Cuando oigo hablar a alguien a favor de todas las víctimas del terrorismo, poniendo énfasis en lo de “todas”, se me revuelve el estómago. Ya se sabe a qué “víctimas” olvidadas se refieren los nacionalistas: a los asesinos que cumplen penas de cárcel por sus crímenes. Se pretende sugerir de esta forma que los etarras también sufren, que no son ellos los culpables últimos de los asesinatos, extorsiones, estragos y amenazas que practican. Que existe un legítimo problema político que impide a esos delincuentes dedicarse a ser honrados trabajadores, como los que dicen defender, y que es la causa última de su desprecio por la vida y la propiedad ajenas.
Hoy he escuchado a la vicepresidenta del gobierno, Fernández de la Vega, hablar también del respeto a todas las víctimas. Inmediatamente ha precisado que se refería a las que no están encuadradas en la AVT, como si la manifestación de hoy postergara a las no afiliadas a esta asociación. Al parecer, debe haber algunas víctimas que están a favor de la negociación con ETA y de la presencia de sus pantallas políticas en el parlamento y los ayuntamientos vascos. Espero entonces que el gobierno se desmarque de la próxima manifestación del lobby gay, con el pretexto de que no representa a todos los homosexuales. Lo cual desde luego sería mucho más verosímil que lo anterior.
Por descontado, más que su sentido, lo que me ha repugnado ha sido la coincidencia de las palabras de la ministra con las usadas por los nacionalistas, incluidos los cómplices más directos de ETA. Aunque no dejaría de ser imperdonable, se trata de algo más que un desliz. Responde al proyecto básico de Zapatero de pinza contra la oposición, es decir, de presentar a ésta como un extremismo simétrico y no menos deplorable que el terrorismo nacionalista, decantándose sin embargo por el diálogo con este último y no retrocediendo ante las más miserables maniobras para excluir a las víctimas, como si no fuera suficiente vileza esa proclamación de equidistancia.
El mismo guión se reproduce a escala internacional. Vale la pena analizar un fragmento paradigmático del documento titulado “Alianza de civilizaciones” (noviembre de 2005), accesible en la web de Exteriores, donde se describe el “muro de incomprensión” entre el Islam y Occidente con los siguientes términos (las negritas son mías):
“En Occidente se manifiestan hoy entre diversos sectores crecientes sentimientos de rechazo de los valores árabes e islámicos, percibidos por muchos como intransigentes y como una amenaza para su modo de vida. Más preocupante todavía es la asociación que a veces se realiza por algunos entre dichos valores y las prácticas violentas, o incluso el terrorismo. Paralelamente, en el mundo árabe e islámico se reafirman con vigor los símbolos propios de indentidad, a la vez que se difunde una imagen distorsionada de un Occidente agresor (por la frecuente disposición a hacer uso de la superioridad militar), discriminador (en la aplicación de la legalidad internacional), e insensible ante sus justas reivindicaciones políticas (por ejemplo, en el caso de Palestina).”
Tenemos aquí la equidistancia (zetadistancia, cabría denominarla) en estado puro. Por un lado se nos dice que el verdadero problema no es el terrorismo o la ausencia de democracia en los países musulmanes, sino la percepción subjetiva que los occidentales podemos tener del mundo islámico. Y cuando con engañosa ecuanimidad se hace ver que también se critica a este último, obsérvese con qué delicadeza se alude a sus “símbolos propios de identidad”, y cómo al mismo tiempo que se finge lamentar la “imagen distorsionada” de nuestra cultura, enumeran una serie de razones por las cuales, cualquiera que no conociera nada más del asunto, llegaría a la conclusión de que es poco lo que se diga contra un Occidente tan malvado.
Dicho de otro modo, primero se reparte la culpabilidad de los enemigos de la libertad con sus denunciadores, como si eso fuera de por sí una prueba de objetividad, para sibilinamente acabar desplazándola por entero sobre los últimos. So capa de imparcialidad, lo que de hecho pretende la zetadistancia es invertir nuestra percepción de la realidad, y presentar a aquéllos que se resisten al terrorismo y al totalitarismo como los auténticos malos de la película. Con ello consiguen demonizar al adversario, al mismo tiempo que halagan las ansias de paz de la gente, que en su mayoría prefiere creer a los que pintan un plácido mundo color de rosa, al alcance de la mano sólo con que se aclaren ciertos malentendidos, que no a quienes les muestran la dura realidad, apelando así a esa autoexigencia que distingue a los ovinos de los hombres libres.
Esta maniobra es tan grosera que sólo puede triunfar si se aplica brutalmente. De ahí los desorbitados calificativos (“intereses oscuros”, “maldad infinita” etc, etc) que desde el partido en el poder escuchamos un día sí y el otro también contra los dirigentes del Partido Popular, y que nos recuerdan por su desvergüenza y su violencia latente al lenguaje de los fascismos. Sólo por ello, creo que hay que decir claramente que el próximo 9 de marzo sólo existe una opción sensata. Por mucho que la tibieza, las incoherencias y los complejos del PP nos exasperen con frecuencia, en una situación de emergencia como la actual la prioridad debe ser desbancar del poder al actual ocupante de La Moncloa.