En el año 2002, el psicólogo experimental Steven Pinker publicó La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana (Paidós, Barcelona, 2003), una obra de setecientas páginas que es uno de los libros divulgativos sobre ciencia más influyentes de los últimos tiempos.
En esa obra, Pinker lanza una crítica devastadora (por su habilidad literaria para ponerla al alcance del gran público) de la ideología predominante en ciencias sociales, que él denomina "la tabla rasa". Según esta concepción, cuyo origen más inmediato se halla en el marxismo, no existe una naturaleza humana permanente en el tiempo, sino que el hombre es un ser esencialmente histórico, que cambia constantemente en la medida que cambian las relaciones sociales. Esto significa, evidentemente, que el hombre es infinitamente moldeable, lo cual ha sido la inspiración de los dos grandes totalitarismos del siglo XX, comunismo y nacionalsocialismo, empeñados en crear un "hombre nuevo". Y es también (añado yo) la inspiración de la actual ingeniería social que ciertas élites intelectuales tratan de imponer en la sociedad desde arriba, es decir, desde gobiernos, organizaciones supranacionales y ONGés paraestatales.
Pinker muestra documentadamente que la tabla rasa es insostenible a la luz de la ciencia actual, especialmente de la biología, las neurociencias y la psicología. Esto le lleva a un examen crítico de distintos paradigmas de las ciencias sociales, entre ellos la ideología de género.
El autor distingue entre el "feminismo igualitario", que es una doctrina moral sobre la igualdad de trato, según la cual los hombres y las mujeres tienen los mismos derechos, y el "feminismo de género", una doctrina empírica (o pretendidamente empírica, sería más exacto decir) que se compromete con las tres siguientes afirmaciones sobre la naturaleza humana: 1) que las diferencias entre hombres y mujeres no tienen nada que ver con la biología, 2) que la única motivación social de los seres humanos es el poder, y 3) que las interacciones humanas no deben entenderse entre individuos, sino entre grupos. (La tabla rasa, pág. 497.)
En su libro, Pinker ofrece una amplia bibliografía, directa o indirectamente basada en estudios empíricos, que rebate esas afirmaciones, en especial la primera. No opino que las concepciones evolucionistas y materialistas de Pinker sean la última verdad (como él mismo y otros muchos parecen entender), pero sí creo que son lo suficientemente serias para sostener que los dogmas del feminismo de género tienen una base mucho más débil; o mejor dicho, que carecen de base empírica alguna. Dicho más claramente, detrás de toda la charlatanería de los ideólogos ultrafeministas (y cabe añadir, de los socialistas, altermundistas, radicales ecologistas y demás) no hay más que... la nada absoluta. No existen datos, no hay estudios experimentales en apoyo de sus tesis. Esta es la pura realidad.
Lamentablemente, los ideólogos del género y compañía siguen dominando en la política, los medios de comunicación y el mundo académico. Esto sólo es comprensible, en sociedades democráticas, porque la mayoría de la población, aun cuando diste de ser totalmente crédula ante los delirios ideológicos radicales, no tiene tampoco nada que oponerles. Sencillamente, la mayoría de la gente carece de tiempo, ganas o ninguna de las dos cosas para leerse libros de setecientas páginas como el de Pinker, no digamos ya para bucear en la literatura especializada. Y en el país de los ciegos intelectuales, los tuertos de la ideología de género son los reyes. Una mentira repetida mil veces se acaba convirtiendo en verdad... sobre todo si nadie tiene los mínimos datos (y las agallas) para reemplazarla por explicaciones alternativas.
