En la festividad de la Epifanía del Señor, un pacifista y un teólogo han firmado su particular regalo de Reyes. En un artículo titulado "Coherencia ante el aborto" y publicado, cómo no, en El País, ofrecen un resumen bastante completo de las insidias y despropósitos conceptuales más bochornosos que componen la Postura Oficial Progresista acerca del tema aludido en el título. Lo más gracioso de todo (si es que la cuestión tuviera maldita la gracia) es que quienes acusan a los demás de incoherencia son, de modo absolutamente característico, incapaces de llevar hasta las últimas consecuencias su propia posición, como veremos.
Lo que no puede reprochárseles es que empiecen con rodeos. El primer párrafo lanza la piedra directamente a la frente: "Demuestran una grave incoherencia quienes (...) condenan el aborto con la misma vehemencia con que defienden la pena de muerte, propician la confrontación bélica o permanecen impasibles ante el genocidio colectivo (sic), por hambre o desamparo, de más de 60.000 personas mientras se invierten en la seguridad de unos pocos -menos del 20 % de la humanidad- 4.000 millones de dólares diarios en armas y gastos militares."
Se trata de un ejemplo bastante claro de falacia del hombre de paja. Los señores Mayor Zaragoza y Tamayo, a fin de presentar del peor modo posible a quienes sostienen la posición de la que ellos discrepan, la asocian a otras que les parecen también odiosas. Ningún provida tiene por que ser, al mismo tiempo, defensor de la pena de muerte, y de hecho esto es bastante raro en Europa. Tampoco todos los provida mantienen unanimidad de criterios en cuestiones tales como la política exterior o la económica.
Sin embargo, recojamos el guante que se nos arroja. ¿Se puede ser coherentemente provida y defender la pena de muerte o la guerra justa? Por supuesto que sí. Porque una persona condenada a muerte por cometer un crimen era, por definición, libre de no haber cometido ese delito, mientras que un embrión o un feto humano es un ser inocente e indefenso. Diferencia crucial que por sí misma no justifica la pena capital (al menos, yo no soy favorable a ella) pero que permite apoyarla al tiempo que se condena el aborto. De manera análoga se puede razonar en el caso de la guerra justa, entendida como legítima defensa ante una agresión o amenaza de agresión de un estado, cuando cualquier medio pacífico ha resultado ser impracticable e ineficaz, y la respuesta es proporcionada al daño que se quiere evitar. Podemos discutir casos concretos; esto es, si tal persona ha sido condenada a muerte con todas las garantías, o si tal guerra reúne los requisitos que la legitiman, pero entramos entonces en otro tipo de debate, de carácter empírico y del que no cabe extraer conclusiones generales.
La alusión melodramática al "genocidio colectivo" (desconocía que hubiera genocidios individuales) y a los gastos militares, ante los cuales, supuestamente, los provida se mantienen "impasibles" (todo se lo guisan y se lo comen los autores de la soflama) es, si cabe aún, más impertinente e innoble. Pero además, analizada por sí misma, es muy típica de la mentalidad izquierdista más sectaria, que pretende sugerir que todas las iniquidades, más que estar causadas por personas malvadas concretas, están conectadas estructuralmente y se perpetúan, en última instancia, porque unos señores burgueses se empeñan egoístamente en no votar a determinados mesías de la izquierda.
Esta postura indisimuladamente ideológica de los autores se manifiesta especialmente en los tres párrafos finales, donde las consignas del laicismo radical y del discurso contra los "recortes" alcanzan el paroxismo. Así, en un estilo retórico de acumulación de supuestos desmanes, a la propuesta de legislación sobre el aborto, puesta sobre la mesa por el gobierno, se "añade" una fantasmal "complicidad con la jerarquía católica", que revela "tendencias claramente confesionales de carácter nacional-católico" y la imposición de una "moral privada regida por la religión, y no una ética laica, común a todos los ciudadanos", de manera que se "considera delito lo que los dirigentes eclesiásticos califican de pecado".
Vamos por partes. Si la reforma de la ley del aborto es en sí misma mala, la supuesta "complicidad" con los dirigentes eclesiásticos no es un mal añadido, sino el mismo mal. Por tanto, no se "añade" nada a ningún catálogo de horrores. Bien es verdad que el artículo rezuma en cada línea el mismo estilo de juego sucio tremendista. Pero vayamos a la cuestión mollar. Que un delito sea además pecado, no es ninguna razón para que deje de ser delito, a menos que queramos despenalizar también el robo, el fraude o incluso el asesinato. Por tanto, no hay en tal coincidencia entre el derecho y la moral religiosa, por sí misma, ninguna prueba de que nos hallemos ante una amenaza teocrática. Por lo demás, produce ya pereza el viejo recurso (muy caro al firmante teólogo) de la oposición entre una jerarquía eclesiástica que se nos pinta con los trazos más tenebrosos y unas bases católicas que cada cual puede imaginar a su capricho. ¿Que hay católicos que apoyan el aborto? Seguro.Y también hay católicos cierrabares y puteros, lo cual nos dice tanto acerca de las doctrinas que supuestamente profesan como los médicos abortistas ejemplifican el juramento hipocrático.
¿Qué decir de la cantinela de los "recortes de derechos humanos", que hace equivaler la austeridad en la gestión del dinero público a poco menos que un crimen de lesa humanidad? Si abortar es un derecho, cómo no va a serlo que el estado continúe endeudando a nuestros hijos y nietos, como pretenden los socialdemócratas de todos los partidos.
