En el mundo hay 7.200 millones de habitantes. Un 15 % vive
en países donde existe amplio acceso a los productos de consumo, la vivienda,
la medicina y otros servicios, y en los que existen paz y libertades políticas
consolidadas. La mitad o más de la población mundial habita en territorios,
principalmente en Asia, donde se han alcanzado parcialmente esos objetivos a lo
largo de las últimas décadas, aunque frecuentemente con unos niveles de
libertad política mucho más precarios o incluso inexistentes, como es el caso
de China. Por último, en el tercio restante de la humanidad se da un conjunto
heterogéneo de situaciones: desde países que, pese a todas la dificultades,
gradualmente están saliendo adelante, hasta otros que permanecen hundidos en la
miseria, las guerras y las dictaduras.
Lo que caracteriza a los países del primer grupo es la
existencia de instituciones políticas y económicas liberales, como son un potente sector empresarial
privado, elecciones libres, justicia independiente, libertad de expresión, etc.
Por tanto, en principio parece lógico deducir que la prosperidad material de la
que disfrutan Norteamérica, Europa, Japón, Corea del Sur y Australia está
relacionada con estas instituciones liberales. También parece razonable admitir
que la mitad de la población que poco a poco se está acercando a niveles de
bienestar material como los de Occidente y otros países, en gran medida debe este
progreso a la importación de algunas de estas instituciones, al menos del
mercado libre.
Por el contrario, es empíricamente constatable que los
países que se han cerrado a la importación del modelo liberal occidental, o que
se ha alejado de él, permanecen en la pobreza o han retrocedido a ella, como es
el caso dramáticamente actual de Venezuela.
No obstante, partiendo de estos hechos, los antiliberales (generalmente
socialistas progresistas, aunque también la extrema derecha y los anarquistas) proponen
una interpretación notablemente distinta. Por un lado ponen de relieve que
incluso en los países del 15 % más próspero persisten injustas diferencias de
renta y discriminaciones hacia las mujeres y ciertas minorías, al tiempo que
atribuyen el bienestar social (que después de todo no pueden negar) a la existencia de un
amplio sector público, el cual ven amenazado por los intereses económicos. Y
por otro lado señalan que la riqueza occidental procede de la expoliación del
resto de la humanidad y de la depredación de la naturaleza, a través de las
multinacionales que explotan mano de obra barata y esquilman los recursos. Este
orden injusto sólo puede mantenerse mediante la coerción, principalmente mediante el
astronómico gasto militar de los Estados Unidos; y por ello es profundamente
inestable, pues provoca guerras, terrorismo y desastres ecológicos.
Aunque algunos de los hechos que aducen los antiliberales o
progresistas son ciertos, su interpretación se sostiene sobre flagrantes exageraciones,
invenciones y omisiones. Frases tan manidas como que “los pobres cada vez son
más pobres y los ricos más ricos” son fácilmente refutables con datos
objetivos. La pobreza en las sociedades más industrializadas es relativa y
variable, y con frecuencia las estadísticas incluyen en el mismo grupo tanto a
auténticos pobres como a jóvenes que perciben bajos salarios, pero cuyas
expectativas de ascenso social son muy considerables. También se reputan como
injustas las diferencias laborales entre sexos, sin ofrecer pruebas empíricas
(y no premisas ideológicas a priori) de que sean debidas a discriminaciones y
atavismos machistas, y no a las actitudes y preferencias naturales de los
sexos.
Sobre el sector público (como denominan al sector estatal), los
progresistas olvidan el pequeño detalle de que se sostiene enteramente mediante
las aportaciones fiscales y financieras del sector privado. Si el sector estatal
crece en términos relativos, sólo puede hacerlo a costa de la inversión y el ahorro
privados, con lo cual se pierde en productividad, y el resultado es una
economía menos sostenible. En cambio, la disminución del estado (hasta un mínimo
que asegure servicios esenciales, como la seguridad, la defensa y la protección
de los más débiles) sólo implica liberar energías productivas, que pueden ofrecer
los mismos servicios con mayor eficacia.
En cuanto a la supuesta explotación del Sur, lo cierto es
que el volumen de la inversión y del comercio dentro de los países del 15 % más
rico es abrumadoramente superior al que existe entre estos y los más pobres del
Sur, por lo que esa teoría es un simple mito. La riqueza no se genera, salvo en
una medida puramente residual, en plantaciones o minas de repúblicas bananeras,
sino en países que ya son ricos en infraestructuras, tejido industrial y capital socioeducativo. Si algo se le puede reprochar a Occidente no
es que pague salarios de miseria a los habitantes más pobres del planeta (que
en todo caso son superiores a los salarios locales), sino que no cree más
empleos aún, y que no comercie a mayor escala con el llamado “tercer mundo”,
eliminando las barreras arancelarias. Lo cual es algo muy diferente de la idea
de un Norte parasitador o vampirizador del Sur.
