Si progresar es, tal y como reza el diccionario, “avanzar,
mejorar, hacer adelantos en determinada materia”, prácticamente no habrá nadie
que no sea partidario del progreso en un sentido u otro. Si no queremos que el
término progresismo sea trivialmente
amplio deberá contener, además de una aprobación del progreso, una idea más o
menos precisa acerca de qué debemos entender por tal cosa. Y por ello cabe
imaginar en principio que podría haber distintas formas de ser progresista
(distintas ideas de cómo mejorar el mundo), por mucho que sólo una de ellas sea
culturalmente dominante e incluso haya conseguido presentarse como la única
existente.
En un primer acercamiento, entendemos habitualmente el progreso como un proceso de lucha de la razón contra las fuerzas irracionales de lo
fáctico, lo establecido, la fuerza bruta, los intereses creados, la
superstición y la costumbre. Esta definición sigue siendo en gran medida
demasiado genérica, pues salvo una minoría nihilista, apenas nadie en nuestras
sociedades occidentales se pronuncia deliberadamente a favor del irracionalismo,
o considera que sus posiciones no son argumentables racionalmente, coincidan o
no accidentalmente con situaciones de hecho.
Quienes defienden ciertas costumbres o instituciones
inveteradas no se limitan por lo general a apegarse ciegamente a lo
acostumbrado, sino que, acertada o equivocadamente, argumentan que es
precisamente una razón profunda, aunque no siempre comprendida o recordada, la
que explica el arraigo de determinadas prácticas, creencias o normas.
No obstante, resulta revelador que ya en este nivel previo
nos veamos movidos a circunscribirnos a Occidente. No tenemos claro, en efecto,
que nuestra idea de la racionalidad en lucha contra fuerzas telúricas haya
surgido independientemente en otras civilizaciones. Digámoslo sin ambages: el
progresismo, tal como acabamos de definirlo, es una concepción inconfundiblemente
judeocristiana, al menos en su origen. El dualismo agonístico entre el espíritu
y las pasiones, entre la razón y el instinto, impregna de tal modo nuestra
cultura que pervive incluso en las teorizaciones biologistas de la naturaleza
humana. Los autores más decididamente materialistas suelen ser mayoritariamente
progresistas: es decir, por lo pronto, siguen creyendo que aunque la mente
humana sea un proceso puramente molecular, le es posible reordenar el mundo, subyugar
hasta cierto punto a la materia. No carece de cierta ironía que quienes
frecuentemente condenan la moral judeocristiana como una rémora del pasado,
sean al mismo tiempo tan fieles a su más profunda esencia dualista.
Tampoco ha faltado quien, admitiendo lo anterior, ha llegado
a la conclusión de que la filiación teísta del racionalismo, antes que a una
reconsideración más amigable del legado judeocristiano, nos debería llevar a
romper radicalmente con él, rechazando toda reedición del represor “dualismo bestia-ángel” y explorando una nueva epistemología
que supere la brecha entre lo racional y lo emocional[1].
Confesamos no comprender en qué se diferenciaría esto de una regresión o
concesión al irracionalismo. Más bien se parece mucho a la actitud de quien
prefiere volcar el tablero de juego antes de admitir que algunas de sus ideas
favoritas han sufrido un revés.
Puede afirmarse que esta es una reacción clásica de parte del
progresismo. Es conocida la deriva hacia el relativismo y el multiculturalismo
que ha llevado a cierta intelectualidad a defender todo tipo de prácticas manifiestamente
irracionales de culturas distintas de la occidental, como por ejemplo el burka. Ahora bien, el hecho es que
muchos de estos intelectuales no consideran estar renegando del progresismo y
mantienen en otros temas muchas de las reivindicaciones tradicionales de la
izquierda. No nos basta el fácil expediente de que ya no se trataría en ningún
caso de auténticos progresistas, sino de desertores que se han pasado al lado oscuro, quizás por una pataleta de enfants terribles, contrariados porque
la realidad no se ajusta a sus esquemas, como ha sostenido Sebreli[2].
Lo único que podemos afirmar sin ningún género de dudas es que el progresismo
realmente existente, en cualquiera de sus variantes, no es necesariamente la
defensa de la racionalidad sino la
defensa de lo que algunos creen que es la racionalidad.
Excuso decir que la cuestión de si los progresistas tienen
buenas intenciones no es lo decisivo. Estas deben darse por supuestas en un
debate intelectual civilizado, salvo pruebas flagrantes en contra. La cuestión
es si los medios que defendemos son los adecuados para los fines que
pregonamos. Para saberlo no hay métodos infalibles, pero al menos se requieren
dos cosas: la contrastación con los hechos y la conducción del análisis lógico
hasta sus últimas consecuencias. Tal vez si aplicáramos ambos métodos a algunas
soluciones consideradas progresistas, concluiríamos que el calificativo es
infundado, pues no supondrían un verdadero mejoramiento de la sociedad.
