Pronto –el 17 de junio– hará ocho
años que empecé este blog. Son más de mil entradas, algunas de las cuales dieron origen a mi
primer libro, Contra la izquierda. En
mi segunda entrada, “Elogio de la duda”, traté de explicar por qué lo llamé
Archipiélago Duda, aparte de la obvia alusión a la obra de Alexandr
Solzhenitsin. Ya entonces apunté que es bueno dudar también de la duda. No soy
un entusiasta del moderno culto a dudar de todo, inaugurado por Descartes. Fue
este uno de los tres o cuatro mayores filósofos de la historia (junto a Platón,
Aristóteles y Kant), al menos por su influencia, pero hoy pienso que en un
balance final, el cartesianismo ha hecho más mal que bien. La pretensión utópica
de empezar desde cero pasa fácilmente del orden teórico al práctico.
Confieso que he pensado más de
una vez en cambiar el nombre de la bitácora, no del todo satisfecho con él, o
incluso abandonarla. Pero siempre acabo manteniéndolo, e incluso renovando
anualmente el dominio archipielagoduda.com –generalmente después de varios
avisos de pago pendiente. Supongo que el motivo principal es el respeto a mis
escasos pero fieles lectores, la mayoría (al menos, entre los que conozco)
mucho más esclarecidos que yo, lo que me honra y me anima a
seguir.
Mi primer impulso al crear este
blog no fue convencer a nadie de nada, sino como mínimo hacer dudar a alguien de
los dogmas y prejuicios del “pensamiento único”, expresión lanzada por la
izquierda en los años 90 para referirse al “neoliberalismo”, tras la caída del
muro de Berlín –pero que con toda justicia se le ha vuelto en contra. Sin
embargo, hay una segunda derivada en el nombre, y es que yo mismo, hace ocho
años, estaba inmerso, todavía sin saberlo, en un dubitativo proceso de vuelta al
catolicismo de mi infancia. Mis padres eran católicos no practicantes apenas.
Vamos, que no íbamos a misa los domingos, ni rezábamos en casa, pero los cuatro
hermanos estábamos bautizados y habíamos celebrado la primera comunión, como el
99 por ciento de la población española entonces. (Perdonad que hable de mí,
pero como alguien dijo, soy la persona que tengo más a mano.)
Ya el primer día que escribí en
el blog me referí a la obra de Bertrand de Jouvenel Sobre el poder (publicada en 1944, el mismo año que Camino de servidumbre de Hayek), uno de
los libros que más me ha influido en la vida, si no el que más (políticamente
hablando). Una tesis fundamental de esta obra es que la secularización moderna
es un proceso que ha contribuido decisivamente al crecimiento del poder de los
Estados. Es decir, que contra la idea vulgar de que la religión es un aliado
natural del poder (“el trono y el altar”, “el opio del pueblo”), en realidad
son las ideologías laicas, y sobre todo ateas, las que más favorecen la
expansión sin límites del estatismo. El relativismo moral, que es el resultado
impepinable del escepticismo religioso (se pongan como se pongan todos los
catedráticos de Ética del orbe), en manos de los gobernantes, es la mayor arma
de destrucción masiva que existe. Es el sueño de todo dictador puro. Si el bien
y el mal pueden redefinirse a nuestro antojo (en la bioética y todo lo demás),
adivinen a quién beneficiará más tal cosa: a los hombres corrientes, la gente
humilde que madruga todos los días para ganarse la vida, o a los más ambiciosos
y carentes de escrúpulos, que por supuesto siempre saben hablar en nombre de
los primeros.
