Actualmente sólo hay un partido
que defienda a la vez dos ideas básicas:
1) Reducir el peso del Estado
despilfarrador e hiperregulador, que es la causa del desempleo, el
endeudamiento desquiciado y la corrupción política.
2) Proteger la vida humana desde
la concepción, acabando con los más de cien mil abortos anuales.
Este partido se llama Vox.
El PP asegura defender lo mismo,
pero miente, porque tras gobernar tres años y medio con mayoría absoluta, ha
aumentado los impuestos, no ha reducido el grueso del aparato estatal y ha
limitado su reforma de la ley del aborto a que las adolescentes puedan seguir
abortando, con el permiso paterno.
Con el fin de mantener al menos a
sus votantes de 2011, al Partido Popular sólo le queda el recurso del miedo:
advertir de que votar a Vox o a Ciudadanos es fragmentar el voto de derechas y
facilitar, en consecuencia, que llegue al poder el populismo de extrema
izquierda que representa Pablo Iglesias.
Pero, ¿cuál es la causa última
del populismo?
La crisis económica sólo ha sido
un desencadenante de la emergencia de los nuevos partidos. Ante la crisis, hay
dos respuestas posibles, el populismo y el regeneracionismo. El segundo implica
reducir el peso del Estado, despolitizar y desideologizar la administración, el poder judicial y
los organismos reguladores. El primero (aunque se disfrace también de
regeneración y democracia) es justo lo contrario: dar más poder a los políticos
(ellos dicen “al pueblo”, "las mujeres", etc.) y por tanto restar libertad a los individuos, las
familias, las empresas y las asociaciones civiles.
El partido Podemos habla
constantemente de desalojar a la casta, pero si analizamos sus propuestas y,
sobre todo, las trayectorias intelectuales y las referencias políticas de sus
dirigentes, caben pocas dudas de que su verdadero objetivo es convertirse ellos
mismos en una casta neocomunista, mucho más tiránica e inevitablemente
cleptocrática que la anterior.
La razón profunda del ascenso de
Podemos no son la crisis ni la corrupción, sino la existencia en España de una
arraigada mentalidad estatista, que se decanta más fácilmente por las
soluciones milagrosas y el revanchismo que por la auténtica regeneración, que
sólo puede consistir en devolver poder de decisión a la sociedad civil; en
limitar la política (que es necesaria, pero controlada y vigilada) y favorecer
la libre iniciativa en todos los órdenes: económico, educativo, cultural, etc.
No es aumentando la dependencia
de los subsidios y los servicios sociales como conseguimos ser más libres y
prósperos, sino justo al revés. Un Estado mucho más reducido puede dedicar el
gasto social a aquellas personas que realmente lo necesitan (discapacitados,
huérfanos, etc.) porque gasta menos y sobre todo porque permite que se genere
la riqueza de la que, a fin de cuentas, se financia vía impuestos. Con una
menor fiscalidad, paradójicamente aumenta la recaudación, porque se multiplican
las inversiones, el empleo y el consumo. Pero lo fundamental es que, con
impuestos más bajos, los ciudadanos somos más libres para decidir qué hacer con
nuestro dinero, sin la intermediación de los burócratas, los políticos, los "expertos" y los grupos de presión basados en la ideología de género o el ecologismo perroflauta.
Es preciso señalar que dar más
poder a los individuos, a las familias y a las empresas no tiene nada que ver
con el relativismo, sino todo lo contrario. No se trata de que el individuo
pueda hacer lo que le dé la gana, como si esto fuera un fin en sí mismo, sino
de que las personas se rijan por las leyes, sin interferencias arbitrarias de
los gobernantes. Nada favorece más el despotismo que “liberar” a los individuos
de leyes “caducas” y de “prejuicios” morales, que son precisamente los que acostumbran
a dificultar los abusos de los poderosos, obligándoles como mínimo a la
ejemplaridad.
Más concretamente, reducir el
poder estatal no implica reconocer falsos derechos como el aborto. La auténtica
función del Estado es proteger los verdaderos derechos, el primero de los
cuales es el derecho a la vida.
