Acaba de publicarse ¿Democracia sin religión? El derecho de los cristianos a influir en la sociedad, M. Kugler y F. J. Contreras (eds.), Stella Maris, Barcelona, 2014.
Con aportaciones tan destacadas como las de Rocco Buttiglione, el cardenal Schönborn o Joseph Weiler, entre otras, esta obra colectiva debería ser ampliamente leída y comentada. Su contenido, en contra de lo que el título sugiere, no interesa sólo a los cristianos, sino a todas aquellas personas que observan con inquietud el triunfo del neomarxismo cultural, que reformula la lucha de clases mediante nuevas categorías de supuestos opresores y víctimas (mujeres, gays, etc.), como justificación para imponer una agenda elitista y totalitaria.
Tres grandes temas recorren, entrelazadamente, la quincena de ensayos que componen el libro: el análisis de la mentalidad anticristiana contemporánea y sus causas, los argumentos que permiten enfrentarse a ella y la actitud que deberían tener los cristianos ante los intentos de acallarlos.
El anticristianismo
Los ejemplos de acoso a los cristianos en Europa son numerosos: retirada de símbolos religiosos en el espacio público, veto a los cristianos para acceder a cargos políticos (como el sufrido por uno de los autores del libro, Rocco Buttiglione), querellas judiciales contra sacerdotes o predicadores por exponer sus creencias, restricciones a la libertad de conciencia de funcionarios y a la libertad de contratación de profesionales o empresarios por razones relacionadas con la moral cristiana, negación de la libertad de los padres de educar a sus hijos según sus convicciones religiosas, etc.
Estos ataques no serían comprensibles fuera de su contexto ideológico. Francisco José Contreras, coeditor del libro y autor de uno de los ensayos, se refiere al "consenso sesentayochista", la transformación de la cultura occidental que se inició hace cuatro décadas, y que rompió con las ideas tradicionales acerca de la familia y el sexo. Los cristianos serían vistos, desde ese punto de vista, como unos aguafiestas que se empeñan en señalar que las nuevas concepciones morales están lejos de ser liberadoras, y se convierten en cambio en fuente de sufrimiento para muchos. Michael Prüller coincide en esta interpretación: muchos odian al cristianismo porque de alguna manera sintoniza con la voz apagada, pero no del todo silenciada, de su conciencia; y en lugar de atribuir a esta el sentimiento de incomodidad, culpan a las ideas cristianas sobre el pecado de intentar crearles una "mala conciencia".
Ignacio Sánchez Cámara ve en las ideologías emancipatorias una nueva "religión política" (expresión utilizada por vez primera por Condorcet) que pretende fundir el poder temporal y el espiritual. Esto es algo propio de los peores totalitarismos, el comunismo y el nazismo. Charles J. Chaput sostiene que "el relativismo es ahora la religión civil y la filosofía pública de Occidente." Prüller pone de relieve el carácter "religioso" del nuevo ateísmo (Richard Dawkins, Christopher Hitchens), que ha sustituido la creencia en Dios por la creencia en la no existencia de Dios: "Y esta fe es, por supuesto, tan dogmática que compite con el cristianismo".
El relativismo conduce a una nueva concepción de la tolerancia (que Buttiglione denomina "tolerancia sin verdad"), la cual acaba negándose a sí misma, erigiendo un nuevo imperativo categórico: "que la máxima de tu conducta no colisione con la pretensión del otro de ser no lo que es, sino lo que desea o imagina ser." En este clima de susceptibilidad histérica, cualquiera puede sentirse ofendido por una opinión discrepante o crítica acerca de su modo de vida.
Prüller considera que la ideología de la no-discriminación, con su retórica casi irresistiblemente seductora, se ha convertido en un auténtico sucedáneo de la moral judeocristiana. Jakob Cornides desarrolla este punto, argumentando que el antidiscriminacionismo no sólo afecta a la Iglesia (que podría ser perseguida legalmente, en un futuro, por no ordenar sacerdotisas o negarse a casar homosexuales) sino que supone un auténtico vuelco del concepto de justicia, pues a partir de "estereotipos prefabricados de víctima y opresor" se pretenden justificar "medidas abiertamente discriminatorias", que impedirían a los cristianos practicar y expresar sus creencias. De ahí que no deba sorprendernos que la corrrección política haya sido adoptada con entusiasmo por los partidos neomarxistas.
Desde el momento en que los derechos se confunden con los deseos, como advierten R. P. George y W. J. Saunders, las declaraciones de derechos y las constituciones nacionales son interpretadas torticeramente de manera que cualquier derecho clásico, como el de la vida o la libertad de expresión, pueden ser conculcados. Javier Borrego ha ilustrado esto en su análisis del uso del Tribunal de Luxemburgo del concepto de "derecho a la vida privada".
