mente humana puede concebir como factible y justificable, abandonada a sí misma. Prueba de ello es que los "demototalitarismos" (ver Pío Moa, España contra España, pág. 85) del siglo XX han llegado a argumentar (y por supuesto, a poner en práctica) el genocidio. Las legislaciones abortistas de las actuales democracias liberales son un claro residuo tóxico de las concepciones totalitarias, que no reconocen ningún principio sagrado, en el estricto sentido del término.