martes, 9 de junio de 2009

La increíble y triste historia del cándido Tercer Mundo y las multinacionales desalmadas

La petrolera Shell, tras un acuerdo extrajudicial, indemnizará con 15,5 millones de dólares a las familias de varios activistas ejecutados por la dictadura militar nigeriana en la década de los noventa, entre los que se encontraba el escritor Ken-Saro Wiva. La multinacional, sin embargo, niega los hechos de que se la acusan, esto es, haber colaborado con el gobierno de Nigeria en la represión.

El relato que hacen diversos medios de comunicación, por ejemplo el periódico El Mundo, se ajusta al guión previsible: Una malvada multinacional que destruye el medio ambiente de un país del Tercer Mundo, y que “ejecuta” a los indígenas que se atreven a protestar pacíficamente. No nos anuncian cuándo se rodará la película, pero no creo que tarde mucho.

Desde luego, no seré yo quien defienda a las multinacionales en general ni a la Royal Dutch Shell en particular; sus buenas plantillas de abogados tienen para eso. No me cabe ninguna duda de que son perfectamente capaces de las brutalidades que se les imputan en ocasiones, aunque desconfíe por principio de relatos concretos cuya objetividad no estoy en condiciones de juzgar. Por cierto que el padre del liberalismo, Adam Smith, escribió páginas durísimas acerca de la Compañía de las Indias Orientales.

Sin embargo, no debe escapársenos el error que subyace en ese seudoprogresismo difuso que de manera más o menos implícita condena al sistema capitalista entero por las prácticas de ciertas empresas, las cuales, si por algo se caracterizan, es precisamente porque eluden siempre que pueden las reglas de un mercado libre sometido al Estado de Derecho; lo cual es enormemente fácil, claro, en lugares en los cuales no existe ni una cosa ni otra.

En los países de capitalismo avanzado, el 90 % de los contratos laborales los realizan pequeñas o medianas empresas. Esto equivale a decir que el 90 % de la población se sustenta directamente gracias a un intrincado y descentralizado tejido industrial y de servicios, con escasa influencia política. Se trata de una situación muy diferente, aunque también aquí las grandes corporaciones tratan de eludir a menudo las reglas de la competencia, llegando a acuerdos de trato privilegiado con los representantes políticos, siempre dispuestos a colgarse medallas por la creación de puestos de trabajo.

Pero son las administraciones las principales culpables de favorecer estas prácticas. Y son las dictaduras quienes violan los derechos humanos, o garantizan la impunidad de todo tipo de abusos a cambio de sobornos y entrada de divisas. Las empresas lo que hacen es sencillamente adaptarse al entorno que se encuentran en cada país.

Lo que no se puede ignorar es que existe algo mucho peor que las inversiones de las multinacionales en el Tercer Mundo: Que no haya inversiones. A pesar de todos los abusos, el salario que paga una multinacional en un país pobre siempre es superior al que se paga en ese país por un trabajo similar en esfuerzo, horarios, etc. En Occidente nos escandalizamos por el empleo de mano de obra infantil, pero cuando la alternativa real no es -como defienden tantos manipuladores de emociones- la escuela, sino la absoluta miseria o incluso la prostitución, ese puesto de trabajo es una bendición. Con frecuencia, las generaciones nacidas a partir de los sesenta olvidamos que nuestro bienestar actual lo debemos a la generación de nuestros padres, muchos de los cuales empezaron a trabajar a los doce o trece años.

Los principios son duros, pero la inversión extranjera es un medio nada desdeñable para que los países pobres empiecen a dejar de serlo. Desde luego, es mucho más eficaz que las meras ayudas en forma de dinero, alimentos o vestido, que en gran parte sólo sirven para engordar a los caciques que las roban y las venden en los mercados locales, con graves daños para su precaria agricultura y su incipiente industria.

Sobre todo, el papel de la inversión es facilitar el surgimiento de una clase asalariada con una mínima capacidad de consumo, que pueda favorecer el sostenimiento de una industria local, así como la divulgación de cierta cualificación técnica y de una cultura del trabajo, de la puntualidad, de la higiene, etc, que haga posible a su vez un aumento de la productividad general de la población. Es una ventaja con la que Europa no contó hace cien o doscientos años, cuando realizó sola sus revoluciones industriales, y que al Tercer Mundo le puede ayudar a quemar etapas mucho más rápidamente.

Es muy fácil, desde nuestro confortable nivel de vida, condenar las condiciones laborales, medioambientales, etc, del mundo subdesarrollado, y repetir el falso mantra de que cada vez hay más pobres por culpa de la globalización. Nosotros, a diferencia de los pobres, nos podemos permitir el lujo de equivocarnos gravemente acerca del diagnóstico de males que no nos afectan… por ahora. Porque el incesante goteo de ideología anticapitalista y buenista que sufrimos en Occidente desde edades cada vez más tempranas, pueden acabar destruyendo las bases culturales de nuestra prosperidad. Aunque quizás así se cumplan los sueños igualitarios de los antiglobalización: Que todos seamos iguales, por lo menos en la miseria.