El relativista sostiene que, puesto
que no hay un consenso universal sobre cuándo empieza a existir la persona
humana, el Estado está obligado a ser neutral, es decir, a dejar en manos del
individuo la decisión sobre la licitud o no del aborto. Ahora bien, esta
neutralidad es completamente falsa. Lo que se discute es si un ser humano no
nacido merece la misma protección que el nacido. Ante esto, no hay término
medio ni neutralidad posible. O protegemos al embrión y al feto humanos, o no
los protegemos. Admitida la falta de acuerdo en el terreno teórico,
sólo existe una forma de resolver cualquier disputa reduciendo al máximo la
violencia: es lo que llamamos democracia.
A fin de no enzarzarnos en una guerra
civil, para resolver nuestras diferencias irreductibles, no se ha inventado
nada mejor que la elección periódica y con garantías de gobernantes y legisladores.
No se trata de que cuestiones como el aborto deban decidirse mediante el voto,
de que la verdad pueda reducirse a la opinión mayoritaria. Esto sería recaer en
el relativismo. Lo que sostenemos es que, puesto que de facto no nos ponemos de
acuerdo en una serie de cuestiones esenciales, el único modo incruento de
conllevar esta disensión es admitir unas reglas de juego. Lo que implica también
que cada cual pueda seguir defendiendo lo que cree que es verdad, en contra de
la mayoría, si es preciso, y que pueda tratar de convencerla pacíficamente[1].
La concepción romántica de la
democracia confunde la voluntad popular con una verdad imperativa, lo que está
en el origen de las peores tiranías. En realidad, la democracia no es más que
un juego para dirimir nuestras diferencias, o mejor dicho, para permitir que
podamos seguir manteniéndolas y convivir al mismo tiempo.
Todo esto puede parecer
elemental, pero no son pocos quienes sostienen, a veces desde posiciones
opuestas, que determinados temas (el aborto, la pena de muerte, etc.) deben
quedar excluidos del debate democrático, lo que nos lleva a un problema de
regresión al infinito: ¿quién decide lo que se debate y lo que no?[2]
Volviendo al punto inicial, desde
el partido gobernante se pretende recabar el apoyo planteando un dilema
perverso entre continuidad e involución populista. Es decir, entre una
administración sobredimensionada y politizada, que permite el aborto libre en
la práctica mientras impone mil regulaciones para abrir una peluquería, y
un régimen totalitario, que fomentaría aún más, si cabe, los abortos, y que
exacerbaría indeciblemente los controles y las vejaciones de toda índole a los
ciudadanos que pretenden ganarse la vida honradamente, e incluso crear empleos,
para promover una siniestra igualdad en la miseria.
No creo en una concepción tan
mezquina y cobarde de la democracia, que la reduce a elegir entre lo malo y lo
peor. La democracia entraña el riesgo de que triunfen el error y el mal, pero si
no corremos ese riesgo, nunca triunfarán en buena lid la verdad y el bien. Y
esto implica votar en conciencia: justamente lo que propone Vox.
[1] Problema
distinto es cuando el poder es tan opresivo que imposibilita recurrir
exclusivamente a medios pacíficos. La paz y la democracia no siempre son
posibles, lamentablemente, pero cuando no existen, el esfuerzo de toda política
debe ser tratar de retornar a ellas en el período más breve posible.
[2] Quien
escribe también ha incurrido en esta equivocación en algunos escritos de este
mismo blog, en los que incluso formulaba alternativas heterodoxas al
parlamentarismo clásico. Una cosa es pensar que determinados temas no deben estar
continuamente debatiéndose a la ligera (para lo cual existen los blindajes
constitucionales de los derechos humanos y determinados principios
fundamentales de un Estado, como la unidad territorial) y otra distinta es
pensar que debamos tratar de impedir de manera absoluta y permanente la
discusión sobre dichos temas. Lo segundo me parece (ahora lo veo más claramente) un error.