Estimulado por algún que otro acalorado debate con Eduardo Robredo (siempre desde el respeto mutuo, y compartiendo con él más ideas de lo que pudiera parecer), llevo unos días pensando en escribir sobre ateísmo, agnosticismo y laicismo.
Agnósticos y ateos coinciden en la crítica a determinados argumentos que tratan de probar la existencia de Dios. La diferencia, se supone, es que el ateo concluye que Dios no existe, mientras que el agnóstico sencillamente niega que podamos llegar a una conclusión definitiva. Digo “se supone” porque a estas alturas, la mayoría de quienes se autodenominan ateos se cuidarán mucho de incurrir en un dogmatismo no menos ingenuo que la denostada “fe del carbonero”, sobre la que se complacen en sentirse superiores, tendiendo por el contrario a un positivismo mucho más discreto. Aquel tipo de ateo que retrata Sartre, evocando su infancia en Las palabras, no deja de ser hoy un anacronismo:
“... La incredulidad declarada –recuerda- conservaba la violencia y la indecencia de la pasión; un ateo era un original, un furioso a quien no se invitaba a comer, por temor a que «hiciera una de las suyas», un fanático lleno de tabúes que se negaba el derecho a arrodillarse en las iglesias... un maniático de Dios, que veía Su ausencia en todas partes y que no podía abrir la boca sin pronunciar Su nombre; en una palabra, un señor con convicciones religiosas.”
Al final, en una especie de dulcificación de las costumbres, lo que se ha producido es una convergencia entre agnósticos y ateos, que llegan a ser prácticamente términos sinónimos. Los primeros es raro que duden de la inexistencia de Dios en el mismo grado que lo hacen de su existencia, mientras que los segundos, con tal de evitar enredarse en debates metafísicos, y hasta se diría con tal de sacudirse cierta imagen del ateo de casino de pueblo, concederán deportivamente que la inexistencia de una divinidad (en realidad, de cualquier cosa) no es algo formalmente demostrable.
Personalmente, pese a que para abreviar me defino como agnóstico, me sucede una cosa curiosa: No puedo evitar, cuando leo o escucho cualquiera de las argumentaciones que en el pasado me llevaron a perder gradualmente la fe religiosa, que me parezcan petulantes e inmaduras. No tengo claro que Dios exista, pero no veo por qué no puede dudarse también de lo contrario, aunque sea poco fashion, como dicen ahora los niños. Hay dos temas de reflexión que me llevan a pensar con frecuencia que, después de todo, Dios podría existir. (Sáltese el primero -en verde- quien no sea amigo de disquisiciones metafísicas.)
El primero es sencillo de formular, y es el mero hecho de que estamos aquí. Existimos, cuando podríamos perfectamente no existir. Es más, podría no haber existido nada en absoluto. ¿Por qué hay algo en lugar de nada?
El positivista negará significado a la pregunta, partiendo de una definición de significado que en el mejor de los casos podría ser útil para la praxis científica, pero que es muy dudoso que sea válida para todos los registros del lenguaje. Planteémosla de otra manera. ¿Existe alguna contradicción en la proposición “Nada existe”? Si alguien replicara, como hizo Parménides de Elea hace 2.500 años, que la misma existencia de la proposición contradice su sentido, no hay problema: Eliminemos también la proposición. Nada existe, ni siquiera la proposición que lo afirma. ¿Hay contradicción en lo que queda, es decir, en la nada? Es evidente que no, por mucho que la gramática no ayude demasiado a expresarlo.
Ignoro deliberadamente especulaciones que he llegado a leer, inspiradas en la física cuántica, y que en el fondo se reducen a introducir subrepticiamente “algo” en la nada (el vacío cuántico, las leyes cuánticas, etc) a fin de sostener un falaz surgimiento probabilístico del ser a partir de esa "nada” trucada. Por muchas prestidigitaciones verbales que ensayemos, es por completo inexplicable que algo exista, pudiendo no hacerlo; es una vieja ilusión de los filósofos suponer que el Ser ha de existir necesariamente [?]. No hay tal necesidad [?] [Ahora, setiembre 2010, pienso que la posibilidad de la nada es un argumento contra el positivismo, no contra el racionalismo ontológico.]. Aunque el hecho de que existamos no prueba [formalmente] nada, es lo más asombroso que se ofrece a la contemplación de la mente humana. Más asombroso incluso que suponer que la razón de nuestra existencia respondiera al designio de un Ser infinito. No veo por qué a ese misterio no le podemos llamar Dios, aun admitiendo la audacia de semejante salto conceptual.
En segundo lugar, debemos enfrentarnos a la existencia del bien y del mal. Siempre he recelado de ese ejército de catedráticos que cada año publican un nuevo libro de “ética sin Dios” (que me recuerdan, salvando todas las distancias, a aquellos libros de autoayuda estilo “la guitarra clásica sin esfuerzo”) tratando de convencernos de que, en efecto, no hay en ello ninguna dificultad insalvable. Me parece mucho más honesta la actitud de Wittgenstein cuando, ante cualquier “debes” se preguntaba: “¿Y qué, si no lo hago?” Toda ética inmanente de intención edificante, por mucho que se envuelva en un tono ya sea fríamente analítico, ya desenfadado o incluso irónico (huyendo en suma de mojigaterías) no se reduce a otra cosa que a intentar persuadirnos de que hacer el bien es lo mejor para nosotros a largo plazo. Naturalmente, eso jamás se lo ha creído nadie en el fondo de su ser. Ni los buenos actúan movidos por ese cálculo, ni los malvados se han visto nunca frenados por él. Quizás el bien y el mal absolutos no existan. Pero la idea de que eso no entraña un verdadero problema es de una candidez pavorosa. La creencia en un legislador moral trascendente no sirvió en el pasado para evitar la opresión ni las guerras, incluso se la utilizó para justificarlas. Pero hay que estar ciego para afirmar que el crecimiento de los Estados en el siglo XX -con sus secuelas de destrucción y sufrimientos sin igual en la Historia- sea un proceso por completo ajeno a la secularización y la divulgación del relativismo entre amplias masas. ¿Podría ser que buena parte de la intelectualidad europea de los últimos doscientos años se haya precipitado al prescindir de los servicios de Dios? Por descontado, aunque respondiéramos afirmativamente a esta pregunta, ello no probaría su existencia. “No es cierto – dijo Hume- que una opinión sea falsa por tener consecuencias peligrosas”. Pero si la verdad o falsedad de esa opinión es formalmente indemostrable, ¿no es una ingenua temeridad ignorar dichas consecuencias?
No creo posible ya, ni siquiera estoy seguro de que me gustara, un renacimiento religioso. Pero en cambio veo muy necesaria la crítica de la mercancía que algunos quieren vendernos bajo la denominación de laicismo. Una visión indolora y banalizadora de la vida, en la que la preocupación por la salvación individual ha cedido el espacio a las salvaciones colectivas. Y que complementariamente, en la forma de un prolongado tratamiento anticristiano que nos ha dejado con las defensas bajas, ha coadyuvado a la expansión de un fanatismo religioso mucho más virulento. La estafa del “optimismo antropológico” ya ha hecho suficiente daño para que vengan ahora a reeditarla masones provincianos con ínfulas.