Todo el mundo sabe que la famosa Ley Seca promulgada en Estados Unidos en los años veinte fue un tremendo error. Sólo sirvió para favorecer el crimen organizado, las muertes por consumo de bebidas adulteradas y el descrédito de la Ley en general. Hay una escena magistral en Los intocables de Eliot Ness, la estupenda película de Brian de Palma, en la que vemos a Sean Connery (en el papel de uno de los hombres del legendario policía, y poco antes de caer acribillado por los gangsters en su propia casa) servirse una copa de whisky. En dos segundos percibimos la trágica ironía de aquellos años.
Para muchos liberales como Valín, la actual "guerra contra las drogas" no es más que una nueva edición de aquella Ley Seca promovida por una minoría de moralistas fanáticos. Si se legalizara el tráfico de drogas, nos dicen, dejaría de ser un negocio en manos de peligrosas bandas mafiosas, se evitarían las muertes por consumo de productos adulterados y la policía podría dedicarse a perseguir a los verdaderos delincuentes. El argumento tiene el atractivo de todas las soluciones fáciles, y reconozco que a mí también me sedujo durante un tiempo. Pero ya no lo veo tan claro.
En primer lugar, es falso que el crimen organizado surja sólo por la existencia de un mercado negro. Por ejemplo, en muchos lugares donde el juego es perfectamente legal, suele a pesar de ello estar controlado por familias mafiosas. Si se legalizaran las drogas, quienes tienen la violencia como oficio sencillamente se centrarían en otras actividades. No es evidente que la sociedad en su conjunto ganara algo con ello. Por contra, es posible incluso que sectores tradicionalmente decentes se vieran corrompidos por la penetración de capitales de origen criminal. El argumento que culpa a la prohibición de la existencia de las mafias me recuerda al de quienes culpan a la ocupación aliada del terrorismo en Iraq. Posiblemente no caen en la cuenta de que es mejor tener a los terroristas concentrados geográficamente y muriendo a centenares en Iraq, que en nuestra propia casa y aprovechándose de nuestros sistemas garantistas.
El argumento empírico de los antiprohibicionistas (que la prohibición es la causa del problema y no su solución) me parece, pues, discutible. Pero el argumento fundamental que aducen es que el Estado no puede decidir qué sustancias puede tomar o no un adulto. Su función debe limitarse a proteger la vida, la libertad y la propiedad, y ello no incluye protegernos de decisiones que afectan exclusivamente a nuestra salud. Asimismo, aquel que vende una dosis de cocaína, como el que vende un abrecartas afilado, no es responsable del uso que haga de ese producto el comprador.
Sin embargo, este razonamiento deductivo encierra otra premisa de carácter fáctico que me parece harto dudosa. Drogas como la cocaína, la heroína, etc, se nos sugiere, no son malas en sí mismas, en todo caso puede serlo el uso que se haga de ellas, de la misma manera que un arma puede emplearse con fines defensivos legítimos o bien para atracar bancos. Ahora bien, ¿realmente existe un uso adecuado de esas sustancias? Creo que es una burda simplificación comparar la cocaína o la heroína con el vino, la cerveza o el tabaco. Las primeras se administran por vías fisiológicas que inciden directamente sobre el sistema nervioso, sin intermediación de los sentidos, mientras que los segundos son inconcebibles sin sus notables cualidades organolépticas, por mucho que en su composición se hallen ingredientes de naturaleza más o menos perniciosa. La mayoría de personas consumimos algunos de estos productos por esas cualidades de gran raigambre cultural, no porque padezcamos ningún tipo de toxicomanía.
En cambio, las que solemos llamar drogas (aquí no incluiría el cannabis) se caracterizan por su carácter banalmente destructivo. ¿Debe el Estado adoptar una posición de relativismo extremo y permitir la comercialización de productos que degradan con pavorosa facilidad a quien los consume, a cambio de proporcionarle meras sensaciones de euforia?
Hay una cuestión en la que admito que los antiprohibicionistas tienen razón, y es que la lucha contra las drogas proporciona al Estado el pretexto para entrometerse en el comercio y consumo de otros productos. Desde luego, no debemos ceder ante ello, pero precisamente opino que en ocasiones, determinadas posiciones de libertarismo extremo pueden tener efectos contraproducentes y al final acabar favoreciendo que el Estado acuda a "salvarnos" del caos que nosotros mismos hemos contribuido a crear.