viernes, 24 de enero de 2014

Reflexiones sobre el mal y la ignorancia

La idea de que el mal se reduce a ignorancia es ciertamente venerable. Se remonta al menos a Sócrates, constituyó el eje de la Ilustración y todavía hoy inspira la idea progresista de que la educación es la clave para conseguir un mundo más justo y pacífico. Lamentablemente, es una idea falsa, como los hechos demuestran sobradamente. El mal es una potencia irreductible, que brota lo mismo en sociedades cultas y prósperas que en medio de la miseria y el salvajismo; lo mismo entre los hutu que entre los civilizados alemanes de los años treinta. Hay un sentido en el que la vieja concepción socrática es rescatable, y que probablemente es el que está más cerca del verdadero pensamiento de Sócrates, por quien personalmente siento la mayor veneración: el mal encuentra en la ignorancia, en el error, su mayor aliado. El diablo exulta en medio de la estupidez y la confusión.

En la idea de que el mal es sólo un error late... un profundo error, al que podemos referirnos como el mito del buen salvaje o el olvido del pecado original. Fue sin duda Nietzsche quien legó a la modernidad las formulaciones más deslumbrantes: "Se me ha escapado del todo hasta qué punto debía yo ser pecador", confiesa pícaramente en Ecce homo. Nietzsche tenía una habilidad insuperable para intuir verdades y luego escamoteárselas a sí mismo. Su inquina contra Sócrates (o contra lo superficial en Sócrates) no iba tan mal encaminada, pero él se las arregló para enfangarse de nuevo en el error que había atisbado, y por supuesto para traspapelar la valiosa verdad que había en el genial protagonista de los diálogos de Platón.

Ese extravío fundamental suele además ir unido a otro, el olvido de los límites del conocimiento. Y ambos tienen el mismo origen: nos creemos inocentes y nos creemos poderosos, capaces de desentrañar por completo la realidad. Nos falta humildad. Esta carencia es lo que nos lleva a los mayores errores, lo que a su vez nos hace ser más soberbios. El mal y el error se retroalimentan y no es fácil salir de su círculo diabólico.

El mal existe por sí mismo; es fundamentalmente soberbia. Esta es la que nos ciega, la que nos lleva al error y sobre todo a persistir en él. Así engendra el mal a su mayor servidor, que es el error, que son las sombras.

El error puede exponerse en un plano material o económico. Consiste en creer que la inteligencia humana es capaz de diseñar un sistema social perfecto, en el que, entre otros males, se puede erradicar la pobreza mediante la redistribución coactiva, lo que llamamos socialismo. La experiencia y la razón demuestran que el cálculo socialista siempre fracasa, es esencialmente ineficaz. No consigue crear la riqueza que promete y requiere emplear mucha más coacción de la necesaria. Un mero razonamiento, reforzado por la experiencia, nos indica que el mercado libre (la carencia de un diseño centralizado) es mucho más efectivo que cualquier constructivismo social.

Si generalizamos el error económico llegamos al enunciado del error ético capital. Este consiste en creer que la moral se puede fundar de manera inatacable en principios puramente inmanentistas. La experiencia de nuevo demuestra que esto siempre supone abrir la puerta a la justificación de los peores crímenes, desde Auschwitz hasta los abortos masivos de nuestros días. Y el razonamiento nos lleva a una crítica implacable de los fundamentos de la moral, que nos deja sólo dos opciones: un nihilismo radical o la apelación a lo trascendente, a la revelación y la gracia divinas.

Por supuesto, muchas personas están contra el aborto o la esclavitud sin ser creyentes. También a partir de razonamientos erróneos o débiles se llega a veces a la verdad. Pero esto, paradójicamente, sirve más para justificar a esos errores que a la propia verdad que pretenda tener unos cimientos tan precarios.

Hay que decir que el mal, astutamente, no suele adoptar la apariencia nihilista, sino la del humanismo y el racionalismo. Una excepción fue el nazismo, que reniega de un principio humanista tan básico como el universalismo. Por ello su carácter maligno es difícilmente ocultable. El comunismo, en cambio, con su piel de cordero humanista, ha sabido preservar un prestigio perfectamente inmerecido. Sin embargo, si todo es materia, como sostiene el marxismo (el inmanentismo hegeliano expresado sin miramientos), el hombre no es nada, es sólo una parte sacrificable del todo. Suena humilde, pero no lo es, porque quien se rebaja a sí mismo rebajando todo lo demás, quien adora a una totalidad que no es nadie, no es humilde, sino soberbio en el más alto y perverso grado.

El mal engendra confusión, y la confusión por excelencia es conseguir encubrirse a sí mismo. El mayor éxito del diablo es hacernos creer que no existe, y su más absoluta genialidad se manifiesta en hacernos creer que el mal no es más que un error de seres en el fondo inocentes. Por eso es crucial distinguirlos, separarlos para combatirlos mejor. Y esto implica, en justa reciprocidad, distinguir el bien de su gran aliada, la inteligencia. Pensar que basta el progreso científico para que el mundo se salve, que basta acabar con todos los supuestos prejuicios para acabar con el mal, es la formulación del viejo error socrático, o que pasa por socrático. Es recaer por enésima vez en la vieja soberbia, madre de todos los males y todos los errores. La ciencia, siendo indeciblemente valiosa, no es el bien en sí, ni el progreso es por definición el bien. Quien no entiende esto no entiende nada, y acaba no siendo otra cosa que un esclavo del mal.