domingo, 18 de julio de 2010

Homosexualismo, familia y estatismo

Todos debemos ser iguales ante la ley. Según el liberalismo clásico, esta igualdad se garantiza mediante un poder judicial independiente, que arbitre en los conflictos entre ciudadanos independientemente de su posición social, religión, sexo, raza, etc. Sin la igualdad así entendida no puede haber libertad, pues las leyes y los jueces podrían tratar de manera diferente a los gobernantes y poderosos del resto de ciudadanos, con un pretexto u otro, o bien oprimir a determinadas minorías. (Por supuesto, el Estado de Derecho perfecto no existe, pero la historia demuestra que algunas naciones se han aproximado razonablemente a este ideal.)

Concepto distinto es el de igualdad de oportunidades, que establece la necesidad de un acceso universal a la educación, para que no existan desigualdades de origen difícilmente superables. Y no falta quien incluye la sanidad universal entre los requisitos de una sociedad donde la igualdad sea algo más que una ficción jurídica. El problema del concepto de igualdad de oportunidades, siendo noble, es que puede acabar deslizándose insensiblemente hacia la igualdad de hecho, es decir, la idea según la cual, no basta con que la ley trate por igual a todo el mundo, sea poderoso o humilde, gobernante o ciudadano común, hombre o mujer, heterosexual u homosexual, sino que además debemos tender a una sociedad equitativa en rentas, cuotas de género, raciales, etc. En otras ocasiones he argumentado por qué esto me parece indeseable, y además injusto, pues conduce siempre, inevitablemente, a castigar el mérito, la diferencia y la innovación, y socava toda institución intermedia entre el Estado y el individuo, favoreciendo en último término la tiranía.

Quizás la más importante manifestación del pensamiento igualitarista, en el sentido que aquí critico, es la ideología de género. Según ésta, no basta con que las mujeres tengan el mismo derecho que los hombres a acceder a cualquier profesión, cargo, etc, sino que debemos asegurarnos de que su presencia en cada actividad o puesto social sea equitativa, pues otra cosa supone perpetuar una supuesta injusticia histórica. Por ejemplo, en los consejos de administración de las empresas, o en las listas electorales, debe haber en torno a un 50 % de mujeres. Sin duda, es cierto que en el pasado no existía igualdad jurídica entre hombre y mujer, y esto generó en determinados ámbitos una injusta representación del sexo femenino. Pero este no era el problema, sino la consecuencia: lo grave es que se cercenaban los derechos individuales de aquellas mujeres (fueran muchas o pocas) que querían ser médicas, abogadas, etc. Es más, puede que existan razones perfectamente naturales por las que en determinadas actividades no exista paridad sexual. ¿Por qué un mundo en que la mitad de electricistas fueran mujeres sería mejor que el actual? El ejemplo es caricaturesco, pero vale lo mismo para cualquier otra profesión, sea la médica, la política o la notarial. El problema es que las medidas encaminadas a defender seudoderechos colectivos pasan siempre por un incremento de la coacción y por tanto del recorte de las libertades individuales, que son las que a fin de cuentas se trató de proteger con el principio de la igualdad ante la ley.

Una subvariante de la ideología de género es el homosexualismo. Según esta doctrina, no es suficiente con que los homosexuales no sean discriminados legalmente en ningún ámbito social, ni por supuesto, como se deduce de ello, perseguidos, como ocurre en países que raramente son condenados por algunos defensores de los gays con la misma vehemencia que dedican a la derecha política o la Iglesia. No, además hay que asegurar su visibilidad (empezando por la escuela) y deben modificarse instituciones como el matrimonio para que no se sientan ofendidos. Si hasta hace muy poco tiempo muchos homosexuales estaban tan contentos con su impenitente soltería (lo que no les impedía tener parejas más o menos estables) y eran felices ejerciendo de adorables tíos (lo que no les impedía ser padres), la ideología homosexualista trata de persuadirlos de que si no se casan entre ellos y adoptan niños, o los tienen mediante nuevas técnicas reproductivas, es porque están siendo oprimidos por los heterosexuales y deben sentirse profundamente desgraciados. Sin duda el reconocimiento de las uniones civiles es necesario en cuanto permite evitar situaciones en las cuales ni el Estado ni nadie tiene por que inmiscuirse en la sexualidad de una pareja, pero reformar el matrimonio es una cosa completamente distinta, pues supone vaciar de sentido una institución como la familia, que prácticamente pasa a significar cualquier tipo de agrupación concebible, es decir, nada.

