sábado, 30 de mayo de 2015

La responsabilidad de los católicos

La gran mayoría de la población sabe, o cree saber, qué es el socialismo, y sabe, o cree saber, qué es el "neoliberalismo" (yo reconozco que esto último no mucho). El socialismo es para la gente distribuir la riqueza, servicios sociales "gratuitos" (pagados por el contribuyente), compasión por los pobres. El neoliberalismo son los mercaos, las empresas del IBEX 35, los bancos, el palco del Real Madrid: los ricos, en suma, resistiéndose como gatos panza arriba a ese reparto de la riqueza. No traten de profundizar mucho más. Ampliando un poco estas nociones, hablaríamos de izquierda y derecha, que vienen a ser sinónimos del anterior par de términos, con el añadido de que la derecha es beatona e inculta, mientras que la izquierda es todo lo contrario, además de idealista, simpática y molona.

Que la gente, en general, desconozca los rudimentos del liberalismo, especialmente en su vertiente económica, dos siglos y medio después de la publicación de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, puede inspirarnos cierta melancolía, pero tampoco nos debería chocar demasiado. Alguien dijo que el pueblo permanece siempre en la infancia. (Debió ser el cenizo de Schopenhauer, supongo.) Lo que ya resulta mucho más deprimente es que, en unas pocas décadas, la gente haya olvidado casi por completo el catolicismo, que tiene dos mil años. No se trata de que haya dejado de creer en él, es que incluso muchos que todavía se siguen declarando católicos han dejado de comprender lo esencial de la doctrina que supuestamente profesan, a juzgar por las opiniones que circulan masivamente sobre cuestiones de moral, y en ocasiones también sobre los dogmas centrales del cristianismo. Insisto, entre los mismos creyentes.

Se me ocurren de entrada dos explicaciones de este fenómeno. Una es que la evangelización siempre fue en realidad mucho más superficial de lo que se había creído. Es decir, el pueblo se limitaba a acatar el cristianismo bovinamente, mientras la Iglesia estuvo asociada de un modo más o menos directo con el poder terrenal. Por eso, en cuanto los intelectuales y los gobernantes dejaron de ser piadosos, ni siquiera en apariencia, el pueblo creyó que tampoco estaba obligado a serlo, como el escolar que no se prepara una lección porque le ha llegado el rumor de que "no entra en el examen".

La otra explicación es perfectamente compatible con la anterior, pero goza además de la ventaja del respaldo abrumador de los hechos. Resumiendo, una parte del clero católico, a partir de los años sesenta, dejó él mismo de creer en la doctrina que debía difundir y aplicar. Cuando Cristo se convierte en un revolucionario que vino a denunciar la pobreza y la injusticia social, en un Marx cualquiera avant la lettre, la Pasión y la Resurrección acaban inevitablemente, se quiera o no, en un segundo plano. Lo cual es como si, en la medicina, el interés por la curación quedara supeditado a algún tipo de sociología de la salud y la enfermedad.

La obsesión por las desigualdades es quizás la mayor enfermedad de nuestro tiempo. Todo lo contamina, todo lo politiza: la educación, la cultura, las relaciones entre hombre y mujer y, finalmente, la religión. Es una enfermedad o manía porque la desigualdad no es el problema más importante del hombre, y muchas veces ni siquiera es un problema. En primer lugar, no es el problema más importante porque si alguien pasa hambre, el problema no es (y no suele tener relación causal con) que haya otros que coman hasta reventar, sino el hecho mismo de pasar hambre. (Si todo el mundo tuviera el estómago vacío, el problema sería lógicamente aún más grave, no menos.) Aquí causa estragos la ignorancia del liberalismo económico, que nos enseña que la creación de riqueza no es un juego de suma cero (unos tienen poco porque otros tienen mucho), sino un resultado de la productividad, que depende de la tecnología y de la libertad de mercado.

En segundo lugar, la desigualdad con frecuencia no es ningún problema, o al menos un problema objetivo. Pienso particularmente en la paranoia del género, que se empeña en ver agravios en toda diferencia sexual. Si por ejemplo hay más camioneros que camioneras, sería debido, al parecer, al proverbial machismo del gremio en particular, y de la sociedad en general; no a que, tal vez, la mayoría de mujeres no se sientan suficientemente seducidas por chuparse horas y horas de carretera, sentadas al volante. (Los hombres, sobre todo a la edad en que deciden hacerse camioneros, suelen estar mucho más locos.) Y al revés, si hay más mujeres que se dedican a cuidar niños, no es porque muchas sientan que es una de las misiones más importantes, nobles y felices que puede haber, sino porque una conspiración patriarcal milenaria las ha condenado a la -por lo visto- denigrante tarea de limpiar culos y mocos. Es tan miserable, tan resentida, tan sórdida la visión de la vida del feminismo actual, que prácticamente imposibilita rehabilitar el término, que tuvo su justificación en reivindicaciones de principios de siglo.

Y en eso estamos. Hay poca escapatoria: en cualquier reunión familiar de más de ocho personas, indefectiblemente, alguien sentenciará que "el problema" (da igual de qué estemos hablando, incluso del inquietante avance del yijadismo) es que "las diferencias entre pobres y ricos no paran de aumentar". (Tesis que, década tras década, año tras año, los datos se empeñan en contradecir, aunque la prensa los relegue a la página 32, véase La Vanguardia del jueves 28 de mayo.) Ah, y nunca falta el soniquete de que la Iglesia debería adaptarse a los tiempos modernos, y aceptar los anticonceptivos, el divorcio y bendecir a los gays. ("A ver si al nuevo papa le dejan...")

Es crucial insistir en la relación entre ambas cosas, entre el éxito de la sociología de todo a cien y la descristianización de las masas. Primero empezaron los curas a jugar a la revolución social, y ahora, en una segunda fase, se encuentran con que ya sólo una minoría de sus feligreses cree en la indisolubilidad del matrimonio, en la castidad y en la existencia del pecado. Se empieza haciendo del Evangelio un panfleto de agitación social, y se acaba sustituyendo la clase de religión en los colegios por máquinas expendedoras de preservativos. Del comunismo a la comuna. Esto fue en esencia el Mayo del 68: una redefinición de objetivos de la izquierda.

Es natural que los progresistas asistan divertidos al proceso. Lo mosqueante es que tantos católicos, incluso en las más altas jerarquías vaticanas, sigan sin enterarse. Algunos de ellos nos dan la matraca día sí y día también con sus denuncias altisonantes del capitalismo, de "la idolatría del dinero", y todo el repertorio habitual de confusionismo inepto entre antropología y angelología, entre el estómago y el alma; como si Dios no nos hubiera dado las dos cosas, como si pudiera existir la civilización tal como la conocemos sin intercambios comerciales, sin precios, sin bancos, sin fondos de inversión, sin concentración industrial. Como si pudieran subsistir siete mil millones de seres humanos cultivando siete mil millones de huertecitos y practicando el trueque. Por disculpables que, hasta cierto punto, puedan parecer estas ensoñaciones bucólicas, el catolicismo tiene poco o nada que ver con ellas. Y cualquier error sobre lo que verdaderamente es el cristianismo sólo conduce a multiplicar los errores, porque la Verdad es una, y no podemos desvirtuarla por un lado sin que afecte al resto. Al menos, los católicos deberíamos saberlo mejor que nadie.