El dirigente socialista valenciano Ximo Puig se ha preguntado, inspirándose en Thomas Jefferson, "hasta qué punto una nueva generación puede estar atada por lo que decidió la anterior". Él mismo se ha respondido que "cada generación debería decidir qué modelo de sociedad quiere".
Puig, a menos de 48 horas de la abdicación del rey Juan Carlos, se refiere, evidentemente, al modelo de Estado. Estos días nos tocará escuchar estupideces morrocotudas como la de Xavier Sala, que sostiene que la monarquía es profundamente antidemocrática. Bien, que vaya a decirles a británicos, belgas, holandeses, daneses, suecos y noruegos que todavía no se han enterado de lo que es la democracia. Pero a mí no me interesa demasiado la cuestión de monarquía o república, sino otra mucho más amplia y trascendente.
No deja de resultar irónico que Puig se apoye en la autoridad de Jefferson, uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos, nación cuya constitución (incluyendo la mayoría de enmiendas más importantes) tiene una vigencia de más de doscientos años. Bien es cierto que hasta 1920 la constitución americana no reconoció el voto femenino, y que la última enmienda (de carácter técnico) es de fecha tan tardía como 1992. Pero en lo esencial, e incluso en detalles muy característicos, el sistema de república presidencialista y de eficaz separación de poderes no ha variado en dos siglos. ¿Viven por ello los estadounidenses oprimidos bajo el peso de sus antepasados?
Quizá formulando otras dos preguntas se entenderá la verdadera naturaleza del problema: ¿es válido que un gobierno elegido democráticamente decida cambiar el sentido de una institución de muchos siglos de antigüedad como es el matrimonio? O ¿sería válido que un territorio de España se separara del resto porque así lo deseara una relativa mayoría del censo electoral de esa región?
Chesterton sostuvo que la tradición no sólo no es incompatible con la democracia, sino que es la "democracia de los muertos". (Ortodoxia, IV.) Negar validez a las opiniones de nuestros antepasados no es profundizar la democracia, sino restringirla a los vivos, "esa oligarquía reducida y arrogante que sólo por casualidad sigue hollando la tierra", como en otros tiempos se restringía a los varones o a las clases pudientes.
Esto puede parecer una boutade, a las que por otra parte era tan aficionado Chesterton. ¿Qué pintan los muertos en la sociedad? ¿Por qué deberíamos tener en cuenta el censo de los cementerios? Desde luego, los difuntos (sean por causa natural o asesinados, como las víctimas del terrorismo) tienen una clara desventaja respecto a los vivos, y es que no pueden ejercer el derecho de sufragio, ni siquiera manifestarse. En esto se parecen a los seres humanos concebidos y aún no nacidos: se promulgan leyes que deciden dentro de qué plazos o circunstancias es lícito matarlos en el vientre materno, sin que evidentemente los más interesados puedan aportar su opinión, ni se les conceda tiempo para que un día lleguen a tenerla.
Lo cierto es que quien empieza por no respetar la voluntad de un muerto, porque el finado no puede defenderse, no respetará tampoco la voluntad o el interés de nadie que no tenga medios físicos para hacerse respetar. Una sociedad que desprecia todo compromiso con sus antepasados es una sociedad envilecida, que sólo respeta la fuerza, el poder fáctico, aunque se suela denominar con eufemismos demoscópicos.
No confundamos el respeto a las tradiciones patrias con el inmovilismo. Nadie en sus cabales pretende que cualquier ley deba ser inmutable. Pero sin una cierta permanencia de lo fundamental; sin el freno de leyes, usos y costumbres; sin esa humilde grandeza de quien sabe reverenciar a sus mayores, las democracias pronto degeneran en regímenes populistas. Los cuales, dicho sea de paso, casualmente son siempre republicanos.