Un balance de los casi cuarenta años de reinado de Juan Carlos no es fácil. Es cierto que tenemos una democracia consolidada y que los españoles somos más ricos que en 1975, en términos absolutos. Pero el debe es muy gravoso, e incluso el haber requiere matizaciones.
Somos más ricos, sí, pero el crecimiento medio del PIB per cápita español en estas cuatro décadas (un 1,5 %) no ha sido precisamente espectacular. Hemos obtenido un aprobado raspado en este aspecto, y nada más. Basta observar la gráfica que aporta Jesús Fernández-Villaverde, en el enlace anterior, para darse cuenta de que la democracia no ha hecho más que prorrogar el crecimiento heredado del régimen de Franco.
Y si también es cierto que el sistema parlamentario está consolidado, cabe preguntarse a qué precio. Se ha laminado la independencia judicial, se han alcanzado indecentes cotas de corrupción estructural, se ha creado un oligopolio mediático que silencia cualquier mensaje que no encaje en la socialdemocracia o en el populismo de extrema izquierda...
El panorama adquiere un carácter desasosegante si enumeramos problemas aún más serios. Basta considerar dos datos objetivos: hoy nacen la mitad de niños que hace cuarenta años y la tasa de desempleo multiplica por cinco la que había en 1975.
La caída de la natalidad, el aumento de rupturas familiares o de formas de convivencia menos estables, el paro masivo y la degradación del sistema educativo son fenómenos relacionados estrechamente con el incremento del peso del Estado.
Un Estado sobredimensionado estrangula la capacidad de los ciudadanos para invertir, para consumir y para crear empleo. Y su intervencionismo omnipresente adormece el más elemental instinto de supervivencia, al oscurecer la percepción de que si no somos virtuosos, si no somos productivos y ni siquiera tenemos el número suficiente de hijos que nos vayan relevando a medida que envejecemos, ningún sistema político-económico tiene futuro.
Al formidable problema del estatismo se unen, por si fuera poco, los separatismos catalán y vasco, que amenazan con romper la unidad de España para sustituirla por al menos tres Estados tanto o más sobredimensionados que el actual que padecemos, aunque al mismo tiempo -inevitablemente- mucho más débiles en la escena internacional.
Quienes tenemos la misma edad que el nuevo rey, Felipe VI, sabemos por experiencia propia que hoy se vive en España mejor que hace treinta años. Nadie lo discute. Comparo las comodidades materiales de mis hijos con las que disfrutábamos nosotros a su edad, y el contraste es obvio. Pero durante nuestra infancia, España no era un concepto en entredicho y la población aumentaba. No soy persona para nada proclive a las nostalgias; solamente contemplo con inquietud la frivolidad con la que algunos pretenden que la convivencia y la prosperidad se pueden dar por sentadas, hagamos lo que hagamos -o incluso no haciendo nada.