Los activistas homosexualistas se defienden asegurando que ellos no atacan en absoluto la familia, sino que tratan de dignificar los llamados "otros modelos de familia" basados, al igual que la tradicional, en el amor y el respeto mutuo. Para ello aducen un supuesto consenso científico según el cual los hijos criados en hogares homoparentales no presentan mayores problemas que los demás. Sin duda, esto puede ser así en las muestras seleccionadas, pero no debería sorprender que ciertos estudios guiados por los prejuicios políticamente correctos acaben "demostrando" aquello que se quería demostrar. Otros trabajos empíricos, sin embargo, muestran que los hogares que se apartan del modelo de la familia tradicional registran mayores índices de violencia doméstica, abusos sexuales y fracaso escolar. Pero la cuestión no es si una pareja homosexual ideal (estable, con buenos ingresos y alto nivel de formación) puede criar adecuadamente a un niño, que seguramente sí, sino en qué medida esa idílica pareja ideal, que se diría sacada de una teleserie con afán pedagógico, es representativa de las uniones homosexuales. Podemos y debemos respetar los casos de familias homoparentales existentes, pero favorecer su proliferación, ponerlas al mismo nivel que el modelo clásico de familia es una de las variantes más grotescas del igualitarismo a ultranza, que no supone el más mínimo avance en la libertad de nadie, ni homosexual ni heterosexual, sino más bien todo lo contrario (pensemos en la multa de 100.000 euros impuesta gubernativamente a Intereconomía TV).

Que el homosexualismo en el fondo no es más que un ataque soterrado contra la familia (y por tanto un frente de batalla más del estatismo) lo demuestra el hecho de que para justificar sus tesis, no tienen más remedio que poner en cuestión la llamada familia tradicional. En un informe-manifiesto elaborado por el CONICET (especie de CSIC argentino) para apoyar la legalización del matrimonio homosexual decretada por el gobierno de Cristina Kirchner, se sugiere que estudiar las familias homoparentales ya es en sí discriminatorio. "¿O alguien estudia -se pregunta de manera venenosa- a las familias heterosexuales para ver si tienen derecho a existir?" Pues a este paso, ya nada nos extrañaría. Según el informe, la familia en absoluto puede ser considerada una institución natural: "El tipo de familia nuclear que se suele identificarse (sic) como el modelo tradicional no se remonta a mucho más de cien años atrás y pertenece a la experiencia de determinadas clases sociales" (se les entiende: es un invento burgués). De ahí a reeditar viejos experimentos fracasados, como las comunas, o defender lisa y llanamente un sistema de crianza y hasta reproducción de la especie totalmente estatalizado, como en la famosa novela de Aldous Huxley, hay un paso muy corto.

La estrategia del homosexualismo, muy inteligentemente, consiste, primero, en ocultar o disimular estas implicaciones, y segundo en presentar a todos los críticos como paranoicos ultrarreligiosos, nostálgicos de épocas pasadas en las que los homosexuales sufrían persecuciones y vejaciones. El citado informe del organismo estatal argentino empieza defendiendo que los homosexuales son seres humanos, como si alguien mínimamente decente (aquí no se incluye Ahmadineyah, claro) negara esto hoy en día, como si este fuera el debate. Y aduce luego el ejemplo de las seis mil firmas que en 1898 apoyaron la derogación de la ley que penalizaba la homosexualidad en Alemania, entre las cuales figuraban las de Albert Einstein, Thomas Mann, Stefan Zweig, y muchos otros intelectuales justamente célebres. Pero ¿quién demonios defiende hoy, salvo en Irán y otros países islámicos, que la homosexualidad sea un delito? Con rastreras maniobras de confusión como éstas, un informe que se pretende "científico" (en realidad, flagrantemente ideológico, donde se cita incluso al eminente doctor José Luis Rodríguez Zapatero) no hace más que tratar de denigrar a quienes puedan discrepar de sus conclusiones.