No recuerdo si en este mismo blog
he contado cómo perdí la fe a los catorce o quince años. Yo admiraba a
divulgadores científicos como Isaac Asimov o Carl Sagan. Precozmente había
leído incluso a Freud, concretamente La
interpretación de los sueños (atraído sin duda por el título), lo que me
proporcionó unas nociones seguramente inexactas, pero notables para mi edad,
del psicoanálisis, que yo consideraba como una doctrina científica. Sin
embargo, lo que me sacudió como una especie de iluminación fue un resumen de la
concepción de Freud sobre la religión que, irónicamente, encontré en un libro
de texto de religión del bachillerato de entonces (por desgracia he olvidado
los autores y la editorial), que honradamente exponía los puntos de vista de
los pensadores ateos. La idea de Dios como una mera interiorización del padre:
he aquí el fogonazo que en mi adolescencia me hizo sentir súbitamente que la divinidad era una mera ilusión, una especie de complejo
del que uno podía y debía curarse. Ningún autor ateo de los que posteriormente leí,
ni Marx, ni Nietzsche –tal vez sólo el panteísta Spinoza– tuvo un efecto
comparable en mí.
Hoy puede sorprender a los más
jóvenes que Freud me impactara tanto, no sólo porque el psiconálisis ha perdido
merecidamente el prestigio que llegó a tener, sino porque la figura del padre
también ha dejado de inspirar el respeto de antaño. Ahora para muchos el padre
es poco más que el “ex” de la madre, un tipo al que ven una vez a la semana, o
a la quincena, un colega simpático
que les hace regalos y les lleva al McDonalds y al cine. Para que se me
entienda, debo decir que mi padre, que en paz descanse, era un padre de los de
antes. Vaya, que imponía respeto, y que “simpático” sólo lo era a ratos y a su
manera. Así que la doctrina de Dios como una personificación imaginaria del
superego represor, nacido de la relación de dominio paterno, se me reveló una
verdad como un puño, porque encajaba con mi experiencia del padre como una
presencia que infundía amor y seguridad pero también, a veces, me oprimía con
sus mandatos inapelables.
Según la doctrina católica, la fe
es una gracia de Dios, por lo que perseverar en ella o recuperarla no es
posible sin su intervención sobrenatural. Admitido esto, puede describirse el
proceso visible del retorno a la fe, que acaso sea distinto en cada caso. Supongo
que algo común a todos tiene que ser alguna forma de insatisfacción previa, de
“nostalgia de Dios”. Desde el primer momento tuve problemas para identificarme
con el ateísmo ramplón o el agnosticismo al uso, que no es apenas distinguible
del primero. Aunque había perdido la fe, nunca tuve claro en absoluto que la
inexistencia de Dios fuera un asunto zanjado, nunca comprendí el puro
indeferentismo. Sin embargo, no por ello dejaba de tener serias dificultades
para admitir una concepción de Dios “antropomórfica”, lo que significaba
automáticamente sospechosa. En varias entradas anteriores (ver la etiqueta
Religión de este blog) he tratado estas cuestiones. En resumen, gradualmente
fui reconociendo que era incapaz de comprender el mundo, y de fundamentar mis
convicciones éticas, prescindiendo de Dios. (Tampoco me he sentido atraído nunca por los sucedáneos orientales, que sirven para apagar superficialmente la sed de espiritualidad de tantas personas.) Al principio, esto no me llevó a creer
de nuevo en un ser trascendente, sino más bien a una posición cercana a la de Emil
Cioran. Es decir, la invencible dificultad de creer en Dios pero también de
creer en cualquier ídolo sustitutorio, como la Razón, la Revolución, el
Progreso o la Energía Cósmica... En la práctica, en mi caso esto se traducía en una actitud liberal
clásica, es decir, en un escepticismo hacia todo utopismo, en una desconfianza
casi instintiva hacia el poder político y los salvadores terrenales.
Podría haber persistido
indefinidamente en esta posición cómoda y revestida de una innegable elegancia
intelectual y estética. Admiraba (y admiro) a un liberal ateo como Jean-François Revel, al
agnóstico Friedrich Hakey y otros autores que se mantenían pulcramente alejados
de cualquier fórmula religiosa. Pero oscuramente sabía que no tenía suficiente
con esto.
