domingo, 2 de diciembre de 2007

Qué queremos


¿Existe una base racional para defender lo que creemos es la vida mejor, por ejemplo la libertad frente a la esclavitud? En cierto sentido restringido de la palabra razón, la respuesta es no. David Hume (1711-1776) negó que existieran fines racionales. La razón, según él, sólo puede guiarnos en la elección de los medios que nos permiten obtener unos fines determinados, pero no en averiguar cuáles deben ser éstos.

De lo que se deduce que todo el que pretende imponernos determinadas valoraciones como si vinieran avaladas por el conocimiento científico, incurre en una falacia. De enunciados factuales no puede deducirse ningún imperativo. Valga esto para los Bernat Sorias que van por ahí dando lecciones de ética y pretendiendo que creamos que discrepar de sus opiniones es poco menos que el oscurantismo y la vuelta a la Inquisición. También se deduce que quienes pretenden que no existen valores universales, sino que debemos respetar las prácticas de otras culturas incluso cuando choquen con “nuestra” moral, incurren en idéntica falacia, aunque de forma menos evidente. El escepticismo de Hume, aplicado superficialmente, parecería apoyar el relativismo multiculturalista. Pero lo único que nos dice es que éste es tan imposible de refutar como de demostrar, porque de aserciones de hecho no se pueden deducir prescripciones éticas. Por tanto, racionalmente (en el sentido restrictivo del término, insisto) no hay justificación para imponer nuestros valores ni lo contrario.

Por supuesto, Hume también empleó en un sentido más usual el término racionalidad, que consistiría en guiar nuestra conducta basándonos en la experiencia. La certeza absoluta no existe, pero en la vida no se requiere tanto. Ciertas verdades, aunque formalmente indemostrables, han sido lo suficientemente contrastadas como para que podamos razonablemente confiar en ellas. Y por lo que sabemos de la naturaleza humana, es difícilmente cuestionable la existencia de ciertas aspiraciones básicas comunes a la mayoría de hombres y mujeres, como son que se les permita mejorar su bienestar material y el de su familia con el fruto de su trabajo y a no sufrir coacciones. El motor último de la llamada globalización no es otro que el deseo de las personas de todas las partes del planeta de alcanzar el nivel de vida de las democracias liberales, que conocen principalmente a través de la televisión. Todo el mundo quiere ganar más, quiere que existan empresas proveedoras de las más variadas mercancías y servicios, quiere tener coche y vivienda a ser posible en propiedad, expresarse libremente, no ser molestado por la policía sin motivo, etc.

Los que rechazan ese modo de vida suelen ser de dos tipos: O bien los que desesperan de alcanzarlo nunca, debido generalmente a que los gobiernos despóticos y corruptos que les oprimen les privan de ello, o bien quienes ya han alcanzado, en mayor o menor grado, ese bienestar, pero no ven contradicción en disfrutarlo ellos mientras se lo niegan a otros. Aquí tenemos desde el ecologista preocupado porque todos los chinos quieran tener coche (“el planeta no aguantará”), es decir, el egoísmo apenas disimulado de quien teme el momento de tener que repartir un supuesto pastel de dimensiones invariables, hasta el integrista islámico que suele disfrutar de todas las comodidades del way of life cuya destrucción anhela, hasta el extremo de inmolarse (salvo si es un multimillonario saudí, que tiene a otros para inmolarse por él).

Los terroristas suicidas en Occidente no suelen ser inmigrantes recién llegados. Éstos están más preocupados por salir adelante en el mercado laboral, encontrar vivienda, etc, que en defender la implantación de la sharia. Sólo cuando han conseguido un cierto grado de satisfacción de las necesidades materiales pueden empezar a permitirse el lujo de planear la destrucción del sistema que les ha permitido prosperar. Parece absurdo, pero es así. Y este mismo patrón caracteriza al seudoprogresista laico que ataca el capitalismo, gracias al cual disfruta de las comodidades, del ocio y de la libertad que le permiten adornarse con sentimientos de superioridad moral exigiendo el 0,7 % del PIB (no de su nómina, ojo) para los países pobres y odiar el consumismo (pero su coche no tiene más de cuatro años), la “globalización uniformizadora” (aunque en su ciudad hay muchos más restaurantes chinos que McDonald’s) y el “neoliberalismo salvaje”, aunque como todo hijo de vecino, agudiza su ingenio al máximo para pagar los menos impuestos posibles: sólo es socialdemócrata con el dinero ajeno.

El problema de los deseos autodestructivos es el de todos los deseos: que a veces se cumplen. Por eso es importante hacer ejercicio de autoaclaración, apercibirnos de lo que de verdad queremos.