domingo, 8 de junio de 2014

La verdadera batalla

Mi admirado Luis del Pino ha dicho en Twitter que "la batalla no es entre derecha e izquierda, sino entre arriba y abajo". Derecha e izquierda son vocablos equívocos; no digamos ya arriba y abajo. Sin embargo, si entendemos por estos dos pares de términos lo que creo que es lícito entender, debo decir que discrepo totalmente del aserto de Don Luis, o al menos de la forma en que se ha expresado. Expongo a continuación mis razones.

En todas las civilizaciones conocidas ha existido un poder político, es decir, una estructura estatal, compuesta por un determinado número de individuos que, en mayor o menor grado, pretenden monopolizar la violencia. En este sentido, siempre ha habido un arriba y un abajo, y probablemente siempre lo habrá. Dicho resumidamente, en toda sociedad, incluidas las de pedigrí más democrático, hay unos pocos que mandan y una gran mayoría que obedece. (Véase Pío Moa, (y III): Liberalismo y democracia.)

En cuanto a la derecha y la izquierda, resulta más difícil, si no imposible, llegar a una definición que sea aceptable para todos. En lugar de ello, propondré la mía, para lo que deberé extenderme con algunas consideraciones históricas generales. Aquí distinguiré entre las ideologías y los grupos que pretenden representarlas. A estos últimos me referiré como la derecha y la izquierda realmente existentes, o abreviadamente, como la derecha y la izquierda reales.

La izquierda ideológica se caracteriza por justificar un poder político más fuerte, con el fin de remediar las injusticias sociales. En este sentido, la izquierda es en esencia antiliberal, es decir, cree que el fin de la justicia social justifica los medios del poder político ilimitado, o poco limitado, al contrario que los liberales, que defienden un Estado reducido (que no es lo mismo que débil) y contrapesos y trabas que reduzcan su tendencia a invadir las vidas de los individuos: separación de poderes, derechos humanos, propiedad privada, etc.

Históricamente, la derecha ideológica surgió en Europa como una reacción contra la izquierda. ¿Significa esto que la derecha será, por tanto, liberal? La realidad es bastante más complicada. Al principio, la derecha defendió el régimen anterior a la Revolución Francesa, no por consideraciones liberales, sino por apego a la monarquía absoluta, a la aristocracia y al clero. En cambio, en sus orígenes, la izquierda usó los argumentos liberales para criticar al Antiguo Régimen.

Sin embargo, la inversión de papeles se dio ya muy tempranamente, en la propia Revolución Francesa. Muchos entre los que habían denostado los autoritarismos antiguos, se mostraron pronto como acérrimos apologistas de nuevas tiranías, mucho más despóticas. Y aunque siguió existiendo la derecha nostálgica del trono y el altar, las mentes más lúcidas, como Tocqueville, comprendieron tempranamente que la verdadera derecha (en el sentido de lo más contrario a la izquierda) era el liberalismo.

Cabe añadir a esto que pocos años antes de los acontecimientos de Francia, en las trece colonias británicas de América había estallado una Revolución, esta sí de carácter netamente liberal. Hoy en día, quienes se inspiran más coherentemente en los principios que defendieron los Padres Fundadores de los Estados Unidos suelen ser los conservadores del Partido Republicano, es decir, la derecha.

Pero para que las cosas no sean tan fáciles, en el período entre las dos guerras mundiales surgió un nuevo tipo de derecha antiliberal, el fascismo. Esta ideología había mimetizado el antiliberalismo de la izquierda comunista, añadiendo sus elementos nacionalistas y racistas característicos. El fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial por una alianza entre las potencias liberales y la totalitaria Unión Soviética, pero la paz duró poco, y pronto se inició la guerra fría entre ambas. En este conflicto, que con sus períodos de mayor y menor tensión duró hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, la izquierda ideológica reafirmó su antiliberalismo de una manera muy hábil, apoyando a las dictaduras marxistas (o mostrando una equidistancia exquisita entre el mundo capitalista y el comunista) y al mismo tiempo agitando el espantajo del fascismo, al que trató de presentar como una amenaza mucho más temible que el propio arsenal nuclear de Moscú, con gran éxito propagandístico. (Véase el clásico de Jean-François Revel, El conocimiento inútil.)

