martes, 19 de agosto de 2014

Cómo funciona el pensamiento progresista

El Ministerio del Interior ha publicado en su web unos consejos dirigidos a mujeres para prevenir violaciones. Entre ellos, algunos tan elementales como no hacer auto-stop, no recoger a desconocidos, no transitar por lugares solitarios o echar las cortinas al anochecer. (También alguno que se presta al chiste paleto, pese a su sensatez práctica, como tener a mano un silbato para una llamada de auxilio.) Cualquier persona con un mínimo sentido común puede comprender que los paseos nocturnos por descampados son una conducta de riesgo, o que tener las persianas subidas con las luces encendidas supone exponerse al voyeurismo.

El feminismo histérico no ha tardado en mostrar su indignación en las redes sociales. Por citar sólo un ejemplo, la socialista Carmen Montón acusa al gobierno, en su cuenta de Twitter, de "meter miedo, culpabilizar a las mujeres y eludir responsabilidades". No sabemos si doña Carmen también cree que el gobierno trata de asustar y de culpabilizar a los ciudadanos cuando les aconseja no hacer ostentación de riqueza o no abrir a desconocidos, con el fin de prevenir robos. En cualquier caso, lo interesante de este tipo de reacciones es que ilustran claramente cómo funciona el pensamiento progresista, del cual forma parte el feminismo.


Para el progresismo, todo mal es siempre de naturaleza social, y por tanto, no hay remedio que no sea colectivo. Si hay mujeres violadas o maltratadas, no bastaría con juzgar y castigar a los culpables, ni con medidas de autodefensa, porque la causa de estas conductas no se originaría simplemente en la maldad del violador o el maltratador. En realidad, toda la sociedad sería culpable, al persistir en una supuesta cultura machista que discriminaría sutilmente a las mujeres desde niñas. No importa que la experiencia y el sentido común contradiga esta tesis, que las mujeres occidentales del siglo XXI accedan con total igualdad de oportunidades a los estudios superiores, a las fuerzas de seguridad, a la judicatura, al periodismo, a la medicina, a la política, ni que la mayoría de personas normales acostumbren a respetar por igual a todo el mundo, con independencia de su sexo. El pensamiento progresista no dejará que la realidad le estropee sus prejuicios, y gracias a su hegemonía en los medios de comunicación, le basta con llevar el recuento anual de mujeres asesinadas a manos de hombres (pero no el de hombres asesinados por mujeres, mujeres asesinadas por mujeres, ni hombres asesinados por hombres) para crear un clima de guerra de sexos, de una lucha contra un enemigo implacable que debemos librar con más recursos y más leyes coercitivas; incluso, si es necesario, limitando la libertad de expresión.

Pues no se trata sólo del PSOE. El PP se apunta con entusiasmo a la paranoia colectiva contra el "machismo", cuando de derrochar dinero público, restringir libertades y ponerse la medalla de feminista se trata. El progresismo es la ortodoxia de nuestro tiempo, y quien sólo aspira a permanecer en el poder deberá navegar a favor de la corriente. Por eso no me extrañaría que las recomendaciones de la web de Interior acabaran siendo retiradas discretamente. Tampoco importaría mucho. Todos los padres sensatos aconsejarán cosas parecidas a sus hijas, y de hecho son ellos quienes principalmente deben hacerlo, no ningún gobierno.

El problema es cuando el progresismo se convierte en una neolengua fuera de la cual es imposible pensar, y la negación de la realidad empieza a confundirse con un derecho. Cuando eso ocurre, la realidad siempre termina vengándose. La permisividad sexual y el egoísmo disfrazado de estoy-en-mi-derecho envenenan muchas más relaciones de pareja, se multiplican los malentendidos, los agravios mutuos, los celos, el sufrimiento... Y entonces las cifras de violencia doméstica (¡oh, sorpresa!) no sólo no disminuyen, sino que incluso aumentan. Pero el progresismo jamás reconocerá que pueda haberse equivocado. Momentáneamente desconcertado por las conductas y opiniones de los más jóvenes, refractarias a su paternalismo, no tardará en decir que aún queda mucho por hacer, que el enemigo aún no ha sido vencido, que hace falta más "sensibilización" (léase: dinero y burocracia) y "tolerancia cero" (léase: limitar derechos individuales y destruir la igualdad en nombre de la igualdad, discriminando al hombre.)

Algunos nos negamos a aceptar que el mal sólo puede combatirse desde la política. Creemos que los seres humanos pueden buscar la felicidad y el perfeccionamiento moral sin esperar a que su clase social, su sexo, su raza, su nación o la humanidad entera sean redimidos por gobernantes investidos de poderes cada vez menos limitados, por una aplicación del derecho cada vez más "alternativa". O sin esperar que en un futuro se resuelva radicalmente cualquier problema de relaciones entre individuos de distinto sexo mediante la biotecnología, creando una nueva especie humana andrógina -y de paso sometida a sus diseñadores. No aceptamos el chantaje de salvadores que (a diferencia del pastor de la parábola evangélica, que deja a su rebaño por buscar a una sola oveja perdida) exigen siempre el sacrifico de los individuos en el altar de la colectividad. A estos falsos mesías no les importa el pobre que sale adelante con su esfuerzo, la mujer que destaca gracias a su talento. Desdeñan estos casos "anecdóticos" porque contradicen sus estribillos preferidos, y no dudarán en denigrar a la mujer que brilla en cualquier ámbito sin renunciar a su feminidad ni valerse del fácil recurso victimista. Ellos requieren fieles agradecidos, que les deban un subsidio, un puesto de cuota, un reconocimiento baratos. Necesitan abonar el resentimiento de quienes culpan a otros de sus frustraciones; de quienes eluden su responsabilidad individual y aceptan con ello que el gobierno se haga gustosamente cargo de todo, desde la cuna hasta la tumba.