jueves, 27 de diciembre de 2007

Solidariduriduradidad

El egoísmo individual como motor de prosperidad colectiva es un tema recurrente del liberalismo clásico -y extrapolable fuera del ámbito económico. Escuchaba hace unos días a Benigno Blanco, presidente del Foro Español de la Familia, decir que las personas -cito de memoria- fundan una familia "porque les da la gana" y con ello hacen un gran bien a la sociedad. Gran verdad. Del mismo modo, aunque el móvil original de un empresario no sea la creación de empleo, sino el ánimo de lucro, no por ello su actividad deja de ser la única forma verdadera de creación y distribución de riqueza. El bendito egoísmo mueve el mundo.

Quienes se oponen a esta visión creen que las mejoras sociales pasan por la renuncia al egoísmo, por privarse unos en favor de los otros. Naturalmente, ellos se ven a sí mismos como profundamente altruistas. Y sin duda, dentro del ámbito familiar, suelen serlo: como casi todo el mundo. Ah, pero ellos, que son muy "críticos" con la familia "tradicional", entienden que eso no cuenta, que la generosidad debe extenderse a toda la sociedad. Y ¿cómo la practican? Pues obligando a los otros a practicarla. Su curioso altruismo consiste en tratar de imponer al común de los mortales más impuestos, cánones, prohibiciones -siempre por su propio bien. Y lo bueno es que así es como se sienten mucho más solidarios que los demás.

Así como el "egoísta" suele respetar deportivamente al prójimo, porque comprende que no le mueven objetivos distintos de los suyos, y por tanto tiene el mismo derecho que él de defender sus legítimos intereses, el "solidario" por el contrario, divide a los demás en dos categorías: Quienes comparten sus imperiosos propósitos de felicidad universal, y quienes no se prestan a ser el juguete de Savonarolas decididos a redimirnos a todos, queramos o no.

El "solidario" es implacable con quienes no se solidarizan. Si su poder es suficiente, llega hasta el extremo de recluirlos en campos de concentración o simplemente matarlos. Cuando no es así, el "progresista" (porque ellos se autodenominan así) se dedica a sabotear cualquier otra forma de hacer el bien que no encaje con su particular superstición. Así, pondrá trabas a la empresa que dificultarán la creación de puestos de trabajo y animarán a las multinacionales a la búsqueda de entornos más acogedores. Culpabilizará a los consumidores que, sobre todo en estas fechas festivas, emplean su dinero favoreciendo el comercio, abominando del "consumismo desenfrenado" que agosta el planeta. Estigmatizarán a quienes se oponen a nuevos impuestos para favorecer a grupos de presión organizados y todo ello mientras imparten lecciones magistrales de ética.

Para ser precisos, habría que distinguir dos clases de seudoprogresistas, uno es el sentimental y otro es el profesional, el que vive de ello, bien sea en la política o en organizaciones o empresas satélites del poder. Naturalmente, entre ambas tipologías tendríamos toda una gradación, desde quien carece de opiniones propias, y por tanto se deja arrastrar por el papanatismo ambiente, hasta el cínico redomado, tipo Al Gore, pasando por los pelotilleros, medradores, etc. Pero lo que conviene observar es que el progre más o menos profesional ha alcanzado un nivel de concienciación superior, en el cual el bien colectivo se identifica con su propio bien, sea un puesto de trabajo, una subvención o el ejercicio directo del poder. Y en cierto sentido inesperado, tiene razón. Porque no existe tal cosa como el bien colectivo. Todo bien se traduce en última instancia en una persona concreta de carne y hueso, en un individuo.

Tendríamos entonces, por un lado, el sano y creativo egoísmo cooperante que no se inmiscuye en los asuntos de los demás y por otro, el egoísmo parasitario, que consiste en ser generoso con el dinero ajeno, autoritario por la vía de usurpar la voz de los más desfavorecidos -e implacable con quien se atreve a desenmascararle. Razón por la cual aquí no valen las medias tintas. Se trata de ellos o nosotros.

Nota: Naturalmente, aquí no pretendo afirmar que no puedan existir formas nobles de solidaridad más allá del ámbito íntimo. Pensemos en la cultura del filantropismo norteamericana, en la caridad organizada o espontánea, etc. Pero si nos atenemos a sus consecuencias, nada hay más solidario (es decir, eficaz en la redistribución de la riqueza) que el egoísmo que está en la base de la economía de mercado.