jueves, 31 de julio de 2014

La enfermedad del victimismo

Los palestinos que profieren lamentos desgarradores y se golpean la cabeza en los entierros de sus hijos -esos mismos hijos a los cuales adoctrinan en el odio y entrenan como terroristas suicidas desde la más tierna infancia, y a los que no dudan en usar como escudos humanos- son quizás la mejor imagen de la enfermedad del victimismo.

Hay que señalar que el victimismo ni siquiera necesita la existencia de un conflicto objetivo. Los nacionalistas catalanes pretenden que España lleva tres siglos tratando de perpetrar un "genocidio cultural" en Cataluña. Y sin embargo, los hechos son que la enseñanza pública se imparte exclusivamente en catalán, se editan en ese idioma los periódicos más conocidos de Barcelona, así como cientos de libros al año, existen numerosas cadenas de radio y televisión que utilizan exclusivamente la lengua de Pla, y la mayoría de las emisoras con sede en Madrid ofrecen informativos regionales y otros programas en catalán. Por no hablar de la señalización viaria, las comunicaciones de las administraciones locales y autonómica, y la rotulación de la mayoría de empresas. El catalán no sólo es omnipresente en Cataluña (cosa hasta cierto punto natural), sino que además recibe un trato privilegiado, lo que supone una evidente y absurda discriminación de la lengua española común, hablada por todos, y vernácula en la mayoría. Sin embargo, basta con que algún ministro del gobierno central trate de proteger el derecho al uso del español, por ejemplo en la enseñanza, para que los nacionalistas reaccionen como basiliscos, denunciando una voluntad exterminadora de la identidad de Cataluña. No me extenderé, por otra parte, sobre el victimismo basado en el dudoso "déficit fiscal", que palidece ante el volumen de la corrupción amparada en el fer país.

El victimismo no se limita en absoluto a las minorías nacionales. Hoy triunfa en todo el mundo occidental bajo el manto de defensa de la igualdad de sexos (mal llamada, en español, de "género") y de los derechos de gays y lesbianas. Pero de nuevo, los hechos objetivos no parecen justificar ciertos discursos inflamados. En los países desarrollados, las mujeres acceden a los estudios superiores en el mismo porcentaje, si no mayor, que los hombres, y habitualmente con mejores calificaciones. Abundan mujeres en la policía, en la medicina, en el periodismo, en los tribunales de justicia, en los parlamentos y en los gobiernos. Pero como sigue existiendo un cierto predominio de los hombres en algunos puestos públicos y privados de responsabilidad, en determinadas profesiones y en el empleo a jornada completa, los ultrafeministas deducen de ello, sin ninguna prueba científica, que nos hallamos ante una discriminación encubierta, promovida por el ubicuo patriarcado opresor. A fin de combatirla, se impone paradójicamente la llamada discriminación "positiva", que no es más que una pura y simple discriminación contra los hombres. Esta estrategia se refuerza mediante la violencia de "género", otra construcción ideológica que reconoce sólo la violencia doméstica en la que la víctima es de sexo femenino, interpretándola como efecto de un supuesto machismo atávico, que resurgiría incomprensiblemente, y descartando a priori cualquier relación con el deterioro de la institución familiar. Se pretende, en definitiva, adoctrinar a la población, a través de la escuela y los medios de comunicación, en una ideología que pone bajo sospecha al varón y concibe el cuidado de los hijos como una enojosa tarea que hay que repartirse, o incluso evitar, limitando la natalidad y favoreciendo el aborto.

Una estrategia análoga de victimización siguen los grupos de activismo homosexualista. En las sociedades demoliberales, desde hace décadas, está vetada cualquier intromisión en la conducta sexual de los adultos; los gays, u homosexuales declarados, gozan incluso de una cierta sobrerrepresentación en los medios de comunicación y los círculos artísticos. Pese a ello, esos grupos pretenden que todavía sufren la discriminación del malvado heteropatriarcado, y con el objeto de erradicarla, pretenden que la sociedad está obligada a cambiar el significado de la institución matrimonial para que incluya uniones entre personas del mismo sexo. Al igual que el ultrafeminismo, tratan de imponer sus agendas ideológicas en la educación y las leyes, confluyendo en la relativización de la sexualidad fértil, el desprecio de la familia, encubierto con el reconocimiento de "otros modelos", y las limitaciones a la libertad de pensamiento, amparadas en una obsesión paranoica contra fantasmagóricas "incitaciones al odio".