Una cuestión clave fue el tema
del aborto. Antes, yo no era provida. No sólo no lo era sino que estuve
dispuesto a consentir el aborto de un hijo mío. Es la primera vez que lo cuento
públicamente. Cuando mi mujer estaba embarazada de nuestro segundo hijo, en una
ecografía se le detectó un marcador de enfermedad congénita, lo que unido a la
edad de la madre, que entonces tenía 38 años (aparentaba 30), le llevó al médico de la
Seguridad Social a aconsejarnos (sic) el aborto. Hasta que se le practicó a mi mujer
una amniocentesis, unos meses después, yo estaba decidido a semejante
barbaridad. Mi mujer no lo tenía ni mucho menos tan claro, pero no me contradijo, quizás presintiendo que todo acabaría bien. En efecto, gracias a Dios, esa última prueba arrojó resultado negativo, por lo que
el embarazo prosiguió con normalidad, y hoy tenemos a un muchachote de
doce años, perfectamente sano. Lo llamamos Víctor, por su abuela Victoria y
porque en cierto modo fue un chico victorioso ya antes de nacer. Años después
descubrimos que el día de su nacimiento, el 30 de marzo, se conmemora a San
Víctor, mártir de Tesalónica del siglo IV.
Gracias al sacramento de la
confesión, he dejado de atormentarme por aquel pecado de intención. Sobre todo,
nunca dejo de dar gracias a Dios por no haberme dado la ocasión de cometer el pecado
de obra, y en cambio haberme regalado a mi hijo menor. Desde entonces, mi
oposición al aborto ha sido cada vez más radical.
Sin embargo, por mucho que incluso providas católicos aseguren, con la mejor intención, que la posición del aborto no depende de las creencias religiosas, yo no he conseguido nunca verlo. Por supuesto que hay agnósticos y ateos que están contra el aborto, igual que están contra el asesinato y el robo. Pero el problema es que sus razonamientos, pese a que les conduzcan a una conclusión verdadera, me parecen por completo insuficientes. Es que por mucho que hablemos del ADN único e irrepetible del cigoto, soy incapaz de percibir, como el filósofo David Hume, el momento exacto en que pasamos milagrosamente de las observaciones a los preceptos éticos. Por supuesto, la ciencia es una aliada inestimable para determinar en qué instante empieza la vida humana individual, pero la ciencia jamás nos dirá por qué debemos respetar, no ya la vida de una célula embrionaria, sino la de un adulto. Ni la ciencia ni ninguna filosofía que prescinda de Dios, añado. Por acabar de decirlo todo, no puedo simpatizar con el empeño de algunos cristianos de dar más importancia al testimonio de un ateo contra el aborto que a los de mil creyentes. Lo cual no significa que haya que despreciar las coincidencias.
Sin embargo, por mucho que incluso providas católicos aseguren, con la mejor intención, que la posición del aborto no depende de las creencias religiosas, yo no he conseguido nunca verlo. Por supuesto que hay agnósticos y ateos que están contra el aborto, igual que están contra el asesinato y el robo. Pero el problema es que sus razonamientos, pese a que les conduzcan a una conclusión verdadera, me parecen por completo insuficientes. Es que por mucho que hablemos del ADN único e irrepetible del cigoto, soy incapaz de percibir, como el filósofo David Hume, el momento exacto en que pasamos milagrosamente de las observaciones a los preceptos éticos. Por supuesto, la ciencia es una aliada inestimable para determinar en qué instante empieza la vida humana individual, pero la ciencia jamás nos dirá por qué debemos respetar, no ya la vida de una célula embrionaria, sino la de un adulto. Ni la ciencia ni ninguna filosofía que prescinda de Dios, añado. Por acabar de decirlo todo, no puedo simpatizar con el empeño de algunos cristianos de dar más importancia al testimonio de un ateo contra el aborto que a los de mil creyentes. Lo cual no significa que haya que despreciar las coincidencias.
Bien es verdad que el hecho de que necesitemos a Dios para fundamentar la moral, aunque sea un indicio impresionante, no demuestra que exista. Pero tampoco
pienso que sólo podamos conocer a Dios mediante la fe. Tenemos razones
metafísicas poderosísimas para creer que el mundo existe como resultado de una
elección consciente primordial, y no como resultado de una ciega necesidad, o
sin causa alguna. Mi insatisfacción con los argumentos seculares que pretenden
fundamentar la ética en una razón autosuficiente, o explicar el universo como una especie de
erupto cuántico de la nada, fue la que me llevó (haciendo abstracción de la
Gracia) a encontrar esos argumentos, que con mayor o menor torpeza he expuesto en
entradas anteriores. Es decir, pienso que se pueden fundamentar racionalmente
los preceptos morales en general, pero ello pasa ineludiblemente por los
argumentos a favor de la existencia de Dios. (Dicho esto, no creo que el hombre
hubiera podido dar con ellos por sí solo sin la revelación de las Escrituras.
