sábado, 5 de abril de 2014

Mejide, no me jodas

Confieso que tenía una idea equivocada de Risto Mejide. Al verle alguna vez en televisión vapulear sin compasión a aspirantes a artistas, pensé que se trataba de uno de esos raros ejemplares de nuestro tiempo que, a diferencia del común, no pretenden caer simpáticos, ni hacer concesiones al buenrollismo infraintelectual que lo infecta todo. Pero desde que vi que su nueva serie de entrevistas empezaba con Zapatero como invitado, debería haber revisado aquellas primeras impresiones. La confirmación de que lo había sobrevalorado llegó cuando en los siguientes programas (que ya no vi), no se le ocurrió otra cosa que invitar a personajes como Iñaki Gabilondo, Miguel Ángel Revilla y una monja guayprogre que ahora mismo no recuerdo cómo se llama, porque hay tantas...

¿No hay en España grandes sabios, artistas, profesionales, empresarios cuyas opiniones y vivencias sería interesante conocer? Al parecer, no. O bien es que Mejide piensa, como un tristemente elevado número de sus conciudadanos, que el jeta de los terroristas suicidas con tres capas de calzoncillos es un gran periodista, que un político graciosillo que reproduce manoseadas patochadas populistas y socialdemócratas es una especie de modelo, y que las monjas deben ciscarse en la doctrina católica para ser entrañables.

En esta línea, ayer vi el anuncio del próximo programa, en el que entrevistará a Ada Colau y a Oriol Junqueras. Más populismo anticapitalista y más antiespañolismo. Es normal. Se empieza afeándole a Zapatero que no hable inglés (como si eso tuviera gran importancia en comparación con su nefasta gestión), porque eso desacredita a la "marca España" (ya puestos, que Mario Vargas Llosa, para acabar de prestigiar definitivamente nuestra cultura, escriba en la lengua de Shakespeare), y se acaba riéndoles las gracias a hispanófobos como Anasagasti y Junqueras.

En el breve fragmento de la entrevista al dirigente de Esquerra con la que nos amenaza, no contento con darle cancha a este tipo, Mejide le da además la razón, y le expone su original teoría sobre la causa de que haya tantos separatistas: que el gobierno, en su torpeza, no quiera dialogar. A lo que Junqueras asiente casi desconcertado, como sorprendiéndose de que la propaganda nacionalista haya calado tanto que algunos lleguen a creerse que se les han ocurrido a ellos sus argumentos.

El diálogo está tan sobrevalorado como Mejide. Dialogar es mejor que enfrentarse sin reglas, qué duda cabe, pero eso invalida el diálogo con quien quiere saltarse las reglas. Cuando algunas personas pretenden violar la Constitución de nuestra democracia ¿de qué se supone que habría que hablar con ellas? ¿de cómo lo encubrimos para que la opinión pública española se trague la ilegalidad, la usurpación de su soberanía, la traición absoluta?

Es preciso dejar esto claro desde el principio, porque en los próximos días, los nacionalistas y sus tontos útiles (que son legión) lo intentarán enturbiar todo lo posible. La secesión de Cataluña no se puede producir, en la práctica, legalmente. Y ello a pesar de que el artículo 150 de la Constitución parezca abrir la puerta a que el gobierno ceda siquiera temporalmente a la Generalitat las competencias de un referéndum.

Hay que admitir que ese artículo es un auténtico entuerto jurídico, el peor del Titulo VIII, que a su vez es el peor de la Constitución. Por un lado, el anterior, el 149, enumera una lista de materias que son "competencia exclusiva" del Estado, como la defensa, Hacienda, los puertos y aeropuertos, etc., sin olvidar la "convocatoria de consultas populares por vía de referéndum". Por otro lado, el 150.2 admite que el Estado podrá "transferir o delegar" esas competencias que "por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación"; lo cual deja un margen de interpretación infinito. Cosas del consenso de la década de los setenta, que nos han llevado a la endiablada situación actual.

Pero incluso admitiendo que el gobierno, basándose en la interpretación más laxa de la Constitución, autorizara un referéndum de autodeterminación en Cataluña, e incluso aunque lo ganaran los secesionistas, ¿luego qué? Para que un territorio se separe de España, sigue siendo inexcusable la reforma de los artículos fundamentales 1 y 2, y aún así, nada garantiza que pueda lograrse, porque esa reforma implica una mayoría cualificada en las Cortes, su disolución, la celebración de elecciones legislativas, que las nuevas Cortes ratifiquen la reforma y, por último, un referéndum en toda España. Aunque se superaran todos los pasos anteriores y, en el colmo del entreguismo, un gobierno con ánimo de consumar la ruptura territorial de España hiciera campaña a favor de ello, no hay garantías de que la mayoría del pueblo español se mostrara solícito cooperador de semejante suicidio nacional en un referéndum.

Quienes reclaman el derecho a decidir no están reclamando el derecho a votar, que ya tienen hace casi cuatro décadas. No están simplemente pidiendo que se realice algo tan normal e inofensivo como un referéndum regional. Porque saben perfectamente que aunque el resultado del referéndum fuera favorable a la escisión de España, esta seguirá siendo posible, en la práctica, sólo por la vía ilegal. ¿Qué sentido tiene entonces la dichosa consulta? Es evidente: escenificar un proceso democrático de autodeterminación, sobre todo de cara al exterior, para que un gobierno lo suficientemente cobarde eluda su responsabilidad de hacer cumplir la ley, antes que arrostrar una campaña de manifestaciones y alborotos que perjudiquen la "marca España".

Las Cortes deberían nombrar cuanto antes un comité de sabios integrado por Revilla, el exjuez Garzón (ya estás tardando en entrevistarlo, Risto), Ada Colau y Mayor Zaragoza, entre otras eminencias. Su función sería reconvertir la marca, que pasaría a llamarse Spain World, recuperar la bandera republicana, con el símbolo de la paz en el centro, así como vender las delegaciones de Barcelona y Vitoria a los chinos, y la de Andalucía a Qatar. Y por supuesto, después deberían nombrar a Risto Mejide como nuevo CEO del país, digo de la marca. Lo que llamábamos jefe cuando todavía éramos cutres y creíamos que España era una nación.