El siglo XX ha estado dominado por ideologías que relativizan el bien y el mal. La conducta del individuo dejaba de ser consecuencia de su libre voluntad, según el paradigma judeocristiano, y se explicaba como algo determinado por las condiciones materiales de su existencia, por expresarlo con la terminología marxista. De ahí a afirmar que la violencia ejercida contra la burguesía es legítima no es que haya un paso, es que la conclusión resulta casi inevitable.
Existe otra línea paralela que –simplificando– va de Nietzsche a Spengler y de éste al nacional-socialismo, que aunque por otros caminos, parte del mismo principio de cuestionar la universalidad y la intemporalidad de los conceptos del bien y del mal, para llegar a las mismas consecuencias atroces. Pero las formulaciones que han tenido más influencia han sido las de la izquierda supuestamente ilustrada.
Aún hoy sufrimos esa influencia, y no está claro que vaya a remitir. La justificación de origen marxista de la violencia subyace de manera asombrosa en nuestros códigos penales, en los que el delincuente es considerado como una víctima de la sociedad, más que un sujeto peligroso del que deba ser protegida. Desde el momento en que abandonamos la concepción del individuo que libremente opta por el bien o el mal, y explicamos todo acto por sus circunstancias, el ánimo moralista es desplazado por el ánimo compasivo. Lo cual, paradójicamente, se interpreta como un progreso moral.
Naturalmente, si somos tan comprensivos con los criminales, cómo no vamos a serlo con aquellas personas bienintencionadas que padecen adversidades de la naturaleza que sean. La compasión deviene universal, porque la vida consiste en gran medida en dificultades, pero se niega puerilmente a aceptarlo. Se pretende ahorrar al ser humano, ya desde su infancia, el esfuerzo y la disciplina en los que desde los orígenes de la civilización se basó la transmisión del conocimiento. Aprender tiene que ser algo “divertido”, aunque para ello se sacrifiquen incluso los contenidos. Pero también al adulto se le quiere librar de toda fatiga. La política socialdemócrata tiene por objetivo acabar con las desigualdades, ignorando deliberadamente aquellas que puedan tener su origen en el mérito individual. Para ello se obliga a los elementos más productivos y emprendedores de la sociedad (básicamente las clases medias) a financiar un costoso programa de prestaciones y subvenciones sociales, que favorecen a quienes menos trabajan, sin diferenciar a los que verdaderamente son víctimas (discapacitados, etc) de los que sencillamente se aprovechan cínicamente de este sistema. Es significativo que la defensa de colectivos verdaderamente merecedores de ayuda como los aludidos adopte con tanta frecuencia un tono reivindicativo, de “denuncia”, como si sólo fuera un capítulo más de la lucha contra el sufrimiento, cuando en realidad es el único moralmente aceptable. Pero el folklore progresista lo asimila para adornar la desvergüenza de otro tipo de reivindicaciones.
Elevar la compasión indiscriminada a virtud máxima, equivale a postular que pueden existir derechos sin deberes, a relegar la responsabilidad individual y a favorecer un tipo humano que es lo más parecido a un niño malcriado que cree que tiene derecho a todo, sin contrapartidas. Las exigencias no censan de aumentar, y adoptan un tono cada vez más insolente. La autoridad (en su noble sentido etimológico) deja de respetarse, se incrementan los casos de profesores y de médicos agredidos por alumnos, sus padres o por pacientes y usuarios. Se llega así a confundir la libertad, que consiste en asumir la responsabilidad por las consecuencias de los propios actos, con la búsqueda de la mera satisfacción.
Una sociedad así está madura para el zapaterismo. Éste consiste en llevar al paroxismo las tendencias aquí descritas. En lugar de frenar el deterioro de toda autoridad (que al contrario de lo que se cree, es un dique protector contra el despotismo) se trabaja para socavar la poca que les queda a los propios padres sobre sus hijos. Se dialoga con los criminales, como si el problema no derivara de sus libres decisiones, sino de una supuesta incomprensión mutua. La compasión universal desemboca en la búsqueda de la paz a cualquier precio, es decir, a desarmarnos ante quienes precisamente ven en nuestra debilidad la justificación de sus pretensiones de dominio. Todo ello procede de ese nefasto relativismo.
Curiosamente, Spengler, el autor de La decadencia de Occidente, que ni siquiera creía en una matemática universal (probable precedente de la “matemática aria” del régimen nazi), comprendió que el relativismo pertenecía a la fase decadente de las civilizaciones. Pero imbuido de su fatalismo, creyó inútil oponerse a él. Lo que no sé es si el pensador alemán imaginó que en un futuro existirían gobernantes que a la decadencia la llamarían progreso.