domingo, 13 de febrero de 2011

El legado totalitario de Zapatero

Ignacio Arsuaga y Miguel Vidal Santos son los autores de un opúsculo titulado Proyecto Zapatero, editado por HazteOir.org*.

Aunque suene a tópico comercial, el libro es de lectura imprescindible. No porque diga nada estrictamente nuevo, sino por cómo lo dice: Con la encomiable brevedad de un compendio y utilizando las propias declaraciones de Zapatero, así como las de otros miembros del gobierno y del PSOE.

Quienes acusan a Zapatero de haber traicionado sus ideas de izquierdas con los ajustes económicos (reforma laboral, de las pensiones, etc) incurren en un error fundamental. En realidad, la economía nunca ha sido una prioridad para el presidente socialista. Para él tiene una función meramente instrumental, que es aportar los suficientes recursos al Estado para que éste pueda realizar su agenda radical, el proyecto de ingeniería social en el cual estamos embarcados desde hace siete años, “con el fin último de arrasar las instituciones básicas de la sociedad e imponer su proyecto cultural sobre el conjunto de los ciudadanos.” (p. 13)

Proyecto Zapatero es una descripción del proceso, más que una explicación. Los autores ponen de relieve cosas en teoría más que sabidas, pero que por ello mismo podemos acabar olvidando, como cuando señalan que “nunca antes en la España democrática había existido un poder como el que ostenta Rodríguez Zapatero. El Partido Socialista Obrero Español gobierna durante la segunda legislatura de Zapatero en 23 capitales de provincia, más Santiago de Compostela, Mérida, Vigo y Gijón. Controla 9 autonomías e innumerables diputaciones. A través de la administración pública local y regional tiene en sus manos las llaves de numerosas cajas de ahorro y de instituciones financieras y económicas de todo tipo.” (p. 23)

El zapaterismo, pues, no surge de la nada, y no se reduce a un proyecto mesiánico nacido en la cabeza de una sola persona. Tiene precedentes tanto intelectuales (laicismo, relativismo, feminismo radical, pro abortistas, etc) como estructurales (heredados del felipismo). Cada una de sus medidas políticas, consideradas aisladamente, se podrían ver como concesiones electoralistas a la parroquia progre. Pero el conjunto no puede ser explicado de manera tan superficial. Ofrece todo el aspecto de un plan coherente y premeditado para debilitar el papel de la familia, la Iglesia y cualquier otro vínculo tradicional entre los individuos, que quedan así a merced absoluta del Estado.

Por supuesto, desde el punto de vista izquierdista, las cosas son muy diferentes. Las reformas impulsadas desde el gobierno solo pretenden liberar a los individuos de sus ataduras tradicionales, liberar a las mujeres, a los homosexuales, a los creyentes de religiones minoritarias o no creyentes, a las minorías nacionales, etc. El progre sinceramente cree esto, y es una cuestión metodológicamente irrelevante si Zapatero y sus colaboradores también se lo creen.

Demostrar que la crítica conservadora se corresponde mucho más con la realidad se sale por completo de los límites de un libro como este. Requeriría exponer previamente una determinada concepción de la sociedad, en la línea del “orden extenso” teorizado por Hayek en su obra La fatal arrogancia**. Esta es una obra fundamental, aunque insuficiente. El profesor austriaco pensaba que instituciones como la propiedad privada y el mercado son el resultado de procesos evolutivos espontáneos e involuntarios, es decir, ajenos a cualquier planificación racional. Por lo cual cualquier proyecto de ingeniería social (que él llamaba constructivismo) es una empresa insensata. E intuía que esto se podía extrapolar a otras instituciones o principios tradicionales, como la unidad familiar y las prescripciones sobre moral sexual de la cultura judeocristiana. Por desgracia, deliberadamente evitó desarrollar aquellas ideas que según él -quizás en un exceso de modestia- entraban en terreno ajeno a sus competencias, que se circunscribían fundamentalmente a la economía.

Zapatero es un ejemplo paradigmático de la fatal arrogancia a la que se refería Hayek, y que va más allá del término estricto de lo que se entiende habitualmente por socialismo. Aunque el constructivismo es un producto en gran medida del racionalismo (es decir, de una concepción errónea del alcance de la razón), se ha dado incluso en movimientos religiosos, “que en su día intentaron acabar tanto con la unidad familiar como con el derecho de propiedad, a cuya cabeza figuraron los gnósticos, maniqueos, bogomilos y cátaros.” (p. 98) Y más adelante insistía en ello al afirmar lo siguiente:

“Resulta, pues, que aunque se supone que el concepto de ‘liberación’ es nuevo, sus demandas de exoneración de las costumbres morales son arcaicas. Los que defienden esta liberación podrían destruir las bases de la libertad y romperían los diques que impiden que los hombres dañen irreparablemente las condiciones que hacen posible la civilización.” (p. 115, negritas mías.)

