Aunque parezca mentira, hay quien todavía no se ha enterado de que tolerar no es aprobar la opinión de otro, sino reconocer el derecho que le asiste a expresarla, pese a nuestra discrepancia con ella. Como dijo Voltaire (cito de memoria), "no estoy de acuerdo con usted, pero daría la vida por defender el derecho a expresar su opinión".
La homosexualidad, por ejemplo, debe tolerarse en una sociedad civilizada. Pero esto no nos obliga a aprobarla, ni mucho menos a favorecerla o fomentarla. Uno puede perfectamente expresar que la homosexualidad es algo malo, pecaminoso o patológico, mientras no obligue a nadie a dejar de tener esa inclinación o a someterse a un tratamiento supuestamente curativo. Uno puede defender una sociedad donde se favorezca la familia natural, donde no se equipare moralmente la monogamia heterosexual a cualquier otro tipo de relaciones sexuales. Y por supuesto, es lícito también que haya quien defienda lo contrario, en el libre juego democrático.
Pero en nuestros días, en el mundo occidental, se ha difundido una concepción muy distinta de la tolerancia. Ser una persona moderna y progresista (lo que se pretende hacer equivaler a decente), significa, por lo visto, no sólo tolerar a los homosexuales, sino aprobar su conducta, enseñar a los niños que es una opción inocua y que no hay ninguna razón para preferir otro tipo de comportamientos. Es decir, no basta con ser tolerante con determinadas creencias, hay que convertirse a ellas: precisamente lo que reprochan, casi siempre injustamente en la actualidad, a la moral católica.
Así, cuando un cardenal sostiene (equivocadamente o no, no entro ahora en la cuestión) que la homosexualidad es una deficiencia médicamente tratable, desde el PSOE exigen a la fiscalía que actúe contra él. Lo cual, quizás lo hayan notado, viene a ser exactamente lo contrario de la tolerancia.
Los homosexualistas (que no son todos los homosexuales, ni siquiera principalmente homosexuales) no son tolerantes ni demócratas. Pretenden imponer a los demás unas determinadas concepciones, sin tolerar que sean criticadas ni admitir que se sometan a las reglas de la democracia. Lo manifestó claramente Zapatero, en el XXXVII Congreso del Partido Socialista, en 2008, cuando aseguró que sus reformas debían prevalecer más allá de la alternancia política. (Y Rajoy, en esto como en otros temas, se ha mostrado solícito y colaborador.)
Tanto el homosexualismo como la ideología de género se amparan en la libertad de expresión y en la democracia, pero aspiran a restringirlas, como toda ingeniería social o totalitarismo. Lo que pretenden no es que cada cual piense o haga lo que quiera (pues entonces no se meterían con la Iglesia ni con nadie que discrepara de ellos), sino que no pensemos ni queramos cosas distintas de las que ellos piensan y quieren (lo que llaman "luchar contra los prejuicios"). Conseguido su objetivo final, entonces puede que nos dejen en paz, y a eso lo llamarán cínicamente libertad.
La esencia de la corrección política fue genialmente descrita por Orwell mediante el concepto de "neolengua". Esta sería un lenguaje en el que las ideas inconvenientes para el poder político habrían dejado de ser siquiera pensables, porque se habrían eliminado o desviado de su uso tradicional los términos que permitirían expresarlas.
Quizás un error de 1984 fue imaginar que los totalitarismos futuros serían sexualmente represivos. Todo indica lo contrario, que favorece más los intereses del poder la promiscuidad generalizada que no una sociedad con referencias morales insobornables; una sociedad formada principalmente por familias estables, capaces de transmitir valores sin la supervisión total del estado.
Bastaría con adulterar el uso lingüístico de palabras como familia, matrimonio, tolerancia o libertad como primer paso para borrar su significado original de las mentes, y así acabar de una vez por todas con la vieja idea de la libertad, tal y como la conocemos.