El fenómeno no es ni mucho menos nuevo. Ortega y Gasset calificó (con razón) las opiniones de Albert Einstein sobre la guerra civil española como "ignorancia radical". Jean-François Revel recuerda que el célebre físico, en una carta a Max Born, confesaba haberse convencido, tras madura reflexión, de que los acusados en los procesos de Moscú, orquestados a la mayor gloria de Stalin, debían ser verdaderamente culpables. La moraleja que extrae Revel cae por su propio peso: "se puede ser, en su especialidad, un genio, y carecer completamente de juicio en otros terrenos." (J.-F. Revel, El conocimiento inútil, Espasa Calpe, 2007, p. 414.)
Pues, qué decir de Bertrand Russell, quien en 1937, fiel al pacifismo más impermeable a la realidad empírica, declaraba que "Gran Bretaña debiera desarmarse, y si los soldados de Hitler nos invadieran, debiéramos acogerlos amistosamente, como si fueran turistas; así perderían su rigidez y podrían encontrar seductor nuestro estilo de vida". (Citado por Revel en la obra citada, p. 404.)
El escritor francés señala, en resumidas cuentas, algo de puro sentido común: que la opinión de un científico o intelectual, cuando habla de temas que no pertenecen a su disciplina, tiene el mismo valor que la opinión de un camarero o de un taxista que se expresen acerca de cualquier asunto que no tenga nada que ver con sus oficios.
Por supuesto, tanto el físico nuclear como el limpiabotas tienen todo el derecho del mundo a expresarse sobre lo que les dé la gana. Pero el primero debería ser exquisitamente cuidadoso para no conferir una abusiva aura de credibilidad a sus opiniones. No hace falta que el taxista nos prevenga sobre su incompetencia en politología, economía o metafísica, porque (puede que injustamente) ya la presuponemos. Y sin embargo, no es raro que albergue ideas más sensatas, aunque más torpemente expuestas, que algunos catedráticos y abajofirmantes de renombre.
El científico Andrei Linde es uno de los creadores de la teoría inflacionaria del origen del universo, que al parecer ha recibido recientemente un gran espaldarazo experimental, debido a las observaciones de un telescopio situado en la Antártida. Posiblemente por ello reciba el premio Nobel de Física. En una entrevista publicada por la revista XL Semanal, el pasado 13 de abril, el físico afirma lo siguiente:
"Cuando se dice que el universo fue creado por Dios solo para que nosotros pudiéramos vivir en él, la primera pega es: ¿por qué se preocuparía Dios de un tipo concreto de mono?".
Esta pregunta es francamente estúpida, la formule quien la formule. Si hemos sido creados por Dios, ya no somos solamente "un tipo concreto de mono". El razonamiento del cosmólogo de origen ruso equivale al de alguien que negara que el cuadro de la Gioconda pudiera ser obra de Leonardo da Vinci, porque ¿cómo un artista tan grande iba a pintar a una señora carente de mayor interés?
Sin embargo, no hay apenas día que no hallemos en los medios afirmaciones de una simpleza semejante, que son tomadas como intelectualmente profundas sólo porque las pronuncia una autoridad en física o biología, pero cuyas nociones acerca del cristianismo o la religión en general no difieren de las de un niño de doce años. Es relativamente fácil ridiculizar las opiniones de un niño o un adolescente, incluso si ese adolescente era uno mismo. Más difícil es tomarse en serio un tema del que solo tenemos ideas superficiales, acaso porque nuestro interés por él lo perdimos justo cuando dejamos de llevar pantalones cortos, con razonamientos propios de los doce años de edad.
Podemos haber adquirido conocimientos extraordinariamente precisos acerca de lo que sucedió en las primeras millonésimas de segundo tras la Gran Explosión. Pero seguimos tan a oscuras sobre lo que había en el instante cero, y sobre por qué hay algo pudiendo no haber habido nada, como lo estaban Platón o Aristóteles, digan lo que digan ciertos divulgadores ávidos de satisfacer la demanda de postureo "escéptico", como Richard Dawkins, Daniel Dennett, Jim Holt y muchos otros. (Ya se sabe, como decía Chesterton, que no hay nada más crédulo que los escépticos.) En fin, los científicos pueden explicar cómo se pasa de un estado físico a otro, pero son completamente incapaces (y lo serán siempre) de explicar por qué existió un primer estado físico; o si no hubo tal cosa, por qué existen los estados físicos en su conjunto.
Por supuesto, admito que mi opinión sobre esto vale tanto como la de cualquier mero aficionado a la reflexión filosófica. Es decir, vale tanto como la de Andrei Linde.