miércoles, 13 de febrero de 2008

La superstición racionalista


Entiendo por racionalismo aquella concepción según la cual, la mente humana, independientemente de la observación, puede avanzar en el conocimiento de la realidad. Parto de esta definición para disipar malentendidos. Cuando digo que el racionalismo es un error, obviamente no estoy tratando de defender ningún retorno a nada, ni ningún tipo de misticismo. Todo lo contrario, estoy defendiendo la racionalidad, que se basa por supuesto en la observación y la experimentación.

Aclarado esto, veamos a qué nos ha conducido el racionalismo. En una primera fase, en el siglo XVIII, llevó a la intelectualidad a enfrentarse con la religión, al pensar que toda opinión debe tener una justificación racional, y que por tanto debemos hacer tabla rasa con todas las creencias, prejuicios y supersticiones que ha venido acumulando la humanidad a lo largo de los siglos, para empezar desde una base firme y rigurosa.

En la segunda fase, ya en el siglo XIX, condujo al socialismo, aquella concepción según la cual todas las instituciones, incluida la propiedad privada, deben ser abolidas con el fin de establecer una sociedad justa e igualitaria, según principios estrictamente racionales.

Por supuesto, tanto la antirreligión como el socialismo pueden adoptar formas aparentemente moderadas, de tolerancia con aquello que combaten. Casi nadie hoy defiende la prohibición de la religión o la economía totalmente planificada, básicamente porque en el siglo XX ya se intentó, con los resultados catastróficos que conocemos. Fuera de algunas regiones irrelevantes del planeta, en general hoy los socialistas ven mucho más viable imponer restricciones al mercado y a la propiedad que no suprimirlos. Y algo análogo puede decirse de las creencias trascendentes.

¿Por qué el racionalismo fracasó? Según su propio punto de vista, seguramente por una excesiva impaciencia, por subestimar las fuerzas de la reacción. En realidad, el racionalismo fracasa, tanto en su versión genocida como en la moderada actual -que trata de imponerse no por una revolución sangrienta, sino por la mucho más sutil y efectiva coacción de las burocracias- porque implica un desconocimiento profundo de la naturaleza del ser humano y la sociedad. Esto le lleva a la ingenuidad de suponer que podemos prescindir de un plumazo de instituciones, valoraciones y creencias que son el producto de milenios de evolución social, sin querer darse cuenta de que el vacío moral que resulta de ello es terreno abonado para el despotismo.

Hay una tradición ilustrada que va de David Hume, Adam Smith y los Founding Fathers hasta Friedrich Hayek, que ha defendido la racionalidad frente a la superstición racionalista. Y luego está la izquierda. Las supersticiones son persistentes.