Tal como yo lo veo, la cuestión política fundamental sería cómo mantener la libertad del individuo a través de los cambios que experimenta la sociedad. Dos son los tipos de amenazas a las que está eternamente expuesta la libertad. Una procede de los autodenominados progresistas que idolatran el cambio, sin pararse a pensar en los posibles efectos sobre las libertades individuales. Así, todos aquellos que están dispuestos a otorgar al Estado una preponderancia siempre creciente, al convertirlo en el agente de bienintencionadas transformaciones, son posiblemente los enemigos más formidables que puede tener la libertad, precisamente porque no suelen ser conscientes de ello.
El otro gran peligro se halla por el contrario en los inmovilistas, aquellos que están dispuestos a sacrificar al individuo en el altar de una comunidad mítica, sea de naturaleza nacional o religiosa, fundamentada en una Edad de Oro que debe ser restaurada. Los nacionalismos, con sus pretensiones “normalizadoras”, es decir, restauradoras de un supuesto estado primitivo de pureza, libre de contaminaciones culturales foráneas, así como el islamismo nostálgico de su sobrevalorada grandeza medieval, constituyen las manifestaciones inequívocas de esta categoría.
Tanto el socialismo como el nacionalismo y el integrismo trabajan por el fortalecimiento del Estado, al que ven como el instrumento para lograr sus fines. Y a pesar de sus objetivos opuestos, han demostrado una capacidad sorprendente para aliarse e incluso fusionarse. El ejemplo paradigmático es el de los fascismos, que fueron resultado del cruce monstruoso de socialismo y nacionalismo, o el del régimen iraní, mezcla de socialismo e integrismo. En parte, ello es debido a que todo movimiento político se presenta como democrático o popular a fin de triunfar, pero además me resulta difícil sustraerme a la sospecha de que habría algo profundamente reaccionario en el propio socialismo, una especie de nostalgia atávica de las primitivas sociedades de cazadores-recolectores, mucho más igualitarias.
En este sentido, la distinción entre los autodenominados progresistas y los reaccionarios encierra un equívoco, pues ni el futuro que prometen unos es realmente algo tan nuevo, ni el pasado que añoran los otros seguramente ha existido jamás -salvo en la imaginación retrospectiva de malos historiadores e ideólogos brillantes.