El latiguillo de los "cientos de miles de muertos" a consecuencia de la invasión de Iraq forma ya parte incuestionable del acervo retórico del seudoprogresismo. Después de que un estudio que ofrecía la cifra de 700.000 víctimas mortales fuera severamente cuestionado, parece que algunos se han conformado con una expresión más imprecisa, pero suficiente para los efectos políticos pretendidos.
Tal es la fuerza de la repetición, que setenta años después de terminada la Guerra civil, todavía hay quien da por buena la cifra del millón de muertos -que figura incluso en el título de una novela de Gironella- pese a que la historiografía ofrece estimaciones muy inferiores. (Pío Moa, en El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, considera bastante aproximada la cifra de 255.000, incluyendo los civiles muertos por bombardeos y represión en la retaguardia.)
En el caso de la guerra de Iraq, también conocida como segunda guerra del Golfo, desconozco si ya existe algún estudio riguroso sobre el coste humano del conflicto. Posiblemente sea demasiado pronto. Pero personalmente tiendo a prestar crédito al registro llevado a cabo por Iraq Body Count, basado no en extrapolaciones, sino en un seguimiento exhaustivo de las fuentes periodísticas. Este sitio web ofrece, en el momento de escribir esta entrada, un máximo de 98.151 muertes violentas de civiles, lo que incluye naturalmente no sólo las causadas por las fuerzas aliadas, sino también por ataques de fuerzas "paramilitares o criminales" durante la ocupación, y hasta hoy. (No he encontrado en cambio una cifra actualizada de las bajas del ejército iraquí, pero según Economists for Peace & Security, los aliados mataron a unos 6.000 combatientes enemigos.)
De esto parece deducirse que las muertes de civiles directamente imputables a las fuerzas aliadas están lejos de alcanzar las cien mil. Por supuesto, las decenas de millar siguen siendo un orden de magnitud espantoso, pero quien tenga una sincera preocupación por las víctimas, y no por su instrumentalización retórica, no tendrá ningún interés en inflar o rebajar su número, sino en conocerlo con la mayor exactitud posible.
Y por supuesto también, todas estas muertes no se hubieran producido si Sadam Hussein no se hubiera empeñado en conducir a su país a una guerra contra un enemigo muy superior, que simplemente le exigía garantías de que no almacenaba ningún arsenal de naturaleza nuclear, bacteriológica o química. Hoy casi todo el mundo da por sentado que las famosas armas de destrucción masiva fueron un mero pretexto para la invasión, pero me sorprende que apenas nadie se haga una sencilla pregunta: ¿Por qué, si tales armas no existían, no dio el dictador las máximas facilidades para comprobarlo?
Lo que parece difícil de negar, en cualquier caso, es que el régimen de Sadam Hussein causó a lo largo de veintitrés años muchas más muertes que la guerra que permitió derrocarlo. Y sin embargo, no recuerdo que ninguno de los que gustan de manifiestar toda su indignación moral hacia el presidente Bush, en cualquier ocasión y venga o no venga a cuento, lo hiciera en la misma proporción contra el dictador iraquí. Sospecho que en el fondo muchos desean ardientemente que la democracia en Iraq fracase, con tal de ver justificado su odio a Estados Unidos. No les creo cuando hablan de víctimas; como con nuestra guerra civil, sólo se acuerdan de las que les convienen.