España se enfrenta a varias amenazas graves. La más inmediata, los intentos de ruptura de la unidad territorial y de la Constitución que proceden del gobierno autónomo de Cataluña. No menos preocupante es que haya surgido con fuerza un nuevo partido político que pretende instaurar entre nosotros un régimen chavista, lo que supondría la destrucción de la clase media y de la democracia. Más lejana por ahora, a 4.800 kilómetros, tenemos el avance brutal del Estado Islámico, que podría desestabilizar Oriente Medio y exportar cientos de yijadistas a Europa, decididos a implantar un Califato de España a Afganistán. Por último, como la mayoría de países europeos, hemos entrado en una recesión demográfica provocada por el descenso de la natalidad (y no simplemente porque "vivimos más", como dicen quienes se niegan a ver la realidad) que nos conducirá a una dramática escasez de población activa en poco más de una generación.
Por si cada una de estas amenazas no fuera lo bastante grave por separado, su simultaneidad las favorece. Una España fragmentada y en barrena demográfica es más vulnerable al avance del yijadismo. No digamos si además se hundiera económicamente por culpa de un régimen como el que ha arruinado Venezuela en quince años. Esto sin hablar de sinergias perversas, como, por poner sólo un ejemplo, el necio ofrecimiento de Artur Mas de permitir la construcción de una gran mezquita en la plaza de toros Monumental de Barcelona, a cambio del apoyo musulmán al separatismo catalán. (¿Recuerdan las palabras de Lenin, "los burgueses nos venderán la soga con la que los ahorcaremos"? Cambien Lenin y burgueses por lo que están pensando.)
Aunque se trata de fenómenos que vienen gestándose desde hace décadas, la culpabilidad de los gobiernos de los últimos diez años, desde los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, es incuestionable. Las concesiones de Zapatero al terrorismo vasco y al nacionalismo catalán; su política exterior, retirándose unilateralmente de Irak y relativizando el terrorismo islámico, al que llegó a comparar con el cambio climático (sic); su empeño en atizar la división social reivindicando el frentepopulismo de los años treinta y promulgando leyes anticatólicas; su desmesura con el gasto público, que agravó los efectos de las crisis financiera e inmobiliaria, legándonos unas administraciones económicamente inviables y corruptas... Todo ello, en esencia prorrogado y hasta agravado fiscalmente por Mariano Rajoy, ha arrojado a la nación a los pies de los caballos del totalitarismo izquierdista incubado en la Complutense y en Caracas, del separatismo filoterrorista, los antisistemas catalanes de la CUP en el parlamento catalán, y al fondo la torva mirada de los carroñeros islamistas, aguardando sin prisas nuestra descomposición final.
Mientras todo esto está sucediendo ante cualquiera que tenga ojos para ver, ¿qué es lo que preocupa al grueso de nuestros políticos y periodistas? La inanidad y frivolidad de buena parte de los asuntos que llenan los informativos y los periódicos son pasmosas. La falta de proporción en el tratamiento de los temas es sencillamente hiriente. Mientras en Irak se está perpetrando un auténtico genocidio de cristianos y otras minorías religiosas, y se esclaviza, mutila genitalmente y viola a las mujeres supervivientes, aquí montamos imbéciles debates sobre el "machismo" que supuestamente padecen las mujeres españolas, salvo que sean de derechas, pues de estas al parecer está bien decir que son tontas.
La falta de perspectiva se llama provincianismo. Si el nacionalismo catalán es un buen ejemplo de tal defecto elevado a niveles de tragicomedia, a nivel de toda España no tenemos motivos para estar orgullosos. Nuestra incapacidad para contemplar la realidad con un radio superior a los setecientos kilómetros (salvo para condenar a Israel por combatir a Hamás), y con una escala de tiempo mayor de cuatro años (salvo para derrocar a Franco retrospectivamente), puede acabar teniendo las consecuencias más desgraciadas, si no reaccionamos a tiempo.