Hay sin embargo rayos de esperanza. Un libro grueso requiere días o semanas de lectura, según el tiempo de que disponga uno, además de una mínima formación y hábito de lectura. Pero ¿y si en un documental de cuarenta minutos se pudiera resumir, con amenidad no exenta de seriedad, la crítica de la ideología de género, por ejemplo? Pues bien, al menos un documental así existe. Fue producido en 2010 por la TV pública noruega NRK, como parte de una serie titulada "Lavado de cerebro", conducida por Harald Eia. El capítulo que nos interesa se titula "La paradoja de la igualdad noruega", y puede verse en Youtube en dos partes, subtituladas en español, de veinte minutos cada una. Abajo inserto los vídeos, pero para el lector que no disponga siquiera de cuarenta minutos, le resumo su contenido a continuación.
Harald parte de un dato: Noruega es el país con mayor igualdad de "género" del mundo. (Lo que en español correcto, que es el que emplearé preferentemente, diríamos igualdad de sexos o sexual.) Y sin embargo, en el país escandinavo han observado un fenómeno que describen como "la paradoja de la igualdad noruega": que hombres y mujeres siguen empeñados en demostrar intereses y predilecciones académicas y sobre todo profesionales distintos. Sólo un diez por ciento de ellos eligen ser enfermeros, y sólo un diez por ciento de ellas eligen ser ingenieras, y esto se acentúa como más igualitario es el país. ¿Por qué ocurre tal cosa? ¿Pudiera ser que existieran razones congénitas, es decir, de tipo biológico? ¿O sucede que la sociedad, sutil e insensiblemente, sigue adoctrinando a los niños en modelos de conducta "sexistas"?
Harald se decide a confrontar directamente, mediante entrevistas personales, las opiniones al respecto de partidarios de la ideología de género (académicos, periodistas, políticos) y de psicólogos experimentales, que trabajan con encuestas masivas y con la observación de la conducta de niños y niñas. Para empezar, viaja a los Estados Unidos para hablar con Richard Lippa, que ha dirigido una encuesta a 200.000 personas de 53 países de todo el mundo sobre preferencias profesionales. Las conclusiones de este psicólogo son que, con independencia del medio cultural, las diferencias entre sexos son prácticamente invariables. Las mujeres prefieren trabajos que impliquen sociabilidad (maestras, enfermeras, etc.), mientras que los hombres se decantan más por trabajos con máquinas y sistemas impersonales (informática, física). Estos patrones de conducta universales le llevan a Lippa a suponer que existen bases biológicas de las diferencias psicológicas sexuales.
Pero a esta hipótesis se puede replicar, como hacen los ideólogos del género, que incluso en las culturas más igualitarias, las personas pueden estar determinadas por padres, educadores y medios de comunicación para asumir "roles de género" preestablecidos. Vestimos a los niños de azul y a las niñas de rosa, les damos a los primeros juguetes de machotes (coches, pelotas) y a las segundas, muñecas o utensilios de peluquería. Harald se muestra divertidamente escéptico ante esta explicación (por su propia experiencia como hijo y como padre), pero no la descarta a priori, y para tratar de salir de dudas se entrevista con el doctor Trond Diseth, que ha realizado experimentos con niños de nueve meses en el Hospital Universitario de Oslo, en espacios neutros donde pueden elegir libremente juguetes para niños y para niñas, situados a la misma distancia. Los resultados son (¡sorpresa!) que los pequeños tienden a elegir espontáneamente los juguetes "propios de su sexo".
Pero ¿no podría ser que incluso a tan tiernas edades, los padres ya hubieran influido en la identidad sexual de los niños? Harald Eia se desplaza entonces a Inglaterra, para visitar a Simon Baron-Cohen (primo del popular actor), investigador del Trinity College experto en autismo, que ha realizado experimentos con recién nacidos, bebés de un día de edad que lógicamente no han podido aún ser moldeados por padres u otros adultos. Según concluye Baron-Cohen, los recién nacidos varones muestran mayor interés por "objetos mecánicos" que las niñas, y estas a su vez se muestran más atraídas por rostros humanos... Los estudios demuestran que incluso antes del nacimiento, los niveles de testosterona en el feto determinan comportamientos más típicamente masculinos o femeninos en el futuro.