Hayek por cierto acusaba al “liberalismo racionalista” de Voltaire, Bentham y Russell de haber hecho renacer con más fuerza que nunca estas demandas seudoemancipatorias, distinguiéndolo del “liberalismo político derivado de los viejos whigs ingleses”. De esta rama torcida del genuino liberalismo surgió el socialismo y las demás ideologías que conforman la izquierda contemporánea, el feminismo radical, el multiculturalismo, etc, y que en realidad conducen a una exaltación del Estado como el Gran Emancipador.

Hayek rastrea hasta Descartes los orígenes de “este moderno racionalismo”, el cual “no sólo desecha la tradición, sino que no duda incluso en afirmar que la razón está en condiciones de perseguir directamente cualquier meta sin necesidad de intermediaciones, así como que, con autonomía plena, puede crearse, sobre la base de la razón, un mundo nuevo, una nueva moral, un nuevo orden legal y hasta un nuevo y más adecuado lenguaje.” (p. 94)

Con posterioridad a Descartes, el pensador que más influyó en las tendencias constructivistas modernas fue Rousseau, quien “en su intento de liberar a la humanidad de toda constricción ‘artificial’, transformó lo que hasta entonces había sido considerado prototipo del salvaje en héroe de la clase intelectual”. (p. 95)

El Buen Salvaje se encuentra siempre detrás de todas las reformas de Zapatero. Para tratar de convencernos de que el aborto o la eutanasia suponen un aumento de la “libertad”, o que formas de “familia” distintas de la monogamia heterosexual son igual de buenas, se apela sistemáticamente a sentimientos primarios. Se nos evoca a mujeres encarceladas por abortar y se nos presentan ejemplares estampas “familiares” de gays o lesbianas con niños en adopción, o engendrados con nuevas técnicas reproductivas. La intención es presentar como un desalmado insensible a quien abrigue dudas sobre las consecuencias a largo plazo de alteraciones de lo que, hasta no hace mucho, la gran mayoría de la sociedad consideraba como lo normal y lo decente. Palabras que por sí solas ya son objeto de burlas, cuando no de escandalizada indignación. El mero hecho de sugerir un debate sobre estos temas se considera sospechoso, como si la discrepancia fuera en sí misma un crimen. Y de hecho, con la tipificación de los delitos de homofobia y otros nuevos que pretende legarnos el régimen de Zapatero, en gran medida ya lo es.

Por supuesto que las cosas cambian a veces a mejor. Hace siglo y medio la esclavitud se consideraba aceptable. No hace muchas décadas, en muchos países europeos la homosexualidad era un delito, como hoy lo es en Irán y Arabia Saudí. Es evidente que nadie en su sano juicio puede lamentar cualquier cambio, y que siempre existirán situaciones de injusticia que deben remediarse. Pero el error del “progresismo” es exactamente simétrico a este: Que todo cambio, por el mero hecho de serlo, es bueno; que la radicalización de cualquier tendencia, necesariamente, supone una mejora. Embargados de esta ilusión, somos pasto de gobernantes iluminados que, trastocando el orden espontáneo, nos conducirán a donde más les convenga a ellos, que no es ciertamente a liberarnos de su poder.

Los sondeos de opinión indican que Zapatero no será reelegido. Pero como decía al principio, su proyecto trasciende las ambiciones de un solo individuo. Se impone, pues, en cuanto haya un cambio de gobierno tras las elecciones, un proyecto contrario de deszapaterización, que como mínimo interrumpa la dinámica de “extensión de derechos”, eufemismo neolinguïstico tras el cual se oculta la ambición totalitaria de convertir la libertad en la graciosa concesión de una administración cada vez más omnipresente e intervencionista. No será una tarea fácil, ni mucho menos, porque hemos avanzado mucho en el camino hacia el totalitarismo.
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* Ignacio Arsuaga y M. Vidal Santos, Proyecto Zapatero. Crónica de un asalto a la sociedad, HazteOir.org, 1ª ed., noviembre 2010.
** F. A. Hayek, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo, Unión Editorial, 1990