sábado, 31 de julio de 2010

Lo que queda del marxismo

El marxismo, o alguna elaboración doctrinal basada en él, sigue siendo la ideología oficial de Estados policiales como Cuba o Corea del Norte. Hugo Chávez se ha declarado marxista y cuenta entre sus asesores con Marta Harnecker, autora de un conocido manual de divulgación del pensamiento de Marx, muy leído en los años setenta. Asimismo, en Europa, los partidos comunistas, aunque generalmente redecorados dentro de coaliciones con grupos ecologistas, siguen teniendo presencia parlamentaria. Y en fin, numerosos grupúsculos de extrema izquierda, que aún hoy defienden la nacionalización de la industria y la planificación económica, sin renegar en absoluto de la Unión Soviética, siguen movilizando a una pequeña parte de la juventud, atraída por la estética antisistema y antifascista.

Sin embargo, la influencia del marxismo va mucho más allá de quienes se declaran explícitamente marxistas, o al menos defienden sin tapujos principios esenciales del socialismo, cuya máxima formulación teórica se debe al autor de El Capital. Hoy en día, un marxismo difuso, vulgarizado y terminológicamente remozado (encarnado por muchos intelectuales, pero también por políticos que acaso no han abierto jamás un libro del pensador alemán) domina buena parte del discurso transmitido por los medios de comunicación. Toda la retórica altermundista basa su crítica del capitalismo y el liberalismo en conceptos marxistas, más o menos pasados por las jergas de la Escuela de Frankfurt, el estructuralismo o el posmodernismo, y aderezados con el consabido ecologismo apocalíptico. Por otra parte, el mito según el cual el Estado del Bienestar fue una creación del capitalismo para poder hacer frente al bloque del Este, sigue confiriendo cierto prestigio indirecto a quien inspiró intelectualmente el régimen soviético. (En realidad, el origen del Estado del Bienestar es anterior a la revolución rusa, y su nuevo impulso después de la Segunda Guerra Mundial se debió en gran medida a la inercia del intervencionismo económico propio del conflicto bélico. En todo caso, el nivel de vida de Occidente no hubiera sido posible sin el crecimiento económico originado por el libre mercado.)

Pero sobre todo, donde la esencia del marxismo sigue operando con toda su fuerza es en la corrección política. De la idea de que toda la Historia puede explicarse como la lucha entre las clases económicas de los opresores y los oprimidos hemos pasado a la opresión del patriarcado, del hombre blanco, de Occidente, de los heterosexuales; incluso la opresión de la especie humana en su conjunto sobre el resto de los seres vivos y la Tierra.

Más allá de la intención consciente de quienes esgrimen las ideologías de género, multiculturalista, ecologista, etc, su función es patente, e idéntica a la del socialismo marxista. Al postular que existe una opresión o injusticia previa, quienes así razonan, inevitablemente -lo quieran o no- justifican formas de coacción política, que moralmente son percibidas como formas de noble resistencia o de legítima defensa. Si la relación entre un empresario y un trabajador se entiende como explotación amparada por el Estado (garante de la contractualidad burguesa), automáticamente los piquetes sindicales que imponen por la fuerza una huelga se convierten en la necesaria respuesta violenta a una violencia institucionalizada preexistente. Pero lo mismo puede decirse de cualquier otra de las formas de opresión que teoriza la corrección política. Si Occidente es por naturaleza opresor de otras civilizaciones, debemos entender el terrorismo islámico como la consecuencia esperable de nuestra prepotencia. Los adalides del progresismo no siempre se expresan con tanta crudeza, pero sí muy frecuentemente, al tiempo que dan lecciones de moderación desde columnas de opinión de periódicos dirigidos a un público pretendidamente razonable e ilustrado, enemigo de toda violencia.

La enmienda a la totalidad que realizó Marx contra la sociedad occidental de su tiempo inspiró la creación de regímenes totalitarios que en el siglo XX mataron a un centenar de millones de seres humanos. Pero es que en el año 2010, la enmienda a la totalidad sigue siendo el deporte favorito de muchos intelectuales, y no pocos tiranos. Todos aquellos que cuestionan el sistema, que a menudo con palabras melifluas sugieren que hay que refundar la sociedad, la economía y hasta la moral, exaltados por ideas -o mejor dicho, sentimientos- de justicia universal, actúan como auténticos epígonos de Marx. El filósofo germano llevó hasta su culminación la figura del intelectual radicalmente crítico, que en su soberbia desmedida se cree facultado para promover la reorganización de la sociedad entera; lo cual, pese a que la experiencia ha demostrado una y mil veces que conduce a guerras, golpes de Estado, tiranías y pobreza, sigue seduciendo incluso a muchos pacíficos ciudadanos de clase media -se diría que especialmente a estos. Al igual que el respetable agente de seguros del quinto primera se transforma los domingos, en el estadio de fútbol, en un hooligan berreante, cualquier apacible tendero puede sorprendernos asintiendo a la mayor salvajada de un columnista radical, pese a que sería seguramente el primer perjudicado si determinados programas radicales se pusieran en práctica.

El marxismo por encima de todo enseña una cosa: Los seres humanos albergamos, en algunas de las capas profundas de nuestro cerebro, una bestia dormida, y cualquier pretexto, sobre todo si se viste intelectualmente, puede ayudar a despertarla. Si sembramos odio, con conceptos como explotación, opresión, etc, cosecharemos violencia. (Los fascistas fueron en esto aventajados discípulos del socialismo; básicamente sustituyeron al burgués por el judío.) Esto no significa que no haya que enfrentarse a la opresión, allí donde realmente se dé, sino que los agravios imaginarios o amplificados artificialmente suelen ser los más generadores de violencia, porque irritan con mayor intensidad que situaciones objetivas de malestar, a las cuales solemos estar habituados. En España fueron asesinados en el 36 miles de religiosos. Sus verdugos no eran campesinos oprimidos por los tributos eclesiásticos (abolidos cien años antes), sino generalmente individuos cuya máxima ofensa padecida fuera algún capón del cura recibido en el colegio -pero que azuzados por groseros panfletos y consignas anticlericales (fueran marxistas o anarquistas, es lo de menos) pudieron dar rienda suelta a sus tendencias sádicas.

Marx murió hace casi ciento treinta años, pero sus discípulos entrenados en crear agravios ideológicos y preparar el terreno a matarifes vocacionales mantienen su antorcha. Esta es la envenenada herencia del marxismo.

[Esta entrada ha sido publicada por The Americano.]