Respecto al gasto militar, hay que recordar que,
históricamente, la aplastante superioridad de los Estados Unidos tiene su
origen en la Segunda Guerra Mundial y en la guerra fría, es decir, que es un
producto de la lucha contra los mayores sistemas totalitarios de la historia,
el nazismo y el comunismo. Por supuesto, un desarme unilateral sería una entrega estúpida de
Occidente a manos de potencias asiáticas con arsenales nucleares y otros estados de tendencias poco tranquilizadoras. Debe añadirse también que el terrorismo es un fenómeno que nace
invariablemente de ideologías nacionalistas, socialistas o islamistas, radicalmente
contrarias a los principios liberales, cuyo mecanismo psicológico no requiere en
absoluto la existencia de ninguna razón objetiva para el resentimiento, sino
que son perfectamente capaces de fabricar o hiperbolizar agravios por sí
mismas.
Por último, respecto a la supuesta depredación de la
naturaleza, lo cierto es que los países que más reducen la contaminación ambiental,
gracias a su carácter democrático y legalista, y a su desarrollo tecnológico, son los más
ricos. Y las agoreras predicciones de agotamiento de materias primas, o de
calentamiento global debido supuestamente a las emisiones humanas de CO2,
hasta ahora han tenido un acierto predictivo inversamente proporcional a su éxito
propagandístico.
Lejos de nosotros pretender que en el mundo liberal todo sea
color de rosa. Pero son precisamente los auténticos problemas e iniquidades que
existen en los países ricos aquellos que los progresistas ignoran o se empeñan
incluso en negar. Entre ellos, el crecimiento desmesurado del sector estatal, debido
a irresponsables promesas de políticas demagógicas, que amenaza con truncar el
crecimiento económico, condenando a los más pobres a quedar estancados en su
situación. Pero lo más grave (aunque presenta claras conexiones con este problema),
es la decadencia moral que aqueja a Occidente desde los años setenta. Esta
decadencia se manifiesta de manera singular en la baja natalidad y el
relativismo cultural (cuyo fenómeno singular más repulsivo es la permisividad
legal ante el aborto), que socavan las raíces judeocristianas y clásicas de las
instituciones cívicas, desarmando a la cultura occidental ante la irrupción del
tribalismo islamista. Incluso aunque esta amenaza externa no existiera, el destino de una civilización que está
dejando de reproducirse, que opta por el aborto, la “muerte digna” y la
equiparación de toda forma de sexualidad no reproductiva, eludiendo cualquier
sacrificio y contención, es sencillamente la extinción.
Cabe en este punto preguntarse si esta decadencia
civilizatoria no está estrechamente relacionada con las concepciones
progresistas que desdeñan las instituciones liberales o incluso las consideran responsables
de la pobreza y de la violencia en el mundo. En efecto, una cultura en declive
es una cultura que ha dejado en cierto modo de respetarse a sí misma, de tener
unos objetivos que vayan más allá del “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.
Es una cultura que cae en el autoodio nihilista, racionalizado falazmente como
una crítica del etnocentrismo (pero curiosamente, todas las culturas tienen
derecho a ser ciegamente etnocéntricas salvo la propia), y que está dispuesta a
dilapidar e incluso escupir sobre su propio legado.
¿Cómo podemos detener y revertir este proceso? No hay una
respuesta fácil, pero en primer lugar, evidentemente, siendo conscientes de él,
lo cual pasa por una crítica contundente de las nociones antiliberales y
relativistas que, amparadas en la estética “progresista”, sólo contribuyen a
acelerar la descomposición, a disolver la responsabilidad individual y los
vínculos tradicionales y espontáneos, sustituyéndolos por una burocratización
esclerotizante. Expresado en términos positivos, esto supone defender la moral
judeocristiana, la familia, la empresa privada, la libertad educativa y las
organizaciones de la sociedad civil. Todo aquello que los progresistas tachan,
en el mejor de los casos, de “conservador”. Ahora bien, si ser conservador es
defender el humus moral y cultural en
el que han enraizado las instituciones liberales, no sólo no tiene nada de
malo, sino que es una actitud más necesaria que nunca.