Toda metafísica es o bien monista o bien pluralista; habitualmente, en el segundo caso, dualista. El monista cree que existe una única forma de ser de todo cuanto existe. No hay un tipo de ser más fundamental o absoluto que los demás. Los monistas pueden tener ideas muy dispares acerca de en qué consiste la realidad, pero en ningún caso pueden admitir que haya un ser trascendente. Por el contrario, la principal forma histórica del dualismo es el monoteísmo. Este postula que existe un ser infinito, creador de todos los demás seres. Dios -pues así se le llama- es un ser necesario y por tanto eterno, en contraste con sus criaturas finitas, perecederas y contingentes.
El monismo ha fascinado siempre debido a su simplicidad, pues aparentemente requiere menos suposiciones que el dualismo. Sin embargo, presenta graves problemas conceptuales para explicar la realidad, en los que no me detendré aquí. (Los he expuesto en una entrada reciente.) A consecuencia de ello, algún tipo de dualismo casi siempre reaparece en todo intento de comprensión del mundo. Por ejemplo, en la física moderna tenemos una evidente disociación entre la teoría cuántica y la Teoría General de la Relatividad, que las mejores cabezas se han esforzado en superar sin éxito, desde el propio Einstein. Por su parte, en las disciplinas humanísticas existe también una innegable tensión entre las conceptualizaciones éticas y los intentos de explicar el comportamiento humano y la sociedad en términos puramente causales y evolutivos, carentes de valoraciones.
Para el dualismo monoteísta, el mundo es fundamentalmente un escenario donde se libra la batalla entre el bien y el mal. El bien es todo aquello que nos aproxima al Creador, lo que nos libera de las pasiones y las ataduras de este mundo, que son el mal. Esto no se traduce necesariamente en una visión mística. El héroe es asimismo un modelo de autosuperación del egoísmo y del miedo, sólo concebible partiendo de la oposición entre carne y espíritu. El mal equivale al olvido o rechazo de nuestro origen divino, que nos degrada a la categoría de animales, sólo preocupados por satisfacer sus impulsos. En tal concepción se asienta no sólo la moral judeocristiana, sino toda la tradición del pensamiento racional. Pues sólo una mente hasta cierto punto libre de condiciones fácticas puede aspirar a un conocimiento objetivo y desinteresado de la realidad, y obrar en consecuencia.
Quienes se niegan a considerar la existencia de Dios como suposición intelectual, ya sean ateos o agnósticos, tenderán a rechazar el dualismo entre el bien y el mal absolutos, y lo sustituirán habitualmente por otro tipo de dialéctica. Freud creyó ver una oposición irreductible entre la libido individual y las normas de la vida civilizada. Marx sostuvo que la lucha fundamental era la que existe entre la clase dominante y la sometida, que no sólo se enfrentan materialmente, sino que desarrollan cosmovisiones antagónicas.
Richard Webster, en su voluminoso ensayo titulado Por qué Freud estaba equivocado, critica al psicólogo vienés por haber reeditado el mito judeocristiano del pecado original bajo términos aparentemente seculares, y llega a proponer una radical superación del dualismo "bestia-ángel", sin conseguir concretarla demasiado. En realidad, una crítica similar -suponiendo que sea una crítica- podría hacerse del marxismo, que, bajo su aparente visión "científica" de los procesos sociales, no consigue desterrar las recalcitrantes valoraciones morales, en las que los opresores y los oprimidos juegan los papeles del mal y del bien, respectivamente. Cabe preguntarse si Nietzsche, pese a la aparente radicalidad de su propuesta de ir "más allá del bien y del mal", no hace otra cosa que invertir las valoraciones, pero manteniendo el dualismo fundamental. En su caso, los fuertes serían los buenos, los únicos capaces de nobleza y generosidad, mientras que a los débiles habría que asociarlos con los malos, los eternos resentidos.
El actual pensamiento dominante, conocido como corrección política o como "nueva ética global" (Marguerite A. Peeters) es fundamentalmente una reedición en términos culturales del marxismo. Se trata de una interpretación del mundo en clave de dominadores y dominados, en los que de forma implícita (y por tanto acrítica), los primeros equivalen al mal puro y los segundos al bien absoluto, y deben ser protegidos incluso de la crítica, o cualquier manifestación que pueda entenderse por tal. (Pensemos en las minorías étnicas o culturales, las civilizaciones no occidentales, las mujeres, los homosexuales y la naturaleza no humana.)
El origen judeocristiano de este dualismo ético-político es patente, como también lo es la drástica distorsión que supone respecto a la "moral tradicional". La ética progresista elimina la voluntad humana de la ecuación. La lucha interior entre el espíritu y la materia, que se produce en cada uno de nosotros, deja de existir. En lugar de ello, hay una guerra entre grupos, en la cual, por alguna razón que jamás queda verdaderamente aclarada, hay que ponerse del lado de los (supuestamente) débiles, simplemente porque son débiles, sin que ni siquiera se plantee la cuestión de si tienen razón o no.
Que los intentos por superar el dualismo entre el bien y el mal, o lo que es lo mismo, entre espíritu y materia, hasta ahora siempre hayan conducido a otra forma de dualismo, nos está indicando que existe una profunda verdad en tal concepción, de la que es imposible librarse por completo. Pero al oscurecer la verdadera naturaleza de la dualidad fundamental, tales intentos no favorecen precisamente el triunfo del bien. Es fácil burlarse del maniqueísmo, de quienes dividen el mundo "en buenos y malos", pero los que incurren en tales burlas desde un pretendido Olimpo intelectual suelen ser aquellos que con mayor dogmatismo pronuncian sentencias morales inapelables, contra los "poderes financieros", el "imperialismo" y cualesquiera potencias oscuras que ellos conceptúan como las dominadoras del mundo.
El moralismo soterrado y acrítico del progresismo pretende hacer pasar por verdad racional o "científica" una interpretación revanchista de la sociedad y de la historia. Este revanchismo, por cierto, explica la fascinación que ejerce el totalitarismo en las masas, antes y ahora. Pensar que las poblaciones occidentales son mayoritariamente demócratas es una de las ingenuidades constitutivas del progresismo. Un movimiento totalitario que sepa crear y explotar las divisiones sociales, siempre tendrá la posibilidad de triunfar, incluso en la democracia más consolidada. Siempre habrá muchos que verán soportable una dictadura que les prometa ver humillados y perseguidos a quienes odia, sean los "ricos" o los judíos.
La vieja "moral tradicional" que no distingue clase social, cultura, raza o sexo, ("No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer...", Gálatas, 3, 28), la moral que es universal porque procede de la voluntad de Dios, en la que se funda la dignidad absoluta del hombre, es la única vía que jamás ha existido para superar el engañoso conflicto entre los fuertes y los débiles.