Estamos, pues, de acuerdo, en que cualquier persona racional
cree que el mundo es mejorable, y en que el camino para ello es someter la
naturaleza a la razón. Ahora bien, el progresismo estándar se caracteriza por
tener una concepción de la razón inmanentista.
Es decir, considera que la razón procede de la naturaleza, y no al revés, como
sostiene el judeocristianismo.
No importa que muchos progresistas sean creyentes: aquí
sostengo que no pueden ser ambas cosas coherentemente, y que las creencias religiosas que declaran no
son compatibles con los principios ideológicos que defienden. No es casual que
estos creyentes progresistas suelan abanderar posiciones heréticas respecto al
catolicismo, so pretexto de “adaptar la Iglesia a los tiempos modernos”.
La concepción inmanentista de la razón sustituye el radical
dualismo entre el Creador y las criaturas por el dualismo mucho más débil entre
el hombre y la naturaleza. Y digo que es un dualismo mucho más débil porque, al
eliminar a Dios de nuestras ecuaciones, el hombre queda reducido sólo a ser una
parte de la naturaleza. De aquí se desprende que el concepto de culpa es
absurdo, pues no existe una voluntad trascendente que elija entre el bien y el
mal, sino determinados procesos impersonales que son las causas del bien y del
mal.
El progresista ha sustituído el mito hebreo del Pecado
Original por el mito moderno del Buen Salvaje. El dualismo entre la naturaleza
caída y la gracia redentora, en el cual la voluntad humana juega un papel
insustituible, se reconvierte en una polaridad entre el individuo, considerado
originalmente inocente, y la sociedad, la cultura o las condiciones materiales,
responsables de todos los males.
Sostengo que esta desresponsabilización del individuo es el
error fundamental del progresismo. Para razonar esta afirmación debemos
analizar las consecuencias lógicas y empíricas de los principios progresistas,
aunque por supuesto el progresista también recurre a un repertorio selectivo de
hechos, estadísticas y anécdotas. Es comprensible que la realidad, tan
compleja, no sea unívocamente interpretable. Si no fuera así, no existiría el
debate ideológico y todos estaríamos de acuerdo en lo esencial. No obstante, ya
sería un avance mostrar que quienes discrepamos del progresismo hegemónico
no somos en cualquier caso retrógrados, mercenarios de intereses creados ni
integristas, sino personas que vemos las cosas de otra manera, y que tenemos
nuestros propios argumentos.
Las soluciones progresistas concretas pueden resumirse en
torno a una serie de ideas-fuerza como son la igualdad, la libertad, la
democracia, la paz y el ecologismo. Resumámoslas rápidamente:
1) Igualdad. Para el progresista típico, la
igualdad de hecho (no meramente la igualdad en derechos) es un valor que debe
ser conseguido en todos los ámbitos, especialmente el económico y el sexual,
mediante una decidida intervención del Estado que actúe como redistribuidor de
la riqueza a través de los impuestos y las prestaciones sociales, regulando los
comportamientos individuales (por ejemplo, imponiendo cuotas de sexo, raza, e
incluso orientación sexual) y transformando las concepciones de la sociedad
mediante una educación dirigida.
El resultado de estas ideas, cuando se llevan a la práctica,
son la desincentivación del mérito y del esfuerzo, el fomento del clientelismo,
la burocracia y el empobrecimiento en general. Y por supuesto, la restricción
de las libertades individuales.
2) Libertad. El progresismo concibe la libertad
como poder: somos más libres cuanto
más podemos hacer, más poderosos somos, por lo que tiende a prestar su
aprobación moral a todo tipo de actos realizado con el consentimiento de
terceros, o que no afecte a estos, al tiempo que, paradójicamente, y como
acabamos de ver, cree lícito limitar la libertad de elección individual, si se
puede justificar con un supuesto aumento del poder del individuo.
Entre las consecuencias más importantes de este principio se halla
que todo lo que suponga desvincular la sexualidad de la reproducción se
considera un triunfo de la humanización. Esto conduce incluso a la
reivindicación del aborto como última válvula de seguridad ante los embarazos
no deseados, y también a la defensa de la eutanasia.
3) Democracia. El progresista tiene una visión esencialista
de la democracia, es decir, en lugar de considerarla un método para elegir a
los gobernantes pacíficamente, cree que es posible realmente un autogobierno
del pueblo, identificado normalmente con una asamblea representativa.
