sábado, 29 de agosto de 2009

Diques frente al Estado

En mi entrada anterior, hablaba de las “referencias y apoyos” que suponen para los individuos las instituciones tradicionales frente al Estado. Quiero desarrollar esta idea.

Una característica de la izquierda, pero también del libertarismo no colectivista, es su pretensión de eliminar todas las instituciones que se interponen entre el individuo y el Estado, salvo en todo caso aquellas cuya independencia de este último es ficticia (sindicatos, la mayoría de ONGés, etc). Tanto el colectivismo como el libertarismo aducen idéntico motivo, que es la emancipación del individuo de todo tipo de servidumbres (la Iglesia, la familia, la moral tradicional, etc). La diferencia estriba en que los colectivistas saben muy bien adónde van, mientras que los libertarios no hacen más que cavar su propia fosa política.

Aunque es cierto que en determinadas épocas y circunstancias algunas de estas instituciones han tenido un papel opresivo, tampoco podemos olvidar la otra cara de la cuestión. Tanto la Iglesia como la familia constituyen redes solidarias de ayuda a los pobres, ancianos, enfermos y discapacitados que, en caso de no existir, fácilmente son acaparadas por las estructuras burocráticas. Ambas realizan también, cada una a su modo, una importante función educativa, que se resiste a ser absorbida por completo por la uniformización de la enseñanza pública. Se compartan o no muchos valores que se transmiten generalmente en el seno de la familia y en los colegios religiosos, objetivamente se trata de pequeños espacios liberados de la tutela del Estado.

Además de esto, la familia tradicional y la Iglesia tratan de inculcar patrones de conducta básicamente mediante la interiorización de los valores por el individuo. El Estado en cambio emplea fundamentalmente la coacción para imponer la conducta que desea. La tradición judeocristiana se basa en el concepto de culpa individual, el estatismo opera por definición mediante el miedo a la sanción, el castigo, y en realidad tiende a cuestionar la idea de responsabilidad individual, precisamente porque ello convierte en más necesaria la coacción. Eso no le impide gastarse el dinero de nuestros impuestos en campañas propagandísticas a favor de tal o cual causa, pero su verdadera función no es que la coacción no sea necesaria, sino desplazar y desprestigiar la educación tradicional, a la que incluso se llega a culpar muchas veces de ser la instigadora de aquellas conductas que se pretenden combatir, o por lo menos de ser ineficaz contra ellas.

Un ejemplo de manual, con el cual quizás se entienda mejor lo que digo, es el tema del maltrato doméstico. La educación tradicional deplora el maltrato a la mujer, bien es verdad que desde un enfoque paternalista, por el cual el hombre, más fuerte por naturaleza, actúa como su protector. El feminismo, con el loable propósito de defender la autonomía plena de las mujeres, ha creído que esa construcción cultural “machista” se interponía en sus objetivos, y ha tendido de manera imprudente a desacreditar lo que podríamos denominar la cultura caballeresca, que en la práctica era un freno nada desdeñable a la agresividad masculina. Resultado de todo ello: El maltrato a la mujer no disminuye, y probablemente ha aumentado. Pero la cultura hegemónica de izquierdas, en lugar de tratar de enmendar el error de estar ridiculizando siempre determinados viejos valores, insiste en sus campañas que culpan, poco sutilmente, nada menos que a dichos valores del mal, prestándose a difundir otros de carácter antitético, lo que Pío Moa denomina sin tapujos el “puterío”, y también podríamos llamar el orgasmocentrismo. Todo ello para, a fin de cuentas, implantar leyes más represivas, es decir, ampliar la coacción a costa de la moral.

Es verdad que a la izquierda le gusta proponer la educación como el remedio de todos los males. Pero la intención inmediata de este planteamiento es exigir que se les entregue a ellos la educación, para a continuación destrozarla (so pretexto de erradicar los antiguos prejuicios y métodos “autoritarios”), lo cual inevitablemente conduce a una sociedad más necesitada de la coacción.

La destrucción o debilitamiento de las instituciones tradicionales tiene, pues, resumiendo lo dicho, el doble efecto de interrumpir la transmisión de aquellos valores que al ser interiorizados por la mayor parte de la gente, permiten reducir el grado de coacción necesaria, y al mismo tiempo desmantela las estructuras de asistencia y solidaridad que también reducen el grado de dependencia del Estado de buena parte de la población.

Todo ello es coherente con los objetivos de la izquierda colectivista, que aspira a la intervención de Estado en todos los ámbitos de la existencia. Pero a los libertarios que se reclaman herederos del liberalismo clásico, habría que recordarles un principio elemental de la sabiduría política: No destruyas a un supuesto enemigo antes de asegurarte que no beneficias a un enemigo mayor.