La reciente polémica, a la que me refiero aquí por segunda vez (ver la primera), mantenida en Libertad Digital entre, por una parte, Pío Moa, que la empezó, y por otra José María Marco, Albert Esplugas y Federico Jiménez Losantos me produce cierta tristeza. Ninguno de los polemistas ha estado a la altura de lo que podíamos esperar de ellos. Moa ha apuntado ideas muy interesantes, pero en la argumentación ha sido muy pedestre (en general, es mucho mejor historiador que filósofo, pese a que comparto muchas de sus ideas). Esto ha permitido a sus contradictores cebarse en su descuidada exposición, cuando yo no creo que Moa defienda las cosas que se le imputan, que piense ni por asomo condenar a los homosexuales a la clandestinidad.

En especial, creo que es injusto Jiménez Losantos cuando acusa a Moa de "normalismo". Si acaso, quienes profesan el normalismo son quienes quieren normalizar la homosexualidad, y para ello ven necesario explicar a los niños en el colegio cómo practicar el coito anal y qué marcas de vaselina pueden encontrar en el mercado (aberraciones que el mismo Losantos ha criticado). Puedo comprender que como icono de los gays de la derecha liberal, Federico no pudiera decepcionarlos. Pero su análisis de lo que ha dicho Moa (no lo que supuestamente se deduce de lo que ha dicho) podía haber sido mucho más profundo y sutil, sin dejar de mostrar sus discrepancias. Cuando Pío Moa denuncia que para el relativismo posmoderno "la realidad no existe", apunta un tema crucial del debate ideológico, donde se dirimen cuestiones básicas como si existe una moral universal o bien todo se reduce al derecho positivo producido por el Estado. Y Losantos, tan certero casi siempre, despacha la cuestión con una trivialidad como que "la realidad... llevan dos mil años discutiéndola los filósofos". ¡Que los posmodernos, desde su genial pero nefasto precursor Nietzsche, no dicen que sea difícil conocerla, sino que no existe, esto es, que no sirve de nada intentar conocerla, que vale por tanto todo lo que nos inventemos ("todo está permitido")! El manifiesto del CONICET lo dice bien claro: "Sostener la existencia de una ley moral natural supone colonizar todas las culturas por el pensamiento occidental."

Podemos sin duda discutir sobre lo que es "natural", y en este sentido, es cierto que en el pasado, y en el presente en muchos lugares, se ha perseguido a la homosexualidad con el pretexto de ser "contra natura". Aquí es donde Moa no está nada fino, y donde fácilmente se puede pensar que incurre en la falacia naturalista. Puede que sea así, pero lo decisivo aquí es que algunos no se limitan a discutir sobre lo que es natural (universal) o no, sino que directamente zanjan la cuestión negando que exista ningún principio universal, con lo cual se cargan la fundamentación más sólida que jamás tendrán la libertad, los derechos humanos (incluidos, claro está los de los gays) y todo aquello que permite mantener al genio del despotismo encerrado dentro de la lámpara. Y los homosexuales deberían ser los primeros en no prestarse a ser utilizados en este juego perverso, limitándose a vivir su vida sin que nadie les moleste, y sin obligarnos a los demás a cambiar la nuestra. Que tengan hijos, que hagan lo que les dé la gana, pero que no nos digan cómo hemos de educar a los nuestros, no nos arrebaten el lenguaje (¡yo no quiero ser progenitor A ni B, yo soy el padre de mis hijos!) ni nos prohíban decir lo que pensamos, equivocadamente o no.

Es urgente llevar este debate al terreno de las medidas concretas, para deshacer malentendidos. Digámoslo claramente. Se puede estar en contra de la ley del matrimonio homosexual y no por ello ser un enemigo de los homosexuales, del mismo modo que se puede estar en contra de la actual ley de violencia de género y no ser un enemigo de las mujeres, o en contra de la ley de salario mínimo y no ser un enemigo de los obreros, sino todo lo contrario. ¿O vamos a empezar a estas alturas a comprar las falacias del seudoprogresismo?

ACTUALIZACIÓN 17:30: Moa acaba de replicar en su blog a Losantos, reafirmándose en todo lo dicho, aunque con tono conciliador, y algunas aclaraciones que son de agradecer y están en la línea de mi defensa del autor de Los orígenes de la Guerra Civil Española.

ACTUALIZACIÓN 19-7-10: Losantos ha publicado una recontrarréplica, también en un tono conciliatorio. Pero no aporta nada nuevo, sigue insistiendo en mostrarse como el defensor de los homosexuales, como si hubieran sido atacados.