Escribe Salvador Sostres:
"El 71 por ciento de los españoles no cree que este año vaya a ser el de la recuperación y yo pienso que esta es la cifra del atraso moral de España. Seguramente estos pesimistas creen que alguien tiene que sacarles de la crisis, el Estado o una ave mítica, y que ellos no tienen culpa ninguna, y que todo se les debe y que nada se les puede exigir." ("Fueron ellos", elmundo.es).
Una vez más, el provocador articulista señala la raíz moral de todos los problemas. Una vez más, se le tildará de exagerado y de simplista. Algo de verdad puede haber en lo primero, pero si la exageración nos pone en el camino de la verdad (luego siempre vendrá el Tío Paco con las matizaciones), bienvenida sea. Y sospecho que sólo por esta vía se puede lograr que te escuchen, en medio de tanto ruido informativo y de tanto político y tertuliano en busca del aplauso fácil. Hoy la palabra "demagogia" sufre un desgaste irreversible, porque vivimos y respiramos en ella.
Puedo conceder que exista cierto simplismo en el diagnóstico de Sostres, pero no en el sentido en que se suele pensar. Muchos protestarán, nos dirán que hay millones de parados que nada querrían más que tener trabajo, pero que no lo encuentran; que mucha gente lo ha perdido todo sin culpa alguna, etc. Pero aunque hay casos de todo tipo, quién lo niega, sigo pensando que Sostres está más cerca de la antipática verdad que quienes confunden sensibilidad con racionalidad.
La simplificación se encuentra más bien en la caracterización sociológica de esos pesimistas, a los que el columnista catalán se refiere, entre otros epítetos, como "siniestra costra de gandules". Sin duda, estos son una buena parte, puede que la mayor, de quienes componen el perfil. Pero no debemos olvidar a los otros, a quienes viven pasablemente bien por su esfuerzo, aunque acaso hayan dejado de percibir una paga extra, o incluso les hayan reducido el sueldo, e incluso estén trabajando más horas. Personas que obtuvieron en su juventud buenas calificaciones académicas y tienen un empleo o una profesión acorde con sus méritos, o incluso dirigen su propia empresa. Y que pese a todo, se unen al coro de las lamentaciones y de la negación de la responsabilidad individual.
Esta actitud es análoga (y con frecuencia superpuesta) a la de quienes, pese a llevar una existencia ordenadamente burguesa (casados, dos hijos inscritos en colegios concertados, incluso puede que religiosos), apoyan todas las reivindicaciones de las tiorras abortistas, de los gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, okupas y perroflautas de toda laya. Leen con aprobación las columnas de Juan José Millás y Almudena Grandes y son sociológicamente de izquierdas, a todos los efectos. Votan consecuentemente PSOE o IU, al menos en las generales. (ERC en Cataluña.) No son, en un noventa por ciento o más, homosexuales, ni viven de ningún subsidio, ni posiblemente hayan jamás abortado o presionado para que lo haga su pareja. Consumen vino de reserva, leen novelas de Paul Auster y ven películas de Woody Allen. Son personas sensibles, acomodadas y "de orden", como se decía antes, aunque ellos por supuesto rechazarían con horror lo último.
Son, en definitiva, personas que reproducen con obediencia de empollones el discurso que se espera de ellas. Se oponen a la cadena perpetua, defienden el aborto más o menos libre, les preocupa el crecimiento de la "ultraderecha" (que en España lleva décadas sin tener representación parlamentaria) y el cambio climático... Están pensando incluso en comprarse un coche híbrido para contribuir a reducir las emisiones de CO2. Piensan lo que toda persona decente y cultivada debería pensar; según El País, claro. Y según sus profesores del instituto y la universidad. Son un triunfo del adoctrinamiento masivo que la izquierda ha llevado a cabo desde el 68. Son los toyotaflautas.
Irónicamente, son también la refutación viviente de la epistemología marxista, según la cual los burgueses piensan necesariamente como burgueses y los proletarios como proletarios. En realidad, que esto nunca ha sido así ya lo ejemplificaban los propios Marx y Engels, que tenían cualquier origen excepto obrero.
Conviene, con todo, rebatir la autocomplaciente explicación que los sedicentes progresistas ofrecen de su adscripción ideológica, en cuanto se olvidan del materialismo histórico, que es la mayor parte del día. A ellos les gusta creer que sus opiniones son el resultado de una educación superior a la media. Como rezaba una pancarta de una manifestación izquierdista, contraria a algún gobierno del PP: "A votar se va leído". Sin embargo, basta pasearse un poco por las redes sociales para comprobar que la ortografía debe ser puro fascismo, dada la forma en que la pisotea nuestra izquierda.
En realidad, la cultura de izquierdas se caracteriza por su carácter endogámico, autárquico. El progre, en el mejor de los casos, lee a Antonio Machado, pero no a Manuel Machado; a José Luis Sampedro, no a Carlos Rodríguez Braun; a Ian Gibson, no a Pío Moa; a John K. Galbraith, no a Thomas Sowell; a Bertrand Russell, no a G. K. Chesterton... Insisto, esto en el mejor de los casos: lo más habitual es que el Día del Libro se compre algún volumen de monólogos de Buenafuente, que también le da caña a la derecha y eso.
Tampoco pretendo sugerir que la derecha sociológica esté mucho más documentada, ni menos aún que tenga la obligación masoquista de leer las gansadas de Michael Moore. Después de todo, el día dura sólo veinticuatro horas; no hay más remedio que seleccionar. Pero cuando todo tu entorno mediático y educativo te conduce abrumadoramente a elegir a Russell y no a Chesterton, lo más probable es que empieces por el primero. Pues bien, el progresista es aquel buen chico que se queda ahí, obedientemente.