Marguerite Peeters ha señalado el papel decisivo que la ONU ha tenido en la instauración de la "nueva ética global", basada en conceptos como "sensibilización", "no discriminación", "salud reproductiva" o "igualdad de género", y que al mismo tiempo ha proscrito del debate público venerables conceptos como "verdad", "el bien y el mal", "familia", "maternidad", etc. Según la autora, esta ideología, con su correspondiente neolengua burocrática, triunfó plenamente en los años 90 del pasado siglo, y en estos momentos no hace más que extender su influencia desde la élite supranacional que la impuso hasta el conjunto de la población.
Fe cristiana y argumentos racionales
El cristianismo es acusado por la nueva ética global de tratar de imponer prejuicios irracionales al resto de la sociedad. En realidad, las creencias cristianas pueden y deben ser defendidas racionalmente. Joseph Weiler apunta que la idea de que la religión debe relegarse al ámbito privado procede de establecer erróneamente una dicotomía entre fe y razón. En realidad, las creencias judeocristianas no sólo no son incompatibles con la modernidad, sino que esta no puede ser comprendida sin aquellas. Sánchez Cámara precisa que "los valores modernos no son opuestos al cristianismo; sólo lo son sus formas desviadas o degradadas."
Schönborn señala que nuestras concepciones de la dignidad humana y la libertad individual se basan en la idea del hombre creado a imagen de Dios. El arzobispo de Filadelfia Charles J. Chaput va más lejos al negar que los valores e instituciones demoliberales puedan sostenerse sin basarse en los principios morales cristianos. Prueba de ello sería la amplia aceptación del aborto en las últimas décadas: "sin un fundamento en Dios o en una verdad superior, nuestras instituciones democráticas pueden convertirse muy fácilmente en armas contra nuestra dignidad humana."
Michael Prüller cita a Orwell para plantear la divisoria entre la concepción trascendente de la dignidad humana y la concepción inmanente. Para el autor de 1984, la civilización occidental se fundó en parte sobre la creencia en la inmortalidad individual. "No hay duda de que el culto moderno al poder está vinculado al sentimiento del hombre moderno de que la vida aquí y ahora es la única vida que existe. Si la muerte es el fin de todo, se hace mucho más difícil creer que estás en lo justo incluso si te derrotan."
Rocco Buttiglione, en el ensayo más profundo del libro, distingue entre la "libertad menor" (estar libre de coerciones externas), cuyo deseo comparte el hombre con los animales, y la "libertad mayor", característica del ser humnano, que consiste en someter las pasiones y los instintos al gobierno de la razón. Según el profesor y político italiano, el sesentayochismo fue una ruptura con la tradición que condujo al olvido de la "libertad mayor", considerada como "represiva". Este olvido hace al hombre mucho más manipulable. Quien es esclavo de las pasiones, fácilmente lo será de otros hombres. Esta idea profundamente cristiana es a la vez la base de todo el racionalismo occidental.
Qué hacer
Los cristianos tenemos razones para defender nuestra visión de la existencia. El problema del relativismo imperante es que, como observa Buttiglione, "si no hay una verdad objetiva, entonces la fuerza sustituye a la verdad." ¿Qué debemos hacer ante los intentos de silenciarnos? Varios de los autores coinciden en que, por encima de la argumentación racional, la mejor demostración es el ejemplo, la vivencia auténtica de la fe. Weiler llega a afirmar que la forma ideal de defender la vida, más que el debate político, sería que hubiera "cientos de cochecitos de bebés delante de cada lugar de culto". Esto encierra una gran verdad, pero quisiera aquí hacer una reflexión personal, y después aprovecharé para añadir un par más.
Sin duda, los cristianos tenemos la obligación de dar ejemplo con nuestro modo de vida. Pero esto fácilmente puede interpretarse de una manera falaz. Se puede llegar a la conclusión de que cada vez que un cristiano, y especialmente si es un sacerdote, tiene un comportamiento indigno, el cristianismo pierde credibilidad. En realidad, esto no es así, porque el principio fundamental del cristianismo, después de la existencia de Dios, es que los seres humanos somos pecadores, es decir, imperfectos y débiles. No puede servir como pretexto que haya cristianos hipócritas o mediocres para condenar sus creencias y encima sentirse superior por ello. Sin embargo, este es uno de los errores más frecuentes de nuestro tiempo.