Para acabar de complicar aún más las cosas, la izquierda actual ha conseguido también enmascarar en parte su carácter antiliberal con aportaciones del sesentayochismo. (Véase Nueva izquierda y cristianismo, de F. J. Contreras y D. Poole.) Las reivindicaciones de emancipación sexual propias del feminismo, el abortismo y el homosexualismo confunden a no pocos liberales, que las interpretan fácilmente como demandas de mayor libertad individual y tolerancia.

En realidad, bajo este aparente liberalismo subyacen evidentes intentos de coartar la libertad de enseñanza, la objeción de conciencia, la libertad religiosa e incluso, como es patente en el caso del aborto, el derecho a la vida. Por ello, sigue siendo válido afirmar que la izquierda es la forma predominante de antiliberalismo de nuestro tiempo, y que la derecha más lúcida es, en consecuencia, la liberal, y en especial, la liberal-conservadora, que no se deja engatusar por los cantos de sirena de falsos discursos emancipatorios.

Cuestión distinta es la derecha real. Esta, sobre todo cuando gobierna, olvida con frecuencia su supuesto liberalismo, por razones bastante comprensibles: quien disfruta del poder político no tenderá de buena gana a establecer estrictas limitaciones a ese poder. Las concesiones que la derecha real hace a la izquierda en muchos aspectos (mantenimiento de un extenso sector público, legislación intervencionista y políticas de "género") no se explicarían solamente por el conocido complejo de inferioridad que padece frente a la izquierda, sino por razones estructurales de fondo: el poder tiende a ser por sí mismo "progresista", es decir, estatista. Dicho con más exactitud: la ideología que mejor sirve hoy a los intereses del estatismo es la izquierda, el progresismo.

Volvamos a las palabras de Luis del Pino. Como vimos, para él la batalla no es entre izquierda y derecha. Si nos referimos a la derecha y la izquierda reales, esto puede tener su parte de verdad, por lo que acabamos de decir. Pero tampoco sería justo decir que existen una única izquierda y una única derecha reales. Por limitarnos a la última, el PP no es ni mucho menos toda la derecha. En las últimas elecciones, un partido que defiende claros principios liberal-conservadores (Vox), ha obtenido un cuarto de millón de votos.

Tengo la impresión de que Luis del Pino se ha referido a las ideologías, más que a unos determinados partidos. Y en este sentido no puedo estar más en desacuerdo con él. ¿Qué puede haber más importante en política que el conflicto entre quienes propugnan más Estado y quienes desean lo contrario?

Luis del Pino añade seguidamente que lo importante es la lucha entre los de arriba y los de abajo. Por sus mensajes anteriores, está claro que por los de "arriba" se refiere a la "casta política", expresión hoy de moda, y que sinceramente me parece excesivamente manipulable, una derivada del "todos los políticos son iguales". Basta sustituir en esta oración "políticos" por cualquier otro colectivo profesional (periodistas, médicos, decoradores, etc.) para percatarse de su carácter injusto y absurdo.

Como he dicho antes, en toda sociedad civilizada hay unos pocos que mandan y una mayoría que obedece. Pero ello no sería posible si no fuera porque una gran parte de la población reconoce como legítima y conveniente semejante situación. Y esto en una democracia es todavía más evidente. Los políticos que supuestamente forman una casta endogámica no estarían allí si no fuera porque los ciudadanos los hemos votado. Puede que engañados o autoengañados, pero lo cierto es que lo hicimos libremente.

Una batalla entre los de abajo y los de arriba nunca terminará con los de arriba, sino que simplemente sustituirá a un minoría dirigente por otra. Lo que nos interesa a la mayoría es que el poder de esa minoría esté limitado por las leyes, las instituciones y las costumbres. Y es la izquierda quien con más efectividad consigue hacer olvidar a la gente la importancia vital del imperio de la ley y el papel no desdeñable de la tradición, para salvaguardarnos de los abusos de los gobernantes. Un mensaje que difumine estos conceptos, apelando a las emociones ("el pueblo unido jamás será vencido", etc.), rara vez contribuye a luchar contra dichos abusos, sino todo lo contrario: históricamente ha servido casi siempre para renovarlos y agudizarlos.