Después de otra interesante entrevista con la psicóloga evolucionista Anne Campbell, en Durham, que sostiene el origen evolutivo de las diferencias biológicas entre los cerebros masculino y femenino, Harald vuelve a visitar a dos "investigadores de género" cuyas opiniones ya había recabado al principio, Cathrine Egeland y Jørgen Lorentzen. Las reacciones de ambos, al mostrarles las declaraciones de los científicos experimentales no deberían perdérselas: son de traca. Cathrine se queda realmente descolocada, apenas puede articular palabras. Sencillamente, se niega a aceptar lo que ve. Acusa a esos científicos de encontrar sólo lo que buscan de antemano. Harald le hace entonces la gran pregunta: "¿En qué fundamento científico te apoyas para decir que la biología no juega ningún papel en las distintas elecciones profesionales de hombres y mujeres?" Es decir, ¿dónde están tus experimentos, tus datos empíricos, desde los cuales podrías rechazar los de los psicólogos experimentales? Por supuesto, Cathrine no los tiene, y lo admite al responder "eeeh... mi fundamento es algo que se puede llamar punto de vista teórico".
Jørgen es más desenvuelto. De entrada, se había reído con ganas de "esos estudios norteamericanos", tachándolos de "mediocres" y "anticuados". Cuando se le sitúa finalmente frente a resultados concretos y recientes, su reacción es la misma que la de su colega femenina, aunque algo más incisiva. Lorentzen se pregunta por qué esos investigadores están tan "frenéticamente" ocupados con las diferencias de género, en lo que resulta un muy evidente ejemplo de la evangélica viga en el ojo propio, bastando sustituir "diferencias" por "igualdad". Y al realizarle Harald la misma pregunta que a Cathrine, el "investigador de género" declara sin inmutarse que él se basa en la ciencia, pues esta no ha demostrado con absoluta certeza que las diferencias sexuales tengan alguna base biológica. Su "hipótesis" es que no hay diferencias innatas mientras no se demuestre lo contrario. Puede que no se haya percatado de que este criterio nos permitiría sostener "científicamente" la existencia del unicornio.
Concluida la entrevista, Harald se pregunta si Jørgen diría lo mismo en caso de que una investigación empírica apoyase su "hipótesis". Por supuesto, que la biología juega un papel en las diferencias de intereses sexuales es también una hipótesis, pero los investigadores que la sostienen no demuestran estar "frenéticamente" interesados por confirmar ningún prejuicio, no pretenden negar dogmáticamente que la cultura no tenga también cierta influencia. Y lo más importante: ellos se basan en observaciones, cosa que no hacen los "malos investigadores noruegos", como termina llamando Harald a sus compatriotas, aunque por supuesto se podría extender el adjetivo a muchos que pululan por toda Europa y América.
Al parecer, el reportaje tuvo gran repercusión en Noruega. Como se dice en la web del Foro de la Familia (gracias a la cual he dado con los vídeos), la gente empezó a preguntarse por qué había que "financiar con 56 millones de euros de dinero de los contribuyentes una ideología basada en 'investigación' que no tenía credenciales científicas en ninguna parte". A consecuencia de ello, el Consejo Nórdico de Ministros decidió cerrar el NIKK Gender, un instituto equivalente a nuestros "Observatorios de Igualdad de Género", que por aquí seguimos sufragando alegremente. Como de costumbre, cuando nosotros vamos, los escandinavos ya están de vuelta.
¿Se imaginan que la TV pública española emitiera reportajes como el de Harald, no sólo sobre ideología de género, sino sobre la realidad del aborto, el problema del invierno demográfico o las claves económicas que distinguen a los países más prósperos del resto? Yo tampoco. Con la derecha grouchista ("estos son mis principios...") y la izquierda enamorada de sí misma, aquí me temo que seguiremos debatiéndonos entre el suicidio lento o la vía rápida venezolana.