Pero dejemos estas cuestiones tangenciales y vayamos a la parte central y más grave del panfleto abortista que nos ocupa. Los autores nos ofrecen su particular definición de vida humana. Para ellos, "por vida se entiende la capacidad de sobrevivencia (sic) autónoma y por 'humana' la aparición de las cualidades propias de la persona." ¿Y cuáles son esas cualidades propias? Pues un cierto "desarrollo neuronal" que tiene lugar "después del nacimiento." Hay que decir que el teólogo y el activista del "no-a-la-guerra" se abstienen cautamente de precisar en qué momento un ser humano adquiere el "desarrollo neuronal" que le dota del derecho a la vida. Porque cabe preguntarse qué motivo tendríamos para prohibir el infanticidio de seres "neuronalmente subdesarrollados", por decirlo en consonancia con la delicada jerga seudocientífica de estos cuates. Sospecho que los progresistas pueden exigir coherencia a los demás, pero exigírsela a ellos es fascista y de mal gusto.
Si un embrión no es autónomo, evidentemente tampoco lo es un recién nacido, que sin el cuidado de su madre o de otra persona adulta moriría probablemente a las pocas horas. Más precisamente, es evidente que el embrión no puede desarrollarse fuera del vientre materno. Pero tampoco un ser plenamente adulto puede sobrevivir fuera de la atmósfera terrestre o en ausencia de ciertas condiciones mínimas de presión, temperatura, etc. Quien quiera sacrificar a un embrión humano por el motivo que sea, siempre encontrará hechos diferenciales que le permitan dar apariencia de racionalidad a su siniestra intención. Y esos hechos diferenciales serán tan arbitrarios como cualquier otro que se haya empleado en el pasado para esclavizar a quienes tienen un determinado color de piel o para perseguir y exterminar a quienes tienen unos determinados apellidos.
Pero debemos hacer justicia al nivel intelectual de Mayor Zaragoza y Tamayo. Porque es incluso aún peor de lo que hasta ahora podría deducirse, por las palabras citadas. Pasen y vean: "El cigoto posee el potencial de diferenciarse escalonadamente en embrión, pero no la potencialidad y la capacidad autónoma y total para ello". O sea, hay potencialidades y potencialidades. Pero por si acaso alguien es tan obtuso para no entender tan preclaros razonamientos, el dúo de pensadores añade otros elementos de su propia cosecha, como que una gestación con malformación del feto "probablemente, concluiría con graves riesgos para la vida de la progenitora". Hay que creerlo porque lo dicen ellos. Y hay que cargar las tintas ahí, hablando de "una vida de sufrimiento e inhumanidad" que se impone a "las personas que nacerán con graves discapacidades, a sus familias y cuidadores". Conmovedor apoyo a los padres de niños con síndrome de Down y otras graves enfermedades congénitas, decirles que su vida es una vida de sufrimiento e inhumanidad. ¡Valientes canallas quienes se erigen en dictaminar qué vidas vale la pena vivir!
Ah, pero cuidado, que ahora llegamos a un punto crucial. Eso (quién debe vivir) debe decidirlo la madre, no el Estado. Vaya, nuestros socialdemócratas nos salen ahora individualistas libertarios. Lástima que ellos lo expresen como "decidir la maternidad", lo que no es más que una extendida falacia, que el filósofo de la ciencia Francisco J. Soler Gil ha puesto al desnudo en un reciente e implacablemente lógico artículo. Porque una mujer embarazada ya es madre, y los hechos no se pueden cambiar. Una mujer embarazada no es libre de ser madre, no porque lo diga ningún estado, ni porque lo digan los curas, sino porque lo dice la realidad: de lo único que es libre es de matar al hijo que tiene en su seno, o de permitirle que siga viviendo.
Acabemos ya con esto. Nuestros abanderados de la coherencia, en su empeño por pisotear esa virtud intelectual que tanto gustan de exigir, alcanzan su nivel más alto en el sexto párrafo de su sesuda disquisición. Pues al mismo tiempo que ven admisible el aborto en seres humanos que no reúnen determinados requisitos neuronales, opinan que habría que eliminar "las circunstancias que inducen a abortar". O sea, el aborto no tiene nada de malo, dentro de ciertos límites (que tampoco especifican demasiado), pero hay que prevenir el aborto. ¿Por qué, si no es tan malo? ¿No quedamos (perdón porque lo recuerde de nuevo, pero está en el título) en ser coherentes? Pero no seremos tiquismiquis y admitiremos de buen grado en que hay que prevenir las supuestas causas del aborto (aunque pensemos que la responsabilidad individual también pinta aquí algo, con permiso del señor teólogofirmante). ¿Cómo se consigue tal objetivo? Pues haciendo, entre otras cosas, que el aborto no sea una privilegio de las "personas adineradas"; vamos, poniendo todas las facilidades legales y sociales para que las mujeres más pobres puedan abortar. Esta es la gran propuesta progresista: que las ricas no tengan que molestarse en ir al extranjero para abortar, porque puedan hacerlo en los mismos abortorios que las pobres. No parece nada claro que eso vaya a ayudar a reducir los abortos, pero sí quizás el número de pobres, el sueño de ese gran amigo de la humanidad doliente que fue Malthus.
Esta diarrea mental es representativa del nivel con el que la mayor parte de la izquierda, y de la derecha más necia, trata la cuestión del aborto. Ante tal incuria intelectual y moral, la tentación de desesperarse y hasta dejar de leer periódicos es muy poderosa. Cuando el concepto más básico de todos, la vida humana, no sólo se pone en cuestión, sino que se tergiversa y retuerce el lenguaje de la manera más vil, uno se pregunta si vale la pena tratar de introducir algo de racionalidad en un clima tan enrarecido. Pero la respuesta sólo puede ser que sí. Hay que continuar desenmascarando sin descanso al mal y a su mayor aliada, que es la estupidez.