Esto, que aparentemente es loable, conduce a supeditar
principios esenciales del Estado de Derecho (como por ejemplo, la separación de
poderes) a una metafísica voluntad popular que empíricamente acaba siendo indistinguible
de la del gobernante. Asimismo, desde el progresismo son prácticamente
irresistibles las demandas de nacionalismos irredentos, que invariablemente se
justifican por esa apelación esencialista a la democracia.
4) Pacifismo. El progresismo entiende que todo
conflicto se origina en las desigualdades e injusticias. Por tanto, su “pacifismo”
es asimétrico: simpatiza con las partes que él considera débiles o víctimas de
una injusticia, incluso cuando estas recurren al terrorismo, y condena con la
mayor dureza cualquier intervención militar de naciones como los Estados Unidos
o Israel, o de las fuerzas del orden.
5) Ecologismo. El progresismo concibe la riqueza como
un sistema de suma cero, en el que la magnitud total es invariable, y sólo
cambian sus concentraciones locales. Las implicaciones son obvias para sus
políticas igualitarias, que como hemos visto inciden sólo en el reparto de la
riqueza, olvidando los procesos por los cuales se crea. Y también implica entender
los recursos naturales como una magnitud fija, que no pueden hacer otra cosa
que ir menguando por la acción del hombre, lo que supone una omisión flagrante
del factor tecnológico.
Esto proporciona por cierto una excelente justificación
complementaria para la defensa del intervencionismo estatal, con el fin de
evitar las dramáticas consecuencias de un supuesto agotamiento de los recursos,
o de un cambio climático atribuido a la acción antrópica.
A esta somera caracterización del progresismo podemos añadir
el caso particular del progresismo español, que al aplicar los principios
anteriores tiende inevitablemente a interiorizar una visión autoflagelante y
acomplejada de la historia de España.
Así, se relativiza la importancia de la Reconquista
cristiana, e incluso se deplora la pérdida de un supuesto paraíso de
convivencia de las culturas islámica, judía y cristiana, que en realidad jamás
existió.
Se considera el descubrimiento de América como poco más que un genocidio y
a los descendientes de los indígenas supervivientes como sujetos de una liberación aún pendiente, pese a que fue el Imperio español el único que podía haberlos
protegido contra los abusos de las oligarquías locales.
Se idealiza la República de los años treinta como un régimen
de libertades y de avances sociales y culturales, pese a todos los datos objetivos
en contra (censura, cierre de periódicos, violencia consentida por el Estado, pésima
gestión económica, etc.), y contra los cuales se alzaron las oscuras fuerzas de
la reacción.
Por último, y coherentemente con lo anterior, se demoniza sin
matices todo el período de la dictadura franquista, desde 1939 hasta 1975, pese
al progreso económico sin precedentes y los índices de anomia social (delincuencia,
abortos, familias desestructuradas, etc.) muy inferiores a los actuales. Ello
implica una visión hagiográfica del antifranquismo, al cual se atribuye la
recuperación de la democracia, pese a que la única oposición seria al
franquismo (comunistas y terroristas de ETA) no tuvo nada de democrática.
El progresismo español tiende a ser guerravicilista, en el
sentido de que incluso ya bien entrado el siglo XXI, todavía identifica las
posiciones de progresistas y conservadores con los bandos frentepopulista y
franquista, respectivamente, de la guerra civil. Esta correspondencia le
beneficia debido a su idealización propagandística del bando izquierdista, del
cual se omiten sus crímenes y en particular su persecución contra los católicos,
con miles de asesinatos.
Podríamos tener la tentación de decir que los verdaderos
progresistas somos algunos de los que disentimos del progresismo oficialista,
pero no vale la pena molestarse en pelear por los derechos terminológicos. Cedamos
gustosamente la denominación a quienes se complacen en reconocerse en ella,
porque un término lastrado con las connotaciones descritas difícilmente es
recuperable. (En contextos más informales puede ser útil el término despectivo “progre”,
despojado de la connotación aprobatoria de la palabra “progresista”.) En justa
contrapartida, deberá aceptarse que, con idéntico criterio subjetivo,
consideremos también como progresistas al régimen chavista de Venezuela o al
terrorismo separatista vasco, pues así se ven ellos mismos. Llamar fascista a ETA, como acostumbran
algunos, aunque sea con la buena intención de descalificar a esta organización,
supone dudar implícitamente de que sus métodos criminales y totalitarios puedan
estar inspirados en una ideología nacionalista y socialista, como si el
nacionalismo y el socialismo, juntos o por separado, no hubieran sembrado el
mundo de cadáveres.