La segunda reflexión que me ha inspirado la lectura de este libro tiene que ver con el paralelismo entre el comunismo y la nueva izquierda. Durante la guerra fría, y aún en nuestros días, el principal gancho propagandístico del totalitarismo marxista consistía en mostrarse como lo más antitético al nacionalsocialismo, y al mismo tiempo en presentar como creíble un hipotético resurgimiento de este. Setenta años después de la derrota del nazismo, este recurso sigue siendo constantemente utilizado. Hace pocos días, en un programa de la cadena Telecinco se entrevistaba al dirigente del PSOE y activista gay Pedro Zerolo, que se encuentra enfermo de cáncer. (Aprovecho para desearle que supere pronto este difícil trance.) Una periodista le preguntó a Zerolo qué opinaba de quienes se amparan en la libertad de expresión para sostener que la homosexualidad puede tratarse psicológicamente (con el consentimiento del interesado, por supuesto). El político de origen venezolano sostuvo que la libertad de expresión no permite sostener ideas que podrían alentar a la violencia contra ciertos colectivos.
Por supuesto, este criterio, si se aplicase siempre con el rigor que se pretende en el caso concreto que nos ocupa, acabaría por completo con la libertad de expresión, pues cualquier crítica o discrepancia podría interpretarse como el primer paso para ejercer en el futuro la violencia contra determinados individuos. Pero la fuerza de esta forma de argumentar procede de la alusión más o menos tácita al trauma que el nazismo supuso para la conciencia europea. Avergonzados, comprensiblemente, de que el Holocausto haya tenido lugar en nuestro continente, la más leve alusión al horror de Auschwitz, por burdamente improcedente que sea, nos desconcierta y perturba hasta tal punto que dejamos de razonar con serenidad; y lo bueno es que la jugada funciona una y otra vez.
Hay que plantarse de una vez por todas ante esta manera miserable de banalizar lo que supuso el nacionalsocialismo. Quien critica el modo de vida homosexual, o cualquier otra conducta, no está defendiendo remotamente, sólo por ello, reabrir los campos de concentración, no está defendiendo perseguir ni vejar a ningún ser humano. Y en el caso de los cristianos, no sólo no están sugiriendo tales iniquidades, sino que desde su punto de vista están ejerciendo una obra de caridad hacia las personas de esa orientación sexual, tanto más meritoria cuanto que lo más fácil es darle a todo el mundo siempre la razón.
Por último, quiero acabar retomando el tema de la relación entre razón y fe. En uno de los artículos del libro, Gudrun Kugler señala que, frecuentemente, los cristianos hablan de cuestiones sociales sin mencionar su fe, con el loable fin de ofrecer argumentos válidos también para los no creyentes. La autora sugiere que eso puede ser en el fondo un error, pese a su respeto por "la tradición del derecho natural cristiano y su capacidad de explicarlo casi todo exclusivamente desde la razón", porque de alguna manera estamos hurtando a los no creyentes la posibilidad de abrirse a considerar la fe cristiana, de que se digan algo así como (y esto es mío, no una cita del libro) "vaya, una religión que defiende cosas en las que yo creo -como el valor de la vida, la familia, etc.- quizás no sea tan absurda después de todo".
Estoy de acuerdo con la conclusión de la autora, pero creo que, además, para acabar de aclarar la cuestión, es necesario señalar un cierto malentendido que subyace en la idea del iusnaturalismo. Si por derecho natural entendemos que las normas morales fundamentales son accesibles al entendimiento humano, estoy de acuerdo con ello. Pero pienso (y aquí avanzo una hipótesis desde mi ignorancia del tema) que la tradición del derecho natural tendió al error de sostener que las normas morales, no sólo eran racionalmente aprehensibles, sino independientes de la idea de Dios. Y esto creo que es un error. Porque la existencia de Dios es una tesis que puede sostenerse racionalmente, y es precisamente a partir de tal tesis que el concepto de la dignidad humana y del carácter sagrado de la vida son sostenibles, y no de ninguna otra forma.
Por tanto, cuando decimos que los cristianos debemos argumentar racionalmente, esto significa que para ello hay que empezar por el principio, mostrando las razones profundas (aunque no sean demostrativas) de la existencia de Dios, y a partir de ahí, todo lo demás. Un agnóstico que defienda la vida del no nacido y que comparta otras ideas con los cristianos, podrá seguir haciéndolo, podrá seguir siendo un aliado aunque nuestros argumentos sobre la existencia de Dios le parezcan deficientes o innecesarios. Incluso es posible que esas coincidencias en cuestiones morales le hagan replantearse un día su agnosticismo.
El cristianismo debe defenderse como un "paquete completo". Esto no nos tiene que impedir en absoluto llegar a acuerdos con quienes sólo se identifican con partes del mensaje. Pero además, sólo de esta manera podemos realmente hacer frente a las ideologías relativistas e inmanentistas, pues ellas no tienen ningún complejo a la hora de exponer su visión del mundo con total franqueza.