Tenemos también la victimización basada en motivos económicos. La idea es que los pobres culpen a los ricos de sus posiciones relativas, y reclamen en consecuencia medidas coactivas de redistribución, conocidas como socialismo, que van desde impuestos elevados hasta expropiaciones directas, pasando por controles de precios y de la actividad económica en general. Medidas todas ellas que tienen exactamente el efecto contrario de entorpecer la creación de riqueza (cuando no hacerla imposible), y por tanto perjudican en especial a quienes pretenden favorecer. El victimismo sirve también para sustituir la excelencia educativa por criterios igualitaristas, lo que sólo consigue degradar la calidad de la enseñanza y devaluar consiguientemente las titulaciones, que son el principal "ascensor social" de los menos favorecidos.

El resultado inmediato de la victimización es justificar un trato injusto contra los grupos a los cuales se considera culpables. Pero quizás lo peor de todo es que, en la medida que muchos terminan interiorizado su condición de víctimas, culpando a otros de sus problemas, se desresponsabilizan de resolverlos por sí mismos, agudizándolos o incluso creándolos donde antes no existían objetivamente. Empieza uno sintiéndose víctima y acaba siéndolo realmente, aunque no de aquellos a quienes culpa de su situación.

Así, los pobres se acostumbran a creerse en el derecho de percibir eternamente subsidios, con lo cual su situación social tiende a cronificarse, enlodada en un sentimiento de autocompasión y de fatalismo. Las mujeres, en lugar de ser consideradas simplemente como personas, reciben un trato aparentemente favorable, pero que no destaca por encima de todo su talento o esfuerzo, sino su condición sexual, lo cual las mantiene, al menos en el plano simbólico, en una especie de eterna minoría de edad. Análogamente, parece que los sentimientos y prácticas sexuales de los gays tienen que ser el aspecto más importante de sus vidas, y se les anima a participar en actos como los desfiles del "orgullo", lastimosamente autodenigratorios. Respecto a las minorías nacionales, en la medida en que acaban creyéndose el relato de una opresión secular, tienden al ensimismamiento y por tanto al provincianismo. Al centrar todas sus esperanzas en la separación, que supuestamente resolverá todos los problemas, el nacionalismo acaba haciendo olvidar cualquier otra sana aspiración de mejora espiritual y material. Cuando sólo se habla de la independencia, las energías acaban siendo absorbidas por un obsceno onanismo político y cultural.

El victimismo no considera a los hombres como individuos libres de elegir su propio destino, sino que les confiere una identidad colectiva (palestinos, catalanes, mujeres, homosexuales, pobres) de la que no pueden ni deben sustraerse. Presenta el sometimiento a esa identidad como una liberación, como un progreso de su autoconsciencia, cuando en realidad supone condenar al hombre a ser lo que es, y no lo que quiere ser. Incluso cuando se presenta la identidad como una aparente elección, como por ejemplo en el transexualismo, en realidad esta oscila entre una arbitrariedad irreductible y por tanto irracional, o un noúmeno no menos prelógico, contra el cual sería inútil e insano resistirse. Al interpretar la existencia en función de las injusticias sufridas por los antepasados, el victimismo implica un retroceso de la consciencia moderna hacia una especie de semifeudal ley de la vendetta, en la cual la revancha pesa más que la justicia, el pasado más que el presente, el (re)sentimiento más que la razón.

Para acabar, no podemos olvidar que una triste secuela del victimismo es que ignora o posterga a las verdaderas víctimas, como los bebés abortados, quienes han sufrido la violencia del totalitarismo y del terrorismo, y los cristianos perseguidos y masacrados en diferentes lugares del mundo. En ocasiones, se llega a mezclar a las víctimas espurias con las auténticas, lo que posiblemente sea la mayor afrenta concebible hacia estas últimas, sobre todo si algunas de las primeras resultan ser los verdugos de las segundas. El victimismo no resuelve nada que haya que resolver, y además envenena cualquier fuente de solución. Es vital aprender a detectarlo y rechazarlo sin miramientos.