martes, 26 de febrero de 2008

La lengua y el poder

La respuesta favorita de los nacionalistas a las críticas es que todos somos nacionalistas. Mostrarse contrario al nacionalismo catalán es, según ellos, un ejemplo típico de nacionalismo español. De poco sirve tratar de distinguir entre nacionalismo y patriotismo, pues te dirán que ellos también son patriotas, pero de un "país" distinto.

Tenemos además el subgrupo de los nacionalistas que se consideran liberales. En un comentario de la blogosfera, se me excusará la autocita, dije que ser nacionalista y liberal me recordaba al extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En ese mismo lugar, más adelante uno de estos liberales nacionalistas, Artur (cuyo blog en catalán, Comentaris liberals, es pese a todo muy bueno) argumentaba que imponer el catalán en la enseñanza no era necesariamente antiliberal, como no lo son muchas normas que constriñen las libertades individuales, por ejemplo la obligación de que una chica musulmana reciba clases de gimnasia exactamente igual que sus demás compañeras. Habría mucho que hablar acerca de la distinción entre normas de origen espontáneo (como la de respetar ciertas tradiciones) y las emanadas de un poder ejecutivo-legislativo que utiliza el derecho como mera pantalla e instrumento de decisiones arbitrarias. Pero posiblemente nos enredaríamos en la típica discusión de ejemplos inacabables en favor de cada una de las tesis en conflicto.
Para mí, el argumento fundamental contra el nacionalismo catalán es que parte de una ficción colosal: La de que Cataluña es, o ha sido en algún momento, un país distinto de España, el cual de manera más o menos gradual, o más o menos brusca, según el grado de tergiversación de la Historia con el que uno esté dispuesto a comulgar, habría sido desnaturalizado, españolizado, siendo de justicia que sus naturales quieran recobrar su prístina condición. En una medida sorprendente, esta superchería se basa en el equívoco de la lengua propia. Puesto que en Cataluña se habla una lengua distinta de Andalucía o de Asturias, que en este sentido trivial sería propia de esa región, por una burda maniobra semántica, la otra lengua que Cataluña comparte con el resto de España desde hace siglos se ha querido hacer pasar por impropia, esto es, extraña, forastera. Naturalmente, todas las lenguas de un territorio, si adoptamos la suficiente perspectiva temporal, son forasteras...

Entre las distintas regiones españolas se observan, como es lógico, diferencias culturales, como las hay dentro de cualquier nación de una cierta extensión. Pero sólo la existencia de una lengua propia permite a los nacionalistas dividir a la población entre buenos y malos catalanes, vascos o gallegos. Nadie haría ningún sacrificio por la reivindicación del traje o el plato típico regional, pero la lengua en cambio sí puede ser, hábilmente explotada, una fuente de conflicto. Cataluña, como el País Vasco, como Galicia, como La Rioja, siempre ha sido España. Sólo un dominio total de la educación, y casi total de los medios de comunicación durante las últimas tres décadas, ha permitido a los nacionalistas llevar a cabo un lavado masivo de cerebros por el cual, ahora resulta que miles de españoles no se sienten tal cosa. No nos dejemos engañar por la retórica de las balanzas fiscales, allí donde no hay nacionalismo, a nadie le preocupa si el saldo de su región, provincia o comarca es positivo o negativo.

Aparte de la cuestión idiomática, un factor esencial ha sido el odio a España, el cultivo de la imagen de una España fea y cutre, de la vulgarización apta para el consumo masivo de la leyenda negra, del cliché de la llanura carpetovetónica de guardias civiles y moscas, frente a la "Cataluña moderna y europea" donde al parecer las moscas no te jalan vivo en verano igual que -imagino- deben hacerlo en La Alcarria. No importa que esos tópicos no puedan sostenerse en el año 2008 con un mínimo de seriedad ni por un instante. Tampoco la superstición socialista debería sobrevivir a los veinte años de la caída del Muro de Berlín, y en cambio ahí tenemos a Naomi Klein forrándose con sus libros contra el capitalismo.

El nacionalismo, sin duda, puede tener éxito. De hecho, para los nacionalistas, la única medida de la bondad de su ideología son sus resultados. Una futura Cataluña independiente justificaría para ellos cualquier abuso cometido en el pasado por quienes anticiparon la Tierra Prometida. Todo muy similar a la utopía comunista, o su variante nacional-socialista, en la cual se trataba de construir un maravilloso mundo futuro en el cual el proletariado, o la raza aria, alcanzaría la felicidad por siempre jamás, los pájaros cantarían y el sol brillaría. Los nazis no empezaron matando judíos en masa. Primero se burlaron de ellos, ensuciaron las paredes con sus esteladas, perdón, esvásticas; pusieron trabas administrativas a sus negocios... No hubieran podido implantar el infierno subsiguiente sin un proceso previo de embrutecimiento de la población y de deshumanización de las víctimas. La comparación con los inicios no es exagerada. Al contrario, se trata de fenómenos tan evidentemente similares en su patología, que uno no puede menos que sentir conmiseración por esta débil y desgraciada especie de primates que somos, siempre víctimas de la alianza fatal entre el ansia incorregible de paraísos gregarios y uniformes, y el ansia ciega de poder.