Abandonada a sí misma, la razón puede producir un Aristóteles, pero no un Santo
Tomás.)
Con todo, a veces me asaltan de
nuevo las viejas dudas. Por un momento me pregunto: ¿y si después de todo Dios
no existiera? Pero os diré por qué estos momentos de debilidad me duran poco. Un
mundo sin Dios, una naturaleza regida por procesos que se repiten absurdamente,
sin ningún sentido ni propósito, me resulta sencillamente increíble. Los ateos
no consiguen creer en un Dios infinitamente poderoso y bueno. Yo no consigo
creer ya en un mundo infinitamente estúpido, como sin duda lo sería, si toda su
admirable complejidad no sirviera más que para producir esa fugaz agitación que
llamamos consciencia, entre dos nadas: la nada anterior al nacimiento y la nada
posterior a la muerte. No, no es que no quiera
creer esto. Lo he pensado durante años, y he podido vivir con ello. (¿No creo
ahora en Dios, y sin embargo, pecador de mí, me olvido de Él gran parte del
día, ocupado en mis insignificantes asuntos?) Es que, sinceramente, ya no puedo creerlo. Si el principio, el arjé que buscaban los filósofos
presocráticos, no es un Ser consciente, sino la materia inerte, la singularidad
inicial, el vacío cuántico o qué sé yo, este mundo es tan absurdo como
comprendieron perfectamente Cioran o Camus, a los que sólo les faltó (que sepamos)
dar el último paso, ir más allá de la penúltima verdad, la lucidez definitiva.
Respeto profundamente a
pensadores como los citados, a aquellos que son capaces de extraer hasta las
últimas consecuencias de su incapacidad de creer en Dios, de purgarse de toda
ilusión. En cambio, me despiertan una invencible pereza los ateos humanistas,
aquellos que pretenden que creamos que tiene algún sentido hablar de ética, de
progreso, de libertad e igualdad –y al mismo tiempo sostener que somos un mero
accidente de la combinatoria molecular (”polvo de estrellas”, cuando se ponen
cursis), o que no es imprescindible saber qué somos realmente. No puedo evitar
compadecer a los indiferentes, a los que nunca se preguntan qué hacemos aquí;
pero los agnósticos me parecen mucho menos disculpables. El indeferentismo nace
de nuestra debilidad, de nuestra propensión a la inconsciencia, al olvido, a la
distracción. Pero el agnosticismo y el ateísmo son errores en gran parte
buscados, son un empecinamiento en querer negar la trascendencia, en querer
debérnoslo todo a nosotros mismos, en no tener que responder ante nadie
superior.
A través de este blog espero seguir tratando de inspirar dudas a todos aquellos que sólo saben dudar en una dirección,
o hasta un punto determinado. A aquellos que no creen en Dios pero creen en el progreso, el socialismo y los derechos de los chimpancés. Hace un
tiempo hallé la que creo que es la definición más incisiva del progresista: es
aquel que no llega hasta las últimas consecuencias, aquel que cree haberse
liberado del cristianismo y los “prejuicios” pero no es capaz ir hasta el
fondo, sino que sigue creyendo en un Sermón de la Montaña secularizado y sesgado, en un
evangelio políticamente correcto, sin los milagros y sin la Resurrección. (Un católico progresista, lamentablemente, apenas es distinguible por su lenguaje.) En definitiva, un progresista es aquel
que dejó de dudar aproximadamente a los dieciséis años, aquel que reemplazó las
ingenuidades de la infancia por ingenuidades adolescentes de signo contrario, cuando
debería haber continuado cuestionándolo todo y así tal vez acabar llegando, con
la ayuda de Dios, a la disyuntiva última entre el nihilismo sin concesiones y Jesucristo.